Authors: John Irving
El niño le pesaba en los brazos, pues no estaba acostumbrada a cargar con un pequeño de cuatro años. Se volvió hacia la casa para ir en busca de su cuarto, darse una ducha o un baño y entregarse a su recuerdo más reciente de cómo era el amor… por si algún día ella lo encontraba.
Pero Hannah sabía que jamás iba a encontrarlo.
Ruth Cole y Harry Hoekstra se casaron el Día de Acción de Gracias por la mañana, en la sala de estar, apenas usada, de la casa de Ruth en Long Island. A Ruth no se le ocurría una manera mejor de despedirse de la casa que contraer matrimonio en ella. En los pasillos de ambas plantas se alineaban varias pilas de cajas de cartón, etiquetadas para el personal de mudanzas. Cada mueble tenía una etiqueta roja o verde: el rojo significaba que debían dejarlo donde estaba, y el verde, que habían de transportarlo a Vermont.
Si cuando llegara el verano la casa de Sagaponack aún no se había vendido, Ruth la alquilaría. La mayor parte de los muebles estaban etiquetados para quedarse, y a Ruth ni siquiera le gustaban. Nunca había sido feliz en la casa de los Hamptons, excepto cuando vivió allí con Allan. (En cambio, no solía asociar a Allan con la casa de Vermont, lo cual sería ahora un alivio.)
Eddie vio que habían descolgado de las paredes todas las fotografías y supuso que debían de estar metidas en alguna de las cajas de cartón. Y, al contrario que la ocasión anterior en que vio las paredes despojadas de las fotos, esta vez habían extraído los ganchos para colgar los cuadros. Habían rellenado los agujeros y pintado o empapelado de nuevo las paredes. Un comprador potencial jamás sabría cuántas fotografías estuvieron expuestas allí en el pasado.
Ruth les dijo a Eddie y Hannah que había «tomado en préstamo» al sacerdote de una de las iglesias de Bridgehampton para que oficiara en su boda. Era un hombre corpulento y parecía un tanto desconcertado, aunque saludó a los presentes con enérgicos apretones de manos. Su voz de barítono resonaba en toda la planta baja de la casa y hacía vibrar las copas que Conchita Gómez ya había colocado en la mesa del comedor, para la cena de Acción de Gracias.
Eduardo condujo al altar a la novia. Eddie era el padrino de Harry y Hannah la dama de honor de Ruth, un cometido que realizaba por segunda vez. En la primera boda de Ruth, fue Eddie quien condujo a la novia al altar, y ahora le aliviaba no tener que repetirlo. Prefería ser el padrino, y aunque hacía menos de un mes que conocía a Harry, le había tomado mucho cariño al holandés. Hannah también estaba encariñada con Harry, pero aún le resultaba difícil mirarle.
Harry había elegido un poema para leerlo. Sin saber que Allan había dado instrucciones a Eddie para que leyera un poema de Yeats en su funeral, Harry seleccionó unos versos del mismo poeta para su boda con Ruth. Aunque el poema arrancó las lágrimas a Ruth, a Hannah e incluso a Eddie, Ruth amó a Harry todavía más por ello. Era un poema sobre la circunstancia de «ser pobre», algo que Harry era ciertamente en comparación con Ruth, y lo leyó con el vigor inflexible con que un policía bisoño podría leer sus derechos a un delincuente.
El poema se titulaba
Él desea las telas del cielo
, y Eduardo y Conchita se tomaron de la mano mientras Harry lo recitaba, como si se casaran de nuevo.
Had I the heavens' embroidered cloths,
Enwrought with golden and silver light,
The blue and the dim and the dark cloths
Of night and light and the half-light,
I would spread the cloths under your feet:
But I, being poor, have only my dreams;
I have spread my dreams under your feet;
Tread softly because you tread on my dreams.
[4]
Las alianzas estaban en poder de Graham. Al dárselas le dijeron con fingida solemnidad: «Aquí tienes, porque eres nada menos que el entregador de los anillos». El pequeño oyó mal la extraña palabra y entendió que era el «enterrador» de los anillos. Así pues, cuando llegó el momento en que debía dar las alianzas, se indignó porque habían olvidado una parte importante de la ceremonia. ¿Cuándo tenía que enterrar los anillos, y dónde? Después del acto, puesto que Graham estaba desesperado porque creía que habían estropeado el simbolismo de los anillos, Ruth le permitió enterrar las alianzas entre las raíces del seto que se alzaba al lado de la piscina. Harry examinó atentamente el lugar en que las había enterrado, a fin de que, al cabo de un tiempo prudencial, pudieran mostrar al pequeño dónde debía desenterrar los anillos.
Por lo demás, la segunda boda de Ruth salió a pedir de boca. Sólo Hannah observó que ni Ruth ni Eddie parecían estar ojo avizor por si se presentaba la madre de Ruth. Si pensaban en Marion, no lo demostraban. Hannah no había conocido a Marion, por supuesto, y apenas le había dedicado algún que otro pensamiento fugaz.
