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Authors: John Irving

Una mujer difícil (70 page)

BOOK: Una mujer difícil
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A una de las novias que había tenido Harry le gustaba leer tanto como a él, pero leía libros inadecuados. Entre las mujeres con las que Harry se acostaba, era también la más relacionada con el mundo de la prostitución. Era una abogada que trabajaba voluntariamente para una organización de prostitutas, una feminista liberal que confesó a Harry que se «identificaba» con las putas.

La organización en pro de los derechos de las prostitutas se llamaba
De Rode Draad
(El Hilo Rojo). En la época en que Harry conoció a la abogada, El Hilo Rojo tenía una incómoda alianza con la policía. Al fin y al cabo, tanto a la policía como a El Hilo Rojo les preocupaba la seguridad de las prostitutas. Harry siempre pensó que esa alianza debería haber tenido más éxito del que tuvo.

Pero, desde el comienzo, los miembros de la junta de El Hilo Rojo le irritaron: además de las prostitutas y ex prostitutas más militantes, estaban las mujeres (como su amiga abogada) que le parecían unas feministas nada prácticas y sólo se interesaban por convertir la organización en un movimiento emancipador de las prostitutas. Desde el principio Harry creyó que El Hilo Rojo debería interesarse menos por los manifiestos y más por proteger a las prostitutas de los peligros de su profesión. No obstante, él prefería las prostitutas y las feministas a los demás miembros de la junta, los sindicalistas y los «cazasubsidios», como los llamaba Harry.

La abogada se llamaba Natasja Frederiks. Dos tercios de las mujeres que trabajaban para El Hilo Rojo eran prostitutas o lo habían sido, y, en sus reuniones, las que no lo eran, como Natasja, no estaban autorizadas a hablar. El Hilo Rojo pagaba sólo dos salarios y medio a cuatro personas, mientras que el resto de los miembros eran voluntarios. Harry también lo había sido.

A finales de los años ochenta hubo más interacción entre la policía y El Hilo Rojo de la que había ahora. En primer lugar, la organización no había conseguido atraer a las prostitutas extranjeras, por no mencionar a las «ilegales», y apenas quedaban prostitutas holandesas en los escaparates o en las calles.

Natasja Frederiks ya no trabajaba como voluntaria en El Hilo Rojo, pues también ella se había desilusionado. (Ahora Natasja se consideraba una «ex idealista».) Ella y Harry se conocieron en una de las reuniones que tenían lugar los jueves por la tarde para tratar de las prostitutas novatas. Harry creía que esas reuniones eran una buena idea.

El policía se sentaba al fondo de la sala y nunca hablaba a menos que le interpelaran directamente. Lo presentaron a las prostitutas novatas como «uno de los miembros más solidarios de la fuerza policial» y, una vez abordados los temas habituales de la reunión, las veteranas alentaron a las chicas nuevas a que hablaran con él. En cuanto a los «temas habituales», con frecuencia una veterana explicaba a las bisoñas las situaciones en las que deberían tener cuidado. Una de las veteranas era Dolores de Ruiter, o Dolores la Roja, como Harry y todo el mundo en el barrio chino la conocía. Rooie Dolores era furcia en De Wallen y posteriormente en la Bergstraat desde mucho antes que Natasja Frederiks practicara la abogacía.

Lo que Rooie siempre les decía a las chicas nuevas era que se asegurasen de que el cliente la tenía empalmada. No era ninguna broma.

«Si el tipo está en la habitación contigo, quiero decir, en el instante en que pone el pie en la entrada, debe tenerla tiesa. De lo contrario —advertía Rooie a las jóvenes—, lo más seguro es que no vaya allí en busca de sexo. Y nunca cerréis los ojos —les prevenía siempre—. A algunos hombres les gusta que cerréis los ojos. No se os ocurra hacerlo.»

En su relación con Natasja no hubo nada desagradable, ni siquiera decepcionante, pero lo que Harry recordaba con más viveza eran sus discusiones acerca de los libros. Natasja había nacido para discutir, algo que a Harry no le hacía ninguna gracia, pero disfrutaba con una novia que leía tanto como él, aunque no fuesen los libros adecuados. Natasja leía ensayos de gentes empeñadas en cambiar el mundo, soñadores de tendencia izquierdista, obras que en su mayor parte eran auténticos panfletos. Harry no creía en la posibilidad de cambiar el mundo y la naturaleza humana. Su trabajo consistía en comprender y aceptar el mundo existente. Le gustaba pensar que tal vez contribuía a dar al mundo un poco más de seguridad.

Harry leía novelas porque encontraba en ellas las mejores descripciones de la naturaleza humana. Los novelistas de su gusto nunca insinuaban que la peor conducta humana fuese alterable. Tal vez desaprobaban moralmente a tal o cual personaje, pero como novelistas no se proponían cambiar el mundo. No eran más que narradores, la calidad de cuyos relatos superaba al término medio, y los buenos contaban historias acerca de personajes creíbles. Las novelas que a Harry le encantaban eran relatos sobre personas reales, entrelazados de una forma compleja.

