Un traidor como los nuestros (25 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga, polcíaco, espionaje

BOOK: Un traidor como los nuestros
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—Emilio dell Oro —apuntó Héctor en actitud servicial—. Ciertamente digno de recordarse, Billy.

—Cabría pensar que se andaría con más cuidado… Aubrey, quiero decir… después de todo lo que le enseñamos, y ahora ahí lo tienes, confraternizando con Emilio dell Oro. Cabría pensar que un hombre tan taimado sería más cauto al elegir sus amistades. ¿Cómo ha acabado ahí? Quizá tenga una buena razón. No deberíamos precipitarnos al juzgarlo.

—Uno de esos felices golpes de suerte, Billy —explicó Héctor—. Aubrey y su más reciente esposa, y las hijas de ella, estaban de camping en las montañas cercanas a la costa adriática. Un amigote de Aubrey, un banquero de Londres de nombre desconocido, lo llamó y le dijo que el
Tatiana
estaba anclado no muy lejos de allí y había en marcha una fiesta, así que vete para allá en el acto y súmate a la juerga.

—¿En una tienda de campaña? ¿Aubrey? Vamos, hombre, cuéntame otra.

—Pasando incomodidades en un camping, sí. La vida primitiva de Aubrey, el nuevo laborista.

—¿Y tú, Luke? ¿Vas de camping en vacaciones?

—Sí, pero Eloise detesta los campings británicos. Es francesa —contestó, y a él mismo se le antojaron una estupidez aquellas palabras.

—Y cuando vas de camping en vacaciones, Luke, procurando, como es tu caso, evitar los campings británicos, ¿sueles llevarte el esmoquin?

—No.

—¿Y Eloise se lleva sus diamantes?

—De hecho no tiene.

Matlock se quedó pensando.

—Supongo, Héctor, que coincidías con Aubrey a menudo mientras montabas tu lucrativo número circense en la City y los demás seguíamos cumpliendo con nuestro deber. Compartisteis alguna que otra cerveza, Aubrey y tú, ¿verdad que sí? Como hace la gente en la City.

Héctor se encogió de hombros quitándole importancia.

—Coincidimos alguna que otra vez. Pero yo dispongo de poco tiempo para la ambición pura y dura, si he de serte sincero. Me aburre.

Ante lo cual Luke, a quien últimamente ya no le era tan fácil disimular como antes, tuvo que contener el impulso de agarrarse a los brazos de la silla.

¿Coincidir alguna que otra vez? Santo cielo, habían altercado hasta el agotamiento, y luego habían seguido altercando. Según Héctor, de todos los «buitres capitalistas», especuladores, jinetes del alba y ventajistas que han pisado este mundo, Aubrey Longrigg era el más falso, retorcido, deshonesto, recalcitrante y bien relacionado.

Fue Aubrey Longrigg quien, al acecho entre bastidores, había encabezado el asalto contra la empresa de importación de grano perteneciente a la familia de Héctor. Fue Longrigg quien, a través de una red de intermediarios sospechosa pero sagazmente organizada, había engatusado al Servicio de Aduanas de Su Majestad para que irrumpiese en los almacenes de Héctor en plena noche, rajando centenares de sacos, echando abajo puertas y aterrorizando al turno de noche.

Fue la insidiosa red de Longrigg la que había instigado a Sanidad, Hacienda, el Departamento de Bomberos y el Servicio de Inmigración para que acosaran e intimidaran a los empleados de la familia, saquearan sus escritorios, se apropiaran de sus libros de contabilidad y cuestionaran sus declaraciones de renta.

Pero, a ojos de Héctor, Aubrey Longrigg no era un «simple» enemigo —eso habría resultado demasiado sencillo—; era un arquetipo: un síntoma clásico del cáncer que devoraba no solo la City, sino también Whitehall, Westminster y nuestras más preciadas instituciones de gobierno.

Héctor no estaba en guerra con Longrigg a título personal. Probablemente no mentía al asegurar a Matlock que Longrigg lo aburría, porque constituía un pilar esencial de su tesis que los hombres y las mujeres a quienes perseguía eran aburridos por definición: mediocres, banales, insensibles, grises, y diferenciados de otros elementos aburridos solo por su mutuo apoyo encubierto y su insaciable codicia.

Héctor ha dejado caer el comentario muy de pasada. Al igual que un mago procurando que el público no se fije demasiado en ninguna carta, mezcla muy deprisa la baraja de maleantes internacionales que Yvonne ha reunido para él.

Una instantánea de un hombre de muy baja estatura, rechoncho, imperioso, con aire prusiano, mientras se llena el plato en el bufet.

—Conocido en círculos alemanes como Karl der Kleine —señala Héctor sin darle mayor importancia—. Lleva en las venas sangre Wittelsbach, aunque yo no se la veo por ninguna parte. Bávaro, católico a ultranza; estrechos lazos con el Vaticano. Más estrechos aún con el Kremlin. Elegido indirectamente miembro del Bundestag, y director no ejecutivo de varias compañías petrolíferas rusas, muy amigo de Emilio dell Oro. Esquió con él el año pasado en Saint-Moritz, acompañado de su novio español. Los saudíes lo adoran. Y aquí tienes al monín.

