Y a fecha de hoy tampoco ha encontrado aún el momento de decírselo a Perry. Tal como están las cosas, se pregunta si algún día lo hará.
Del bolso que ha estado a punto de dejarse en el taxi de Ollie, Gail extrae su móvil y consulta los mensajes. Como no encuentra ninguno, retrocede a la pantalla anterior. Los de Natasha están en mayúsculas, para mayor dramatismo. Son cuatro, distribuidos a lo largo de una sola semana:
HE AVERGONZADO A MI PADRE SOY UNA DESHONRA.
AYER ENTERRAMOS A MISHA Y OLGA EN UNA IGLESIA PRECIOSA QUIZÁ PRONTO ME REÚNA CON ELLOS.
INFÓRMAME POR FAVOR DE CUÁNDO ES NORMAL TENER VÓMITOS POR LAS MAÑANAS.
Este seguido de la respuesta de Gail, guardada en su bandeja de mensajes enviados:
Los tres primeros meses más o menos, pero si te encuentras mal, ve a un médico INMEDIATAMENTE, besos, GAIL.
Cosa que, como es de prever, ofende a Natasha:
NO PIENSES POR FAVOR QUE ESTOY MAL. CÓMO VOY A ESTAR MAL SI ESTOY ENAMORADA. NATASHA.
Si está embarazada, me necesita. Si no está embarazada, me necesita.
Si es una adolescente trastornada que fantasea con matarse, me necesita.
Soy su abogada y su confidente. Soy lo único que tiene.
La línea de Perry en la arena está trazada.
No es negociable ni depende de las mareas.
Ya ni siquiera el tenis sirve. La pareja india se ha marchado. Los partidos de individuales son demasiado tensos. Mark es el enemigo.
Aunque hacer el amor les permite olvidar temporalmente la presencia de esa línea, ahí sigue, esperando para volver a separarlos.
Sentados en la terraza después de la cena, contemplan el arco formado por los reflectores de seguridad cerca del extremo de la península. Si Gail tiene la esperanza de alcanzar a ver a las niñas, ¿a quién espera ver Perry?
¿A Dima, su Jay Gatsby? ¿A Dima, su Kurtz particular? ¿O algún otro héroe fallido de su venerado Joseph Conrad?
A todas horas del día y la noche los acompaña la sensación de que los escuchan y observan. Incluso si Perry estuviese dispuesto a incumplir su ley del silencio autoimpuesta, el miedo a ser oído le sellaría los labios.
A falta de dos días, Perry se levanta a las seis y sale a correr temprano. Gail sigue en la cama hasta tarde y luego va al Captain's Deck, resignada a desayunar sola, y allí lo encuentra, conspirando con Ambrose para adelantar la fecha de su marcha. Ambrose anuncia que lamentablemente sus pasajes no pueden cambiarse:
—Si lo hubiesen dicho ayer, podrían haberse marchado con el señor Dima y su familia. Salvo por el hecho de que ellos viajan todos en primera y ustedes van en clase turista. Por lo visto, no les queda más remedio que aguantar en esta vieja isla un día más.
Lo intentaron. Fueron a la ciudad dando un paseo y allí vieron todo lo que había por ver. Perry la aleccionó sobre los pecados del esclavismo. Visitaron una playa al otro lado de la isla y bucearon con esnórkel, pero eran solo dos ingleses más que no sabían qué hacer con tanto sol.
Fue ya durante la cena en el Captain's Deck cuando por fin Gail perdió la paciencia. Pasando por alto el embargo que él mismo ha impuesto a sus conversaciones en el bungalow, Perry le pregunta, increíblemente, si ella por casualidad conoce a alguien en el «mundillo de los servicios secretos británicos».
—Pero si trabajo para ellos —replica Gail—. Pensaba que a estas alturas ya lo habrías adivinado. —Su sarcasmo no va a ninguna parte.