No le gustaban las novelas policíacas ni las llamadas de suspense. (O deducía el argumento demasiado pronto, o los personajes eran poco plausibles.) Nunca habría entrado en una librería para pedir que le mostraran los autores clásicos o la producción literaria más reciente, pero acabó leyendo novelas más «clásicas» y más «literarias» que de cualquier otra clase, aunque todas ellas eran novelas con una estructura narrativa bastante convencional.

Le parecía bien que un libro fuese divertido, pero si el autor era sólo cómico, o meramente satírico, se sentía defraudado. Le gustaba el realismo social, pero no si el autor carecía por completo de imaginación, o si el relato no era lo bastante complejo para tenerle en vilo acerca de lo que iba a suceder a continuación. (Una novela acerca de una mujer divorciada que pasa un fin de semana en un hotel playero, donde ve al hombre con el que imagina que tiene una aventura pero no llega a tenerla y regresa a su casa sin que le haya sucedido nada…, este tipo de argumento no bastaba para satisfacer al sargento Hoekstra.)

Natasja Frederiks calificaba el gusto literario de Harry como «escapista», ¡pero él creía obstinadamente que era Natasja quien huía del mundo al enfrascarse en aquellos estúpidos ensayos, llenos de ociosos anhelos de cambiarlo!

Entre los novelistas contemporáneos, el preferido del sargento Hoekstra era Ruth Cole. Natasja y Harry habían discutido sobre Ruth Cole más que sobre cualquier otro autor. La abogada que había ofrecido voluntariamente sus servicios a El Hilo Rojo porque, según decía, se «identificaba» con las prostitutas, afirmaba que los relatos de Ruth Cole eran «demasiado extravagantes». La abogada que defendía los derechos de las prostitutas, pero a quien no le permitían hablar en las reuniones de la organización, decía que los argumentos de las novelas de Ruth Cole eran «demasiado inverosímiles». Más aún, a Natasja no le gustaban las tramas literarias. Según ella, el mundo real, ese mundo que con tanto empeño se proponía cambiar, carecía de una trama discernible.

—Ruth Cole es más realista que tú —le dijo Harry.

Rompieron la relación porque Natasia consideraba a Harry carente de ambición. Ni siquiera quería ser detective, y se conformaba con ser «tan sólo» un agente que hacía la ronda. Era cierto que Harry necesitaba estar en las calles. Cuando no deambulaba por su verdadero despacho al aire libre, no se sentía como un policía.

En la misma planta donde Harry tenía su despacho oficial estaba la oficina de los detectives, una sala llena de ordenadores en la que los agentes pasaban mucho tiempo. El mejor amigo de Harry entre los detectives era Nico Jansen. Nico, a quien le gustaba bromear con Harry, solía decirle que el último asesinato de una prostituta en Amsterdam, el de Dolores de Ruiter en su habitación con escaparate de la Bergstraat, lo había resuelto su ordenador de la sala de informática de los detectives, pero Harry sabía que eso no era cierto.

Harry sabía que el testigo misterioso era quien realmente había resuelto el asesinato de la prostituta. El análisis que Harry había efectuado del relato de ese testigo presencial y que, a fin de cuentas, había sido dirigido a Harry, fue lo que en última instancia indicó a Nico Jansen qué debía buscar en su tan valorado ordenador.

Pero la discusión de los dos hombres fue amigable. El caso se resolvió y, como decía Nico, eso era lo principal. Sin embargo, aquel testigo seguía interesando a Harry, y no le hacía ninguna gracia que se hubiera escabullido. Lo más irritante de todo era que estaba absolutamente seguro de que la había visto, porque el testigo en cuestión era una mujer… ¡La había visto y sin embargo se le había escapado!

El cajón central de la mesa del sargento Hoekstra le animó a hacer algo, pues no contenía nada que éste debiera tirar. Había en él media docena de bolígrafos viejos y algunas llaves que ya no sabía de dónde eran, pero su sustituto podría satisfacer su curiosidad especulando con su posible uso. También había un utensilio que combinaba un abridor de botellas, un sacacorchos (incluso en una comisaría nunca había tales utensilios en número suficiente) y una cucharilla (no demasiado limpia, pero uno siempre podía limpiarla si era necesario). Harry se decía que uno nunca sabe cuándo puede caer enfermo y necesitar la cucharilla para tomar la medicina.

Estaba a punto de cerrar el cajón sin tocar su contenido, cuando reparó en un objeto cuya utilidad era incluso más notable: el tirador roto del cajón inferior de la mesa, y sólo Harry sabía hasta qué punto se trataba de una herramienta útil. Encajaba perfectamente en las hendiduras que tenían las suelas de las zapatillas deportivas, y Harry la usaba para raspar caca de perro en caso de que la pisara. Sin embargo, era posible que el sustituto no se percatara del valor que tenía el tirador roto.

Harry tomó uno de los bolígrafos, escribió una nota y la dejó en el cajón central antes de cerrarlo.

