Authors: John Irving
El tatuador se llamaba Henk y era quien había realizado la mayor parte de los letreros en el museo del tatuaje radicado en el barrio chino, la llamada Casa del Dolor. (Su especialidad era un poema, cualquier poema que uno quisiera, tatuado en forma de cuerpo femenino.) Según él, el bolígrafo de la testigo se había detenido demasiado tiempo en cada letra. Sólo alguien que copiara frases de una lengua extranjera habría escrito cada palabra con tal lentitud.
—¿Y quién ha de esforzarse tanto para no cometer un error al escribir una palabra? —preguntó Henk a Harry—. Alguien que desconoce el idioma, por supuesto.
Las prostitutas de De Wallen no creían que la testigo de Harry y el muchacho holandés tuvieran relaciones sexuales.
—No era sólo por la diferencia de edad —comentó la prostituta tailandesa a la que Ruth y Wim habían visitado en el Barndesteeg—. Se notaba que nunca habían hecho el amor.
—Puede que tuvieran ese propósito —sugirió Harry—. Tal vez iban a hacerlo.
—No me lo pareció —insistió la prostituta tailandesa—. Incluso eran incapaces de decirme lo que deseaban. ¡Sólo querían mirar, pero ni siquiera sabían qué era lo que querían mirar!
La otra prostituta tailandesa que recordaba a la pareja fuera de lo corriente era la vieja sádica, la que tenía fama de aterrorizar a los clientes.
—El chico holandés la tenía grande —declaró—. Quería hacerlo de veras, pero su mami no le dejaba.
—Ese chico estaba dispuesto a tirarse cualquier cosa, excepto a mí —le dijo a Harry el travestido ecuatoriano—. La mujer sólo tenía curiosidad. No quería hacer nada, sólo informarse.
Harry estaba seguro de que si el chico holandés hubiera estado escondido en el ropero de Rooie con la mujer misteriosa, ambos habrían tratado de impedir el crimen. Y casi desde el principio Harry dudó de que la testigo fuese una prostituta novata. A menos que se tratase de una «ilegal», incluso una novata habría ido a la policía. Y de haber sido una «ilegal», ¿quién le habría escrito su testimonio en un holandés tan perfecto?
Una prostituta jamaicana del Slapersteeg también recordaba a Ruth Cole.
—Era menuda, dijo que se había perdido —informó a Harry—. La tomé del brazo y salimos del callejón. Me sorprendió que tuviera el brazo derecho tan fuerte.
¡Fue entonces cuando el sargento Hoekstra se dio cuenta de que también él había visto a la mujer misteriosa! De repente recordó a aquella mujer a la que había seguido por De Wallen una mañana, muy temprano, y que caminaba con un estilo atlético. Era menuda, desde luego, pero parecía fuerte y no le dio la impresión, ni mucho menos, de que estaba «perdida». Se la veía muy resuelta, y Harry la siguió no sólo porque parecía fuera de lugar en aquellos parajes, sino también por su extraordinario atractivo (¡por no mencionar que le resultaba vagamente familiar! Era increíble que Harry no la reconociera por las fotos en las sobrecubiertas de sus libros). Cuando Harry se dio cuenta de que ella reparó en que la seguía, regresó a la comisaría en la Warmoesstraat.
Por último, el policía habló con las dos prostitutas gordas de Ghana. La turista desconocida se había detenido en el Stoofsteeg el tiempo suficiente para preguntarles de dónde eran. Las mujeres, a su vez, preguntaron a Ruth Cole por su procedencia, y ella les dijo que de Estados Unidos. (Lo que Harry supo gracias a las prostitutas de Ghana, a saber, que su testigo era estadounidense, resultaría ser una información más importante de lo que al principio había sospechado.)
