—¡Dios, supongo que sí! -exclamó Edward sorprendido-. No se me había ocurrido considerarlo de ese modo.
—Eso es lo malo de ti, cariño. No eres taimado, como Hugh.
—Hugh ha tenido mucha suerte en América.
—Claro que la tuvo. ¿No te gustaría casarte?
Edward se sentó junto a su madre.
—¿Por qué me habría de casar, cuando estás tú para cuidarme?
—Pero ¿qué será de ti cuando yo haya desaparecido? ¿No te gusta esa pequeña Emily Maple? Pensé que era encantadora.
—Me ha dicho que la caza es cruel para el zorro -articuló Edward en tono desdeñoso.
—Tu padre te abrirá una cuenta con un fondo de por lo menos cien mil, tal vez más, puede que de un cuarto de millón.
Edward no se sintió impresionado.
—Tengo todo lo que quiero y me gusta vivir contigo -dijo.
—Y a mí me gusta tenerte cerca. Pero también quiero verte felizmente casado, con una esposa adorable, con fortuna propia y participación como socio del banco. Dime que pensarás en ello.
—Pensaré en ello. -Edward le dio un beso en la mejilla-. Ahora tengo que irme, de verdad, mamá. Prometí encontrarme con unos compañeros dentro de media hora.
—Vete, pues.
Edward se levantó y fue hacia la puerta. -Buenas noches, mamá.
—Buenas noches -respondió Augusta-. ¡Piensa en Emily!
Kingsbridge Manor era una de las mayores mansiones de Inglaterra. Maisie se había alojado allí tres o cuatro veces y aún no había visto la mitad del edificio. La casa tenía veinte dormitorios principales, sin contar las habitaciones de los aproximadamente cincuenta criados. Se calentaba a base de fuegos de carbón, la iluminación era mediante velas y sólo contaba con un cuarto de baño, pero todas sus carencias de comodidades modernas las compensaban sus lujos tradicionales: camas de cuatro postes con cortinas de gruesa seda, deliciosos vinos añejos de las inmensas bodegas subterráneas, caballos, armas, libros y juegos sin fin.
El joven duque de Kingsbridge poseyó otrora cuarenta mil quinientas hectáreas de las mejores tierras de cultivo del condado de Wilt, pero por consejo de Solly había vendido la mitad, y con el producto de esa venta adquirió una buena superficie de terreno en South Kensington. En consecuencia, la depresión agrícola que empobreció a tantas grandes familias de terratenientes no afectó en absoluto a Kingo, que aún estaba en condiciones de divertir a sus amigos a lo grande.
El príncipe de Gales les había acompañado durante la primera semana. Solly, Kingo y el príncipe compartían la afición por las bromas y el alboroto jovial, a lo cual Maisie contribuyó con su granito de arena. Sustituyó la crema batida del postre de Kingo por espuma de jabón; desabotonó los tirantes de Solly mientras descabezaba un sueñe cito en la biblioteca, y cuando el hombre se puso en pie, sus pantalones fueron a parar al suelo; y pegó con cola las páginas de The Times, de forma que no había manera de abrir el periódico. El azar quiso que fuera el príncipe el primero en coger el diario, y cuando sus esfuerzos con las páginas resultaron inútiles se produjo un instante de tensión, mientras todos se preguntaban qué ocurriría -porque aunque al heredero del trono le encantaban esa clase de chanzas, nunca había sido víctima de ninguna-, pero el hombre, al percatarse del caso, empezó a reír entre dientes y todos los demás soltaron la carcajada, más a causa del alivio que de la propia gracia de la situación.
El príncipe se había marchado, Hugh Pilaster llegó y entonces empezaron las complicaciones.
Invitar a Hugh había sido idea de Solly. A Solly le caía bien Hugh. A Maisie no se le ocurrió ninguna pega convincente que oponer. También había sido Solly quien pidió a Hugh que cenase con ellos en Londres.
Aquella noche, Hugh recobró la compostura con la suficiente rapidez y demostró ser un invitado perfectamente a tono con las circunstancias. Quizá sus modales no fuesen tan refinados como hubieran podido ser de haberse pasado los últimos seis años alternando en los salones londinenses en vez de moverse por los almacenes de depósito bostonianos, pero su encanto natural suplió los posibles defectos. Durante los dos días que llevaba en Kingsbridge no había dejado de divertir a todos con los relatos de la vida en Norteamérica, país que ninguno de ellos había visitado.
Resultaba irónico que a Maisie le parecieran un poco toscos los modales de Hugh. Seis años antes ocurría lo contrario. Pero la mujer aprendía con celeridad. Había adquirido el acento de las clases altas sin ninguna dificultad. La gramática le costó un poco más. Lo más duro de todo, sin embargo, fueron las pequeñas sutilezas de comportamiento, los toques de gracia de la superioridad social: la forma de franquear una puerta, hablarle a un perrito, cambiar de tema de conversación o hacer caso omiso de un borracho. Pero Maisie había puesto los cinco sentidos en el aprendizaje de todo aquello y ahora lo practicaba con absoluta naturalidad.
