—Sophie no necesitaría mascotas si alguna vez viera lo que hay fuera de este apartamento —dijo Jane mientras se bajaba el tiro de los pantalones para contrarrestar el temido efecto pezuña de dromedario—. Llévala al zoo, Charlie. Que vea algo, aparte de esta casa. Sácala a la calle.
—Lo haré, mañana. La llevaré fuera y le enseñaré la ciudad —contestó Charlie. Y lo habría hecho, si no fuera porque al despertarse se encontró el nombre de Madeline Alby escrito en su agenda y, junto a él, el número uno.
Ah, sí, y la cucaracha había muerto.
—Voy a sacarte —dijo Charlie mientras ponía a Sophie en su trona para el desayuno—. De verdad, cariño. Te lo prometo. ¿Te puedes creer que solo me han dado un día?
—No —contestó Sophie—. Zumo —añadió, porque estaba en su silla y era la hora del zumo.
Charlie se puso a cepillarle el pelo de este lado y del otro, y al final se dio por vencido.
—Siento mucho lo de Oso, cielo —dijo—. Era un buen bicho, pero ya no existe. La señora Ling lo enterrará. Esa jardinera suya debe de estar llena a rebosar. —No recordaba que hubiera una jardinera en la ventana de la señora Ling, pero ¿quién era él para ponerlo en duda?
Abrió la guía telefónica y por fortuna encontró una M. Alby con dirección en Telegraph Hill, ni a diez minutos a pie de allí. Nunca había tenido un cliente tan cerca y, como hacía casi seis meses que las arpías del alcantarillado no decían ni pío, ni veía sombra de ellas, empezaba a sentir que tenía bajo control eso de ser un Mercader de la Muerte. Hasta había colocado la mayoría de las vasijas de almas que recogía. Pese a todo, un aviso con tan poco tiempo de antelación le daba mala espina. Muy mala espina.
La casa era un edificio Victoriano italianizante situado en la colina, justo por debajo de la torre Coit, la enorme columna de granito erigida en honor de los bomberos de San Francisco muertos en acto de servicio. Aunque se dice que fue diseñada a imagen y semejanza del boquerel de una manguera contra incendios, casi nadie que la vea podrá resistirse al impulso de hacer algún comentario sobre su parecido con un pene gigante. La casa de Madeline Alby (un rectángulo blanco de tejado plano con chambranas adornadas con volutas y rematada por una cornisa de querubines esculpidos) parecía un pastel de bodas sostenido en equilibrio sobre el escroto de la torre.
Así que, mientras subía penosamente por la «escroto» de San Francisco, Charlie iba preguntándose cómo iba a entrar en la casa. Normalmente tenía tiempo, podía esperar y colarse con alguien dentro de las casas, o idear alguna artimaña para meterse en ellas; esta vez, en cambio, solo disponía de un día para entrar, encontrar la vasija del alma y salir. Esperaba que Madeline Alby ya hubiera muerto. No le gustaba nada estar con enfermos. Pero cuando vio el coche aparcado delante de la casa, con su pegatinita verde de la residencia para enfermos terminales, sus esperanzas de encontrarse con un cliente muerto se vinieron abajo como un bizcocho al que hubieran dado un mazazo.
Subió los escalones de la izquierda que daban al porche y esperó junto a la puerta. ¿Podría abrirla él mismo? ¿Lo vería la gente, o aquella peculiar «invisibilidad» suya se extendía también a los objetos que movía? No lo creía. Entonces la puerta se abrió y una mujer más o menos de su edad salió al porche.
—Solo voy a fumar un cigarro —gritó hacia el interior de la casa y, antes de que cerrara la puerta, Charlie se coló dentro.
La puerta de entrada daba a un recibidor. A su derecha, Charlie vio lo que originalmente había sido el salón. Delante de él había una escalera y, más allá, otra puerta que supuso llevaba a la cocina. Oyó voces en el salón y al asomarse a la esquina vio a cuatro mujeres mayores sentadas en dos sofás enfrentados. Llevaban vestidos y sombreros y parecían recién llegadas de la iglesia, pero Charlie adivinó que habían ido a despedirse de su amiga.
—Cualquiera pensaría que iba a dejar de fumar, con su madre arriba muriéndose de cáncer —dijo una de las señoras, que lucía una falda y una chaqueta grises con sombrero a juego y un enorme alfiler de esmalte en forma de vaca Holstein.
—Bueno, siempre ha tenido la mollera muy dura —dijo otra que llevaba un vestido que parecía confeccionado del mismo tapizado de flores que el sofá-—. Ya sabéis que solía quedar con mi hijo Jimmy en el parque Pioneer cuando eran pequeños.
—Decía que iba a casarse con él —dijo otra señora que parecía hermana de la primera.
Las damas se echaron a reír con una mezcla de frivolidad y tristeza.
—Pues no sé en qué estaría pensando, porque más caprichoso que mi hijo no se puede ser —dijo la madre.
—Sí, y además es falto —añadió la hermana.
—Bueno, sí, ahora sí.
—Desde que ese coche se lo llevó por delante —puntualizó la hermana.
—Pero ¿no fue él quien se puso delante del coche? —preguntó una señora que había permanecido callada hasta entonces.
