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Authors: John Irving

Una mujer difícil (69 page)

BOOK: Una mujer difícil
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Poco antes de que el burdel fuese allanado por la policía, Vratna aceptó un préstamo de su cliente solidario. El hombre le pagó su parte del alquiler de una habitación con escaparate, que ella utilizó con otras dos chicas de Europa oriental, y así se convirtió en prostituta de escaparate. En cuanto al «préstamo», que Vratna nunca podría devolverle, su aparente protector se convirtió en su cliente más privilegiado, y la visitaba con frecuencia. Naturalmente, ella no le cobraba. De hecho, el hombre se convirtió en su chulo sin que la chica se diese cuenta, y no tardó en darle la mitad de lo que sacaba de sus demás clientes. Como el sargento Hoekstra lo consideró más adelante, no era un cliente tan solidario.

Se trataba de un ejecutivo jubilado que respondía al nombre de Paul de Vries y se había dedicado al proxenetismo con aquellas inmigrantes ilegales de Europa oriental como una especie de deporte y pasatiempo: tirarse a mujeres jóvenes, primero pagando pero luego gratis. Y al final, claro, ellas le pagarían… ¡y él se las seguiría tirando!

Un día de Navidad por la mañana (una de las escasas y recientes Navidades que Harry no se había tomado libres), el policía recorrió en bicicleta las calles cubiertas de nieve de De Wallen. Quería ver si alguna de las prostitutas estaba trabajando. Tenía la idea, similar a la de Ruth Cole, de que con la nieve recién caída en una mañana navideña incluso el barrio chino parecería inmaculado. Pero Harry había hecho algo impropio de él y todavía más sentimental: había comprado unos sencillos regalos para las chicas que estuvieran trabajando en sus escaparates el día de Navidad. No era nada lujoso ni caro, sólo unos bombones, un pastel de frutas y no más de media docena de adornos para el árbol navideño.

Harry sabía que Vratna era religiosa, o por lo menos la chica rusa le había dicho que lo era, y para ella, por si estaba trabajando, le había comprado un regalo algo más valioso. De todos modos sólo había pagado diez guilders por él en una joyería que vendía artículos de segunda mano. Se trataba de una cruz de Lorena que, según le había dicho la vendedora, tenía mucho éxito, sobre todo entre los jóvenes de gustos poco convencionales. (La cruz tenía dos travesaños, el superior más corto que el inferior.)

Había nevado con intensidad y en De Wallen apenas se veían huellas de pisadas. Algunas huellas rodeaban el urinario —que sólo podía ser usado por un hombre a la vez—, junto a la vieja iglesia, pero en la nieve del corto callejón donde trabajaba Vratna, el Oudekennissteeg, no había ninguna huella. Harry se sintió aliviado al ver que Vratna no estaba trabajando. Su escaparate estaba a oscuras, la cortina corrida, la luz roja apagada. Se disponía a seguir adelante, con la mochila de humildes regalos navideños a la espalda, cuando observó que la puerta de acceso a la habitación de Vratna no estaba bien cerrada. Algo de nieve había penetrado en el interior y le dificultaba a Harry el cierre de la puerta.

No se había propuesto mirar dentro de la habitación, pero tenía que abrir más la puerta antes de poder cerrarla. Estaba apartando con el pie la nieve acumulada en el umbral (no era el mejor tiempo para llevar zapatillas deportivas), cuando vio que la joven pendía del cable de la lámpara fijada al techo. Como la puerta de la calle estaba abierta, el viento penetraba y hacía oscilar el cadáver. Harry entró y cerró la puerta para impedir que siguiera entrando el viento cargado de nieve.

Se había ahorcado aquella mañana, probablemente poco después del amanecer. Tenía veintitrés años. Llevaba puestas sus viejas ropas, las que había llevado a Occidente para su nuevo trabajo de camarera. Puesto que no estaba vestida (es decir, casi desnuda) de prostituta, al principio Harry no la reconoció. Vratna también se había puesto todas sus joyas. Habría sido superfluo que Harry le hubiera regalado otra cruz, porque llevaba media docena de cruces y casi otros tantos crucifijos colgados del cuello.

Harry no tocó a la joven, ni tampoco nada de lo que había en la habitación. Se limitó a observar que, a juzgar por las marcas en la piel de la garganta, por no mencionar los desperfectos causados en el yeso del techo, no debía de haberse asfixiado enseguida, sino que se había debatido durante un rato. En el piso de encima de la habitación de Vratna vivía un músico. En otras fechas, habría oído a la chica colgada (por lo menos la caída del yeso y el supuesto chirrido de la lámpara del techo), pero el músico se marchaba cada Navidad, al igual que solía hacer Harry.

Camino de la comisaría para informar del suicidio, pues ya sabía que no se trataba de un asesinato, miró atrás una sola vez. En la nieve recién caída que cubría el Oudekennissteeg, las marcas de los neumáticos de su bicicleta era la única prueba de vida en la callejuela.