Hugh se había recuperado de la conmoción que le supuso el encuentro, pero Maisie no. Nunca olvidaría la cara que puso Hugh al verla. Ella estaba preparada, pero para Hugh había constituido una auténtica sorpresa. y a causa de esa misma sorpresa, mostró sus sentimientos al desnudo, y Maisie vio, con desánimo, el dolor que apareció en los ojos del hombre. Le había herido profundamente seis años atrás, y Hugh aún no lo había superado.
La expresión del rostro de Hugh la obsesionó desde entonces. Al enterarse de que iba a ir allí, Maisie se llevó un disgusto. No quería verle. No deseaba que el pasado volviese. Estaba casada con Solly, que era un buen esposo, y no podía sufrir la idea de herirle. y estaba Bertie, su razón de vivir.
A su hijo le impusieron el nombre de Hubert, pero le llamaban Bertie, que también era el nombre del príncipe de Gales. Bertie Greenbourne cumpliría cinco años el día primero de mayo, pero eso era un secreto: su aniversario se celebraba en septiembre, para ocultar el hecho de que había nacido sólo seis meses después de la boda. La familia de Solly conocía la verdad, pero nadie más estaba enterado de ello: Bertie nació en Suiza, durante la gira de doce meses por Europa que constituyó su viaje de novios. Desde entonces, Maisie había sido feliz.
Los padres de Solly no acogieron favorablemente a Maisie. Estirados, ceremoniosos y judíos
esnobs
de origen alemán que vivían en Inglaterra desde generaciones atrás, consideraban a los judíos rusos que se expresaban en
yiddish
una especie de advenedizos, de intrusos recién desembarcados. El hecho de que la joven llevara en su seno al hijo de otro hombre confirmaba sus prejuicios y les proporcionó una excusa para rechazarla. Sin embargo, la hermana de Solly, Kate, que tenía más o menos la misma edad que Maisie y una hija de siete años, solía mostrarse amable con ella cuando sus padres no se encontraban por allí.
Solly la quería, como también quería a Bertie, pese a que ignoraba quién era el padre. Maisie tenía suficiente con ese cariño… hasta que regresó Hugh.
Se levantó temprano, como siempre, y se dirigió al ala de la enorme mansión donde estaban las habitaciones de los niños. Bertie desayunaba en el comedor de aquella parte de la casa con los hijos de Ringo, Anne y Alfred, bajo la supervisión de tres niñeras. La mujer besó la pegajosa cara del niño.
—¿Qué estás desayunando? -preguntó .
—Copos de avena con miel.
Bertie hablaba arrastrando las sílabas, con el cansino acento de las clases superiores, el deje que a Maisie tanto le había costado adquirir, y del que a veces se olvidaba.
—¿Está bueno?
—La miel es estupenda.
—Creo que tomaré un poco -dijo Maisie, y se sentó. Sería más digestivo que los arenques y los riñones picantes que constituían el desayuno de los adultos.
Bertie no tenía ningún rasgo de Hugh. De recién nacido se parecía a Solly, porque todos los niños pequeños se parecían a él; ahora cada vez era más y más semejante a su madre, pelirrojo y de ojos verdes. De vez en cuando, Maisie veía en el niño alguna expresión propia de Hugh, sobre todo cuando esbozaba aquella sonrisa traviesa suya; pero, por fortuna, no se apreciaba ningún parecido evidente.
Una de las niñeras sirvió a Maisie un plato de copos de avena con miel y la mujer los probó.
—¿Te gustan, mamá? -preguntó Bertie.
—No hables con la boca llena, Bertie -le llamó al orden Anne.
Anne Kingsbridge tenía siete años, y como era mayor, se las daba de dominanta con Freddy, su hermano de cinco años, y con Bertie.
—Son deliciosos -dictaminó Maisie.
—¿Queréis tostadas con mantequilla, niños? -ofreció otra doncella y, a coro, los chiquillos dijeron que sí.
Al principio, Maisie había creído que era antinatural para los chiquillos criarse rodeados de sirvientes, y temió que Bertie creciese superprotegido; pero no tardó en comprobar que los niños ricos jugaban, se revolcaban por el suelo, trepaban por las tapias y se peleaban unos con otros lo mismo que los niños pobres, y que la diferencia principal consistía en que las personas que los limpiaban después cobraban por hacerlo.
A Maisie le hubiera gustado tener más hijos, hijos de Solly, pero algo se malogró en su interior durante el alumbramiento de Bertie, y los médicos suizos dijeron que no podría concebir más criaturas. Al final resultó cierto, puesto que llevaba cinco años durmiendo con Solly sin que un solo mes le hubiese fallado la regla. Bertie era el único hijo que tendría en toda su vida. Lo lamentaba profundamente por Solly, que nunca sería padre, aunque él afirmaba que tenía ya más felicidad de la que se merecía cualquier hombre.
