Estaban igualados, comprendió. «¿Por qué vaya luchar?», se preguntó.
—Puede quedársela -dijo-. He terminado con ella. Volvió a entrar en la casa y cerró de un portazo.
Oyó alejarse el coche. Se sorprendió una vez más, al darse cuenta de que lamentaba la marcha de Rachel. Se había casado con ella puramente por conveniencia, claro -fue un modo de convencer a Edward para que hiciese lo propio-, y en algunos aspectos la vida sería más sencilla sin ella. Pero, curiosamente, disfrutaba con los enfrentamientos verbales diarios. Nunca había concedido tal clase de beligerancia a una mujer. Sin embargo, a menudo también resultaba fastidioso, y se dijo que, bien mirado, estaría mejor solo.
Cuando recobró el aliento, se puso el sombrero y salió.
Era una noche tibia de verano, con un cielo claro en el que refulgían las estrellas. El aire de Londres siempre sabía mejor en verano, cuando la gente no tenía necesidad de quemar carbón para calentar la casa.
Mientras descendía por Regent Street, su mente volvió al negocio. Desde que se encargó del apaleamiento de Tonio Silva, un mes antes, no había vuelto a oír hablar del artículo referente a las minas de nitrato. Tonio estaría seguramente recuperándose de las heridas. Micky había remitido a Papá Miranda un telegrama cifrado con el nombre y la dirección de cada uno de los testigos de las declaraciones juradas, testigos que sin duda ya estarían muertos. Hugh había quedado como un estúpido, al haber hecho sonar una alarma innecesaria, y Edward estaba encantado.
Entretanto, Edward había conseguido que Solly Greenbourne accediese en principio a lanzar la emisión de bonos del ferrocarril de Santamaría conjuntamente con los Pilaster. No resultó fácil: al igual que la mayoría de los inversores, Solly desconfiaba de América del Sur. Antes de cerrar el trato, Edward se vio obligado a ofrecerle una comisión más alta y a participar en un proyecto especulativo creado por Solly. Edward también tuvo que recurrir a la circunstancia sentimental de que habían sido compañeros de colegio, y Micky suponía que, dado el carácter bondadoso de Solly, eso fue lo que acabó de inclinar la balanza.
Ahora se estaban redactando los contratos. Era una tarea fatigosamente lenta. Lo que amargaba la vida a Micky era que su padre no podía entender por qué aquellas cosas no podían hacerse en unas horas. Exigía el dinero ya.
A pesar de todo, cuando pensaba en los obstáculos que había superado, Micky se sentía muy complacido consigo mismo. Cuando Edward se negó a hacerle caso, la tarea parecía imposible. Pero con la ayuda de Augusta logró persuadirle para que entrase en el matrimonio y consiguiera el nombramiento de socio del banco. Después tuvo que combatir la oposición de Hugh Pilaster y Tonio Silva. Ahora, por fin, el fruto de todos sus esfuerzos estaba a punto de caer en sus manos. En su patria, el ferrocarril de Santamaría sería siempre el ferrocarril de Micky. Medio millón de libras esterlinas era una suma cuantiosa, mayor que el presupuesto militar de todo el país. Esa proeza contaría más que todo cuanto su hermano Paulo hubiera logrado jamás.
Minutos después irrumpía en el Nellie's. La fiesta estaba en todo su apogeo: no había una mesa libre, los cigarros cargaban el aire con la densidad del humo y las burlas obscenas y las risas roncas podían oírse por encima de la música de baile que interpretaba la orquestina. Todas las mujeres llevaban máscaras. Algunas eran simples antifaces, pero la mayoría eran más elaboradas, y unas cuantas cubrían toda la cabeza con aberturas para los ojos y la boca.
Micky se fue abriendo paso entre el gentío. Saludaba a los conocidos inclinando la cabeza y besó a algunas de las chicas. Edward estaba en la sala de juego, pero se levantó tan pronto vio entrar allí a Micky.
—April nos ha conseguido una virgen -dijo con lengua estropajosa. Era tarde, y ya había bebido una barbaridad.
La virginidad nunca había constituido una obsesión particular para Micky, pero una muchacha aterrada siempre tenía algo de estimulante, y la excitación le cosquilleó. -¿Edad?
—Diecisiete.
«Lo que probablemente significa veintitrés», pensó Micky, que conocía el modo en que April calculaba la edad de sus chicas. Con todo, no dejaba de sentirse intrigado.
—¿La has visto?
—Sí. Va enmascarada, naturalmente.
—Naturalmente.
Micky se preguntó cuál sería su historia. Podía tratarse de una chica de provincias que se hubiera escapado de casa y se encontrara desvalida en Londres; quizá la raptaron en una granja; también cabía la posibilidad de que no fuese más que una criada harta de tener que trabajar como una esclava dieciséis horas diarias por seis chelines a la semana.
Una mujer con la cara cubierta por un pequeño antifaz negro le tocó en el brazo. Era una máscara más bien simbólica, y Micky reconoció a April.
—Una virgen auténtica -dijo April.