—Lo decía por si alguien de tu bufete tiene acceso a ellos —aclara Perry, abochornado.
—Ya. ¿Y eso cómo iba a ser? —replica Gail, sintiendo el calor en la cara.
—Bueno —un gesto de indiferencia demasiado inocente—, se me ha pasado por la cabeza que con todo lo que corre sobre la extradición extraordinaria y la tortura… investigaciones públicas, juicios y demás…, los espías deben de estar necesitados de toda la ayuda jurídica a su alcance.
Eso ya era demasiado. Con un sonoro «Vete a la mierda, Perry», Gail se fue corriendo por el sendero hasta el bungalow, donde se vino abajo en un mar de lágrimas.
Y sí, Gail lo sentía mucho. Y él también lo sentía mucho. Estaba compungido. Los dos lo estaban. Ha sido todo culpa mía. No, mía. Volvamos a Inglaterra y zanjemos de una vez este asunto. Unidos de nuevo temporalmente, se aferran el uno al otro como nadadores a punto de ahogarse y hacen el amor con la misma desesperación.
Gail vuelve a estar junto a la ventana alargada, de pie, aunque peligrosamente, observando ceñuda la calle. El dichoso taxi no aparece. Ni siquiera el que no es.
—Canallas —dice en voz alta, imitando a su padre. Y para sí, o para los canallas en silencio:
¿Qué demonios estáis haciendo con él?
¿Qué demonios queréis de él?
¿A qué está diciendo «sí pero no» mientras vosotros contempláis sus vaivenes morales?
¿Qué pensaríais si Dima me hubiese elegido a mí como confidente en lugar de Perry? ¿Si en lugar de ser un asunto de hombre a hombre, hubiese sido un asunto de hombre a mujer?
¿Qué habría pensado Perry si se hubiese quedado aquí sentado, al margen, esperando mi regreso aún con más secretos que, «lo siento, pero no puedo compartir contigo de ninguna manera, por tu propio bien»?
—¿Eres tú, Gail?
¿Lo es?
Alguien le ha puesto el auricular del teléfono en la mano y le ha dicho que hable con él. Pero no ha sido nadie. Está sola. Es Perry en hora de máxima audiencia, no un recuerdo, y ella sigue de pie, con una mano en el marco de la ventana, la mirada fija en la calle.
—Oye. Perdona por lo tarde que es y demás.
¿Demás?
—Héctor quiere que mañana te tomes el día libre. ¿Es posible? ¿Lo harás? Llama a tu bufete y di que estás enferma, o lo que sea. Quiere hablar con los dos mañana por la mañana a las nueve.
—¿Héctor?
—Vuelve a dormirte. Llegaré a casa dentro de media hora.
Por cierto, usará el nombre de Héctor —dijo el pequeño Luke, siempre eficiente, apartando la vista de su réplica de la carpeta beige.
—¿Eso es una advertencia o un mandato divino? —preguntó Perry desde detrás de sus manos desplegadas mucho después de renunciar Luke a una respuesta.
En la eternidad transcurrida desde la marcha de Gail, Perry había permanecido inmóvil en la mesa, sin levantar siquiera la cabeza ni cambiar de postura junto a la silla vacía de ella.
—¿Dónde está Yvonne?
—Se ha ido a casa —contestó Luke, otra vez absorto en su carpeta.
—¿Se ha ido o la han mandado?
No hubo respuesta.
—¿Es Héctor su jefe supremo?
—Digamos que yo soy de clase B y él es de clase A —trazando una marca con el lápiz.
—¿O sea que usted está a las órdenes de Héctor?
—Es otra manera de decirlo.
Y otra manera de eludir la respuesta.
A decir verdad, debía reconocer Perry basándose en todas las pruebas disponibles hasta el momento, Luke era una persona con quien podía llevarse bien. No era un hombre de altos vuelos, quizá. Clase B, como él mismo había dicho. Un poco pijo, tal vez, un poco producto de los colegios privados, y aun así fiable en una cordada.