El pavo de Acción de Gracias, que Ruth y Harry habían llevado allí desde Vermont, habría podido alimentar a otra familia entera además de a todos ellos. Ruth dio a Eduardo y Conchita la mitad del sobrante antes de que regresaran a casa. Graham, a quien el pavo no le hacía ninguna gracia, exigió que le dieran un emparedado de queso a la plancha.
Durante la larga cena, Hannah preguntó con aire de indiferencia a Ruth cuánto pedía por la casa de Sagaponack. La suma era tan pasmosa que Eddie derramó sobre su regazo una generosa porción de salsa de arándano, mientras que Hannah le decía fríamente a su amiga:
—Tal vez por eso no la has vendido todavía. Quizá deberías rebajar el precio, chica.
Eddie ya había abandonado la esperanza de que la casa llegara a ser suya. Desde luego, no deseaba compartirla con Hannah, quien aún seguía «entre novios», pero que de todos modos se las arregló para estar guapa durante todo el fin de semana correspondiente a la festividad de Acción de Gracias. (Ruth había observado que Hannah hacía considerables esfuerzos para tener buen aspecto cuando estaban con Harry.)
Ahora que Hannah volvía a prestar atención a su apariencia, Eddie no le hacía ni caso, pues su belleza significaba poco para él. Por otro lado, la inequívoca felicidad de Ruth había apagado la pasión por ella, prolongada durante un año, y volvía a estar enamorado de Marion, su verdadero y único amor. Pero ¿cuáles eran sus esperanzas de ver a Marion o siquiera de tener noticias suyas? Habían pasado unos dos meses desde que le enviara sus libros y ella no le había contestado. Al contrario que Ruth, a cuya carta Marion tampoco había respondido, ya no esperaba saber nada de ella.
No obstante, al cabo de casi cuarenta años, ¿qué podía esperar? ¿Que Marion le entregara un certificado de su conducta en Toronto? ¿Que le enviara un ensayo sobre sus experiencias como expatriada? Sin duda ni Ruth ni Eddie tenían motivos para esperar que Marion asistiera a la segunda boda de Ruth. «Al fin y al cabo —como Hannah susurró a Harry mientras él le servía otra copa de vino—, no se presentó en la primera.»
Harry sabía cuándo era conveniente cambiar de tema y, a su manera improvisada, se embarcó en una especie de interminable oda a la leña. Nadie sabía cómo reaccionar, y lo único que podían hacer era escucharle. El holandés había pedido prestada a Kevin Merton su camioneta de caja descubierta y había transportado a Long Island una carga de madera de Vermont.
Eddie había observado que a Harry le obsesionaba un poco la leña. No podía decirse que le hubiera fascinado exactamente la charla sobre la leña, que Harry prosiguió incansable durante el resto de la cena. (Todavía estaba hablando sobre la leña cuando Eduardo y Conchita se fueron a casa.) Al novelista le gustaba mucho más que Harry hablara de libros, pues no había conocido a muchas personas que leyeran tantos libros como el ex policía, con excepción de Minty, su difunto padre.
Terminada la cena, mientras Harry y Eddie se ocupaban de los platos y Hannah preparaba a Graham para acostarlo y se disponía a leerle un cuento, Ruth salió al jardín y permaneció al lado de la piscina, bajo el cielo estrellado. La piscina había sido parcialmente vaciada y estaba cubierta en previsión del invierno. En la oscuridad, el seto en forma de U que la rodeaba era como un gran marco de ventana que delimitaba su visión de las estrellas.
Ruth apenas se acordaba del tiempo en que la piscina y el seto que la rodeaba no estaban allí, o de cuando el césped era el campo sin segar por el que sus padres discutían. Ahora se le ocurrió pensar que, en otras noches frías, cuando alguien fregaba los platos y su padre o una canguro la habían acostado y le contaban un cuento, su madre debía de estar en aquel jardín, bajo las mismas estrellas implacables. Marion no habría contemplado el cielo ni se habría considerado tan afortunada como lo era su hija.
Ruth sabía que era afortunada. Se dijo que su próximo libro debería tratar de la buena suerte, de cómo la buena suerte y el infortunio se distribuyen de una manera desigual, si no al nacer, por lo menos a medida que se dan las circunstancias sobre las que no tenemos control alguno, así como en la pauta al parecer fortuita de los acontecimientos que entran en colisión: la gente que conocemos, el momento en que ese conocimiento tiene lugar y si esas personas importantes podrían conocer casualmente a otras, y el momento en que podría suceder tal cosa. Ruth sólo había tenido un pequeño infortunio. ¿Por qué razón su madre había tenido tantos?
—Oh, mamá —dijo Ruth a las frías estrellas—, ven a conocer a tu nieto ahora que todavía puedes hacerlo.
En el dormitorio principal, situado en el piso superior, y en la misma cama de matrimonio donde hiciera el amor con el difunto Ted Cole, Hannah Grant aún trataba de leer un cuento al nieto que Ted nunca conoció. No había avanzado mucho, porque los rituales del cepillado de dientes y la elección de pijama habían requerido más tiempo del que esperaba. Ruth le había dicho que a Graham le encantaban los cuentos protagonizados por Madeline, pero el pequeño no estaba tan seguro.