Frente a la vieja iglesia sólo había una mujer en activo detrás de su escaparate, una de las negras gordas de Ghana, y Harry hizo un alto y le dio todos los regalos. La mujer se puso muy contenta al recibir los bombones y el pastel de frutas, pero le dijo que los adornos navideños no le servían para nada.

Durante cierto tiempo Harry conservó la cruz de Lorena. Incluso compró una cadena para colgarla, aunque la cadena le costó más que la cruz. Entonces se la dio a una mujer con la que salía por entonces, pero cometió el error de contarle toda la historia. En ese aspecto de su trato con las mujeres, siempre metía la pata. Harry había creído que la mujer aceptaría la cruz y la historia como un cumplido. Al fin y al cabo, había estado realmente encariñado de la joven rusa. Aquella cruz de Lorena tenía cierto valor sentimental para él, pero a ninguna mujer le gusta llevar un adorno de bisutería barata o que ha sido comprado para otra, y no digamos para una inmigrante ilegal, una puta rusa que se había ahorcado en su lugar de trabajo.

Aquella amiga de Harry le devolvió aquel regalo que carecía por completo de valor sentimental para ella. Harry no salía con ella ni con nadie, y no imaginaba que alguna vez se sentiría inclinado a regalar su cruz de Lorena a otra mujer, si es que llegaba a haberla.

Harry Hoekstra nunca había tenido escasez de novias. El problema, si así podía considerarse, era que siempre tenía una u otra novia provisional. No era un libertino, nunca engañaba a las chicas y siempre se relacionaba con una a la vez. Pero tanto si le dejaban como si era él quien lo hacía, lo cierto era que no le duraban.

Ahora, remoloneando ante la mesa que debía limpiar, el sargento Hoekstra, de cincuenta y siete años y decidido a retirarse en otoño (tendría entonces cincuenta y ocho), se preguntó si siempre estaría «sin compromiso». Sin duda su actitud hacia las mujeres, y de éstas hacia él, se relacionaba, por lo menos en parte, con su trabajo. Y la razón, también por lo menos parcialmente, de que hubiera optado por adelantar la jubilación estribaba en su deseo de comprobar si esa suposición era cierta.

Cuando empezó a trabajar como policía callejero tenía dieciocho años. A los cincuenta y ocho tendría a sus espaldas cuarenta años de servicio. Por supuesto, al sargento Hoekstra le correspondería una pensión algo menor que si esperaba hasta los sesenta y uno, la edad normal de jubilación, pero como era un hombre soltero y sin hijos no necesitaba una pensión más sustanciosa. Además, en la familia de Harry todos los hombres habían muerto bastante jóvenes.

Aunque Harry gozaba de excelente salud, le preocupaba su predisposición genética. Quería viajar, quería intentar vivir en el campo. Había leído muchos libros de viajes, pero sus viajes habían sido escasos. Y si a Harry le gustaban los libros de viajes, las novelas le gustaban todavía más.

Mientras miraba su escritorio, sin el menor deseo de abrir los cajones, el sargento Hoekstra pensaba que ya era hora de leer una novela de Ruth Cole. Debían de haber transcurrido cinco años desde que leyó
No apto para menores
. ¿Cuánto tiempo tardaba la autora en escribir una novela?

Harry había leído todas las novelas de Ruth en inglés, una lengua que conocía muy bien. En las calles de De Walletjes, «los pequeños muros», el inglés se estaba convirtiendo cada vez más en la lengua de las prostitutas y sus clientes, un inglés incorrecto era el nuevo lenguaje de De Wallen. (Un inglés incorrecto, pensaba Harry, sería la lengua del próximo mundo.) Y como un hombre cuya próxima vida comenzaría a los cincuenta y ocho años, el sargento Hoekstra, funcionario al que le faltaba poco para jubilarse, quería que su inglés fuese correcto.

Las mujeres del sargento Hoekstra solían quejarse de la inconstancia con que se afeitaba. Al principio, el que no fuera en absoluto presumido podría resultarles atractivo a las mujeres, pero éstas, al final, tomaban el descuido de sus mejillas como un signo de su indiferencia hacia ellas. Cuando el pelo que le cubría la cara empezaba a tener aspecto de barba, se afeitaba. A Harry no le gustaban las barbas. Había temporadas en que se afeitaba en días alternos, mientras que en otras sólo lo hacía una vez a la semana. En otras ocasiones se levantaba en plena noche para afeitarse, de manera que la mujer con la que estaba viera a un hombre de aspecto diferente cuando se despertara por la mañana.

Harry mostraba una indiferencia similar hacia la indumentaria. Su tarea consistía en andar, y por ello calzaba unas recias y cómodas zapatillas deportivas. En cuanto a pantalones, sólo necesitaba unos vaqueros. Tenía las piernas cortas y estevadas, el vientre liso y el inexistente trasero de un muchacho. De cintura para abajo su físico era muy parecido al de Ted Cole (compacto, totalmente funcional), pero la parte superior de su cuerpo estaba más desarrollada. Iba a un gimnasio todos los días y tenía el pecho redondeado de un levantador de pesas, pero como solía llevar camisas de manga larga y holgadas, un observador fortuito nunca sabría lo musculoso que era.

