Gail, la abogada.
—¿De ahora en adelante escucharán nuestras llamadas, si es que no han estado escuchándolas ya?
Risas.
—Solo escucharemos las líneas codificadas programadas.
—¿Ninguna más? ¿Seguro?
—Ninguna más. Es la pura verdad.
—¿Ni siquiera cuando telefonee a mis cinco amantes secretos?
—Ni siquiera entonces, por desgracia.
—¿Y los mensajes de texto personales?
—No, en absoluto. Es una pérdida de tiempo, y a nosotros esas cosas no nos interesan.
—Si las líneas programadas entre nosotros están codificadas, ¿para qué necesitamos esos nombres absurdos?
—Porque la gente en los autobuses se mete donde no la llaman. ¿Alguna otra pregunta de la fiscal? Ollie, ¿dónde está el puñetero whisky de malta?
—Aquí mismo, jefe. De hecho, ya he comprado otra botella —con esa voz irritantemente ilocalizable.
—¿Y la familia, Luke? —había preguntado Gail en la cocina ante la sopa y una botella de tinto una noche antes de marcharse a casa, aunque solo fuera para recordarle que estaba casado.
La asombraba no habérselo preguntado antes. Tal vez —un pensamiento siniestro— había preferido no hacerlo, optando por tenerlo a su merced. Era evidente que Luke sentía igual asombro, porque de pronto se llevó la mano a la frente para dar alivio a una cicatriz pequeña y amoratada que parecía aflorar y ocultarse por voluntad propia. ¿Fruto de la culata de la pistola de otro espía? ¿O el sartenazo de una esposa colérica?
—Solo un hijo, lamento decir, Gail —contestó como si debiera disculparse por no tener más—. Un chico. Un chaval maravilloso. Ben, lo llamamos. Me ha enseñado todo lo que sé sobre la vida. Además me gana al ajedrez, me enorgullece decir. Sí. —Un tic en un párpado descontrolado—. El problema es que nunca conseguimos acabar una partida. Esto me desborda.
¿Esto? ¿Qué lo desbordaba? ¿La bebida? ¿El espionaje? ¿Enamorarse?
Al principio Gail sospechó que entre Yvonne y él había algo, sobre todo por la discreta actitud maternal con que ella lo trataba. Pero enseguida vio que no eran más que un hombre y una mujer que trabajaban juntos: hasta una noche en que lo sorprendió mirando a ratos a Yvonne, a ratos a ella misma, como si las dos fueran seres superiores, y pensó que no había visto una cara más triste en toda su vida.
Es la última noche. Es el final del trimestre. Es el final del curso. Ya nunca se repetirán dos semanas como esas. En la cocina, Yvonne y Ollie preparan una lubina a la sal. Ollie canta un fragmento de
La Traviata
, bastante bien, y Luke le hace aprecio, sonriendo a todos y cabeceando en un gesto de exagerada admiración. Héctor ha traído una magnífica botella de Meursault, en realidad, dos. Pero antes necesita hablar con Perry y Gail a solas en la coquetona sala de estar, decorada al más tradicional estilo británico. ¿Nos sentamos o nos quedamos de pie? Héctor permanece en pie, y por consiguiente Perry, siempre tan formal a su pesar, también se queda de pie. Gail elige una silla de respaldo recto bajo una reproducción de una pintura de Roberts, una imagen de Damasco.
—Bien —dice Héctor.
Bien, coinciden ellos.
—Últimas palabras, pues. Sin testigos. El Trabajo es peligroso. Ya os lo he dicho antes pero lo repito ahora. Es muy peligroso. Aun podéis bajaros del tren, y no habrá reproches. Si os quedáis a bordo, os mimaremos en la medida de lo posible, pero el apoyo logístico del que disponemos es nulo. O como decimos en el gremio, vamos descalzos. No hace falta que os despidáis. Olvidaos del pescado de Ollie. Coged los abrigos del vestíbulo, salid a la calle, y aquí no ha pasado nada. Último aviso.