—¿Cuál es el que me encanta? —inquirió Graham.
—Todos —respondió Hannah—. Elige el que quieras y te lo leeré.
—No me gusta
Madeline y los gitanos
—le informó Graham.
—Muy bien, entonces no leeremos ése —dijo Hannah—. A mí tampoco me gusta.
—¿Por qué? —quiso saber Graham.
—Por la misma razón que a ti tampoco te gusta —respondió Hannah—. Elige uno que te guste. Elige un cuento, cualquier cuento.
—Estoy harto de
El rescate de Madeline
—le dijo Graham.
—Estupendo. La verdad es que a mí también me harta. ¿Cuál te gusta?
—Me gusta
Madeline y el sombrero malo
—decidió el muchacho—, pero Pepito no me gusta, de veras, no me gusta nada.
—¿No sale Pepito en
Madeline y el sombrero malo
? —le preguntó Hannah.
—Eso es lo que no me gusta del cuento —respondió Graham.
—Tienes que elegir un cuento que te guste, Graham.
—¿Te sientes frustrada? —inquirió el chico.
—¿Quién, yo? Jamás. Dispongo de todo el día.
—Es de noche —señaló el niño—. El día ha terminado.
—¿Qué te parece
Madeline en Londres
? —le sugirió Hannah.
—En ése también sale Pepito.
—¿Y qué me dices de
Madeline
a secas, la historia original de Madeline?
—¿Qué quiere decir «original»?
—La primera.
—Ésa ya la he oído muchísimas veces —dijo Graham. Hannah inclinó la cabeza. Había tomado demasiado vino durante la cena. Quería de veras a Graham, su único ahijado, pero había ocasiones en que el pequeño la reafirmaba en su decisión de no tener nunca hijos.
—Quiero
La Navidad de Madeline
—dijo Graham por fin.
—Pero sólo estamos en Acción de Gracias —replicó Hannah—. ¿Quieres que te cuente una historia navideña el Día de Acción de Gracias?
—Has dicho que podía elegir el que quisiera.
Sus voces llegaban a la cocina, donde Harry restregaba la bandeja del asado y Eddie secaba una espátula agitándola distraídamente. Le había estado hablando a Harry acerca de la tolerancia, pero parecía haber perdido el hilo de sus pensamientos. Su conversación se había iniciado con el tema de la intolerancia, sobre todo racial y religiosa, en Estados Unidos, pero Harry percibía que Eddie había entrado en un terreno más personal. De hecho, Eddie estaba a punto de confesarle la intolerancia que le causaba Hannah, cuando la voz de ella, mientras dialogaba con Graham, le distrajo.
Harry sabía qué era la tolerancia. No habría discutido con Eddie, ni con cualquier compatriota de éste, que los holandeses son más tolerantes que la mayoría de los estadounidenses, pero creía que así era. Percibía la intolerancia que Eddie le causaba a Hannah, no sólo porque para ella Eddie era patético y por la monotonía de su relación sentimental con ancianas, sino también porque no era un escritor famoso.
Harry pensó que en Estados Unidos no existe ninguna intolerancia comparable a la intolerancia, tan estadounidense, hacia la falta de éxito. Aunque Eddie no le interesaba gran cosa como escritor, le gustaba mucho como persona, sobre todo por su afecto constante hacia Ruth. Cierto que le asombraba la naturaleza de su adoración, cuyo origen, suponía él, debía de ser la madre desaparecida. El ex policía se daba cuenta de que lo que Ruth y Eddie tenían más en común era la ausencia de Marion. Su ausencia era una parte fundamental de sus vidas, como le ocurría a Rooie con su hija.
En cuanto a Hannah, requería aún más tolerancia de la que el holandés estaba acostumbrado a tener, y el afecto de Hannah hacia Ruth era menos seguro que el de Eddie. Además, en la manera en que Hannah le miraba, el ex sargento Hoekstra veía algo demasiado familiar. Hannah tenía el corazón de una puta, y Harry sabía que el corazón de una prostituta no era en modo alguno el proverbial corazón de oro, sino sobre todo un corazón calculador. Un afecto calculado nunca era digno de confianza.
Relacionarse con los amigos de la persona que uno ama no es nada fácil, pero Harry sabía mantener la boca cerrada y limitarse a observar cuando era necesario.
Mientras Harry ponía una olla a hervir, Eddie le preguntó cuáles eran sus planes para disfrutar de la jubilación. Tanto a él como a Hannah les intrigaba saber a qué iba a dedicar su tiempo el ex policía. ¿Le interesarían los procedimientos de aplicación de la ley en Vermont? Era un lector muy ávido pero exigente…, ¿tal vez, un día, trataría de escribir una novela? Y era evidente que le gustaba el trabajo manual. ¿Le atraería alguna clase de tarea al aire libre?