Aquellas camisas eran las únicas prendas de color de su guardarropa. La mayoría de sus mujeres comentaban que eran demasiado llamativas, o por lo menos demasiado abigarradas. Él solía decir que le gustaban las camisas «con mucha historia estampada en ellas». Eran la clase de camisas que no se llevan con corbata, pero de todos modos Harry Hoekstra casi nunca se ponía corbata.

Tampoco solía ponerse su uniforme de policía. En De Wallen todo el mundo le conocía tanto como a las prostitutas de escaparate más veteranas y llamativas. Recorría el barrio por lo menos durante dos o tres horas cada día o cada noche en que estaba de servicio.

Encima de las camisas prefería ponerse cazadoras o alguna prenda que repeliera el agua, siempre de colores sólidos y oscuros. Para el tiempo frío, tenía una vieja chaqueta de cuero forrada de franela, pero todas sus chaquetas, lo mismo que las camisas, eran holgadas. No quería que la Walther de nueve milímetros, que llevaba en una pistolera, formara un bulto visible. Sólo si llovía mucho se ponía una gorra de béisbol. No le gustaban los sombreros y nunca usaba guantes. Una de las ex novias de Harry había calificado su manera de vestir como «básicamente de matón».

Tenía el cabello castaño oscuro, pero se le estaba volviendo gris, y a Harry le preocupaba tan poco como el afeitado. Primero lo había llevado demasiado corto, y después se lo dejó crecer demasiado.

En cuanto al uniforme policial, Harry lo había llevado con mucha más frecuencia en los primeros cuatro años de servicio, cuando estaba destinado en la zona oeste de Amsterdan. Todavía tenía allí su piso, no porque fuese demasiado perezoso para mudarse, sino porque le gustaba el lujo de tener dos chimeneas en funcionamiento, una de ellas en el dormitorio. Sus lujos principales eran la leña y los libros. A Harry le encantaba leer al lado del fuego, y poseía tantos libros que mudarse a cualquier otra parte le habría supuesto una tarea ímproba. Además, iba al trabajo y volvía a casa en bicicleta, pues le gustaba que hubiera cierta distancia entre su residencia y De Wallen. Por muy familiarizado que estuviera con el barrio chino y por muy reconocible que fuese su figura en las calles atestadas (De Wallen constituía su verdadero despacho, «los pequeños muros» eran los bien conocidos cajones de su auténtico escritorio), Harry Hoekstra era un solitario.

Las mujeres de Harry también se quejaban de su considerable tendencia a aislarse. Prefería leer un libro a escucharlas. Y en cuanto a hablar, Harry prefería encender el fuego, acostarse y contemplar la oscilación de la luz en las paredes y el techo. También le gustaba leer en la cama.

Harry se preguntaba si sólo las mujeres que salían con él estaban celosas de los libros. Creía que ésa era su principal ridiculez. ¿Cómo podían estar celosas de los libros? Esto se le antojaba aún más ridículo en los casos de las mujeres a las que había conocido en librerías, y no eran pocas. A otras, aunque últimamente con menos frecuencia, las había conocido en el gimnasio.

El gimnasio de Harry era el mismo local del Rokin adonde llevó a Ruth Cole su editor, Maarten Schouten. A los cincuenta y siete años, el sargento Hoekstra era un poco viejo para la mayoría de las mujeres que acudían allí. (Que las jóvenes veinteañeras le dijeran que estaba en una forma estupenda «para un hombre de su edad» nunca le alegraba la jornada.) Pero recientemente había salido con una de las mujeres que trabajaban en el gimnasio, una monitora de aerobic. Harry detestaba el aerobic. Él era estrictamente un levantador de pesas. El sargento Hoekstra caminaba en un día más de lo que la mayoría de la gente caminaba en una semana e incluso en un mes, e iba en bicicleta a todas partes. ¿Para qué necesitaba el aerobic?

La monitora había sido una mujer atractiva, al final de la treintena, pero tendía al celo misionero. Su incapacidad de convertir a Harry para que practicara el aerobic había herido sus sentimientos, y, que Harry recordara, a ninguna de sus mujeres le había molestado tanto como a ella su afición a la lectura. La monitora de aerobic no era lectora y, al igual que les sucedía a todas las demás mujeres con las que salía Harry, se negaba a creer que nunca hubiera hecho el amor con una prostituta. Sin duda había sentido por lo menos la tentación de hacerlo.

«Tentado» lo estaba siempre, aunque cada año que pasaba la tentación disminuía. En sus casi cuarenta años de servicio también se había sentido «tentado» a matar un par de veces. Pero el sargento Hoekstra ni había matado a nadie ni se había acostado con ninguna prostituta.

No obstante, era innegable que todas las novias de Harry se mostraban preocupadas por sus relaciones con aquellas mujeres de los escaparates y, en número creciente, de las calles. Harry era un hombre de las calles, lo cual había contribuido en gran medida a su afición a los libros y las chimeneas. Haber sido un hombre de las calles durante casi cuarenta años contribuyó de una manera definitiva a su deseo de vivir en el campo. Harry Hoekstra estaba harto de las ciudades, de cualquier ciudad.

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