Sin duda le iba a cobrar a Edward una pequeña fortuna por el privilegio de tomar la virginidad de la muchacha. -¿Le has metido la mano para tocar el himen? -preguntó Micky escéptico.
April meneó la cabeza negativamente.
—No hace falta. Sé cuando una chica me dice la verdad.
—Si no noto que se rompe, no cobrarás -dijo, aunque ambos sabían que el que iba a pagar era Edward. -Conforme.
—¿Cuál es la historia?
—Es huérfana y la crió un tío suyo. El individuo estaba deseando que se la quitaran de las manos lo antes posible y concertó para la chica un matrimonio con un viejo. Cuando ella se negó a tal boda, el tío la puso de patitas en la calle. La rescaté de una vida de trabajos forzados.
—Eres un ángel -dijo Micky sarcásticamente. No creyó una palabra. Pese a que no podía ver la expresión de los labios de April, protegidos por la máscara, tenía la impresión de que la mujer había tramado algo. Le dirigió una mirada incrédula y pidió-: Cuéntame la verdad.
—Ya te la he contado -respondió April-. Si no la queréis, hay otros seis hombres por aquí dispuestos a pagar tanto como vosotros.
—La queremos -terció Edward con impaciencia-. Deja de discutir, Micky. Vamos a echarle un vistazo. -Habitación número tres -les informó April- Os está esperando.
Micky y Edward subieron por la escalera, cubierta de parejas abrazadas, y entraron en la habitación número tres.
La chica estaba de pie en un rincón. Vestía un sencillo vestido de muselina y llevaba la cabeza cubierta por una capucha, con sólo dos hendiduras para los ojos y otra un poco más amplia para la boca. De nuevo, la desconfianza se apoderó de Micky. No veían un solo centímetro de su cara ni de la cabeza: podía ser espantosamente fea, quizá deforme. ¿Se trataría de alguna especie de broma?
Al mirar fijamente a la muchacha se percató de que estaba temblando de miedo, lo que hizo que se desvanecieran automáticamente sus dudas y que nacieran vibraciones de deseo en su entrepierna. Para aterrarla todavía más, cruzó la habitación en dos zancadas, apartó el escote del vestido y hundió la mano en los senos de la chica. Ella se estremeció y un fulgor de pánico brilló en sus pupilas azules, pero aguantó el asalto. Tenía unos pechos menudos y firmes.
El miedo de la muchacha le inducía a ser brutal. Normalmente, Edward y él jugueteaban previamente con la mujer, pero decidió tomar a aquélla rápida y bruscamente. -Ponte de rodillas en la cama -ordenó.
Ella obedeció de inmediato. Micky subió tras la chica y le levantó la falda. La muchacha soltó un pequeño grito de miedo. No llevaba nada debajo.
Penetrarla resultó más fácil de lo que había esperado: sin duda April debió de proporcionarle alguna crema para que se lubricase. Notó la oclusión del virgo. Agarró las caderas femeninas y tiró hacia sí, al tiempo que se hundía a fondo dentro de la joven. Se rompió la membrana. Ella estalló en sollozos y eso le excitó tanto que alcanzó el clímax inmediatamente.
Se retiró para ceder el sitio a Edward. Había sangre en el pene de Micky. Éste se sentía insatisfecho, una vez concluido el coito, y deseó haberse quedado en casa: ahora estaría en la cama con Rachel. Recordó entonces que ella le había abandonado y eso le hizo sentirse peor.
Edward hizo volverse a la muchacha, para que se colocara boca arriba. Ella casi rodó fuera del lecho y Edward la cogió por los tobillos y tiró de ella para devolverla al centro de la cama. Al hacerlo, la capucha se alzó parcialmente.
—¡Dios santo! -exclamó Edward.
—¿Qué pasa? -preguntó Micky sin gran interés.
Edward estaba arrodillado entre los muslos de la chica, con la verga en la mano y la mirada fija en el rostro medio descubierto de la joven. Micky comprendió que debía de tratarse de alguien a quien conocían. Observó, fascinado, los intentos de la mujer para bajar de nuevo la capucha. Edward se lo impidió. Se la quitó del todo.
Micky contempló entonces los grandes ojos azules y la carita infantil de Emily, la esposa de Edward.
—¡En la vida había visto cosa semejante! -dijo, y estalló en carcajadas.
Edward profirió un rugido furibundo.
—¡Puerca repugnante! -aulló-. ¡Has hecho esto para avergonzarme!
—¡No, Edward, no! -le gritó Emily-. ¡Para ayudarte… para ayudarnos!
—¡Ahora lo saben todos! -vociferó Edward, al tiempo que le propinaba un puñetazo en la cara.
Emily chilló y se debatió. Edward volvió a golpearla. Micky arreciaba en su risa. Era la cosa más divertida que había presenciado en toda su existencia: ¡un hombre que va a una casa de putas y se encuentra allí con su propia esposa!
April acudió corriendo, en respuesta a los gritos. -¡Déjala en paz! -chilló, e intentó separar a Edward de Emily.
Él la apartó de un empujón.
