Una fortuna peligrosa (16 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Drama, Intriga

BOOK: Una fortuna peligrosa
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—¡Ahí está lady St. Ann con un sombrero Dolly Varden! -exclamó Clementine.

—Se pasó de moda hace un año -comentó Augusta.

—Vaya, vaya -dijo Hugh.

Otro coche se puso a su altura y Hugh vio a su tía Madeleine Hartshorn. Si llevase patillas, sería exactamente igual que su hermano Joseph, pensó Hugh. Dentro de la familia, aquella mujer era la comadre más afín a Augusta. Entre ambas controlaban la vida social de los Pilaster. Augusta constituía la fuerza impulsora, pero Madeleine era su acolita más fiel.

Se detuvieron ambos vehículos y las señoras intercambiaron saludos. Obstruían la calzada y dos o tres carruajes tuvieron que pararse detrás de los de ellas.

—Date un paseo con nosotras, Madeleine -invitó Augusta-, quiero hablar contigo.

El lacayo de Madeleine la ayudó a apearse de su coche y a subir en el de Augusta. Reanudaron la marcha.

—Amenazan con contarle al viejo Seth lo del secretario de Samuel -informó Augusta.

—¡Oh, no! -protestó Madeleine-. ¡No deben hacerlo!

—He hablado con Joseph, pero no se echarán atrás -continuó Augusta.

Aquel tono de sincera preocupación volvió a dejar a Hugh sin aliento. ¿Cómo se las arreglaba para conseguirlo? Tal vez se convencía a sí misma de que era verdad cualquier cosa que le conviniera decir en un momento determinado.

—Hablaré con George -dijo Madeleine-. El disgusto podría matar a tío Seth.

Hugh jugueteó con la idea de informar a su tío Joseph de aquella conversación. Pensó que seguramente Joseph se quedaría de una pieza al enterarse del modo en que sus esposas les estaban manipulando, tanto a él como a los otros socios. Pero quizá no le creyesen. Él, Hugh, no era nadie… y la prueba era que Augusta no se privaba de decir todo aquello delante de él.

El birlocho disminuyó el ritmo de la marcha hasta casi detenerse. Delante había un embotellamiento de caballerías y vehículos.

—¿A qué se debe este atasco? -preguntó Augusta en un tono irritado.

—Debe de tratarse de
la Leona
-apuntó Clementine muy excitada.

Hugh exploró ávidamente a la multitud, pero no logró entrever siquiera la causa de aquel alto en el paseo. Había diversos carruajes de distintas clases, nueve o diez corceles y unos cuantos peatones.

—¿Qué es eso de una leona? -quiso saber Augusta.

—¡Ah, mamá, es célebre!

Cuando, a paso lento, el carruaje de Augusta se acercaba, un coche pequeño, tipo victoria, surgió de entre los demás, tirado por una pareja de ponis de braceo alto y conducido por una mujer.

—¡Ésa es
la Leona
! -chilló Clementine.

Hugh miró a la mujer que conducía la victoria y se quedó atónito al reconocerla.

Era Maisie Robinson.

La muchacha restalló el látigo y los caballos aceleraron el paso.

Llevaba un vestido de merino castaño, con volantes de seda y, en la garganta, una corbata de lazo color champiñón. Se tocaba con un alegre sombrerito de copa pequeña y ala ondulada.

Hugh volvió a sentirse indignado con ella por lo que dijo acerca de su padre. Aquella joven no sabía nada de finanzas y no tenía ningún derecho a acusar tan inconscientemente de deshonestidad a nadie. Con todo, le era imposible negar que la muchacha tenía un aspecto absolutamente hechicero. Había algo irresistiblemente encantador en la postura de su menudo, proporcionado y bonito cuerpo sobre el asiento del conductor, en el ángulo del sombrero e incluso en el modo en que empuñaba el látigo y sacudía las riendas.

