¿Gail? ¿Ha firmado con mi nombre? ¿Está tan enloquecida que se ha olvidado del suyo? ¿O quiere decir «Gail, por favor, te lo suplico»? ¿Será esa clase de «Gail»?
Con una parte de la cabeza medio dormida, seleccionó la opción de llamada al remitente y, sin darse cuenta de lo que hacía, pulsó el botón verde y salió un servicio de contestador suizo. Asustada, cortó la comunicación y, ya del todo despierta, decidió mandarle un mensaje de texto:
No hagas nada de nada hasta que hablemos. Tenemos que vernos y charlar. Con cariño, Gail.
Regresó al dormitorio y se metió bajo el edredón de pelo de caballo. Perry dormía como un tronco. ¿Debía decírselo o no? ¿Él ya tenía mucho entre manos? ¿Su gran día, mañana? ¿O mi juramento de silencio a Natasha?
Mientras Perry Makepiece subía al Mercedes con chófer de Emilio dell Oro que, para indignación de Madame Mere, mantenía cortado el tráfico en la calle frente a su hotel desde hacía diez minutos —¡y el cretino del conductor no se dignaba siquiera bajar la ventanilla para oír sus insultos!—, lo acuciaban preocupaciones que en modo alguno habría reconocido ante Gail, quien para la ocasión iba de punta en blanco: lucía el conjunto de Vivienne Westwood con bombachos comprado el día que ganó su primer caso. «Si van a estar presentes esas busconas de altos vuelos, necesitaré toda la ayuda posible», había informado a Perry a la vez que, de pie sobre la cama, en precario equilibrio, intentaba verse en el espejo del lavamanos.
La noche anterior, al volver al Quinze Anges después de la cena, Perry había sorprendido a Madame Mere mirándolo con sus ojos pequeños y saltones desde su guarida detrás del mostrador de recepción.
—¿Por qué no usas el lavamanos tú primero, y yo enseguida subiré? —propuso él, y Gail, con un bostezo de agradecimiento, obedeció.
—Dos árabes —susurró Madame Mere.
—¿Árabes?
—Policía árabe. Hablaban árabe entre ellos, y en francés conmigo. Francés árabe.
—¿Qué querían saber?
—Todo. Dónde estabais. Qué hacíais. Vuestros pasaportes. Tu dirección en Oxford. La dirección de la señora en Londres. Todo sobre vosotros.
—¿Y usted qué les ha dicho?
—Nada. Que eres un huésped de toda la vida, que pagas, que eres correcto, que no bebes, que nunca tienes más de una mujer a la vez, que habéis ido a la Île invitados por una artista y llegaríais tarde, pero tenéis llave, sois de confianza.
—¿Y nuestras direcciones inglesas?
Madame Mere era una mujer menuda, y por eso mismo su gesto gálico de indiferencia pareció aún mayor.
—Todo lo que escribisteis en la ficha se lo han llevado. Si no querías que tuvieran tu dirección, deberías haber puesto una falsa.
Tras arrancarle la promesa de que no le diría nada de eso a Gail —¡Dios mío, ni se me pasaría por la cabeza, también ella era mujer!—, Perry contempló la posibilidad de telefonear a Héctor de inmediato, pero, siendo Perry como era, y más aún después de una considerable dosis de calvados añejo, decidió, por razones pragmáticas, que nadie podía hacer nada que no fuese mejor hacer a la mañana siguiente, y se acostó. Al despertar con el olor a café y cruasanes recién hechos, le sorprendió ver a Gail en bata, sentada a los pies de la cama, examinando su móvil.
—¿Pasa algo? —preguntó él.
—El bufete. Para confirmar.
—Confirmar ¿qué?
—Tenías pensado mandarme a casa esta noche, ¿es que no te acuerdas?
—¡Claro que me acuerdo!
—Pues no me voy. He mandado un mensaje al bufete y le pasarán el caso
Samson contra Samson
a Helga para que la pifie.
¿Helga, su
bête noiret
¿Helga, la devoradora de hombres con medias de redecilla, la que hacía bailar a su son a los togados varones del bufete?