La duquesa consorte de Kingo, Liz para sus amistades, se integró en el grupo de los que desayunaban en el comedor de los niños poco después de que lo hiciera Maisie. Cuando lavaban a los chiquillos las manos y la cara, Liz comentó:
—¿Sabes?, mi madre nunca hubiera hecho esto. Sólo nos veía una vez bañados, limpios y vestidos. Es algo tan fuera de lo común…
Maisie sonrió. Por el hecho de lavarle la cara a su propio hijo, Liz la creía de lo más prosaico y plebeyo.
Permanecieron allí hasta las diez de la mañana, cuando llegó la institutriz y puso a los niños a trabajar con sus dibujos y pinturas. Maisie y Liz regresaron a sus habitaciones. Aquél era un día tranquilo, en el que no se salía de caza. Algunos hombres se fueron a pescar y otros recorrerían el bosque acompañados por un par de perros, con la intención de soltar algún que otro escopetazo a los conejos. Las damas, y los caballeros que preferían las damas a los perros, se darían un paseo por el parque antes del almuerzo.
Solly había desayunado ya y estaba listo para salir. Llevaba un traje de calle de paño color terroso y chaqueta corta. Maisie le dio un beso y le ayudó a ponerse los botines: si ella no hubiera estado allí, Solly habría tenido que llamar a su ayuda de cámara, puesto que no se podía agachar lo suficiente como para atarse los cordones del calzado. Maisie se puso un sombrero y un abrigo de piel y Solly se cubrió con un gabán escocés con esclavina y un sombrero hongo a juego. A continuación, bajaron a reunirse con los demás en el vestíbulo, azotado por las corrientes de aire.
Era una mañana luminosa y gélida, estupenda si una contaba con abrigo de piel, pero criminal si una vivía en un cuchitril por el que circulaban vientos helados y tenía que andar descalza. A Maisie le gustaba recordar las privaciones de su niñez: eso intensificaba el placer que le producía estar casada con uno de los hombres más ricos del mundo.
Caminó con Kingo a un lado y Solly al otro. Hugh iba detrás, con Liz. Aunque Maisie no podía verle, sí notaba su presencia, le oía charlar con Liz y provocar las risas de la mujer y se imaginaba el brillo chispeante de sus ojos. Unos ochocientos metros de caminata les llevaron al portillo principal. Se desviaban ya para atravesar el huerto cuando Maisie vio una alta figura familiar, de barba negra, que se acercaba a ellos procedente de la aldea. Durante unos segundos creyó que se trataba de su padre; luego reconoció a Danny, su hermano.
Danny había regresado a su ciudad de origen seis años atrás para descubrir que sus padres ya no vivían en su antiguo domicilio y que se habían ido sin dejar nuevas señas. Decepcionado, se dirigió al norte, llegó a Glasgow y fundó la Asociación para el Bienestar de los Trabajadores, que no sólo aseguraba a los obreros contra el desempleo, sino que también promovía, mediante campañas, normas de seguridad en las fábricas, el derecho a sindicarse y la regulación financiera de las corporaciones. Su nombre había empezado a aparecer en los periódicos: Dan Robinson, no Danny, porque ya era demasiado impresionante para que le llamasen Danny. Su padre leyó el nombre en la prensa, acudió a su despacho y celebraron un jubiloso encuentro.
Resultó que el padre y la madre habían entrado en contacto finalmente con otros judíos poco después de que Maisie y Danny se marcharan de casa. Les prestaron dinero para trasladarse a Manchester, donde el padre encontró trabajo y nunca más volvieron a la miseria. La madre superó la enfermedad y ahora disfrutaba de una salud estupenda.
Maisie ya estaba casada con Solly cuando la familia volvió a reunirse. De mil amores, Solly hubiera proporcionado al padre de Maisie una casa y unos ingresos vitalicios, pero el hombre no quería retirarse, y pidió a Solly un empréstito para abrir una tienda. Mamá y papá vendían ahora caviar y otros manjares exquisitos a los ciudadanos ricos de Manchester. Cuando Maisie iba a visitarlos, se quitaba los diamantes, se ponía un delantal y despachaba detrás del mostrador, confiando en que nadie de la Marlborough iría a Manchester, y en caso de que lo hiciera, no saldría a comprar sus propias vituallas.
Al ver a Danny en Kingsbridge, Maisie temió automáticamente que les hubiera ocurrido algo a sus padres, así que echó a correr al encuentro de su hermano con el corazón en la garganta, a la vez que gritaba:
—¡Danny! ¿Ocurre algo malo? ¿Se trata de mamá?
—Papá y mamá están perfectamente, lo mismo que todos los demás -respondió Danny con su deje estadounidense.
—Gracias a Dios. ¿Cómo has sabido que estaba aquí?
—Me escribiste.
—Ah, sí.
Con su barba rizada y sus pupilas centelleantes, Danny parecía un guerrero turco, pero vestía como un oficinista: traje negro bastante raído y bombín. Se había dado una buena caminata, a juzgar por sus botas embarradas y su expresión de cansancio. Kingo le miró con aire interrogador, pero Solly se apresuró a intervenir con su acostumbrada gracia social. Estrechó efusivamente la mano de Danny.