Una fortuna peligrosa (37 page)

Read Una fortuna peligrosa Online

Authors: Ken Follett

Tags: #Drama, Intriga

BOOK: Una fortuna peligrosa
8.77Mb size Format: txt, pdf, ePub

Desde el regreso de Hugh a Londres, se habían encontrado tres o cuatro veces, y ahora llevaban ya cuarenta y ocho horas bajo el mismo techo, pero en ninguna ocasión aludieron para nada a lo sucedido entre ellos seis años antes. Todo lo que Hugh sabía era que Maisie desapareció sin dejar huella, sólo para emerger de nuevo convertida en señora de Solomon Greenbourne. Tarde o temprano, Maisie tendría que darle alguna explicación. La mujer temía que hablar de aquello significase reavivar el fuego de los viejos sentimientos, tanto en él como en ella. Pero había que hacerlo, y puede que aquel momento, con Solly ausente, fuera el adecuado.

Hubo un instante en que, a su alrededor, todos hablaban ruidosamente. Maisie decidió explicarse entonces. Se volvió hacia Hugh y, de súbito, la emoción la embargó por completo. Empezó a hablar tres o cuatro veces, pero luego no pudo seguir. Por último, se las arregló para pronunciar unas pocas palabras:

—Hubiera arruinado tu carrera, ya sabes.

Tuvo que hacer un esfuerzo tremendo para que no se le escapasen las lágrimas, y no pudo añadir nada más.

Hugh comprendió al instante a qué se refería.

—¿Quién te dijo que habrías arruinado mi carrera?

Si le hubiese hablado en tono amable, quizá Maisie se hubiera venido abajo, pero por suerte Hugh se mostró agresivo, lo que impulsó a la mujer a replicar:

—Tu tía Augusta.

—Ya suponía yo que estaba mezclada en esto de algún modo.

—Pero tenía razón.

—No lo creo -dijo Hugh; su indignación aumentaba a toda velocidad- No arruinaste la carrera de Solly.

—Calma. Solly no era la oveja negra de la familia. A pesar de todo, resultó bastante difícil Su familia aún me odia.

—¿Aun siendo judía?

—Sí. Ninguna ley impide que los judíos sean tan
esnobs
como cualquier otro.

Estaba dispuesta a que Hugh no supiera nunca el verdadero motivo: que Bertie no era hijo de Solly.

—¿Por qué no me dijiste simplemente lo que estabas haciendo, y la razón por la que lo hacías?

—No pude. -Al recordar aquellos días terribles notó que se sofocaba de nuevo, y respiró hondo para tranquilizarse-. Me costó mucho cortar de aquella forma, me destrozó el corazón. No hubiera podido hacerlo en absoluto de tener que justificarme también ante ti.

Hugh no iba a dejarla soltar el anzuelo así como así.

—Pudiste enviarme una nota.

Maisie bajó la voz hasta convertirla casi en un susurro.

—No hubiera sido capaz de escribirla.

Al menos, Hugh pareció aplacarse. Tomó un sorbo de vino y apartó sus ojos de Maisie.

—Fue terrible, no entenderlo, no saber si estabas viva. Hablaba con aspereza, pero Maisie vio en sus ojos el dolor que le producía la evocación.

—Lo siento -dijo con voz débil-. Siento haberte lastimado así, no quería hacerlo. Sólo deseaba evitarte la infelicidad. Lo hice por amor.

Tan pronto se oyó articular la palabra «amor» lamentó haberla pronunciado. Hugh se apresuró a recogerla.

—¿Amas a Solly ahora? --preguntó con brusquedad.

—Sí.

—Los dos parecéis bien asentados.

—Tal como vivimos… no es difícil sentirse contento.

El enojo de Hugh hacia Maisie no había concluido. Siguió manifestándolo:

—Has conseguido lo que siempre quisiste.

Era un poco cruel, pero Maisie pensó que tal vez lo merecía, de forma que asintió con la cabeza.

—¿Qué ha sido de April?

Maisie titubeó. Era ir demasiado lejos.