Nico Jansen estaba sentado ante el ordenador. Se encontraba en un callejón sin salida. El tubo de revestimiento Polaroid con el tapón de rosca azul marino podía haber sido adquirido tanto en Amsterdam como en Zurich. El hecho de que, según la testigo misteriosa, el asesino pareciera un topo, que jadeara, que fuese estrábico y tuviera los ojos «casi totalmente cerrados»… ¿de qué servirían todos esos datos si en Zurich no había una huella dactilar que coincidiese con la del tubo de revestimiento Polaroid que tenían en Amsterdam?
La testigo había pensado en la posibilidad de que el asesino trabajara para la SAS, la línea aérea escandinava, pero esto resultó ser una pista falsa. A pesar del examen de las huellas dactilares de todos los empleados varones que trabajaban en el departamento de seguridad de la SAS, no se encontró ninguna huella coincidente.
El asesino fue capturado gracias a que Harry Hoekstra sabía bien el inglés y, además, entendía el alemán. Resultó que la información más importante en el relato de la testigo era la observación de que el asesino hablaba un inglés que parecía tener acento alemán.
Nico Jansen le comunicó a Harry que los detectives estaban en un callejón sin salida con respecto al asesinato. Al día siguiente, Harry revisó de nuevo el informe de la testigo y, de repente, vio algo que se le había pasado por alto. Si la lengua nativa del asesino era el alemán, existía la posibilidad de que SAS no fuese la tal SAS, pues tanto en alemán como en holandés las vocales a y e se pronuncian de una manera distinta a la inglesa. A un oyente norteamericano, SES le habría sonado como SAS. El asesino no tenía nada que ver con la línea aérea escandinava.
¡Se ocupaba de algo relacionado con la seguridad para una empresa llamada SES!
Harry no tuvo necesidad de utilizar el ordenador de Nico Jansen para averiguar qué significaba SES. La Cámara de Comercio Internacional le ayudó de buen grado a encontrar una empresa que respondiera a esas siglas en una ciudad de habla alemana, y en menos de diez minutos Harry había identificado al patrono del asesino. La venerable Schweizer Elektronik und Sicherheitssysteme (SES) estaba ubicada en Zurich y se dedicaba a diseñar e instalar alarmas de seguridad para bancos y museos en toda Europa.
Harry experimentó cierto placer al encontrar a Nico Jansen en la sala de detectives, donde las pantallas de los ordenadores siempre daban a sus caras un resplandor antinatural y los bombardeaban con sonidos no menos antinaturales.
—Tengo algo para que lo metas en tu ordenador, Nico —le dijo Harry—. Si quieres, hablaré yo con tu colega en Zurich; mi alemán es mejor que el tuyo.
El detective de Zurich se llamaba Ernst Hecht y le faltaba poco para la jubilación. Suponía que nunca llegaría a descubrir quién había matado, casi seis años atrás, a la prostituta brasileña en la zona de la Langstrasse. Pero la Schweizer Elektronik und Sicherheitssysteme era una empresa pequeña, aunque importante, que fabricaba alarmas de seguridad. Como medida de protección, a cada empleado de la empresa que hubiera diseñado o instalado un sistema de seguridad para un banco o un museo se le tomaban las huellas dactilares.
El pulgar cuya huella coincidía con la huella encontrada en el tubo de revestimiento Polaroid pertenecía a un ex empleado, un ingeniero especializado en alarmas de seguridad llamado Urs Messerli. Este hombre estuvo en Amsterdam en el otoño de 1990 para hacer el presupuesto de la instalación de un sistema de detección de fuego y movimiento en un museo de arte. Entre sus elementos de trabajo, se contaba una vieja cámara Polaroid que utilizaba película Land 4 x 5, del tipo 55, cuyos positivos en blanco y negro preferían todos los ingenieros de SES. Eran unas fotografías de gran formato, y Messerli había tomado más de seis docenas de ellas en el interior del museo de arte amsterdamés, con objeto de saber cuántos dispositivos de detección de fuego y movimiento serían necesarios y dónde habría que instalarlos con exactitud.