—¿Héctor ha estado escuchándonos?
—Imagino que sí.
—¿Observándonos?
—A veces es mejor solo escuchar. Como una radionovela. —Y después de una pausa—: Una chica imponente, su Gail. ¿Llevan mucho tiempo juntos?
—Cinco años.
—Vaya.
—¿Por qué «vaya»?
—Bueno, opino lo mismo que Dima, supongo. Cásese pronto con ella.
Eso era terreno sagrado, y Perry se planteó decírselo, pero optó por perdonarlo y preguntar:
—¿Cuánto tiempo lleva usted en este trabajo?
—Veinte años, poco más o menos.
—¿Aquí o en el extranjero?
—Sobre todo en el extranjero.
—¿Provoca alguna distorsión?
—¿Cómo dice?
—El trabajo. ¿Le trastorna la mente? ¿Tiene conciencia de alguna… digamos… deformación profesional?
—¿Está preguntándome si soy un enfermo mental?
—Sin llegar a ese extremo. Solo… bueno, ¿cómo le afecta a largo plazo?
Luke mantuvo la cabeza gacha, pero el lápiz había dejado de vagar sobre el papel, y en su inmovilidad se adivinaba cierto desafío.
—¿A largo plazo? —repitió con intencionada perplejidad—. A largo plazo acabaremos todos en la tumba, imagino.
—Solo quería saber cómo lleva uno eso de representar a un país al que no le alcanza para pagar las facturas —explicó Perry, dándose cuenta ya demasiado tarde de que estaba metiéndose en honduras—. Según he leído en algún sitio, la buena labor de los servicios de inteligencia es hoy día lo único que nos asegura un puesto en la mesa del más alto nivel internacional —prosiguió en un torpe intento para salir del paso—. Debe de representar una gran tensión para los responsables directos, solo lo digo por eso. Es como boxear uno por encima de su peso —añadió en una referencia por completo involuntaria, que lamentó de inmediato, a la corta estatura de Luke.
Afortunadamente la espinosa conversación se vio interrumpida por el sonido de unas pisadas lentas y débiles en el techo, como de unas pantuflas, antes de iniciar el cauto descenso por la escalera del sótano. Como si obedeciera a una orden, Luke se puso en pie, se acercó al aparador, cogió una bandeja con whisky de malta, agua mineral y tres vasos y la colocó en la mesa.
Los pasos llegaron al pie de la escalera. La puerta se abrió. Perry se levantó instintivamente. Se produjo entonces una inspección mutua. Los dos hombres eran de la misma estatura, cosa poco habitual para ambos. A no ser por su espalda encorvada, acaso Héctor hubiese sido más alto. Con su frente ancha, bien proporcionada, y una mata de pelo blanco peinado hacia atrás en dos descuidadas ondas, parecía, pensó Perry, uno de esos viejos decanos un tanto excéntricos. Tendría alrededor de cincuenta y cinco años, calculó, pero vestía una eterna americana de sport marrón, raída, con ribetes de cuero en los puños y coderas de cuero. Los deformes pantalones grises de franela podrían haber sido los de Perry. También los rozados Hush Puppies. Las insulsas gafas sin montura podrían haber salido de la caja del padre de Perry en el desván.
Finalmente, pero al cabo de un buen rato, Héctor habló:
—Nada menos que el condenado Wilfred Owen —pronunció con una voz que de algún modo era a la vez vigorosa y reverencial—. Y el condenado Edmund Blunden. Y el condenado Siegfried Sassoon. Y el condenado Robert Graves. Y otros.
—¿Eso a qué viene? —preguntó Perry, desconcertado, sin concederse un momento para pensar.
—¡Hablo de aquel fabuloso artículo que escribió usted sobre todos ellos para la puta
London Review of Books
el pasado otoño! «El sacrificio de hombres valerosos no justifica la defensa de una causa injusta. P. Makepiece
scripsit.»
