Un traidor como los nuestros (40 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga, polcíaco, espionaje

BOOK: Un traidor como los nuestros
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Lo haría.

—Todas las decisiones esperarán hasta Inglaterra. No son malas decisiones: son sensatas. Las tomarás con calma. Cuando llegues a Inglaterra, no antes. Tanto por el bien de tu padre como por el tuyo. ¿Sí?

—Sí.

—Dilo otra vez.

—Sí.

¿Habría hablado igual Gail si Perry no hubiese dicho que así era como Luke quería que hablase? ¿Que ese era el peor momento de todos con diferencia para darle a Dima una noticia tan devastadora?

Por suerte, sí, lo habría hecho. Habría pronunciado el mismo discurso palabra por palabra, y con convicción. Ella había pasado por lo mismo. Sabía de qué hablaba. Y mientras se decía eso a sí misma en la estación de Interlaken Ost, donde debían hacer transbordo para seguir en otro tren por el valle hasta Lauterbrunnen y Wengen, advirtió que un policía suizo con un elegante uniforme de verano recorría el andén vacío hacia ella, y que un hombre de expresión apagada con traje gris y lustrosos zapatos marrones caminaba junto a él, y que el policía exhibía la clase de sonrisa triste que, en cualquier país civilizado, te indica que no tienes muchas razones para sonreír.

—¿Hablan ustedes inglés?

—¿Cómo lo ha adivinado? —devolviéndole la sonrisa.

—Quizá por el color de la piel —contestó él, y a Gail el comentario se le antojó descarado para un policía suizo corriente—. Pero la joven no es inglesa —lanzando una mirada al pelo negro y el aspecto ligeramente asiático de Natasha.

—Pues en realidad podría serlo, ¿sabe? Hoy día somos un poco de todo —respondió Gail con el mismo tono desenfadado.

—¿Tienen pasaporte británico?

—Yo sí.

El hombre de expresión apagada también sonreía, cosa que a Gail le resultó escalofriante. Y su inglés era también excesivamente bueno.

—Departamento de Inmigración suizo —anunció—. Llevamos a cabo controles aleatorios. Por desgracia en estos tiempos, con las fronteras abiertas, encontramos a ciertos individuos que deberían llevar visado y no lo llevan. No a muchos, pero sí algunos.

El de uniforme tomó otra vez la palabra:

—Billetes y pasaportes, por favor, si no les importa. Y si les importa, las llevaremos a la comisaría y haremos el control allí.

—No nos importa, claro que no. ¿Verdad, Natasha? Ojalá todos los policías fueran igual de educados, ¿verdad? —respondió Gail animadamente.

Rebuscando en su bolso, sacó su pasaporte y los billetes y se los entregó al policía de uniforme, que los examinó con esa parsimonia excesiva que se enseña a los policías de todo el mundo para elevar el nivel de tensión de los ciudadanos honrados. El hombre del traje gris miró por encima del hombro uniformado; luego cogió él mismo el pasaporte y repitió el proceso exactamente igual antes de devolvérselo y dirigir su sonrisa a Natasha, quien para entonces tenía ya el pasaporte a punto en la mano.

Y lo que el hombre de traje gris hizo a continuación fue, tal como contó Gail después a Ollie, Perry y Luke, una acción inepta o muy astuta. Se comportó como si el pasaporte de una menor rusa tuviese para él menos interés que el pasaporte británico de una adulta. Pasó a la hoja de los visados, pasó a la fotografía, la comparó con la cara de Natasha, desplegó una sonrisa de aparente admiración, se detuvo un momento en el nombre en alfabeto latino y cirílico, y le devolvió el documento con un desenvuelto «gracias, señorita».

—¿Se quedarán mucho tiempo en Wengen? —preguntó el policía de uniforme, entregando los billetes a Gail.

—Una semana o así.

—¿Según el tiempo, tal vez?

—Ah, nosotros los ingleses estamos tan acostumbrados a la lluvia que ni la notamos.