Salto demasiado rápido a un hermoso muchacho con barba que viste un resplandeciente esmoquin blanco y mantiene una animada conversación con dos señoronas enjoyadas.

—La última mascota de Karl der Kleine —anuncia Héctor—. Condenado a tres años a la sombra por un tribunal de Madrid el año pasado por agresión con agravantes; se libró por un tecnicismo, gracias a Karl. Nombrado recientemente director no ejecutivo del grupo de compañías La Arena, el mismo consorcio propietario del yate del Príncipe… Ah, y ahora una digna de verse. —Pulsa un botón de la consola—: El «doctor» Evelyn Popham de Mount Street, Mayfair; Bunny para sus amigos. Estudió derecho en Neuchátel y Manchester. Tiene licencia para ejercer en Suiza, cortesano y chulo al servicio de los oligarcas de Surrey, único socio de su floreciente bufete del West End. Internacionalista,
bon vivant,
excelente abogado. Más turbio que un cenagal. ¿Dónde está su página web? Un momento. Enseguida la encuentro. Déjame a mí, Luke. Ya está. Aquí la tienes.

En la pantalla de plasma, mientras Héctor busca a tientas las teclas y masculla, el doctor Popham (Bunny para sus amigos) sigue sonriendo pacientemente a su público. Es un caballero campechano, voluminoso, mofletudo, con grandes patillas, salido de las páginas de Beatrix Potter. Inconcebiblemente, luce un equipo de tenis y se aferra, no solo a la raqueta, sino también a su agraciada compañera de tenis.

Domina la página de inicio de la web del Doctor Popham Sin Socios, cuando por fin aparece, ese mismo rostro jovial, sonriendo por encima de un escudo de armas casi regio donde se ve representada la balanza de la justicia. Debajo se lee su Declaración de Propósitos:

La experiencia profesional de mi equipo de expertos incluye:

– Éxito constatado en la protección de los derechos de individuos destacados en el ámbito de la iniciativa bancaria internacional ante las investigaciones del Departamento contra el Fraude.

– Éxito constatado en la representación de clientes internacionales clave en cuestiones relacionadas con la jurisdicción
offshore,
y su derecho al silencio en los tribunales de investigación internacionales y del Reino Unido.

– Éxito constatado en la respuesta a insistentes investigaciones reguladoras e inspecciones tributarias y acusaciones por pagos indebidos o ilegales a traficantes de influencias.

—Y los muy capullos no pueden dejar de jugar al tenis —se queja Héctor a la vez que vuelve a imprimir un ritmo impetuoso a su galería de maleantes.

En un abrir y cerrar de ojos, recorremos los clubes deportivos de Montecarlo, Cannes, Madeira y el Algarve. Recorremos Biarritz y Bolonia. Procuramos leer los pies añadidos por Yvonne sin rezagarnos, y contemplar su álbum de fotografías curiosas obtenidas mediante el saqueo de las revistas del corazón, pero no es fácil, a menos que, como Luke, uno sepa qué esperar y por qué.

Pero por deprisa que pasen las caras y los lugares bajo el imprevisible control de Héctor, por mucha gente guapa que desfile luciendo lo más moderno en equipos de tenis, se imponen cinco personajes:

– El jovial Bunny Popham, el abogado idóneo para responder a insistentes investigaciones reguladoras y acusaciones por pagos ilegales a traficantes de influencias.

– El ambicioso e intolerante Aubrey Longrigg, parlamentario y campista en familia, con su última esposa aristocrática y caritativa.

– El viceministro de Su Majestad en espera y futuro especialista en ética bancaria.

– El autodidacta, autoinventado, vital, encantador hombre de mundo y políglota Emilio dell Oro, súbdito suizo y financiero trotamundos, adicto —según un recorte de prensa escaneado que solo se puede leer si uno es más rápido que la luz— a los «deportes de adrenalina, desde montar a pelo en los Urales hasta el heliesquí en Canadá, el tenis a todo tren y jugar en la Bolsa de Moscú», que recibe más tiempo en pantalla del debido por un fallo técnico.

– El maestro de las relaciones públicas de aspecto aristocrático y refinado, el capitán de navío Giles de Salis, retirado, traficante de influencias, especialista en lores corruptos, presentado por Héctor, a modo de música de fondo, como «uno de los capullos más inmundos de Westminster».

Se encienden las luces. Cambio de lápiz USB. Las reglas de la casa dictan: un tema, un lápiz. A Héctor le gusta separar los sabores. Es hora de ir a Moscú.

Capítulo 10

Por una vez Héctor ha hecho voto de silencio: lo que quiere decir que, liberado de sus sentimentales preocupaciones técnicas, se reclina en la silla y deja su trabajo en manos del locutor de noticiario ruso con voz de barítono. Al igual que Luke, Héctor es un converso a la lengua rusa y, con reservas, al alma rusa. Al igual que Luke, cada vez que ve esa película, queda atónito, como él mismo confiesa, ante la presencia de la clásica, eterna, descarada y colosal mentira rusa.

