Authors: John Irving
¡Ya habían empezado los subterfugios! Se sentía tan paralizada por la cobardía como lo había estado en el ropero de Rooie.
—Tranquilízate, Ruth —le dijo Allan, tomándole la mano—. Si crees que cambiar de editor será más conveniente para ti, quiero decir, para nuestra relación…
—¡No! —exclamó Ruth—. ¡No me refiero a eso! —No se había propuesto apartar la mano, pero lo hizo. Entonces intentó tomársela de nuevo, pero él la tenía en el regazo—. Quiero decir que si tuve un último novio granuja, fue gracias a ti. No es sólo un título, ¿sabes?
—Lo sé, ya me lo dijiste.
Terminaron hablando de la temible cuestión, a menudo comentada, de quién sería el tutor de Graham en caso de que les sucediera algo a ambos. Era muy improbable que a los dos les ocurriera algo y Graham se quedara huérfano, pues el niño iba con ellos a todas partes. Si su avión se estrellaba, el pequeño también moriría.
No obstante, ese asunto no daba a Ruth descanso. Los padrinos de Graham habían sido Eddie y Hannah. Ni Ruth ni Allan podían imaginar a Hannah como madre. A pesar de lo mucho que quería al niño, Hannah llevaba una clase de vida que era incompatible con las responsabilidades de una madre. Si bien sus amigos estaban impresionados por las atenciones que tenía con Graham, con esa entrega que las mujeres decididas a no tener hijos pueden mostrar a veces hacia los hijos ajenos, Hannah no era la persona más apropiada como tutora de Graham.
Y si Eddie había prescindido de las mujeres más jóvenes, no parecía tener la menor idea de cómo debe tratarse a los niños. Cuando estaba con Graham se comportaba de una manera torpe, incluso ridícula. Al lado del niño estaba tan nervioso que transmitía su nerviosismo a Graham, quien no era en absoluto un niño nervioso.
Cuando regresaron al Stanhope, tanto Allan como Ruth estaban bebidos. Dieron un beso al pequeño, que dormía en su habitación, en una camita plegable, y también dieron las buenas noches a Conchita Gómez. Antes de que Ruth hubiera terminado de cepillarse los dientes y se hubiera preparado para acostarse, Allan ya dormía profundamente.
Ruth observó que había dejado la ventana abierta. Aunque aquella noche el aire tuviera una suavidad especial, nunca era una buena idea dejar abierta una ventana en Nueva York, pues el ruido del tráfico a primera hora de la mañana podría despertar a un muerto. (Pero no despertaría a Allan.)
En todo matrimonio hay un reparto de tareas. Uno de los dos suele ser el responsable de sacar la basura, y el otro se encarga principalmente de evitar que falte el café, la leche, el dentífrico o el papel higiénico. Allan se encargaba de la temperatura: abría y cerraba las ventanas, manipulaba el termostato, encendía el fuego o dejaba que se extinguiera. Y por ello Ruth dejó abierta la ventana de su dormitorio en el Stanhope. Cuando el tráfico temprano la despertó a las cinco de la mañana, y cuando Graham se metió en la cama entre sus padres, porque tenía frío, Ruth dijo:
—Allan, si cierras la ventana, creo que todos podremos volver a dormirnos.
—Tengo frío, papá —dijo Graham, y añadió—: Papá está muy frío.
—Todos estamos muy fríos, Graham —replicó Ruth.
—Papá está más frío —insistió el pequeño.
—¿Allan? —empezó a decir Ruth.
Y lo supo. Tendió con cautela la mano alrededor de Graham, que estaba acurrucado contra ella, y tocó el rostro de Allan sin mirarlo. Deslizó la mano bajo la ropa de la cama; notó que bajo su cuerpo y el de Graham estaba caliente, pero, incluso allí, bajo la ropa, Allan estaba frío al tacto, tan frío como el suelo del baño de la casa de Vermont una mañana de invierno.
—Cariño —dijo Ruth al niño—, vamos a la otra habitación. Dejemos que papá duerma un poco más.