Y encontrarían su siguiente tren esperándolas en la vía número dos, con salida al cabo de tres minutos, el último enlace de esa noche, así que mejor no perderlo o tendrían que quedarse en Lauterbrunnen, aconsejó el educado policía.

Solo cuando se hallaban a medio camino montaña arriba en ese último tren, Natasha habló de nuevo. Hasta entonces había permanecido absorta en sus cavilaciones, en apariencia iracunda, con la mirada fija en la ventana ennegrecida, empañándola con su aliento como un niño y limpiándola airadamente. Pero si su enfado se debía a Max, o al policía y su amigo del traje gris, o a ella misma, Gail no lo sabía. Pero de pronto levantó la cabeza, y era a Gail a quien miraba a la cara:

—¿Dima es un criminal?

—Creo que es un hombre de negocios con mucho éxito, ¿no? —contestó la hábil abogada.

—¿Por eso vamos a Inglaterra? ¿A eso se debe el «viaje sorpresa»? —Al no obtener respuesta—: Desde Moscú para la familia todo han sido… todo han sido crímenes. Pregúntaselo a mis hermanos. Es su nueva obsesión. Solo hablan de crímenes. Pregúntaselo a su gran amigo Piotr, que dice que trabaja para el KGB. Ya no existe, ¿verdad?

—No lo sé.

—Ahora es el FSB. Pero Piotr todavía dice KGB. Así que a lo mejor miente. Piotr lo sabe todo sobre nosotros. Ha visto todos nuestros historiales. Mi madre también fue una criminal, su marido era un criminal, Tamara era una criminal, a su padre lo mataron a tiros. Para mis hermanos, cualquiera salido de Perm es un criminal absoluto. Tal vez por eso la policía quería mi pasaporte. «A ver, Natasha, por favor, ¿es usted de Perm?» «Sí, señor policía, soy de Perm. Y demás estoy embarazada.» «Pues en ese caso es una criminal. ¡Debe venir a la cárcel de inmediato!»

Para entonces tenía la cabeza apoyada en el hombro de Gail, y el resto lo dijo en ruso.

Oscurecía sobre los maizales y oscurecía también en el BMW de alquiler, porque coincidían en la conveniencia de mantener apagadas las luces, dentro y fuera. Luke había aportado una botella de vodka para el viaje, y Dima se había bebido la mitad; Luke, en cambio, no se había permitido siquiera olerlo. Había ofrecido a Dima un dictáfono para grabar sus recuerdos de la firma en Berna mientras los conservaba aún frescos, pero Dima lo había desechado:

—Lo sé todo. No hay problema. Tengo duplicados. Tengo memoria. En Londres, yo lo recordaré todo. Dígaselo a Tom.

Después de salir de Berna, Luke había circulado únicamente por carreteras secundarias, avanzando un trecho, buscando un lugar donde ocultarse para que sus perseguidores, si existían, pasasen de largo. Sin lugar a dudas le ocurría algo en la mano derecha —aún no había recuperado la sensibilidad—, pero mientras empleara la fuerza del brazo y no pensara en la mano, conducir no le representaba el menor problema. Debía de haberse hecho algo al sacudirle al filósofo cadavérico.

Hablaban en ruso, en voz baja como dos fugitivos. ¿Por qué bajamos la voz?, se preguntó Luke. Pero así era. Volvieron a detenerse en el linde de un pinar, y esta vez entregó a Dima un mono azul de obrero y un grueso gorro de lana negro para taparse la calva. Para él, se había comprado unos vaqueros, un anorak y un gorro con borla. Dobló el traje de Dima y lo guardó en una bolsa de viaje en el maletero del BMW. Ya eran las ocho de la tarde y refrescaba. Al acercarse a la aldea de Wilderswil, en la boca del valle de Lauterbrunnen, volvió a detener el coche mientras escuchaban las noticias suizas y Luke intentaba descifrar el semblante de Dima en la penumbra, porque, para su frustración, no sabía alemán.