¡Así que
la Leona
era Maisie Robinson! Pero ¿cómo se había agenciado tan súbitamente de caballos y carruajes? ¿Acaso había conseguido dinero de forma inesperada? ¿Qué se llevaba entre manos?

Mientras Hugh continuaba maravillándose, se produjo un accidente.

Un nervioso pura sangre adelantó al trote el birlocho de Augusta y, entonces, un pequeño pero escandaloso terrier lo asustó. El caballo retrocedió, alzó las patas delanteras y el jinete fue a parar al suelo… justo frente a la victoria de Maisie.

Casi automáticamente, la muchacha cambió de dirección, demostrando un impresionante dominio del vehículo, y se atravesó en la calzada. Su maniobra para eludir al caballo la llevó delante de las caballerías de Augusta, lo que hizo que el cochero diese un tirón a las riendas y soltara un juramento.

Maisie detuvo bruscamente su carruaje junto al de Augusta. Todo el mundo miró al jinete caído. Parecía ileso. Se puso en pie sin necesidad de ayuda y echó a andar entre maldiciones, dispuesto a recuperar su cabalgadura.

Maisie reconoció a Hugh.

—¡Hugh Pilaster, vaya por Dios!

Hugh se sonrojó.

—Buenos días -saludó, y no supo qué hacer ni qué decir a continuación.

Comprendió de inmediato que acababa de cometer un grave error de etiqueta. Con sus tías allí, no debió saludar a Maisie, ya que no le era posible presentarles a semejante persona. Debió fingir que no conocía a aquella mujer.

Sin embargo, Maisie no hizo el menor intento de dirigirse a las damas.

—¿Le gustan estos ponis? -preguntó. Parecía haber olvidado la pelotera que tuvieron.

Hugh estaba completamente deslumbrado por la belleza de aquella sorprendente mujer, por su destreza en el arte de conducir vehículos y por sus modales despreocupados.

—Son magníficos -repuso Hugh sin mirarlos.

—Se venden.

Tía Augusta intervino con voz gélida:

—¡Hugh, ten la bondad de decirle a esa persona que nos deje pasar!

Maisie miró a Augusta por primera vez.

—Cierre el pico, vieja zorra -dijo como si tal cosa.

Clementine emitió un jadeo, a tía Madeleine se le escapó un grito de horror y Hugh se quedó boquiabierto. Las bonitas prendas que vestía, el costoso carruaje y el no menos caro tiro de caballos le hicieron olvidar fácilmente que Maisie era una golfilla de los barrios bajos. Sus palabras fueron tan espléndidamente vulgares que, durante unos segundos, el asombro abrumó a Augusta hasta el punto de que le fue imposible replicar. Nadie se había atrevido nunca a hablarle así.

Maisie no le dio tiempo a recuperarse. Miró a Hugh de nuevo y le pidió:

—¡Dile a tu primo Edward que debería comprar mis ponis!

Agitó en el aire la tralla y se alejó.

Augusta entró en erupción:

—¿Cómo te atreves a hacerme tal feo ante semejante persona? -le hervía la voz y la sangre-. ¿Cómo tuviste el valor de quitarte el sombrero ante ella?

Hugh seguía con la vista fija en Maisie, viendo alejarse por el paseo su bien formada espalda y su gracioso sombrerito.

Tía Madeleine, con gran satisfacción, se sumó a la reprimenda.

—¿Cómo es posible que la conozcas, Hugh? ¡Ningún joven bien criado debería alternar con ese tipo de mujeres! ¡Y parece que incluso se la presentaste a Edward!

Fue Edward quien se la presentó a Hugh, pero éste no iba a cargar las culpas sobre su primo. De todas formas, tampoco iban a creerle.

—La verdad es que no puede decirse que la conozca mucho -dijo.

Clementine estaba intrigada.

—¿Dónde te la presentaron?

—En un lugar llamado Salones Argyll.

Con el ceño fruncido, Augusta miró a Clementine y vetó:

—No quiero que sepas tales cosas. Hugh, dile a Baxter que nos lleve a casa.