El último de muchos, aunque él no lo sabía. Perry y Gail han dado vueltas a ese mismo asunto todas las noches durante los últimos catorce días. Perry está empeñado en que Gail conteste por los dos, y ella eso hace:
—Estamos de acuerdo. Lo hemos decidido. Lo haremos —dice con un tono más heroico de lo que pretendía.
Y Perry, con un lento y amplio gesto de asentimiento, añade:
—Sí, de todas —respuesta que tampoco parece propia de él, y debe de darse cuenta, porque al instante se vuelve hacia Héctor y pregunta—: ¿Y vosotros qué? ¿Nunca tenéis dudas?
—Ah, nosotros estamos jodidos en cualquier caso —contestó Héctor con despreocupación—. Esa es la cuestión, ¿no? Si hay que acabar jodido, mejor que sea por una buena causa.
Lo que, naturalmente, fue bálsamo para los puritanos oídos de Perry.
Y a juzgar por la expresión en el rostro de Perry mientras el tren entraba en la Gare du Nord, ese mismo bálsamo surtía aún efecto, porque destilaba una contenida apariencia de «Soy Gran Bretaña» que era totalmente nueva para Gail. Solo cuando llegaron al Hotel des Quinze Anges —una elección muy propia de Perry: un edificio estrecho, decrépito y roñoso de cinco plantas, habitaciones pequeñas, camas individuales del tamaño de una tabla de planchar, y a un paso de la rué du Bac— sintieron el pleno impacto de aquello en lo que se habían metido. Era como si las sesiones en la casa de Bloomsbury con su ambiente de camaradería —una agradable hora con Ollie, otra con Luke, Yvonne se ha pasado por aquí, Héctor viene de camino para tomarse una última copa antes de retirarse— los hubiese imbuido de una sensación de inmunidad que de pronto, ahora que estaban solos, se había evaporado.
Descubrieron asimismo que habían perdido el don de hablar con naturalidad y conversaban como una pareja ideal en un anuncio de televisión.
—Lo de mañana me hace muchísima ilusión, ¿a ti no? —dice Doolittle a Milton—. Nunca he visto a Federer en carne y hueso. Estoy emocionadísima.
—Espero que el tiempo aguante —contesta Milton, lanzando una ojeada de preocupación a la ventana.
—Lo mismo digo —coincide Doolittle, muy seria.
—¿Y si deshacemos las maletas y salimos a buscar un sitio donde comer un bocado? —sugiere Milton.
—Buena idea —dice Doolittle.
Pero lo que de verdad piensan es: si se suspende el partido por la lluvia, ¿qué demonios hará Dima?
Suena el móvil de Perry. Héctor.
—Hola, Tom —contesta Perry como un idiota.
—¿Habéis llegado bien al hotel, Milton?
—Sí, bien, muy bien. Hemos tenido un buen viaje. Todo ha ido a la perfección —responde Perry con entusiasmo suficiente por los dos.
—Esta noche estáis solos, ¿vale?
—Como ya dijiste.
—¿Doolittle está en condiciones?
—Como una rosa.
—Llama si necesitáis algo. Servicio las veinticuatro horas.
Al salir, en el minúsculo vestíbulo del hotel, Perry comenta sus inquietudes acerca del tiempo a una mujer de armas tomar llamada Madame Mere, por la madre de Napoleón. La conoce desde sus tiempos de estudiante, y Madame Mere, si ha de dársele crédito, quiere a Perry como a un hijo. Con sus zapatillas de andar por casa, mide un metro veinte como mucho y, según Perry, nadie la ha visto nunca sin un pañuelo tapándole los rulos. A Gail le encanta oír a Perry parlotear en francés, pero su fluidez siempre ha sido un misterio para ella, quizá porque él se muestra poco comunicativo respecto a sus primeras profesoras.