—¿Cómo demonios se te ha ocurrido hacer una cosa así?
—En parte, el culpable eres tú. Por alguna razón no me convence dejarte colgado de las cejas en una cima peligrosa. Y mañana te acompañaré a Berna, que, supongo, es adonde irás a continuación, aunque todavía no me lo has dicho.
—¿No hay nada más?
—¿Por qué iba a haberlo? Si estoy en Londres, te preocuparás por mí igualmente. Mejor que me tengas donde puedes verme, pues.
—Y no te has parado a pensar que quizá me preocupe más si estás conmigo.
El comentario fue poco amable por su parte: él lo sabía, y también ella. Como atenuante, se sintió tentado de contarle su conversación con Madame Mere, pero temió reforzar con eso su determinación de permanecer junto a él.
—En medio de tanto ajetreo de adultos, parece que te has olvidado de los niños —dijo ella, moderando el tono para que sonara a reproche.
—¡Gail, eso es absurdo! Hacemos todo lo que podemos, tanto yo como nuestros amigos, para conseguir… —Era mejor no acabar la frase. Era mejor hablar en alusiones. Después de sus tres semanas de «familiarización», solo Dios sabía quién estaba escuchando, y cuándo—. Los niños son mi principal preocupación, y siempre lo han sido —prosiguió, aunque no con total sinceridad, y notó que se sonrojaba—. Ellos son la razón por la que estamos aquí —insistió—. Los dos. No solo tú. Sí, me importa Dima y que todo salga bien. Y sí, esto me fascina. Todo junto. —Titubeó, avergonzado de sí mismo—. Se trata de estar en contacto con el mundo real. Y los niños son parte de eso. Una parte enorme. Lo son ahora y lo serán cuando hayas vuelto a Londres.
Si Perry esperaba que ella se rindiese ante su grandilocuente declaración de propósitos, juzgaba mal a su público.
—Pero los niños no están aquí, ¿eh que no? Ni en Londres —replicó ella, implacable—. Están en Berna. Y según Natasha, en pleno duelo por Misha y Olga. Los gemelos se pasan el día en el campo de fútbol; Tamara está en comunión con Dios; todos saben que se cuece algo serio, pero no saben qué.
—¿Según Natasha? ¿De qué me hablas?
—Somos amigas por SMS.
—¿Natasha y tú?
—Exacto.
—¡No me lo habías dicho!
—Y tú no me habías dicho nada de tus planes para Berna, ¿eh que no? —besándolo—. ¿Eh que no? Por mi protección. Pues de ahora en adelante nos protegeremos mutuamente. Allí donde va uno, vamos los dos. ¿Trato hecho?
Trato hecho solo en la medida en que ella se preparase mientras él iba a Printemps bajo la lluvia para comprar el equipo de tenis. El resto de la discusión, por lo que a Perry se refería, era un no rotundo.
Y la causa de su malestar no eran solo los visitantes nocturnos de Madame Mere. Era la clara conciencia del inminente e imprevisible riesgo a que había dado paso la euforia de la noche anterior. Ya en el vestíbulo de Printemps, Perry, empapado de agua, llamó a Héctor. Comunicaba. Al cabo de diez minutos, ya con una flamante bolsa de tenis que contenía una camiseta, un pantalón corto, calcetines, un par de zapatillas y —comprarla había sido un puro desvarío— una visera para el sol, volvió a probar y esta vez sí consiguió hablar con él.
—¿Alguna descripción de esos hombres? —preguntó Hector después de escucharlo, con un tono en exceso lánguido para el gusto de Perry.
—Árabes.
—Bueno, quizá eran árabes. Quizá eran también policías franceses. ¿Le enseñaron su documentación?
—No me lo ha dicho.
—¿Y tú no se lo has preguntado?
—No. Estaba un poco entonado.
—¿Y si mando a Harry para que tenga una charla con ella?
¿Harry? Ah, sí, Ollie.
—Me parece que ya hemos tenido dramatismo más que suficiente, pero gracias de todos modos —respondió Perry con frialdad.