—Yo voy a caminar un poco -expresó Hugh, y abrió la portezuela del coche.

—¡Piensas ir detrás de esa mujer! -protestó Augusta-. ¡Te lo prohíbo!

—Adelante, Baxter -dijo Hugh tras apearse. El cochero agitó las riendas, giraron las ruedas y Hugh se destocó educadamente ante sus indignadas tías, que se alejaron paseo adelante.

Aquello no iba a quedar así. Habría más follón después. Informarían a tío Joseph y, antes de nada, todos los socios estarían enterados de que Hugh se relacionaba con mujeres de mala nota.

Pero era fiesta, brillaba el sol, el parque estaba repleto de personas que disfrutaban de lo lindo y Hugh no iba a amargarse el día porque sus tías se hubiesen enojado.

Se sentía alegre mientras avanzaba por el camino. Marchaba en dirección contraria a la que había tomado Maisie. Pero la gente conducía en círculos, de modo que era posible que volviera a cruzarse con ella.

Deseaba hablar de nuevo con ella. Quería aclarar la cuestión acerca de su padre. Resultaba extraño, pero ya no se sentía furioso con la joven por lo que había dicho. La señorita Robinson estaba equivocada, simplemente, pensó, y lo comprendería si él se lo explicaba. De todas formas, el mero hecho de hablar con ella resultaba excitante.

Llegó a Hyde Park Corner y torció hacia el norte a lo largo de Park Lane. Saludó quitándose el sombrero a numerosos parientes y conocidos: a Young William y Beatrice, que iban en una berlina; a tío Samuel, que cabalgaba a lomos de una yegua castaña; al señor Mulberry, que iba acompañado de su esposa e hijos. Maisie podía haberse detenido en el otro extremo del parque, o tal vez se había marchado ya. Empezó a tener la impresión de que no volvería a verla.

Pero la vio.

Cruzaba Park Lane. Se disponía a marcharse. Era ella, indudablemente, con su corbata de seda color champiñón alrededor del cuello. Ella no le vio.

Se dejó llevar por un impulso y cruzó la calzada en pos de la mujer, se adentró por Mayfair y descendió por delante de unos establos, lanzado a la carrera a fin de alcanzarla. Maisie detuvo la victoria delante de una cuadra y se apeó de un salto. Un mozo salió del establo y empezó a ayudarle a desenganchar los caballos.

Hugh llegó junto a ella, jadeante. Se preguntó por qué lo había hecho.

—Hola, señorita Robinson -saludó.

—¡Hola otra vez!

—La he seguido -explicó Hugh sin que hiciera falta.

La muchacha le dirigió una mirada franca.

—¿Por qué?

Sin pensarlo, Hugh soltó bruscamente:

—Me preguntaba si querría usted salir conmigo una noche. Maisie ladeó la cabeza y enarcó las cejas ligeramente, mientras estudiaba la propuesta. Su expresión era amistosa, como si le sedujese la idea, y Hugh pensó que aceptaría. Pero, al parecer, alguna consideración práctica estaba en guerra con sus inclinaciones. La muchacha apartó la vista de Hugh y una pequeña arruga surcó su frente; después pareció haber adoptado su decisión.

—Usted no puede permitirse el lujo de tenerme -dijo, en tono concluyente; le volvió la espalda y entró en el establo.

4

Granja Cammel

Colonia de El Cabo

África del Sur

14 de julio de 1873

Querido Hugh:

¡Qué alegría tener noticias tuyas! Uno se siente aquí bastante aislado y no puedes imaginarte el placer que experimentamos al recibir una carta larga y llena de noticias de casa. A la señora Cammel, que antes de casarse conmigo era la honorable Amelia Clapman, le ha divertido extraordinariamente tu relato acerca de
la Leona

Ya sé que es un poco tarde para decirlo, pero la muerte de tu padre me impresionó de un modo terrible. Los condiscípulos no escribimos notas de pésame. Y tu tragedia personal se vio eclipsada en cierta medida por el fallecimiento de Peter Middleton, que se ahogó ese mismo día. Pero créeme, muchos de nosotros pensamos y hablamos de ti después de que se te llevaran del colegio tan repentinamente…

Me alegro de que me preguntes por lo de Peter. Desde aquel día, no he dejado de sentirme culpable. La verdad es que no vi morir al pobre chico, pero sí vi lo suficiente como para imaginarme el resto.