Urs Messerli ya no trabajaba en SES porque estaba muy enfermo. Se encontraba en un hospital, al parecer muriéndose de una infección pulmonar relacionada con un enfisema que empezó a padecer quince años atrás. (Harry Hoekstra pensó que un enfermo de enfisema probablemente producía al respirar los mismos sonidos que un asmático.)
El Universitátsspital de Zurich era famoso por los cuidados que prodigaba a los pacientes de enfisema. Ernst Hecht y Harry no tenían que preocuparse por si Urs Messerli se escabullía antes de que pudieran hablar con él, a menos que se escabullera al otro barrio. El paciente recibía oxígeno casi constantemente.
Y Messerli padecía otra desgracia más reciente. Su esposa, con la que llevaba casado treinta años, iba a divorciarse de él. Mientras yacía allí, agonizante, luchando por respirar, la mujer de Messerli insistía también en que no la dejara fuera de su testamento. Ella había descubierto varias fotos de mujeres desnudas en el despacho que él tenía en su casa. Poco antes de que lo hospitalizaran, pidió a su mujer que le buscara unos documentos importantes, a saber, un codicilo de su testamento. Frau Messerli había encontrado las fotografías de la manera más inocente.
Cuando Harry viajó a Zurich, Frau Messerli aún desconocía lo más importante con respecto a aquellas fotografías que había entregado al abogado que tramitaba su divorcio. Ni ella ni el abogado se dieron cuenta de que eran fotos de mujeres muertas. Lo único que les importaba era que las mujeres estaban desnudas.
Harry no tuvo dificultad en identificar la fotografía de Rooie en el despacho de Hetch, y éste reconoció fácilmente a la prostituta brasileña asesinada en la zona de la Langstrasse. Lo que sorprendió a los dos policías fue que había fotografías de otras seis mujeres.
La Schweizer Elektronik und Sicherheitssysteme había enviado a Urs Messerli a toda Europa, y el ingeniero había asesinado prostitutas en Francfort, Bruselas, Hamburgo, La Haya, Viena y Amberes. No siempre las había matado de manera tan eficiente ni había iluminado a sus víctimas con el mismo proyector que llevaba en el voluminoso maletín de cuero, pero siempre había dispuesto los cadáveres de sus chicas de la misma manera: tendidas de costado con los ojos cerrados, las rodillas alzadas hasta el pecho, en una postura recatada, de niña pequeña, razón por la que la esposa de Messerli y el abogado nunca sospecharon que las mujeres desnudas estaban muertas.
—Tiene usted que felicitar a su testigo —le dijo Ernst Hecht a Harry.
Ambos se dirigían al Universitátsspital para ver a Urs Messerli antes de que falleciera. El hombre ya había confesado.
—Sí, claro, le daré las gracias —replicó Harry—. Cuando la encuentre.
El inglés de Urs Messerli era exactamente tal como lo había descrito la testigo misteriosa. El hombre hablaba un buen inglés, pero con acento alemán. Harry decidió hablarle en inglés, sobre todo porque Ernst Hecht también lo hablaba muy bien.
—En la Bergstraat de Amsterdam… —empezó a decirle Harry—. Tenía el pelo castaño rojizo y buena figura para una mujer de su edad, pero los senos bastante pequeños…
—¡Sí, sí, lo sé! —le interrumpió Urs Messerli.
Una enfermera tuvo que quitarle la mascarilla de oxígeno para que pudiera hablar. Entonces el enfermo jadeó e hizo un sonido de succión, de modo que la enfermera volvió a cubrirle la boca y la nariz con la mascarilla.
Su piel tenía una tonalidad mucho más gris que cuando Ruth Cole le vio y la imagen de un topo cruzó por su mente. Ahora la piel era cenicienta, las bolsas de aire agrandadas en los pulmones producían un sonido propio, independiente de la respiración irregular. Era como si se pudiera oír la rotura del tejido dañado que forraba las paredes de aquellas bolsas de aire.