—Han encontrado a esos cabrones —gruñó Dima entre dientes, en ruso—. Dos capullos rusos, borrachos, han tenido una pelea en el hotel Bellevue Palace. Nadie sabe por qué. Se han caído por una escalera y se han hecho daño. Uno sigue en el hospital; el otro ya está bien. El del hospital ha quedado bastante tocado. Ese es Niki. A ver si el muy mamón la diña. Ha contado un montón de patrañas que la policía suiza no se traga; cada uno ha contado mentiras distintas. La embajada rusa quiere meterlos en un avión y mandarlos de vuelta a casa. La policía suiza dice: «No tan deprisa, queremos saber un par de cosas más de estos capullos». El embajador ruso está que trina.

—¿Por esos dos hombres?

—Por los suizos. —Sonrió, echó otro trago de vodka y ofreció la botella a Luke, que la rehusó con un gesto—. ¿Quiere saber cómo se manejan estos asuntos? El embajador ruso llama al Kremlin: «¿Quiénes son esos tarados?». El Kremlin llama al Príncipe, la perra: «¿Qué coño hacen esos dos gilipollas tuyos dándose de hostias en un hotel de campanillas de Berna, Suiza?».

—¿Y qué dice el Príncipe? —preguntó Luke, sin compartir el desenfado de Dima.

—El Príncipe, la perra, llama a Emilio. «Emilio. Amigo mío. Mi sabio consejero. ¿Qué coño hacen mis dos buenos chicos dándose de hostias en un hotel de campanillas de Berna?»

—¿Y Emilio qué dice? —persistió Luke.

El ánimo de Dima se ensombreció.

—Emilio dice: «Ese mierda de Dima, el blanqueador de dinero número uno del mundo, ha desaparecido del puto planeta».

Pese a que lo suyo no eran las intrigas, Luke se hizo sus cábalas. Primero los dos supuestos policías árabes de París. ¿Quién los envió? ¿Por qué? Luego los dos guardaespaldas en el Bellevue Palace: ¿por qué habían ido al hotel después de la firma? ¿Quién los envió? ¿Por qué? ¿Quién sabía qué? ¿Cuándo?

Llamó a Ollie.

—¿Todo en orden, Harry? —con lo que quería decir: ¿quién ha llegado ya ahí, a la casa segura, y quién no? Lo que quería decir: ¿voy a tener que lidiar también con la desaparición de Natasha?

—Dick, nuestras dos rezagadas han fichado hace unos minutos, te complacerá saber —informó Ollie con tono tranquilizador—. Han llegado aquí por su propio pie, sin mayores complicaciones, y todo va requetebién. ¿Qué tal si quedamos a eso de las diez al otro lado de la montaña? Para entonces ya será muy de noche.

—A las diez me parece bien.

—En el aparcamiento de la estación de Grund. Un bonito Suzuki rojo. Estaré justo a la derecha, nada más entrar y lo más lejos posible de los trenes, pues.

—Conforme. —Y como Ollie no colgaba—: ¿Qué problema hay, Harry?

—Verás, se ha observado cierta presencia policial en la estación de Interlaken Ost, por lo que he oído.

—Cuenta.

Luke escuchó, no dijo nada y volvió a guardarse el móvil en el bolsillo.

Al decir «al otro lado de la montaña», Ollie se refería al pueblo de Grindelwald, situado en la falda de la ladera opuesta del Eiger. El acceso a Wengen desde el valle de Lauterbrunnen por cualquier medio que no fuera el ferrocarril era imposible, había informado Ollie: la pista transitable en verano podía servirle a una gamuza o algún que otro motorista temerario, pero no a un vehículo de cuatro ruedas con tres hombres a bordo.

Pero Luke —al igual que Ollie— había tomado la firme determinación de que Dima, fuera cual fuese su indumentaria, no se viera expuesto a las miradas de los empleados ferroviarios, los revisores o los demás pasajeros durante el viaje a su escondrijo: menos aún a esas horas de la noche, cuando los pasajeros del ferrocarril eran pocos y más visibles.