NO ARREGLES EL CAJÓN INFERIOR, CONSERVA EL TIRADOR ROTO. EXCELENTE PARA QUITAR LA MIERDA DE PERRO DE LOS ZAPATOS. HARRY HOEKSTRA.

Esta actividad le proporcionó el estímulo necesario para ordenar los tres cajones laterales, empezando por el de arriba. El primero contenía un discurso que escribió pero no llegó a pronunciar ante los miembros de la organización El Hilo Rojo, y se refería a la cuestión de las prostitutas menores de edad. Harry había aceptado a regañadientes la posición tomada por la organización de las prostitutas con respecto a la edad legal para ejercer el oficio. Querían rebajarla de los dieciocho años a los dieciséis.

El discurso de Harry empezaba así: «A nadie le gusta la idea de que las menores se dediquen a la prostitución, pero a mí todavía me gusta menos la idea de que trabajen en lugares peligrosos. De todos modos, hay menores que acabarán siendo prostitutas. A muchos propietarios de burdeles no les importa que sus chicas sólo tengan dieciséis años. Lo importante es que esas jóvenes puedan beneficiarse de los mismos servicios sociales y sanitarios que las prostitutas mayores sin temor a que las entreguen a la policía».

No fue cobardía lo que impidió a Harry pronunciar su discurso, pues no hubiera sido la primera vez que contradecía la postura «oficial» de la policía. En realidad detestaba la idea de permitir que chicas de dieciséis años se dedicaran a la prostitución sólo porque no era posible evitarlo. En cuanto a aceptar el mundo real y a determinar con conocimiento de causa la manera de proporcionarle un poco más de seguridad, incluso un realista social como Harry Hoekstra habría admitido que ciertos temas le deprimían.

No había pronunciado el discurso porque, a la larga, no habría representado ninguna ayuda práctica para las prostitutas menores de edad, de la misma manera que las reuniones de los jueves por la tarde destinadas a las prostitutas novatas no suponían ninguna ayuda práctica a la mayoría de ellas. Unas asistían a las reuniones y otras no. Estas últimas, con toda probabilidad, desconocían la existencia de tales reuniones, y de haberla conocido no les habría importado lo más mínimo.

Harry pensó que tal vez el discurso tendría alguna utilidad práctica para el próximo policía que se sentara a su mesa, por lo que dejó el manuscrito donde estaba.

Abrió el segundo cajón lateral y al principio le alarmó ver que estaba vacío. Se quedó mirándolo con la consternación de alguien a quien han robado en la comisaría, pero entonces recordó que el cajón siempre había estado vacío, por lo menos hasta donde alcanzaba su memoria. ¡La misma mesa era un testimonio de lo poco que el sargento Hoekstra la había usado! En realidad, la pretendida «tarea» de vaciarla se centraba por completo en el asunto sin concluir cuyo expediente, desde hacía ya cinco años, el sargento Hoekstra había conservado fielmente en el cajón inferior. En su opinión, era el único asunto policial que se interponía entre él y su jubilación.

Puesto que el tirador del cajón inferior estaba roto y se había convertido en la herramienta elegida por Harry para extraer la caca de perro de sus zapatos, tuvo que usar un cortaplumas a modo de palanca para abrirlo. El expediente sobre la testigo del asesinato de Rooie Dolores era decepcionantemente delgado, lo cual contradecía la frecuencia y la atención con que el sargento Hoekstra lo había leído y releído.

Harry sabía apreciar una trama complicada, pero tenía una preferencia arraigada por los relatos cronológicos. Descubrir al asesino antes de encontrar al testigo era una manera de narrar al revés. En un relato como Dios manda, encuentras primero al testigo.

Quien buscaba a Ruth no era sólo un policía. Un lector anticuado se ocupaba de su caso.

La hija de la prostituta

Rooie había empezado a trabajar como prostituta de escaparate en De Wallen durante el primer año de servicio policial de Harry en el barrio chino. La mujer tenía cinco años menos que él, aunque Harry sospechaba que le mentía acerca de su edad. En la primera habitación con escaparate que ocupó en el Oudekennissteeg (el mismo callejón donde años después se colgaría Vratna), Dolores de Ruiter aparentaba menos de dieciocho años. Pero ésa era su edad. Había dicho la verdad. Harry Hoekstra tenía veintitrés.

Harry opinaba que Dolores la Roja no solía decir la verdad, o que decía sobre todo medias verdades.

En sus días más atareados, Rooie había trabajado detrás del escaparate durante diez o doce horas seguidas. En ese lapso de tiempo podía atender hasta a quince clientes. Ganó suficiente dinero para comprarse una habitación de planta baja en la Bergstraat, que alquilaba durante unas horas a otra prostituta. Por entonces había aligerado su carga de trabajo, reduciéndola a tres días semanales y cinco horas por día. A pesar de esa reducción, podía tomarse unas vacaciones dos veces al año. Normalmente pasaba la Navidad en alguna estación de esquí, en los Alpes, y en abril o mayo viajaba a algún lugar cálido. Cierta vez pasó la Semana Santa en Roma. De Italia conocía también Florencia, y había estado en España, Portugal y el sur de Francia.

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