—Me consideras igual que April, ¿no es así? -preguntó dolida.

Sea, como fuere, aquello apagó la cólera de Hugh, que sonrió tristemente y dijo:

—No, tú nunca fuiste como April. Eso me consta. Lo que no impide que quiera saber qué le ocurrió. ¿Sigues viéndola?

—Sí.… discretamente.

—April era un tema de conversación neutro: hablar de ella los apartaría del terreno peligrosamente emotivo. Maisie decidió satisfacer la curiosidad de Hugh-. ¿Conoces un lugar llamado Nellie's?

—Es un burdel- Hugh bajó la voz. Maisie no pudo evitar la pregunta:

—¿Has ido allí alguna vez?

Hugh pareció avergonzado.

—Sí, estuve una vez. Resultó un fiasco.

Eso no la sorprendió: recordaba lo ingenuo e inexperto que era Hugh a los veinte años.

—Bueno, el local pertenece ahora a April.

—¡Por Dios! ¿Cómo ha sido eso?

—Primero, April se hizo amante de un famoso novelista y vivía en la casita de campo más preciosa de Clapham. El escritor se cansó de April por las mismas fechas en que Nell pensaba en retirarse, así que April vendió la casita de campo y compró a Nell su negocio.

—Fabuloso -dijo Hugh-. Nunca olvidaré a Nell Era la mujer más gorda que he visto en la vida.

El silencio había caído repentinamente sobre el ámbito de la mesa y varios de los que se encontraban cerca de Hugh oyeron su Última frase. Brotó una carcajada general y alguien preguntó:

—¿Quién era esa dama tan gorda?

Hugh se limitó a sonreír, sin responder a la pregunta. Después de eso, se mantuvieron al margen de temas peligrosos, pero Maisie se sentía subyugada y un tanto frágil, como si hubiera sufrido una caída y estuviese llena de magulladuras.

Concluida la cena y una vez los hombres hubieron turnado sus cigarros, Kingo anunció que le apetecía bailar. Se enrolló la alfombra del salón, se convocó al lacayo que sabía tocar
polkas
al piano y se le puso ante el teclado.

Maisie bailó con todos, salvo con Hugh, pero comprendió entonces que resultaba demasiado evidente que lo eludía, así que bailó también con él. Fue como si hubieran retrocedido seis años y se encontraran de nuevo en los Jardines de Cremorne. Hugh casi no tenía que dirigirla: los movimientos de ambos parecían sincronizados. Maisie no pudo evitar la desleal idea de que Solly era un bailarín muy torpe.

Luego, Hugh bailó con otra pareja; pero entonces ningún otro hombre volvió a sacar a Maisie. Las diez dieron paso a las once y apareció el coñac y se olvidaron los convencionalismos: se aflojaron las blancas corbatas, algunas mujeres se quitaron los zapatos y Maisie bailó todas las piezas con Hugh. Ella se daba cuenta de que debía sentirse culpable, pero nunca se le había dado bien la sensación de culpa: lo estaba pasando muy bien y no iba a dejarlo.

Cuando el lacayo pianista quedó agotado, la duquesa pidió un poco de aire fresco y las doncellas se esfumaron en busca de los abrigos, al objeto de que todos pudieran dar un paseo por el jardín. En la oscuridad exterior, Maisie cogió a Hugh del brazo.

—Todo el mundo sabe lo que he hecho durante los últimos seis años, ¿pero qué me dices de ti?

—Me gusta Estados Unidos -repuso Hugh-. No existe el sistema de clases. Hay ricos y pobres, pero no aristocracia ni estupideces acerca de la jerarquía y el protocolo. Lo que has hecho tú, al casarte con Solly y convertirte en amiga de los miembros de la alta sociedad de la Tierra, es aquí bastante insólito, y estoy por jugarme algo a que no les has dicho la verdad respecto a tus orígenes…

—Creo que lo sospechan… pero tienes razón, no se lo he confesado.

—En Estados Unidos uno se jacta de sus comienzos humildes del mismo modo que Kingo presume aquí de que sus antepasados combatieron en la batalla de Agincourt.