—En Amsterdam había una testigo —dijo Harry al asesino—. Supongo que la vio.
Por una vez los ojillos vestigiales se abrieron del todo, como los de un topo que descubriera la visión. La enfermera volvió a retirarle la mascarilla de oxígeno.
—Sí, sí…, ¡la oí! ¡Allí había alguien! —Se interrumpió para recuperar el aliento—. Hizo un pequeño ruido. Casi la oí.
Entonces le sobrevino un ataque de tos. La enfermera volvió a cubrirle la boca y la nariz con la mascarilla.
—Estaba en el ropero —informó Harry a Messerli—. Todos los zapatos habían sido colocados con las puntas hacia fuera. Es probable que, de haber mirado con más atención, hubiera visto los tobillos.
Esta noticia entristeció indeciblemente a Urs Messerli, como si le hubiera gustado mucho conocer por lo menos a la testigo…, si no matarla.
Todo esto sucedía en abril de 1991, seis meses después del asesinato de Rooie y un año después de que Harry Hoekstra hubiera estado a punto de viajar con ella a París. Aquella noche, en Zurich, Harry se dijo que ojalá hubiera ido a París con Rooie. No era necesario pasar la noche en Zurich y podría regresar en avión a Amsterdam al final de ese mismo día, mas por una vez quería hacer algo que había leído en un libro de viajes.
Rechazó la invitación a cenar que le hizo Ernst Hecht, pues quería estar a solas. Cuando pensaba en Rooie, no estaba totalmente solo. Incluso eligió un hotel que a ella podría haberle gustado. Aunque no era el hotel más lujoso de Zurich, era demasiado caro para un policía, pero Harry había viajado tan poco que tenía ahorrada una buena cantidad de dinero. No esperaba que el Segundo Distrito le pagara la estancia en el hotel Zum Storchen, ni siquiera una sola noche, pero fue allí donde quiso alojarse. El hotel, a orillas del Limmat, tenía un encanto romántico. Thomas Mann había comido allí… y también James Joyce. De las paredes de sus dos comedores colgaban pinturas de Klee, Chagall, Matisse, Miró y Picasso. Eso a Rooie no le interesaría en absoluto, pero le habría gustado la Bündnerfleisch y el hígado de ternera picado con Rósti.
Normalmente Harry no bebía nada más fuerte que cerveza, pero esa noche fue a la Kronenhalle y se tomó cuatro cervezas y una botella de vino tinto. Cuando regresó a la habitación del hotel estaba borracho. Se quedó dormido antes de haberse descalzado, y sólo la llamada telefónica de Nico Jansen le obligó a despertar y desvestirse para meterse en la cama.
—Cuéntamelo —le dijo Jansen—. El asunto ha terminado, ¿no?
—Estoy bebido, Nico —replicó Harry—. Estaba dormido.
—Cuéntamelo de todos modos —insistió Nico Jansen—. El cabrón mató a ocho furcias, cada una en una ciudad distinta, ¿no es cierto?
—Así es. Dentro de un par de semanas habrá muerto. Me lo ha dicho su médico. Tiene una infección en los pulmones, padece enfisema desde hace quince años. Supongo que produce un sonido como el asma.
—Pareces alegre —comentó Jansen.
—Estoy bebido —repitió Harry.
—Deberías ser un borracho feliz, Harry —le dijo Nico—. Todo se ha resuelto, ¿no?
—Todo excepto dar con la testigo —dijo Harry Hoekstra.
—Tú y tu testigo. Déjala en paz. Ya no la necesitamos para nada.
—Pero la vi —replicó Harry. No se percató hasta que lo hubo dicho, pero precisamente porque la había visto no podía quitársela de la cabeza. ¿Qué había estado haciendo allí aquella mujer? Harry pensó que había sido una testigo mejor de lo que con toda probabilidad ella creía, pero se limitó a decir—: Sólo quiero felicitarla.