A la izquierda, una rubia de mandíbula férrea con una cruz suiza en el sombrero de papel y otra en la amplia blusa.
A su derecha, un pesimista de mediana edad con una gorra y una capa impermeables, resguardándose de la lluvia que todos los demás fingen no notar.
En la fila de atrás, una francesa canta con sus hijos una animada versión de
La Marsellesa,
quizá en la errónea idea de que Federer es francés.
Con la misma despreocupación, Gail pasea la mirada por la multitud acomodada en las gradas descubiertas frente a ellos.
—¿Ves a alguien en particular? —vocifera Perry al oído de Gail.
—La verdad es que no. Pensaba que a lo mejor había venido Barry.
—¿Barry?
—¡Uno de nuestros togados!
Está diciendo sandeces. En el bufete hay un Barry, pero detesta el tenis y detesta a los franceses. Tiene hambre. No solo se han ido del Museo Rodin sin tomarse los cafés. De hecho, se han olvidado de comer. Al caer en la cuenta, le viene a la memoria una novela de Beryl Bainbridge en la que la anfitriona de una cena difícil olvida dónde ha dejado el postre. Levanta la voz para dirigirse a Perry, necesitando compartir la broma:
—¿Cuánto hacía que tú y yo no perdíamos realmente el almuerzo?
Pero por una vez Perry no capta la alusión literaria. Observa una hilera de ventanales en la franja central de las gradas al otro lado de la pista. A través del cristal ahumado se distinguen manteles blancos y camareros en espera, y Perry se pregunta qué ventana pertenece al palco de Dima. Gail vuelve a sentir la presión de los brazos de Dima en torno a ella, y la entrepierna contra su muslo en un gesto de una inconsciencia infantil. ¿Los efluvios eran del vodka de la noche anterior o del de esa mañana? Se lo pregunta a Perry.
—Solo quería ponerse al par —contesta Perry.
—¿Cómo dices?
—¡Al par!
Las tropas napoleónicas han huido del campo de batalla. Se impone un silencio tenso. Por encima de la pista una cámara se desliza mediante cables a través del feo cielo negro. Natasha. ¿Lo está o no lo está? ¿Por qué no ha contestado a mi mensaje de texto? ¿Lo sabe Tamara? ¿Por eso se la ha llevado a toda prisa a Berna? No. Natasha toma sus propias decisiones. Natasha no es hija de Tamara. Y Tamara, bien sabe Dios, no se corresponde con la idea que pueda tener nadie de una madre. ¿Un mensaje para Natasha?
Acabo de tropezarme con tu padre. Viendo Federer. ¿Embarazada? Besos, Gail.
No lo hagas.
El estadio entra en erupción. Primero Robin Soderling, después Roger Federer con un aspecto favorecedoramente modesto y seguro de sí mismo, como solo es posible en Dios. Perry alarga el cuello, aprieta los labios. Se halla en la presencia.
Peloteo. Federer falla un par de reveses; las devoluciones de Soderling son excesivamente virulentas para un intercambio amistoso. Federer ejercita el saque un par de veces, por su cuenta. Soderling hace lo mismo, por su cuenta. Se acabó el calentamiento. Las chaquetas se desprenden de ellos como vainas de espada. En el rincón azul claro, Federer, con un destello rojo debajo del cuello de la camiseta y una marca roja a juego en la cinta del pelo. En la esquina blanca, Soderling, con destellos amarillos fosforescentes en las mangas y el pantalón.
La mirada de Perry se desvía otra vez hacia las ventanas de cristales ahumados, y por tanto Gail hace lo mismo. ¿Es eso que ve una americana de color crema con un ancla dorada en el bolsillo, flotando en la neblina marrón detrás del cristal? Si ha existido un hombre con quien no conviene subirse al asiento trasero de un taxi, ese es el señor Emilio dell Oro, desea decir Gail a Perry.
Pero silencio: han empezado el partido y el júbilo de la multitud, y Federer, de un modo demasiado repentino para Gail, ha roto el servicio de Soderling y ganado el suyo. Ahora saca otra vez Soderling. Una bonita recogepelotas rubia con coleta le entrega una pelota, hace una reverencia y retrocede al trote. El juez de línea aúlla como si lo hubiera picado una abeja. Empieza a llover. Soderling ha cometido una doble falta; se ha iniciado la marcha triunfal de Federer hacia la victoria. La cara de Perry se ilumina de simple veneración y Gail descubre que su amor por él vuelve a partir de cero: su valor sin afectación, su firme determinación de hacer lo correcto aunque no esté bien, su necesidad de ser leal y su rechazo a caer en la auto-compasión. Ella es su hermana, su amiga, su protectora.
Un sentimiento análogo debe de haberse adueñado de Perry, porque le coge la mano y se la retiene. Soderling aspira a ganar el Abierto de Francia. Federer aspira a pasar a la historia, y Perry está con él. Federer ha ganado el primer set por 6-1. Le ha bastado con menos de media hora.