No sabía cómo seguir. Tal vez Héctor tampoco:
—Por lo demás, ¿alguna fluctuación?
—¿Fluctuación?
—Dudas. Cambios de idea. Nervios del Día D. Yuyu, por Dios —aclaró Héctor con impaciencia.
—Por mi parte, ninguna fluctuación. Solo estoy esperando a que autoricen el pago con la puta tarjeta de crédito. —No era así. Eso era mentira, y no se explicaba por qué demonios lo había dicho, a menos que buscase la comprensión que no estaba recibiendo.
—¿Doolittle también conserva la moral alta?
—Eso cree ella. Yo lo dudo. Ha insistido en venir a Berna. Yo estoy absolutamente convencido de que no conviene. Ya ha hecho su papel… magníficamente, como tú mismo dijiste anoche. Quiero que dé el trabajo por concluido, vuelva a Londres esta noche según lo previsto, y se quede allí hasta que yo regrese.
—Pero no va a hacerlo, ¿verdad que no?
—¿Por qué no?
—Porque me ha telefoneado hace diez minutos y me ha dicho que llamarías, y que ni a tiros cambiará de idea. Doy por hecho, pues, que no hay vuelta de hoja, y te aconsejo que hagas lo mismo. Si no puedes vencerlo, carga con ello. ¿Sigues ahí?
—No del todo. ¿Qué le has contestado?
—Me he alegrado por ella. Le he dicho que forma parte del equipamiento básico. Dado que es decisión suya y por nada del mundo cambiará idea, te recomiendo que tomes el mismo camino. ¿Quieres oír las últimas noticias desde el frente?
—Adelante.
—Todo sigue según lo previsto. La banda de los siete ha salido de su gran firma con nuestro muchacho, todos con cara de pocos amigos, pero eso quizá fuese por la resaca. Ahora mismo va de regreso a Neuilly bajo protección armada. Una comida para veinte ya reservada en el Club des Rois. Los masajistas en espera. Así que no hay cambio de planes, salvo que, después de volver a Londres
ce soir,
volaréis los dos a Zurich, mañana, pasaje electrónico en el aeropuerto. Luke os recogerá. No irás tú solo como habíamos planeado. Iréis los dos. ¿Estamos?
—Supongo.
—Te noto de mal talante. ¿Estás que te caes por los excesos de anoche?
—No.
—Pues mejor así. Nuestro muchacho te necesita en plena forma. Y nosotros también.
Perry había dudado si mencionar a Héctor la amistad por SMS entre Gail y Natasha, pero se impuso el sentido común, si podía llamárselo así.
El Mercedes apestaba a tabaco. En el respaldo del asiento contiguo al conductor asomaba una botella medio vacía de Perrier. El chófer era un gigante de cabeza esférica. No tenía cuello, sino solo unas cuantas marcas rojas laterales, como cortes de cuchilla, entre el pelo rapado. Gail iba sentada junto a Perry.
Lucía su traje de chaqueta y pantalón de seda, que parecía a punto de desprendérsele de un momento a otro. Perry nunca la había visto tan guapa. Gail había dejado a un lado su larga gabardina blanca de Bergdorf Goodman, Nueva York, otro derroche anterior. La lluvia golpeteaba como granizo el techo del automóvil. El limpiaparabrisas gemía y sollozaba en su esfuerzo por dar abasto.
El gigante de cabeza esférica sentado al volante del Mercedes se desvió en una salida, paró ante un elegante edificio y dio un bocinazo. Un segundo coche se detuvo detrás de ellos. ¿Un coche que los perseguía? «Ni se os pase por la cabeza», había dicho Héctor. Un hombre orondo y jovial, protegido con un chubasquero y un sombrero impermeable de ala ancha, salió al trote de la portería y se plantificó en el asiento del acompañante. Volviéndose, apoyó el antebrazo en el respaldo y la papada en el antebrazo.