—¡Castigaré a mi esposa si me da la gana! -bramó.
—Eres un gran majadero, ¡ella sólo quiere tener un hijo!
—¡Pues lo que va a tener, en cambio, es mi puño!
Forcejearon un momento. Edward volvió a golpear a Emily, y entonces April le asestó a él un puñetazo en la oreja. Edward emitió un grito de dolor y sorpresa, lo que provocó que Micky cayera en una risa histérica.
Por último, April consiguió quitar a Edward de encima de Emily.
Ésta bajó de la cama. Aturdida, no se precipitó de inmediato fuera de la habitación. En vez de eso, habló a su marido: -Por favor, no me abandones, Edward. Haré todo lo que quieras, ¡lo que sea!
Edward se abalanzó de nuevo hacia ella. April se agarró a las piernas del hombre y le hizo perder el equilibrio. Edward cayó de rodillas.
—¡Lárgate de aquí, Emily, antes de que te mate! -exclamó April.
Emily salió, entre lágrimas.
Edward seguía dándose a todos los demonios.
—Jamás volveré a poner los pies en esta sifilítica casa de putas! -vociferó, a la vez que agitaba el dedo índice ante April.
Echado en el sofá, con las manos en los costados, Micky se partía el pecho de risa.
El baile de verano de Maisie Greenbourne era uno de los grandes acontecimientos de la temporada londinense. Siempre tenía la mejor orquesta, los manjares más deliciosos, los adornos y decoraciones más escandalosamente extravagantes y cantidades ilimitadas de champán. Pero la principal razón por la que todos anhelaban ir era porque a aquel baile asistía siempre el príncipe de Gales.
Ese año, Maisie decidió aprovechar el evento para proceder a la presentación de la nueva Nora Pilaster.
Era una estrategia de alto riesgo, porque si las cosas salían mal Nora y Maisie sufrirían una humillación. Pero si todo iba bien nadie se atrevería a volver a desairar a Nora.
Maisie ofreció una pequeña cena para veinticuatro comensales a primera hora de la noche, antes del baile. El príncipe no podía ir a la cena. Hugh y Nora estaban allí, y Nora tenía un aspecto absolutamente hechicero, con su vestido azul cielo adornado con lazos de raso. El estilo «escote sin hombros» resaltaba el tono rosado de su piel y realzaba al máximo su figura voluptuosa.
Los demás invitados se sorprendieron al verla sentada a la mesa, pero se figuraron que Maisie sabía lo que estaba haciendo. Maisie confió en que tuvieran razón. Conocía el modo en que funcionaba el cerebro del príncipe y estaba segura de poder predecir su reacción; pero de vez en cuando el hombre actuaba de forma distinta a la esperada y se revolvía contra sus amigos, particularmente si sospechaba que le utilizaban. Caso de suceder tal cosa, Maisie acabaría como Nora: desdeñada por la alta sociedad de Londres. Al reflexionar sobre ello se asombraba de haberse mostrado dispuesta a correr aquel riesgo sólo por el bien de Nora. Pero no lo hacía por Nora, sino por Hugh.
Hugh seguía trabajando en el Banco Pilaster, pese a haberse cumplido el plazo de aviso de despido. Hacía dos meses que había anunciado que se iba. Solly estaba impaciente por que empezase en el Greenbourne, pero los socios del Pilaster insistieron en que permaneciese allí tres meses completos. Indudablemente, deseaban postergar al máximo el momento en que Hugh se fuera a trabajar para la competencia.
Durante la cena, Maisie habló brevemente con Nora mientras las damas estaban en el lavabo.
—Procura estar cerca de mí todo el tiempo que puedas -la aleccionó-. Cuando llegue el momento de presentarte al príncipe, he de estar en condiciones de verte: tendrás que encontrarte a mano.
—Me pegaré a ti como un escocés a un billete de cinco libras -dijo Nora con su acento cockney; se apresuró a adoptar el deje de la clase alta y dijo, arrastrando las sílabas-: ¡No temas! ¡No huiré!
Los invitados empezaron a llegar a las diez y media. Normalmente, Maisie no invitaba a Augusta Pilaster, pero lo había hecho aquel año, deseosa de que Augusta presenciara el triunfo de Nora, si es que iba a haber triunfo. Medio esperó que Augusta declinase la invitación, pero fue de las primeras en llegar. Maisie también había invitado al mentor neoyorquino de Hugh, Sidney Madler, un hombre encantador, de barba blanca y alrededor de sesenta años. Se presentó vestido con una versión de traje de etiqueta decididamente norteamericana, a base de chaqueta corta y corbata negra.
Maisie y Solly estuvieron una hora estrechando manos, hasta que llegó el príncipe. Lo acompañaron al salón de baile y le presentaron al padre de Solly. Ben Greenbourne dobló la cintura en rígida inclinación reverencial, recta la espalda como un soldado prusiano. Después, Maisie bailó con el príncipe.
—Tengo un precioso cotilleo para usted, señor -dijo Maisie mientras se marcaban el vals-. Aunque no sé si provocará su enfado.