A Maisie le interesaba Hugh, no los Estados Unidos.

—No te has casado.

—No.

—En Boston… ¿hubo alguna chica que te gustara?

—Lo intenté, Maisie -dijo él.

De pronto, Maisie deseó no haber llevado la conversación por aquel derrotero, ya que tuvo la premonición de que la respuesta a la última pregunta destruiría su felicidad; pero ya era demasiado tarde, la cuestión se había planteado y Hugh estaba hablando:

—En Boston había muchas jóvenes guapas, chicas inteligentes, muchachas que hubieran sido esposas y madres fantásticas. Presté atención a algunas y parece que les gustaba. Pero cuando llegaba a ese punto en el que hay que declararse o dejarlo me daba cuenta, una y otra vez, de que lo que sentía no era suficiente. Que no era lo que sentía por ti. Que no era amor.

Lo había dicho.

—Calla -susurró Maisie.

—Dos o tres madres se pusieron más bien de uñas conmigo, luego se extendió mi fama y las chicas se volvieron desconfiadas. Se mostraban amables y simpáticas, pero sabían que algo no funcionaba bien en mi persona, que no era serio, que no era de los que se casan. Hugh Pilaster el banquero inglés destroza corazones. Y si una chica parecía enamorarse de mí, pese a mi historial, yo mismo la desanimaba en seguida. No me gusta romper el corazón a nadie. Sé demasiado bien lo que se siente.

Maisie se daba cuenta de que tenía el rostro húmedo por las lágrimas, y se alegró de la discreta oscuridad que lo ocultaba.

—Lo siento -se disculpó, pero su murmullo fue tan bajo que a duras penas le resultó audible a ella misma.

—De todas formas, ahora sé lo que me ocurría. Supongo que lo he sabido siempre, pero los dos últimos días han ahuyentado toda posible duda.

Se habían rezagado un tanto de los demás, y Hugh se detuvo y miró a Maisie.

—No lo digas, Hugh, por favor -pidió ella.

—Aún estoy enamorado de ti. Ni más ni menos.

Estaba dicho, y todo se había derrumbado.

—Creo que tú también me quieres -continuó Hugh implacable-. ¿No es así?

Maisie alzó la mirada hacia él. Pudo ver, reflejadas en sus pupilas, las luces de la casa situada al otro lado del césped, pero el rostro de Hugh estaba sumido en sombras. Él inclinó la cabeza, la besó en los labios y ella no se apartó.

—Lágrimas saladas -dijo Hugh al cabo de un momento-. Me quieres. Lo sabía.

Se sacó del bolsillo un pañuelo doblado y rozó suavemente el rostro de Maisie, secándole las lágrimas de sus mejillas.

Ella tenía que cortar aquello de raíz.

—Debemos reunirnos con los demás -dijo-. Pueden murmurar.

Dio media vuelta y echó a andar con paso vivo, de forma que Hugh tuviera que soltarla del brazo o ir con ella. Fue con ella.

—Me sorprende que te preocupe el que la gente murmure -dijo él-. Tu círculo es famoso porque le tienen sin cuidado esas cosas.

Realmente no le inquietaba lo que pudiesen pensar o decir los demás. Le preocupaba su propia persona. Le obligó a apretar el paso hasta que se reunieron con el resto de la partida, entonces Maisie le soltó el brazo y habló a la duquesa.

Maisie estaba confusamente preocupada por lo que había dicho Hugh acerca de la fama de tolerante que tenía la Marlborough Seto Era verdad, pero Maisie habría deseado que no empleara la frase «le tienen sin cuidado esas cosas»; no estaba segura del motivo.

Cuando entraban de nuevo en la casa, el alto reloj del vestíbulo desgranaba las campanadas de medianoche. Maisie se sintió de pronto agotada por las tensiones del día.

—Me voy a la cama -anunció.

Maisie observó que la duquesa lanzaba a Hugh una mirada pensativa y que luego la miraba a ella y contenía una sonrisa. Entonces comprendió que todos pensaban que Hugh dormiría con ella esa noche.

