LOS SIETE HERMANOS
La cámara ofrece primeros planos de todos, uno por uno.
Luke ha renunciado hace tiempo a intentar juzgar a la gente por su cara. Ha examinado esos rostros un sinfín de veces, y aun así no ve nada en ellos que no fuera a ver al otro lado de la mesa en cualquier agencia inmobiliaria de Hampstead, o en cualquier reunión de hombres de negocios con traje negro y maletín negro en el bar de cualquier hotel elegante de Moscú a Bogotá.
Ni siquiera cuando aparecen sus larguísimos nombres rusos, junto con los patronímicos, alias y apodos del mundo del hampa, consigue ver en esas caras nada más interesante que una versión como cualquier otra de los prototipos extraídos de las filas uniformadas de los cuadros intermedios.
Pero si uno sigue atento, advierte que seis de ellos, ya sea a propósito o por azar, forman un círculo protector en torno al séptimo, situado en el centro. Si uno observa con mayor detenimiento aún, ve que el hombre a quien resguardan es de la misma edad que el resto y que su rostro terso exhibe la expresión de felicidad propia de un niño en un día soleado, que no es precisamente la cara que uno espera ver en un funeral. Ofrece tal imagen de buena salud que uno, en opinión de Luke, casi se siente obligado a presuponer la buena salud mental que se esconde detrás del rostro. Si su dueño se presentase sin previo aviso ante la puerta de Luke un domingo por la noche con una historia desafortunada que contar, le costaría quitárselo de encima. ¿Y cuál es su subtítulo?
EL PRÍNCIPE
De pronto dicho Príncipe se separa de sus hermanos, baja al trote por la pendiente cubierta de hierba y, sin acortar la zancada ni aminorar el paso, avanza con los brazos abiertos hacia Dima, que se ha vuelto de cara a él, con los hombros atrás, el pecho hinchado, el mentón al frente en orgullosa actitud de desafío. Pero sus manos cerradas, tan delicadas en contraste con el resto de él, parecen incapaces de despegarse de sus costados. Quizá, piensa Luke cada vez que ve la escena, quizá Dima se plantea que esta es la ocasión de hacer con el Príncipe lo qu la soñado hacer con el marido de la madre de Natasha: «¡Con estas, Catedrático!». Si es así, al final se imponen planes más sensatos y tácticos.
Gradualmente, aunque un poco tarde, sus manos se elevan de mala gana para el abrazo, que empieza de manera vacilante pero después, por el deseo de ambos o por su mutuo aborrecimiento, se convierte en el estrecho abrazo de dos amantes.
El beso a cámara lenta: mejilla derecha con mejilla izquierda,
vor
viejo a
vor
joven. El protector de Misha besa al asesino de Misha.
El segundo beso a cámara lenta: mejilla izquierda con mejilla derecha.
Y después de cada beso, una breve pausa para la conmiseración mutua y la reflexión, y esas ahogadas palabras de pésame entre dolientes afligidos que, si es que llegan a pronunciarse, nadie oye aparte de ellos.
El beso en la boca a cámara lenta.
Por la grabadora que se halla entre las manos inertes de Héctor, Dima explica a los
apparatchiks
ingleses por qué se prestó a abrazar al hombre a quien deseaba ver muerto más que nada en el mundo.
¡Claro que estamos apenados, le digo! ¡Pero como buenos
vory
entendemos por qué ha sido necesario asesinar a mi Misha! «¡Ay, este Misha! ¡Se volvió demasiado codicioso, Príncipe!», le diremos. «¡Ay, este Misha! ¡Te robó, Príncipe! ¡Era demasiado ambicioso, demasiado crítico!» No decimos: «Príncipe, no eres un auténtico
vor,
eres una perra corrupta». No decimos: «¡Príncipe, estás a las órdenes del Estado!» No decimos: «Príncipe, pagas un tributo al Estado». No decimos: «Aceptas asesinatos a sueldo por encargo del Estado, vendes el corazón ruso al Estado». No. Nos mostramos humildes. Lo lamentamos. Lo aceptamos. Somos respetuosos. Decimos: «Príncipe, te queremos. Dima acepta la sabia decisión de matar a su discípulo de sangre Misha».