—Bueno, y quién va a jugar al tenis, me pregunto yo —dijo con voz chirriante, arrastrando las palabras—. El mismísimo
Monsieur le Professeur,
sin ir más lejos. Y usted, querida, es su cara mitad, cómo no. Carísima, si me permite decirlo —mirándola con descaro—. Me propongo acapararla durante todo el partido.
—Gail Perkins, mi prometida —terció Perry, tenso.
¿Su prometida? ¿De verdad lo era? No habían hablado de ello. Quizá Milton y Doolittle sí.
—Pues yo soy el doctor Popham, Bunny para todo el mundo, la laguna jurídica andante al servicio de los asquerosamente ricos —prosiguió, saltando sus ojillos rosados de uno a otro con expresión voraz como si intentase decidir con cuál quedarse—. Recordarán que esa bestia de Dima tuvo la desfachatez de insultarme ante un público multitudinario, pero yo me lo sacudí de encima con un golpe de mi pañuelo de encaje.
Como Perry no parecía dispuesto a contestar, intervino Gail:
—¿Qué relación tiene usted con Dima, Bunny? —preguntó alegremente cuando el coche se incorporaba de nuevo a la circulación.
—Corazón mío, apenas tenemos relación, gracias a Dios. Considéreme un viejo amigo de Emilio, que se suma al grupo para dar apoyo. En qué berenjenales se mete, el pobre desdichado. La última vez fue un hatajo de príncipes árabes, oligofrénicos todos, en una orgía de compras. Esta vez es un pelotón de soporíferos banqueros rusos. Emilio los tuvo ayer todo el día y toda la noche, a ellos y a sus queridas señoras —bajando la voz para el comentario en confianza—, y en la vida he visto señoras más queridas. —Posó en Perry sus voraces ojos con adoración—. Pero más pena me da nuestro pobre Catedrático. —En sus ojos rosados, fijos aún en Perry, aparece una expresión trágica—. ¡Vaya una obra de caridad! Dios se lo pagará en el cielo, de eso ya me encargo yo. Pero, claro, ¿cómo iba a resistirse al pobre bruto viéndolo tan afectado por ese espantoso asesinato? —Miró a Gail—. ¿Va a quedarse mucho tiempo en París, señorita Gail Perkins?
—Ojalá pudiera. Por desgracia, he de volver al tajo, llueva o truene. —Una mirada irónica al aguacero que caía sobre el parabrisas—. ¿Y usted, Bunny?
—Ah, yo revoloteo. Soy un revoloteados Eso no se lo digo a cualquiera. Un pequeño nido aquí, un pequeño nido allá. Me poso, pero no por mucho tiempo.
Un indicador señalaba el desvío al Centre Hippique du Touring, otro a un Pavillion des Oiseaux. La lluvia remitía un poco. El coche perseguidor continuaba detrás de ellos. A su derecha apareció una verja cerrada, muy barroca. Frente a la verja había un apartadero, donde el chófer estacionó el Mercedes. El siniestro coche de detrás aparcó junto a ellos. Ventanillas de cristales tintados. Perry aguardó a que se abriera alguna de las puertas. Lentamente, una se abrió. Salió una anciana, seguida de un perro alsaciano.
—Cent metres
—gruñó el chófer, señalando la verja con un dedo mugriento.
—Ya lo sabemos, tonto —dijo Bunny.
Juntos, recorrieron los
cent metres
a pie, Gail al abrigo del paraguas de Bunny Popham y Perry con la nueva bolsa de tenis sujeta contra el pecho y la lluvia corriéndole por la cara. Llegaron a un edificio blanco de baja altura.
En lo alto de la escalinata, bajo un toldo, aguardaba Emilio dell Oro, que vestía una gabardina con cuello de piel, larga hasta las rodillas. En un corrillo aparte se hallaban tres de los adustos jóvenes ejecutivos del día anterior. Un par de chicas daban caladas desconsoladamente a cigarrillos que no podían fumar dentro de la casa club. Junto a Dell Oro había un hombre alto, de pelo cano, con pantalón de franela gris y americana, agresivamente británico, de las clases privilegiadas, que les tendió una mano con manchas de vejez.