En un
tabac
de la rué de l'Université, Milton y Doolittle comen unos filetes con patatas fritas mediocres y una ensalada más bien mustia y coinciden en que es la mejor comida del mundo. Como no se terminan el litro de tinto de la casa, se lo llevan al hotel.
«Haced lo que haríais normalmente —les había dicho Héctor como si tal cosa—. Si tenéis amigos residentes en París y queréis quedar con ellos, ¿por qué no?»
Porque no estaríamos haciendo lo que hacemos normalmente, por eso. Porque no queremos quedar con nuestros amigos residentes en París en un café de Saint-Germain cuando tenemos a un elefante llamado Dima sentado en nuestras cabezas. Y porque no queremos mentirles cuando nos pregunten de dónde hemos sacado las entradas para la final de mañana.
De vuelta en su habitación, apuran el tinto con los vasos del cuarto de baño y hacen el amor intensamente y con adoración, sin pronunciar una sola palabra, la mejor manera. Cuando llega la mañana, Gail se queda dormida hasta tarde por puro nerviosismo y, al despertar, ve a Perry contemplar la lluvia que salpica la ventana mugrienta, otra vez preocupado por cómo se las arreglará Dima si se suspende el partido. Y si se aplaza hasta el lunes, piensa Gail en ese momento, ¿tendrá que llamar al bufete y salir otra vez con el cuento chino del dolor de garganta, que en el lenguaje cifrado del bufete equivale a una regla difícil?
De pronto todo se vuelve lineal. Después de los cruasanes y el café servidos junto a la cama por Madame Mere —con un ponderativo susurro a Gail:
«Quel titán alors»
— y una llamada ociosa de Luke sin más objetivo que preguntarles si han dormido bien y si están preparados para el tenis —pero también para decir implícitamente «Te quiero, Gail» en un furtivo subtexto—, tendidos en la cama, hablan de lo que harán antes de las tres, la hora prevista para el comienzo del partido, dejando tiempo de sobra para trasladarse al estadio, localizar sus asientos y acomodarse.
Decidido el plan, se turnan para usar el pequeño lavamanos y se visten; luego se encaminan al paso de Perry hacia el Musée Rodin. Una vez allí se incorporan a una cola de colegiales, llegan a los jardines a tiempo de mojarse bajo la lluvia, buscan cobijo entre los árboles, se refugian en la cafetería del museo y escrutan el cielo a través de la puerta intentando deducir hacia dónde se desplazan las nubes.
Abandonando sus cafés por mutuo acuerdo, aunque incapaces de explicarse la razón, deciden explorar los jardines de los Campos Elíseos, pero los encuentran cerrados por motivos de seguridad. Michelle Obama y sus hijos están en la ciudad, según Madame Mere, pero es un secreto de Estado, así que solo lo saben Madame Mere y todo París.
Resulta, no obstante, que los jardines del teatro Marigny están abiertos y vacíos, salvo por dos ancianos árabes con traje negro y zapatos blancos. Doolittle escoge un banco; Milton aprueba la elección. Doolittle fija la mirada en los castaños; Milton en un plano.
Perry conoce París y, por supuesto, ha elaborado ya con toda exactitud la mejor ruta posible para desplazarse hasta el estadio de Roland Garros: metro hasta aquí, autobús hasta allá, con un amplio margen prudencial para asegurarse de que cumplen el plazo impuesto por Tamara.
Aun así, a él le parece lógico abstraerse en el estudio del plano, pues ¿qué va a hacer si no una joven pareja durante una escapada a París, sentados ambos, como dos idiotas, en el banco de un parque bajo la lluvia?
—¿Todo sigue su curso, Doolittle? ¿No ha surgido ningún problema menor que podamos ayudaros a resolver? —Esta vez Luke directamente a Gail, hablando como el médico de la familia Perkins, compuesta solo por hombres, cuando ella era adolescente: «¿Te duele la garganta, Gail? ¿Por qué no te quitas la ropa y echamos un vistazo?».