Las damas subieron juntas, mientras los hombres se disponían a jugar al billar y tomarse una copa antes de acostarse. Al recibir el beso de buenas noches de las mujeres, Maisie vio la misma expresión en las pupilas de cada una de ellas, un brillo de excitación con su toque de envidia.

Entró en su dormitorio y cerró la puerta. Un fuego de carbón ardía en la chimenea y la llama de las velas colocadas en la repisa y en el tocador iluminaba la estancia. Como de costumbre, sobre la mesita de noche había una bandeja con bocadillos y una botella de jerez, por si en el curso de la noche le asaltaba el hambre; Maisie nunca la tocaba, pero el bien aleccionado personal de Kingsbridge Manor dejaba allí la bandeja todas las noches, sin falta.

Empezó a desnudarse. Puede que todos se equivocaran: tal vez Hugh no se presentara durante la noche. La idea se le clavó como una cuchillada de dolor y comprendió que anhelaba verle cruzar la puerta, para que ella pudiera abrazare y besarle, besarle de verdad, no con el sentimiento de culpa con que lo hizo en el jardín, sino ávida, desvergonzadamente. Aquella sensación llevó a su memoria el recuerdo abrumador de la noche vivida tras las carreras de Goodwood, seis años atrás, la estrecha cama en casa de la tía de Hugh, y la expresión que apareció en el rostro del hombre cuando ella se quitó el vestido.

Contempló su cuerpo en el alargado espejo. Hugh notaría los cambios producidos en él. Seis años antes, sus pezones eran pequeños y rosados, como hoyuelos, pero ahora, después de haber criado a Bertie, habían aumentado de tamaño, tenían color de fresa y sobresalían nítidamente de la redondez de sus pechos. De joven no necesitaba corsé -su talle natural era de avispa, pero después del embarazo la cintura no recuperó su esbeltez normal.

Oyó subir a los hombres, andares pesados y risas provocadas por alguna broma. Hugh tenía razón: ninguno de ellos se escandalizaría porque se suscitara un pequeño adulterio durante una reunión en una casa de campo. «¿No se considerarían un tanto infieles a su amigo Solly?», pensó Maisie irónicamente. Y entonces, como una bofetada en pleno rostro, sacudió su cerebro el pensamiento de que la única que debía considerarse infiel era ella.

Había tenido a Solly apartado de su mente durante toda la velada, pero ahora había vuelto en espíritu: el inofensivo y amable Solly; el bonachón y generoso Solly; el hombre que la amaba hasta la locura, el hombre que cuidaba de Bertie, a sabiendas de que era hijo de otro hombre. Pocas horas después de que abandonara la casa, Maisie estaba a punto de permitir que otro hombre se metiera en su cama. «¿Qué clase de mujer soy?», pensó.

Impulsivamente se llegó a la puerta y echó la llave. Comprendió en aquel momento por qué le había desagradado oír a Hugh afirmar: «Tu círculo es famoso porque le tienen sin cuidado esas cosas. Pensó que, a los ojos de Hugh, aquello parecía un asunto vulgar, uno más de los innumerables coqueteos, idilios e infidelidades que daban tema de cotilleo a las damas de la alta sociedad. Solly merecía algo mejor que la traición de una aventura amorosa vulgar.

«Pero deseo a Hugh», se dijo.

La idea de desaprovechar la ocasión de pasar la noche con él puso afán de llanto en sus ojos. Pensó en la sonrisa juvenil, en el pecho huesudo, en los ojos azules y en la blanca piel de Hugh; y recordó la expresión de la cara del muchacho cuando contempló su cuerpo desnudo, una expresión de maravilla y felicidad, de deseo y embeleso… Y le pareció muy duro renunciar.

Other books

Arielle Immortal Quickening by Lilian Roberts
The Burning Shore by Ed Offley
Expatriados by Chris Pavone
Irresistible by Susan Mallery
Exclusive by Eden Bradley
No Escape by Heather Lowell
The Pandora Project by Heather A. Cowan
Area 51: The Truth by Doherty, Robert
Luther and Katharina by Jody Hedlund