El comportamiento del público francés es ciertamente exquisito, decide Gail. Federer es el héroe de todos ellos, como lo es de Perry. Pero conceden sus elogios a Soderling escrupulosamente siempre que los merece. Y Soderling es agradecido, y lo demuestra. Corre riesgos, lo que a la vez implica que provoca errores en el contrario, y Federer acaba de cometer uno. Para compensarlo, realiza una dejada letal desde tres metros por detrás de la línea de fondo.
Cuando Perry ve tenis al más alto nivel, entra en un plano superior y más puro. Después de un par de golpes, es capaz de prever hacia dónde apunta el peloteo y quién lo controla. Gail no es así. Lo suyo es el golpe básico: raquetazo, y a ver qué pasa, ese es su lema. A su nivel de juego, da un resultado excelente.
Pero de pronto Perry ya no sigue el partido. Tampoco mira hacia las ventanas de cristales ahumados. De repente se ha levantado y, plantándose delante de ella, en apariencia para protegerla, exclama «¡Pero qué pasa aquí!» sin esperanza de obtener respuesta.
Abandonando también su asiento, cosa nada fácil porque ahora todo el mundo está de pie y vocifera «¡Pero qué pasa aquí!» en francés, suizo-alemán, inglés o el idioma que les salga de manera natural, lo primero que espera ver es un par de faisanes muertos a los pies de Federer: uno de izquierda y uno de derecha. Eso se debe a que confunde el bullicio del público al levantarse con el alboroto de las aves aterrorizadas al alzar el vuelo con cierta dificultad, como aviones obsoletos, para ser abatidas por su hermano y los amigos ricos de este. Su segunda idea, igualmente descabellada, es que Dima ha sido tiroteado, probablemente por Niki, y ha salido lanzado por las ventanas de cristales ahumados.
Pero el hombre desgalichado que ha aparecido como un ave roja de plumaje raído en el extremo de la pista de tenis que ocupa Federer no es Dima, y no está muerto ni mucho menos. Luce el gorro rojo preferido de Madame Guillotine, y largos calcetines de color rojo sangre. Lleva un manto de color rojo sangre sobre los hombros y charla con Federer por detrás de la línea de fondo desde la que el tenista estaba sacando.
Federer, un tanto perplejo, parece no saber qué decir —salta a la vista que no se conocen—, pero conserva sus buenos modales en pista, pese a vérselo un poco irritado de una manera un tanto rezongona, suiza, que nos recuerda que su célebre armadura tiene algún resquicio. Al fin y al cabo, está aquí para hacer historia, no para perder el tiempo con un hombre desgalichado, de rojo, que irrumpe en la pista y se presenta a él.
Mas la conversación entre ellos ha terminado y el hombre de rojo corretea hacia la red, agitando codos y faldones. Unos cuantos caballeros en traje negro, muy lentos, emprenden la cómica persecución, y la multitud ya no despega los labios: es un público deportivo, y eso es un deporte, aunque no de muy alto nivel. El hombre de rojo salta la red, pero no limpiamente: hay un leve roce en la cinta. Y el manto ya no es un manto. Nunca lo ha sido. Es una bandera. Otros dos trajes negros han aparecido al otro lado de la red. La bandera es la bandera de España —
l'Espagne
—, pero eso solo según la mujer que cantaba
La Marsellesa,
y su opinión es rebatida por un hombre de voz ronca situado varias filas por encima, que insiste en que es de
«le Club Football de Barcelona».
Uno de los individuos con traje negro derriba por fin al hombre bandera mediante un placaje de rugby. Otros dos se abalanzan sobre él y, juntos, se lo llevan en volandas hacia la oscuridad de un túnel. Gail, atónita, mira a la cara a Perry, pálido como nunca lo ha visto.
—Dios mío, qué cerca ha estado —susurra ella.
¿Cerca de qué? ¿A qué se refiere? Perry coincide: sí, cerca.
Dios no suda. El polo celeste de Federer permanece inmaculado salvo por una mancha semejante a una única huella de neumático entre los omóplatos. Sus movimientos parecen un poco menos fluidos, pero nadie sabe si se debe a la lluvia o al endurecimiento de la tierra batida o al impacto nervioso del hombre bandera. Se oscurece el sol, se abren los paraguas en torno a la pista, el segundo set se ha puesto de algún modo en 3-4, Soderling se recupera, y se ve a Federer un poco desanimado. Solo quiere pasar a la historia y volver a su querida Suiza. Y ay, cielos, es un
tie-break,
solo que lo es escasamente, porque los primeros saques de Federer entran como exhalaciones uno tras otro, como ocurre a veces con los de Perry pero al doble de velocidad. Es el tercer set y Federer ha roto el servicio de Soderling, ha recobrado su ritmo perfecto, y al final el hombre bandera ha perdido.
¿Está llorando Federer incluso antes de ganar?
Da igual. Ya ha ganado: tan simple y natural como eso. Federer ha ganado y puede deshacerse en llanto, y Perry también parpadea para despejar alguna que otra lágrima masculina. Su ídolo ha hecho historia como era su propósito, y el público se pone en pie ante aquel que ha hecho historia, y Niki, el guardaespaldas con cara de niño, se abre paso hacia ellos ante la hilera de gente feliz; los aplausos se han convertido en un redoble coordinado.