Y los servicios informativos de televisión con sede en Moscú se las arreglan muy bien solos, sin ayuda de Héctor ni de nadie. La voz de barítono está más que capacitada para transmitir repulsión ante la escalofriante tragedia de la que informa: el tiroteo absurdo desde un coche, la arbitraria eliminación de una radiante pareja rusa de Perm, un hombre y una mujer muy unidos, en la flor de la vida. Poco sabían las víctimas, cuando decidieron visitar su querida tierra natal desde la lejana Italia, donde residían, que su viaje espiritual terminaría allí, en el camposanto cubierto de hiedra del antiguo seminario que siempre habían venerado, con sus cúpulas bulbiformes y sus tuyas, enclavado en una ladera de las afueras de Moscú, junto a un bosque en lenta expansión:

En esta lúgubre tarde de mayo, tan poco acorde con la estación, todo Moscú se viste de luto por dos rusos libres de toda culpa, y por sus dos hijas de corta edad, que, gracias a Dios, no viajaban en el coche cuando sus padres fueron aniquilados a balazos por elementos terroristas de nuestra sociedad…

Véanse las ventanillas hechas añicos y las puertas acribilladas, el chasis calcinado de un Mercedes, antes majestuoso, volcado entre los abedules, la sangre rusa inocente mezclándose con la gasolina sobre el asfalto en un brutal primer plano, y los rostros desfigurados de las propias víctimas.

Esta atrocidad, nos asegura el locutor, ha suscitado la justificada ira de todos los ciudadanos con sentido de la responsabilidad. ¿Cuándo terminará esta amenaza?, preguntan. ¿Cuándo podrán circular libremente por sus calles los rusos honrados sin ser abatidos por bandas de forajidos y maleantes chechenos decididas a propagar el terror y el caos?

Mijaíl Arkadievich, próspero empresario internacional en los sectores del petróleo y el metal. Olga L'vovna, comprometida desinteresadamente en el esfuerzo de proporcionar alimentos por caridad a los necesitados de Rusia. Amorosos padres de las pequeñas Katia e Irina. Rusos puros, añoraban la Madre Patria que ya nunca abandonarán.

Mientras se oye de fondo la filípica cada vez más airada del locutor, una lenta columna de limusinas negras sigue cuesta arriba por la boscosa ladera a una especie de zanfona con los costados de cristal hasta llegar ante la verja del seminario. El cortejo se detiene, se abren las puertas de los coches, y jóvenes con trajes de diseño oscuros se apresuran a salir y formar filas para escoltar los ataúdes. La imagen salta a un subjefe de policía de semblante adusto, con uniforme de gala y condecoraciones, que posa rígidamente tras un escritorio de taracea, entre distintivos honoríficos y fotografías del presidente Medvédev y el primer ministro Putin.

Sirva al menos de consuelo saber que uno de los chechenos ya ha confesado voluntariamente el crimen, nos dice, y la cámara muestra su rostro el tiempo necesario para que compartamos su rabia.

Volvemos al camposanto, y suenan los acordes de un lamento fúnebre gregoriano mientras un coro de jóvenes sacerdotes ortodoxos con gorros en forma de maceta y sedosas barbas desciende por la escalinata del seminario, con iconos en alto, hacia una doble tumba donde aguardan los principales dolientes. La imagen se detiene y se amplía en cada doliente a la vez que afloran debajo los subtítulos de Yvonne:

TAMARA, esposa de Dima, hermana de Olga, tía de Katia e Irina: Tamara permanece erguida como una estaca, bajo un ancho sombrero de apicultor.

DIMA, marido de Tamara: bajo la calva, su rostro atormentado, con una forzada sonrisa, se ve tan enfermizo que bien podría estar muerto también él, pese a la presencia de su querida hija.

NATASHA, hija de Dima: el largo cabello le cae por la espalda formando un río negro, el cuerpo esbelto queda oculto bajo capas y capas de informe ropa de luto.

IRINA Y KATIA, hijas de OLGA Y MISHA: inexpresivas, las niñas se aferran cada una a una mano de Natasha.

El locutor recita los nombres de las personalidades ilustres que han acudido a presentar sus respetos. Incluyen a representantes de Yemen, Libia, Panamá, Dubai y Chipre, aunque ninguno de Gran Bretaña.

La cámara enfoca un montículo cubierto de hierba a media ladera, a la sombra de las tuyas. Seis —no, siete— jóvenes bien trajeados de entre veinte y treinta años o un poco más permanecen allí arracimados. Sus rostros imberbes, algunos tirando ya a gordos, miran hacia la tumba abierta a veinte metros pendiente abajo, donde se encuentra la figura erguida de Dima, solo, el torso echado atrás en la postura marcial que prefiere y la mirada fija, no en la tumba, sino en los siete hombres con traje reunidos en el montículo.

¿Está la imagen detenida o en movimiento? Dima se halla totalmente inmóvil, así que no es fácil saberlo. Igual de quietos están los hombres reunidos en el montículo por encima de él. Con cierto retraso, aparece el subtítulo de Yvonne:

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