Así las cosas, cuando llegaron al pueblo de Zweilütschinen, Luke se desvió a la izquierda por una tortuosa carretera paralela al río hasta el término de Grindelwald. El aparcamiento de la estación de Grund estaba lleno de coches abandonados por turistas alemanes. Al entrar, Luke, para su alivio, vio a Ollie con un anorak acolchado y una gorra con visera y orejeras sentado al volante de un jeep Suzuki rojo con las luces de posición encendidas.

—Y aquí están las mantas para cuando refresque —anunció Ollie en ruso mientras indicaba apresuradamente a Dima que ocupara el asiento contiguo. Luke, después de aparcar el BMW bajo un haya, se acomodó detrás—. La circulación por la pista forestal está prohibida, pero no para los lugareños con trabajo que hacer, como fontaneros, empleados del ferrocarril y demás. Así que si nos paran, ya hablaré yo. No es que sea lugareño, pero el jeep sí lo es. Y el dueño me ha aleccionado sobre lo que debo decir.

Qué dueño y qué debía decir solo lo sabía Ollie. Era poco comunicativo respecto a sus fuentes.

Una estrecha carretera de cemento se adentraba en la negrura de la montaña. Un par de faros descendieron hacia ellos, se detuvieron y, marcha atrás, se metieron entre los árboles: un camión de una constructora, descargado.

—El que baja es el que ha de retroceder —comentó Ollie en un susurro con tono de aprobación—. Aquí es la norma.

De pie, en medio de la carretera, había un policía de uniforme. Ollie aminoró la marcha para permitirle echar un vistazo al adhesivo triangular amarillo en el parabrisas del Suzuki. El policía se apartó. Ollie levantó la mano en un relajado saludo. Atravesaron una urbanización de chalets bajos bien iluminada. El humo de la leña se mezclaba con el olor a pino. Un letrero fluorescente rezaba brandegg. La carretera se convirtió en una pista forestal de tierra. Riachuelos de agua descendían hacia ellos. Ollie encendió los faros y cambió de marcha. El motor empezó a emitir un zumbido más agudo y lastimero. Los camiones pesados habían dejado hondas roderas en la pista y el Suzuki tenía una amortiguación muy dura. Encaramado en su asiento trasero, Luke se agarró a los costados para no caerse mientras el vehículo se sacudía y giraba. Delante de él, viajaba la figura arrebujada de Dima con su gorro de lana, aleteando la manta como el capote de un cochero en torno a sus hombros por efecto del viento, cada vez más recio. A su lado, y no mucho más pequeño, Ollie, en una postura tensa, permanecía inclinado sobre el volante, conduciendo el Suzuki a través de una pradera y espantando a un par de gamuzas, que corrieron a buscar refugio entre los árboles.

El aire se enrareció y enfrió. A Luke se le agitó la respiración. A causa del relente, empezó a formársele una gélida película de humedad en la frente y las mejillas. Notó que le brillaban los ojos y se le aceleró el corazón con el olor a pino y la emoción del ascenso. El bosque los envolvió otra vez. Desde su espesura, destellaban los ojos encarnados de los animales, pero si estos eran grandes o pequeños, Luke no tuvo ocasión de averiguarlo.

Habían dejado atrás el linde del bosque y salido de nuevo a campo abierto. Unas nubes vaporosas cubrían el cielo estrellado y en el mismísimo centro se alzaba un vacío negro, sin estrellas, ora comprimiéndolos contra la ladera de la montaña, ora empujándolos hacia el borde del mundo. Circulaban bajo la cornisa de la cara norte del Eiger.

—¿Has estado en los Urales, Dick? —preguntó Dima a Luke en inglés, levantando la voz y volviéndose hacia él.

Luke asintió vigorosamente y respondió con una sonrisa de asentimiento.

—¡Como en Perm! ¡En Perm tenemos montañas como esta! ¿Han estado en el Cáucaso?

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