Héctor apaga la grabadora y se vuelve hacia Matlock.
—Aquí en realidad habla de un proceso que venimos observando desde hace tiempo, Billy —comenta casi en tono de disculpa.
—«Venimos» ¿quiénes?
—Los observadores del Kremlin, los criminólogos. —Y tú.
—Sí. Nuestro equipo. También nosotros.
—¿Y cuál es ese proceso que tu equipo ha seguido tan de cerca, Héctor?
—A medida que las hermandades del crimen estrechan lazos en interés del negocio, el Kremlin estrecha lazos con las hermandades del crimen. El Kremlin llamó a capítulo a los oligarcas hace diez años: como no entréis en vereda, os machacaremos a impuestos o acabaréis entre rejas, o las dos cosas.
—Creo que yo mismo leí eso en algún sitio, Héctor —dice Matlock, quien se complace en lanzar los dardos con una sonrisa especialmente cordial.
—Pues ahora repiten eso mismo a las hermandades —prosigue Héctor sin inmutarse—. Organizaos, haceos un lavado de cara, no matéis a menos que os lo ordenemos nosotros, y enriquezcámonos juntos. Y he aquí otra vez a tu irrefrenable amigo.
Se reanuda el noticiario. Héctor detiene la imagen, selecciona un ángulo y lo amplía. Mientras Dima y el Príncipe se abrazan, más arriba, en mitad de la cuesta, el hombre que ahora se hace llamar Emilio dell Oro, vistiendo un abrigo negro de corte diplomático con cuello de astracán, contempla la escena con aprobación. Entretanto, la grabadora reproduce la voz de Dima leyendo el guión de Tamara en un ruso entrecortado:
El principal organizador de los numerosos pagos secretos del Príncipe es Emilio dell Oro, un corrupto súbdito suizo con muchas identidades anteriores que se ha ganado la confianza del Príncipe con malas artes. Dell Oro asesora al Príncipe en numerosas y delicadas cuestiones criminales para las que el Príncipe, corto de luces como es, no está preparado. Dell Oro tiene muchos contactos corruptos, también en Gran Bretaña. Cuando deben realizarse pagos especiales para dichos contactos británicos, el traspaso se lleva a cabo por recomendación de esa víbora, Dell Oro, previa aprobación personal del Príncipe. Una vez aprobada la recomendación, corresponde a aquel a quien llaman Dima abrir cuentas en bancos suizos para esos británicos. En cuanto estén confirmadas las honorables garantías británicas, aquel a quien llaman Dima proporcionará también los nombres de británicos corruptos que ocupan altos cargos en el Estado.
Héctor volvió a apagar la grabadora.
—¿No sigue, pues? —se quejó Matlock con tono sarcástico—. ¡Sabe tentar, eso hay que reconocerlo! No hay nada que no vaya a contarnos, si le concedemos todo lo que quiere y luego un poco más. Aunque tenga que inventárselo.