—Yo también quiero dormir un poco más, mamá —replicó Graham.
—Vamos a la otra habitación —repitió Ruth—. A lo mejor podrás dormir con Conchita.
Cruzaron la sala de estar de la suite, Graham arrastrando la manta y su osito de peluche, Ruth con una camiseta de media manga y bragas, pues ni siquiera el matrimonio había alterado su manera de vestir cuando dormía. Llamó a la puerta del dormitorio de Conchita y despertó a la anciana.
—Perdona, Conchita, pero a Graham le gustaría dormir contigo —le dijo Ruth.
—Pues claro, cariño, ven conmigo —le dijo Conchita a Graham, el cual pasó por su lado en dirección a la cama.
—Aquí no hace tanto frío —observó el niño—. En nuestro cuarto hace mucho frío. Papá está congelado.
—Allan ha muerto —le susurró Ruth a Conchita.
Entonces, a solas en la sala de la suite, hizo acopio de valor para volver al dormitorio. Cerró la ventana antes de ir al baño, donde se apresuró a lavarse la cara y las manos, se cepilló los dientes y no se molestó en peinarse. Acto seguido se vistió sin mirar una sola vez a Allan ni volver a tocarlo. No quería verle la cara. Durante el resto de su vida, preferiría imaginarlo con el aspecto que tenía en vida. Ya era bastante penoso el hecho de que le acompañara hasta la tumba el recuerdo de la frialdad desmesurada de su cuerpo.
Aún no eran las seis de la mañana cuando Ruth telefoneó a Hannah.
—Será mejor que seas uno de mis amigos —dijo Hannah nada más descolgar el aparato.
—¿Quién coño es? —oyó Ruth que le preguntaba el ex guardameta famoso.
—Soy yo —dijo Ruth—. Allan ha muerto, no sé qué hacer.
—Dios mío, cariño… ¡Voy ahora mismo!
—Pero ¿quién coño es? —preguntó de nuevo la antigua estrella del hockey.
—¡Mira, ve a buscarte otra
puck
! —Ruth oyó que decía su amiga—. Sea quien sea, no es puñetero asunto tuyo…
Cuando Hannah llegó al Stanhope, Ruth ya había telefoneado a Eddie, pues sabía que estaba en el Club Atlético de Nueva York. Eddie y Hannah se ocuparon de todo. Ruth no tuvo que hablar con Graham, quien por suerte había vuelto a dormirse en la cama de Conchita. El niño no se despertó hasta pasadas las ocho, y por entonces ya se habían llevado del hotel el cadáver de Allan. Hannah llevó al niño a desayunar, y mostró unos recursos asombrosos al responder a las preguntas de Graham sobre el paradero de su padre. Ruth había llegado a la conclusión de que era demasiado pronto para que Allan estuviera en el cielo, es decir, era demasiado pronto para hablar del cielo, un tema de conversación sobre el que más adelante se prodigaría tanto. Hannah se ciñó a las mentiras prácticas: «Papá ha ido a la oficina, Graham» y «Es posible que papá tenga que hacer un viaje».
—Un viaje, ¿adónde? —preguntó Graham.
Conchita Gómez estaba desolada. Ruth se hallaba en un estado de aturdimiento. Eddie se ofreció para conducirles a todos a Sagaponack, pero no en balde Ted Cole había enseñado a conducir a su hija. Ruth sabía que era capaz de conducir dentro o fuera de Manhattan, adondequiera que hubiese que ir. Bastaba con que Eddie y Hannah se ocuparan del cadáver de Allan.
—Puedo conducir —les dijo Ruth—. Pase lo que pase, puedo conducir.
Pero no se sintió capaz de registrar la americana de Allan en busca de las llaves del coche. Eddie las encontró, mientras Hannah hacía un paquete con las prendas del difunto.