¡Una verdadera maravilla!
—Pues gracias —contestó Perry, inerme, y se sintió como un idiota por no haber establecido antes la conexión.
El silencio se impuso de nuevo mientras Héctor procedía a la admirativa inspección de su trofeo.
—Le diré lo que es usted, señor Perry Makepiece —anunció como si hubiese llegado a la conclusión que ambos esperaban—. Es usted un héroe del copón, eso es —cogiéndole la mano a Perry entre las suyas en un lánguido apretón—, y no estoy dándole coba. Ya sabemos qué piensa de nosotros. Algunos de nosotros pensamos eso mismo, y no nos equivocamos. El problema es que no hay otro sitio dónde agarrarse. El gobierno es una mierda; la mitad de los funcionarios han salido a comer. El Foreign Office no es más útil que un sueño húmedo; el país está en quiebra, y los banqueros se apropian de nuestro dinero y nos hacen un corte de mangas. ¿Y a nosotros qué solución nos queda? ¿Nos quejamos a mamá o lo arreglamos? —Sin esperar la respuesta de Perry, añadió—: Me imagino que cagó sangre antes de acudir a nosotros. Pero acudió. Una pizca —dijo a Luke en referencia al whisky de malta después de soltarle la mano a Perry—. Para Perry, lo mínimo. Mucha agua y el alpiste justo para que se suelte la melena. ¿Le importa si me acomodo al lado de Luke? ¿No quedará muy en plan «Cuándo viste a tu padre por última vez»? Por cierto, aparquemos el rollo ese de «Adam». Me llamo Meredith. Héctor Meredith. Hablamos ayer por teléfono. Piso en Knightsbridge. Mujer y dos vástagos, ya mayores. Un chalet gélido en Norfolk, y mi nombre consta en la guía telefónica en los dos sitios. ¿Y tú, Luke, quién eres cuando no eres uno de esos cerdos? Yo lo sé; él no.
—Luke Weaver, esa es la verdad. Vivimos en Parliament Hill, un poco más allá de Gail. Mi destino anterior fue en Centroamérica. Segundo matrimonio, un hijo común de diez años que acaba de entrar en el University College School, Hampstead, así que encantados de la vida.
—Y nada de preguntas candentes hasta el final —ordenó Héctor.
Luke sirvió tres whiskies minúsculos. Perry volvió a sentarse bruscamente y esperó. Héctor, clase A, tomó asiento justo enfrente de él; Luke, clase B, ligeramente a un lado.
—En fin, joder… —exclamó Héctor con tono jovial.
—Eso digo yo: joder —convino Perry, desconcertado.
Pero lo cierto era que la llamada a la acción de Héctor no habría podido ser más oportuna o tonificante para Perry, ni calcularse mejor el momento de su efusiva entrada. Relegado al agujero negro en que había caído tras la forzada marcha de Gail —forzada por él mismo, independientemente de cuáles fuesen las razones—, su corazón escindido se sumía en el enfado consigo mismo y los remordimientos de la más diversa índole.
Nunca debería haber accedido a ir allí, con o sin ella.
Debería haber entregado el documento y dicho a esa gente: «Eso es todo. Lo dejo en sus manos. Soy, luego no espío».
¿Tenía realmente alguna importancia que se hubiese pasado una noche entera deambulando por la raída alfombra de su cubil de Oxford, abismado en sus cavilaciones acerca del paso que, como bien sabía —aunque no quisiera saberlo—, iba a dar?
¿O que su difunto padre, eclesiástico inconformista, librepensador y pacifista activo, hubiese participado en manifestaciones, escrito y despotricado contra todo mal, desde el arma— mentó nuclear hasta la guerra contra Irak, acabando más de una vez en un calabozo por sus esfuerzos?
¿O que su abuelo paterno, humilde albañil y socialista declarado, hubiese perdido una pierna y un ojo combatiendo con el bando republicano en la guerra civil española?