—Ningún problema, no necesitamos nada, gracias —responde ella con tono cortante—. Milton me comenta que nos pondremos en marcha dentro de media hora. —Y no me pasa nada en la garganta.
Perry dobla el plano. Después de hablar con Luke, Gail está de mal humor y se siente observada. Se le ha secado la boca, así que esconde los labios y se los lame desde dentro. ¿Cuánto más enloquecedor va a ser esto? Vuelven a la acera vacía y enfilan la cuesta hacia el Arco del Triunfo, adelantándose Perry a ella como hace cuando quiere estar solo y no puede.
—¿Qué coño estás haciendo? —le susurra ella al oído.
Perry se ha metido en unas galerías comerciales mal ventiladas con música rock a todo volumen. Escudriña un escaparate a oscuras como si fuera a revelarle el futuro. ¿Está jugando a espías, y de paso saltándose a la torera la orden de Héctor: no buscar perseguidores imaginarios?
No. Está riéndose. Y poco después, a Dios gracias, también se ríe Gail mientras, echándose mutuamente el brazo al hombro, contemplan incrédulos un auténtico arsenal de juguetes para espías: relojes de pulsera de marca con cámara fotográfica por diez mil euros, maletines con equipo de escucha y emisores de interferencias telefónicas, gafas de visión nocturna, las más diversas armas aturdidoras, fundas de pistola con cinturón antideslizante como extra opcional y balas de pimienta, pintura o goma a elegir: bienvenidos al museo del crimen de Ollie para ejecutivos paranoicos sin nada con que entretenerse.
Ningún autobús los había llevado hasta allí.
No habían cogido el metro.
El pellizco en el trasero que le había dado un pasajero con edad suficiente para ser su abuelo al bajarse del vagón no formaba parte de la operación.
Se vieron transportados hasta allí como por arte de magia, y fue así como acabaron en una cola de corteses ciudadanos franceses a la izquierda de la puerta oeste del estadio de Roland Garros exactamente doce minutos antes de la hora indicada por Tamara.
También fue así como Gail se abrió paso ingrávidamente a fuerza de sonrisas ante los benévolos porteros uniformados, quienes con mucho gusto le devolvieron la sonrisa, y avanzó poco a poco con la multitud por una avenida flanqueada de tiendas en pabellones entre el chinchín de una banda invisible, los mugidos de las trompas suizas y las recomendaciones ininteligibles de una voz masculina por el sistema de megafonía.
Pero fue Gail, la abogada litigante de mente fría, quien descartó los nombres de los patrocinadores en los escaparates: Lacoste, Slazenger, Nike, Head, Reebok. ¿Y cuál decía Tamara en su carta? No pretendas hacerme creer que te has olvidado.
—Perry —tirándole del brazo—, dijiste que me regalarías unas zapatillas de tenis decentes, me diste tu palabra. Mira.
—¿Ah, sí? Sí, es verdad —concede Perry alias Milton, a la vez que aparece sobre su cabeza un bocadillo de cómic donde reza: ¡SE ACUERDA!
Y con más convicción de la que ella habría esperado en él, alarga el cuello para examinar lo último de… Adidas.
—Y ya va siendo hora de que te compres también algo para ti y tires las viejas, que apestan y tienen verdín en el empeine —dice Doolittle con cierto tonillo de marimandona.
—¡Catedrático! ¡Alabado sea Dios! ¡Amigo mío! ¿No se acuerda de mí?
La voz les llega sin previo aviso: la voz incorpórea de Antigua bramando por encima de los tres vientos.
Sí, me acuerdo de usted, pero el Catedrático no soy yo.
Es Perry.
Así que seguiré mirando lo último en zapatillas de tenis de Adidas y dejaré que Perry se acerque primero antes de volver yo la cabeza con la pertinente cara de satisfacción y mayúsculo asombro, como diría Ollie.