—Soy el que los llevó al hotel en Antigua, ¿se acuerdan? —dice sin llegar a sonreír.
—Hola, Niki —saluda Perry.
—¿Les ha gustado el partido?
—Muchísimo —contesta Perry.
—Ha estado bien, ¿eh? ¿Federer?
—Soberbio.
—¿Quieren hacerle una visita a Dima?
Perry mira a Gail con expresión dubitativa: «te toca a ti».
—La verdad, Niki, es que vamos un poco justos de tiempo. Hay tanta gente en París que quiere vernos…
—Déjeme decirle una cosa, Gail —responde Niki, apesadumbrado—. Si no vienen a tomar una copa con Dima, es muy capaz de caparme.
Gail deja que sea Perry, y no ella, quien oye este comentario.
—Tú decides —insiste Perry, todavía a Gail.
—Bueno, solo una copa, ¿qué te parece? —propone Gail, aparentando rendirse a su pesar.
Niki les indica que lo precedan y los sigue, que es, supone Gail, lo que aprenden a hacer los guardaespaldas. Pero Perry y Gail no tienen intención de huir. En la explanada principal, las trompas suizas interpretan atronadoramente un conmovedor canto fúnebre ante un enjambre de paraguas. Guiados por Niki desde atrás, suben por una escalera de piedra desnuda y entran en un abigarrado pasillo, cada puerta pintada de un color distinto, como las taquillas en el gimnasio del colegio de Gail, solo que las identifican, en lugar de nombres de niñas, nombres de empresas: puerta azul para MEYER-AMBROSINI GMBH; rosa para SEGURA-HELLENIKA & CÍE, amarilla para EROS VACANCIA S.A. Y roja para PRIMERA ARENA CHIPRE, que es donde Niki abre la tapa de una caja negra montada en el marco, introduce un número y aguarda a que desde dentro unas manos amigas abran la puerta.
Después de la orgía: esa fue la irreverente impresión de Gail cuando entró en el palco alargado, de techo bajo, con su pared inclinada de cristal y, al otro lado, la pista de tierra batida, tan cerca y tan bien iluminada que si Dell Oro se hubiese apartado, Gail habría podido alargar la mano y tocarla.
Ante sí tenía una docena de mesas con cuatro o seis comensales en cada una. Pasando por alto las normas del estadio, los hombres habían encendido sus cigarrillos poscoitales y reflexionaban acerca de sus proezas o la ausencia de estas, y unos cuantos la miraban de arriba abajo, preguntándose si ella habría sido un polvo mejor. Y con ellos estaban las chicas guapas, ya no tan guapas después de tanto como se habían visto obligadas a beber… aunque probablemente habían fingido. En su trabajo, eso era lo que una hacía.
La mesa más cercana a ella era la mayor, pero también la que reunía a un público más joven, y estaba en alto, por encima de las demás, para otorgar a sus ocupantes un rango superior al de las personas de las otras mesas, más humildes, circunstancia confirmada por Dell Oro cuando acompañó a Gail y Perry hacia allí para satisfacción de sus siete gerentes, hombres de semblante aburrido, mirada dura y cuerpo musculoso, con sus botellas y sus chicas y su tabaco prohibido.
—Catedrático. Gail. Saluden, si son tan amables, a nuestros anfitriones, los señores del consejo de dirección y sus esposas —propone Dell Oro con distinguido encanto, y lo repite en ruso.
En torno a la mesa, los saludan con hoscas inclinaciones de cabeza y algún que otro hola. Las chicas despliegan sus sonrisas de azafata.
—¡Eh! ¡Amigo!
¿Quién llama? ¿A quién? Es un joven de cuello grueso con el pelo a cepillo y un puro, y se dirige a Perry.
—¿Usted es el Catedrático?
—Así me llama Dima, sí.
—¿Le ha gustado el partido?
—Mucho. Un partido estupendo. Me he sentido un privilegiado.
—Usted también juega bien, ¿eh? ¡Mejor que Federer! —vocifera el del cuello grueso, exhibiendo su inglés.
—Bueno, no tanto.
—Que tengan un buen día. ¿Vale? ¡Pásenlo bien!
Dell Oro los guía por un pasillo. Al otro lado de la pared inclinada de cristal, unos dignatarios suecos luciendo sombreros de paja con cintas azules bajan por la escalera mojada procedentes de la tribuna presidencial para afrontar la ceremonia de clausura. Perry ha cogido a Gail de la mano. Seguir a Emilio dell Oro entre las mesas exige algún que otro empujón, encogerse entre las cabezas y decir «perdone, uy, hola, qué tal, sí, un partido excelente» a una sucesión de rostros masculinos, ahora árabes, ahora indios, ahora otra vez blancos.
Ahora toca una mesa de británicos, miembros de la comentocracia, que necesitan levantarse de pronto todos a una: «Soy Bunny, es usted encantadora», «Yo soy Giles, hola, mucho gusto… Catedrático, es usted un hombre de suerte». Todo un tanto desbordante para una chica, en realidad, pero ella hace lo que puede.