Pero no estaba claro si lo que pretendía Matlock era convencerse a sí mismo. Aun cuando así fuera, la respuesta de Héctor debió de resonar como una condena a muerte en sus oídos: —Entonces quizá también se ha inventado esto, Billy. Hoy hace una semana la sede en Chipre del Consorcio Internacional La Arena presentó una solicitud formal a la Autoridad de Servicios Financieros para la fundación de un nuevo banco comercial en la City londinense, que operará con el nombre de Primer Banco Comercial La Arena City, conocido en adelante y ya para siempre por las siglas PBCAC S.L., o S.R.L., o S.A., o como coño sea. Los solicitantes sostienen que cuentan con el apoyo de tres importantes bancos de la City y unos activos garantizados por valor de quinientos millones de dólares, más unos activos no garantizados de varios miles de millones. Se muestran evasivos respecto a la suma exacta por miedo a asustar a los caballos. La solicitud tiene el respaldo de varias augustas instituciones financieras, nacionales y extranjeras, y de una impresionante alineación de nombres ilustres de ámbito local. Casualmente tu antecesor Aubrey Longrigg y nuestro viceministro en espera están entre ellos. Los acompaña en su papel de representación el habitual contingente de carroñeros de la Cámara de los Lores. Entre los diversos asesores legales contratados por La Arena para defender su caso ante la Autoridad de Servicios Financieros se encuentra el distinguido doctor Bunny Popham de Mount Street, Mayfair. El capitán De Salis, antes en la Marina Real, se ha ofrecido generosamente como punta de lanza de la ofensiva de relaciones públicas de La Arena.
Matlock ha dejado caer hacia delante su enorme cabeza. Por fin habla, sin levantarla:
—Tú no ves nada de malo en tirar piedras sobre el propio tejado, ¿verdad, Héctor? Ni tu amigo Luke, aquí presente. ¿Y qué hay del prestigio de la Agencia? Tú ya no eres la Agencia. Tú eres Héctor. ¿Y qué hay de la externalización de nuestras necesidades de información a empresas amigas, bancos inclusive, claro está? Esto nuestro no es una cruzada, Héctor. No estamos aquí para hundir el barco. Estamos aquí para ayudar a llevar el timón. Realizamos un servicio.
Encontrando poca comprensión en la mirada adusta de Héctor, Matlock opta por un tono más personal:
—Yo siempre he sido defensor del
statu quo
, Héctor, y jamás me he avergonzado de ello. Doy gracias si este gran país nuestro amanece un día más sin desgracia alguna, así soy yo. Pero eso para ti no vale, ¿verdad que no? Es como aquel viejo chiste de soviéticos que nos contábamos en los tiempos de la Guerra Fría: no habrá guerra, pero en la lucha por la paz no quedará piedra sobre piedra. Un absolutista, eso eres, Héctor, a esa conclusión he llegado. Es por ese hijo tuyo que tanto dolor te ha causado. Te ha trastocado la cabeza, ese Adrián.
Luke contuvo la respiración. Ese era terreno sagrado. Ni una sola vez, en todas las horas de intimidad que Héctor y él habían pasado juntos —ante las sopas de Ollie y el whisky de malta en la cocina a altas horas de la noche, enclaustrados los dos viendo las imágenes robadas por Yvonne o escuchando una vez más la diatriba de Dima—, Luke se había atrevido a mencionar, siquiera de pasada, al hijo de Héctor. Por pura casualidad había sabido a través de Ollie que no se podía molestar a Héctor los miércoles o sábados por la tarde, salvo en casos de máxima urgencia, porque esos eran los horarios de visita a Adrián en la cárcel en régimen abierto de East Anglia.
Pero dio la impresión de que Héctor no había oído las ofensivas palabras de Matlock, y si las había oído, las pasó por alto. Y en cuanto a Matlock, su indignación era tal que muy probablemente ni siquiera tenía conciencia de haberlas pronunciado.
—Y otra cosa, Héctor —brama—: a fin de cuentas, si nos paramos a pensar, ¿qué hay de malo en convertir dinero negro en blanco? Sí, de acuerdo, ahí fuera existe una economía alternativa. Y de consideración. Todos lo sabemos. No nacimos ayer. Más negras que blancas, son las economías de algunos países, eso también lo sabemos. Fíjate en Turquía. O fíjate en Colombia, el coto de Luke. Sí, de acuerdo, fíjate también en Rusia. Así las cosas, ¿dónde preferirías ver ese dinero? ¿Negro y circulando por ahí? ¿O blanco y depositado en Londres, en manos de hombres civilizados, disponible para fines legítimos y por el bien público?
—Siendo así, quizá deberías dedicarte tú mismo al blanqueo, Billy —dice Héctor en voz baja—. Por el bien público.