Hannah se acomodó en el asiento trasero del coche con Graham y Conchita. Se encargó de charlar con el pequeño…, ése era su papel. Eddie tomó asiento al lado de Ruth. No estaba claro para nadie, ni siquiera para sí mismo, cuál era su papel, pero se dedicó a mirar el perfil de Ruth. Ésta no apartó en ningún momento la vista de la carretera, excepto para mirar por los espejos laterales o el retrovisor.
Pobre Allan, pensaba Eddie. Debía de haber sufrido un paro cardíaco. Así era, había acertado. Pero lo que Eddie no acertó era más interesante. No acertó al creer que se había enamorado de Ruth, tan sólo contemplando el perfil de su rostro lleno de tristeza: no acertó a comprender hasta qué punto, en aquel momento, Ruth le recordaba intensamente a su desdichada madre.
¡Pobre Eddie O'Hare! Le había acontecido algo muy ingrato: ¡la sorprendente ilusión de que ahora estaba enamorado de la hija de la única mujer a la que había amado! Pero ¿quién puede distinguir entre enamorarse e imaginar que se enamora? Incluso enamorarse de veras es un acto de la imaginación.
—¿Dónde está papá ahora? —preguntó Graham—. ¿Todavía está en la oficina?
—Creo que tiene una cita con el médico —respondió Hannah—. Me parece que ha ido al médico porque no se encontraba muy bien.
—¿Aún está frío? —inquirió el niño.
—Tal vez —replicó Hannah—. El médico sabrá lo que le pasa.
Ruth no se había cepillado el cabello, estaba desgreñada y no se había maquillado el pálido semblante. Tenía los labios resecos, y las patas de gallo en las comisuras de los ojos destacaban de una manera que Eddie no había visto hasta entonces. Marion también tenía patas de gallo, pero Eddie la había perdido momentáneamente de vista. Estaba paralizado por el semblante de Ruth, por la tristeza que emanaba de él.
A sus cuarenta años, Ruth estaba sumida en el primer aturdimiento del duelo. Marion, a los treinta y nueve, cuando Eddie la vio por última vez, lloraba a sus hijos desde hacía cinco años. Su cara, a la que ahora la cara de su hija se parecía tanto, reflejaba por entonces una pesadumbre casi eterna.
Cuando tenía dieciséis años, Eddie se había enamorado de la tristeza de Marion, una tristeza que parecía más duradera que su belleza. No obstante, la belleza se recuerda después de que desaparezca. Lo que Eddie veía reflejado en el de Ruth era una belleza desaparecida, que era otro amor que realmente sentía por Marion.
Pero Eddie no sabía que aún amaba a Marion.
«¿Qué diablos le pasa a Eddie? —pensaba Ruth—. ¡Si no deja de mirarme así, voy a salirme de la carretera!»
También Hannah observó que Eddie miraba fijamente a Ruth, y se preguntó, como su amiga, qué diablos le ocurría. ¿Desde cuándo aquel gilipollas se interesaba por una mujer más joven que él?
«Llevaba un solo año de viuda», había escrito Ruth Cole en su novela. (¡Y lo había escrito tan poco tiempo antes, apenas cuatro años, de que ella misma se quedase viuda!) Un año después de la muerte de Allan, tal como ella había escrito acerca de su viuda de ficción, Ruth seguía debatiéndose «por dominar los recuerdos del pasado, como debe hacer toda viuda».
Ahora se preguntaba cómo lo había sabido casi todo sobre la viudez; aunque siempre había afirmado que un buen escritor puede imaginar cualquier cosa, e imaginarlo fielmente, y aunque con frecuencia había argumentado que tendía a valorarse en exceso la experiencia de la vida real, incluso a ella le sorprendía la precisión con que había imaginado la viudez.
Un año después de la muerte de Allan, exactamente como le ocurría a su personaje de novela, Ruth aún «tendía a sumirse en el flujo de los recuerdos, como le sucedió aquella mañana en que se despertó con su marido muerto a su lado».