Tu primo Edward era, como tan plástica y pintorescamente lo has expresado, más asqueroso que un putrefacto gato muerto. Tú te las arreglaste para sacar del agua casi toda tu ropa y huir por las escarpaduras, pero Peter y Tonio no fueron tan rápidos.

Yo estaba en el otro lado del estanque y no creo que Edward y Micky se diesen cuenta siquiera de mi presencia. O quizá no me reconocieron. De cualquier forma, nunca me hablaron del incidente.

Sea como fuere, después de que tú te marchases, Edward empezó a martirizar todavía más a Peter, a salpicarle la cara y a hundirle la cabeza en el agua, mientras el pobre chico bregaba por encontrar sus ropas.

Me di cuenta de que las cosas se estaban pasando de rosca, pero me temo que fui un completo cobarde. Debí acudir en ayuda de Peter, pero yo no era mucho mayor, desde luego no lo suficiente para plantarles cara a Edward y Micky Miranda, y tampoco me apetecía que me empaparan también mis prendas. ¿Te acuerdas de cuál era el castigo por abandonar el recinto del colegio? Doce zurriagazos con el tiralíneas, y no me importa reconocer que aquello me aterraba más que ninguna otra cosa. De todas formas, cogí mi ropa y me escabullí sin llamar la atención.

Volví la cabeza una vez, para mirar por encima del borde de la cantera. No sé lo que había sucedido entretanto, pero en aquel momento Tonio gateaba por la ladera, desnudo y con un bulto de prendas húmedas aferrado entre los brazos, y Edward había dejado a Peter y cruzaba nadando la alberca, en persecución de Tonio. Peter daba boqueadas, farfullaba y se agitaba en medio del estanque.

Creí que a Peter no le pasaba nada, que aguantaría, pero es evidente que me equivoqué. Debía de estar en las últimas. Mientras Edward perseguía a Tonio y Micky miraba hacia otro lado, Peter se ahogó sin que nadie se diera cuenta.

Naturalmente, no me enteré de ello hasta después. Volví al colegio y me colé en el dormitorio. Cuando los maestros empezaron a hacer preguntas, juré que no me había movido de allí en toda la tarde. Al salir a la luz toda la espantosa historia, me faltaron redaños para confesar que había presenciado lo ocurrido.

No es un episodio del que sentirse orgulloso, Hugh. Pero, en todo caso, contar por fin la verdad ha hecho que me sienta un poco mejor…

Hugh dejó la carta de Albert Cammel y miró por la ventana de su alcoba. La misiva refería algo más y algo menos de lo que Cammel imaginaba.

Explicaba cómo se infiltró Micky Miranda en la familia Pilaster hasta el punto de pasar todas las vacaciones con Edward y conseguir que pagaran todos sus gastos los padres de su compañero de estudios. Sin duda, Micky le dijo a Augusta que, virtualmente, Edward había matado a Peter. Pero en la audiencia, Micky declaró que Edward intentó salvar al chico que se ahogaba. Y al contar aquella mentira libró a los Pilaster de la desgracia pública. Augusta se sintió intensamente agradecida… y acaso también temerosa de que algún día Micky pudiera revolverse contra ellos y descubriese la verdad. Esta idea puso en la boca del estómago de Hugh una sensación helada y un tanto aterradora. Sin saberlo, Albert Cammel había revelado que las relaciones de Augusta y Micky eran profundas, oscuras y corruptas.

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