Ahora es Matlock quien se hace el sordo. Súbitamente cambia de táctica, estratagema que ha perfeccionado con el tiempo.
—Y por cierto, ¿quién es ese Catedrático del que hemos oído hablar? —pregunta, mirando a Héctor a la cara—. ¿O del que no hemos oído hablar? ¿Es tu informante en todo esto? ¿Por qué me llegan continuamente fragmentos sueltos, no datos sólidos? ¿Por qué no nos habéis pedido autorización? No recuerdo haberme encontrado en la mesa nada sobre ningún catedrático.
—¿Quieres ser tú su supervisor, Billy?
Matlock fija en Héctor una mirada larga y silenciosa.
—Por mí, adelante, Billy —insta Héctor—. Quédate con él, quienquiera que sea. Quédate con el caso entero, Aubrey Longrigg incluido. O ponlo en manos de Crimen Organizado si lo prefieres. Avisa a Scotland Yard, los servicios de seguridad y la división acorazada, ya puestos. Puede que el Jefe no te dé las gracias, pero otros sí te las darán.
Matlock nunca se rinde. Aun así, su pugnaz pregunta tiene el tono inconfundible de una concesión:
—De acuerdo. Hablemos claro por una vez. ¿Qué quieres? ¿Durante cuánto tiempo, y en qué cantidad? Tiremos de la manta, y a ver qué aparece debajo.
—Esto es lo que quiero, Billy: quiero reunirme con Dima cara a cara cuando vaya a París dentro de tres semanas. Quiero que me enseñe unas muestras, que es lo que exigiríamos a cualquier disidente valioso: nombres de su lista, números de cuenta y un vistazo a su mapa… perdón, gráfico de flechas. Quiero permiso por escrito, el tuyo, para poner el asunto en marcha partiendo de la base de que si Dima puede proporcionar lo que, según él, puede proporcionar, compramos en el acto, a precio de mercado, y no nos andamos con tonterías mientras él intenta venderse a los franceses, los alemanes, los suizos o, Dios no lo quiera, los americanos, a quienes bastará una ojeada al material para confirmar su ya negativa opinión actual acerca de esta Agencia, este gobierno y este país. —Alza un huesudo dedo en el aire y ahí lo deja a la vez que el fervor ilumina una vez más sus ojos grises y muy abiertos—. Y quiero ir descalzo. ¿Me sigues? O sea, nada de avisar a la delegación de París de que estoy allí, y nada de apoyo operacional, económico o logístico de la Agencia a ningún nivel hasta que yo lo pida. Lo mismo en Berna. No quiero la menor fuga de información sobre el caso, y la lista de difusión debe permanecer cerrada a cal y canto. No más signatarios, nada de cuchicheos en el pasillo con los compinches. Llevaré el caso por mi cuenta, a mi manera, utilizando a Luke, aquí presente, y cualquier otro recurso que yo elija. Venga, adelante, ya puede darte el ataque.
Así que Héctor sí lo había oído, pensó Luke con satisfacción: Billy Boy ha utilizado a Adrián contra ti, y tú lo has obligado a pagar el precio.
La indignación de Matlock se mezclaba con su sincera incredulidad.
—¿Sin contar siquiera con la palabra del Jefe? ¿Sin la aprobación de la cuarta planta? ¿Héctor Meredith volando otra vez en solitario? ¿Cogiendo información de fuentes sin verificar por propia iniciativa y para sus propios fines? No estás en el mundo real, Héctor. Nunca lo has estado. No mires lo que ofrece tu hombre. ¡Mira lo que pide! Reasentamiento para toda su tribu, identidades nuevas, pasaportes, residencias seguras, amnistías, garantías… ¿acaso hay algo que no pida? Necesitarías el respaldo, por escrito, de todo el Comité de Atribuciones para que yo firme eso. No me fío de ti. Nunca me he fiado. No te conformas con nada. Ni ahora ni nunca.