¿Y dónde estaba la anciana y airada viuda que había atacado a Ruth por haber escrito sobre la viudez sin ceñirse a la verdad? ¿Dónde estaba la arpía que se había llamado a sí misma viuda durante el resto de su vida? Al rememorar lo sucedido, a Ruth la decepcionaba que la vieja bruja no se hubiera presentado en el funeral de Allan. Ahora que era viuda, quería ver a la mezquina mujer, aunque sólo fuera para gritarle a la cara que cuanto había escrito sobre el hecho de quedarse viuda era fiel a la verdad.
¿Dónde estaba ahora la maldita vieja que había tratado de estropearle la boda con sus amenazas llenas de odio? ¿Dónde estaba el diabólico vejestorio que tan descaradamente se había permitido insultarla? Probablemente había muerto, como suponía Hannah. De ser así, Ruth se sentiría engañada. Ahora que el juicio convencional del mundo le concedía autoridad para hablar, a Ruth le habría gustado decirle cuatro cosas a aquella zorra.
¿No se había jactado ante ella la muy puñetera de que el amor que sintió por su marido fue superior? La mera idea de que alguien te diga: «No sabes qué es la aflicción», o «No sabes qué es el amor», le parecía a Ruth atroz.
Esa cólera imprevista hacia la anciana viuda sin nombre había proporcionado a Ruth un combustible inagotable durante el primer año de viudez. En el mismo año, y de un modo también imprevisto, había notado que los sentimientos hacia su madre se habían suavizado. Había perdido a Allan, pero tenía a Graham. Era más consciente que antes de lo mucho que amaba a su único hijo, y por ello comprendía los esfuerzos que hiciera Marion para no amar a otro hijo, puesto que ya había perdido dos.
Que su madre no hubiera optado por suicidarse sorprendía a Ruth, tanto como el hecho de que hubiera podido tener otro hijo. De repente comprendía el motivo que tuvo su madre para abandonarla. Marion no había querido amar a Ruth porque no soportaba la idea de perder a un tercer hijo. (Eddie le había dicho todo esto, cinco años atrás, pero hasta que ella tuvo un hijo y perdió a su marido, careció de la experiencia o la imaginación necesarias para darle crédito.)
No obstante, la dirección de Marion en Toronto había ocupado durante un año un lugar preeminente de su mesa de trabajo. El orgullo y la cobardía (¡ése sí que era un título digno de una novela larga!) le habían impedido escribirle. Ruth aún creía que era Marion quien debía presentarse ante su hija, puesto que era ella quien la había abandonado. Como madre relativamente reciente y viuda más reciente todavía, Ruth acababa de experimentar la pesadumbre y el temor de una pérdida incluso mayor. Hannah le sugirió que le diese a Eddie la dirección de su madre en Toronto.
—Deja que Eddie se encargue del problema —le dijo Hannah—. Que se atormente preguntándose si debe escribirle o no.
Por supuesto, ese dilema atormentaría a Eddie. Peor aún, en varias ocasiones había tratado de escribirle, pero nunca había echado sus cartas al correo.
«Querida Alice Somerset —empezaba una carta—. Tengo razones para creer que es usted Marion Cole, la mujer más importante de mi vida.» Pero ese tono le parecía demasiado desenvuelto, sobre todo al cabo de cuarenta años, por lo que lo intentaba de nuevo, abordándola de una manera más directa. «Querida Marion, pues Alice Somerset sólo podrías ser tú: He leído tus novelas de Margaret McDermid con…» ¿Con qué? ¿Fascinación? ¿Frustración? ¿Admiración? ¿Desesperación? ¿Con la amalgama de todo ello? No lo sabía con exactitud.
Además, después de mantener su amor por Marion durante treinta y seis años, ahora Eddie creía haberse enamorado de Ruth. Y tras imaginar durante un año que estaba enamorado de la hija de Marion, Eddie aún no se daba cuenta de que nunca había dejado de amar a Marion y de que seguía creyendo que amaba a Ruth. Así pues, los esfuerzos de Eddie por escribir a Marion le torturaban en extremo. «Querida Marion: Te he amado durante treinta y seis años antes de enamorarme de tu hija.» ¡Pero Eddie ni siquiera podía decirle tal cosa a Ruth!