—No es que se pusiera delante, es que se fue derecho a él —contestó la madre—. En aquel entonces estaba metido en las drogas. —Suspiró—. Yo siempre he dicho que tenía uno de cada: un hijo, una hija y un Jimmy.
Todas asintieron con la cabeza. Charlie dedujo que no era la primera vez que hacían aquello. Eran de las que compraban tarjetas de condolencia a granel y, cada vez que oían pasar una ambulancia, se acordaban de ir a recoger sus trajes de luto a la tintorería.
—Maddy tenía mala cara, la verdad —dijo la señora de gris.
—Bueno, es que se está muriendo, tesoro.
—Supongo que sí. —Otro suspiro.
El tintineo del hielo en los vasos.
Todas ellas acunaban pulcras copitas de licor. Charlie dedujo que las había preparado la mujer más joven que fumaba fuera. Paseó la mirada por la habitación en busca de algo que emitiera un resplandor rojizo. En un rincón había un escritorio de roble de tapa plegable al que le habría gustado echar un vistazo, pero eso tendría que esperar hasta después. Salió por la puerta agachando la cabeza y entró en la cocina, donde, sentados a una mesa de roble, dos hombres de treinta y pico o cuarenta y pocos años jugaban al
scrabble
.
—¿Jenny va a volver? Le toca a ella.
—A lo mejor ha subido a ver a mamá con una de las señoras. La enfermera de la residencia les está dejando subir de una en una.
—Ojalá se acabara esto de una vez. No soporto esperar. Tengo que volver con mi familia. Estoy que me subo por las paredes.
El más mayor de los dos alargó el brazo por encima de la mesa y puso dos pastillitas azules sobre las casillas de su hermano.
—Esto ayuda.
—¿Qué es?
—Morfina de liberación lenta.
—¿En serio? —El hermano más joven parecía alarmado.
—Casi ni las sientes, pero te quitan los nervios. Jenny lleva tomándolas dos semanas.
—¿Por eso os lo estáis tomando tan bien y yo estoy hecho polvo? ¿Os estáis colocando con los calmantes de mamá?
—Sí.
—Yo no tomo drogas. Y eso son drogas. Tú tampoco las tomas.
El hermano mayor se recostó en la silla.
—Son calmantes para el dolor, Bill. ¿Tú qué sientes?
—No, no pienso tomarme los calmantes de mamá.
—Tú mismo.
—¿Y si los necesita?
—Hay suficiente morfina en esa habitación como para tumbar a un oso pardo y, si necesita más, se la traerán del hospital.
A Charlie le dieron ganas de zarandear al hermano pequeño y gritarle: «¡Tómate los calmantes, cretino!». Quizá fuera la ventaja de la experiencia. Había visto una y otra vez aquella situación: familias a la espera de la muerte, locas de dolor y cansancio; amigos que entraban y salían de la casa como fantasmas, que iban a despedirse o simplemente a cumplir para poder decir que habían estado allí y no verse quizá solos en el momento de su muerte. ¿Por qué no ponía nada de eso en los libros de los muertos? ¿Por qué no hablaban las instrucciones de todo el dolor y la confusión que iba a tener que presenciar?
—Voy a buscar a Jenny —dijo el hermano mayor—, a ver si quiere que compremos algo de comer. Podemos acabar la partida luego, si quieres.
—Vale, de todas formas iba perdiendo. —El hermano pequeño recogió las fichas y el tablero—. Voy a subir a ver si puedo echar un sueñecito. Esta noche me toca cuidar a mamá.
El hermano mayor salió y Charlie vio al pequeño echarse las pastillas azules al bolsillo de la camisa y abandonar la cocina, dejando al Mercader de la Muerte a su aire para registrar la despensa y los armarios en busca de la vasija del alma. Presintió, sin embargo, antes incluso de empezar, que la vasija no estaba allí. Iba a tener que subir al piso de arriba.
Odiaba con toda su alma estar con enfermos.
Madeline Alby estaba incorporada en la cama, bien abrigada con un edredón alrededor del cuello. Estaba tan delgada que su cuerpo apenas abultaba bajo las sábanas. Charlie calculó que pesaba como mucho treinta o treinta y cinco kilos. Tenía la cara demacrada y Charlie distinguía el contorno de sus cuencas oculares y de su maxilar, que se destacaban a través de la piel amarillenta. Charlie dedujo que era cáncer de hígado. Una de sus amigas de abajo estaba sentada junto a la cama; la enfermera de la residencia, una mujerona de uniforme, leía en una silla al otro lado de la habitación. Un perrito, un yorkshire terrier, pensó Charlie, dormía acurrucado entre el hombro y el cuello de Madeline.
—Hola, hijo —dijo Madeline cuando Charlie entró en la habitación.
Él se quedó helado. Madeline lo miraba fijamente con sus ojos de un azul cristalino y una sonrisa. ¿Había chirriado el suelo ? ¿Se había tropezado con algo ?
—¿Qué haces ahí, chico? —Ella soltó una risilla.
—¿Qué es lo que ves, Maddy ? —preguntó la amiga. Siguió la mirada de Madeline pero sus ojos atravesaron a Charlie sin verlo.
—A un chico, ahí.
—Está bien, Maddy. ¿Quieres un poco de agua? —La amiga cogió un vaso para bebés con una pajita que había sobre la mesilla de noche.
—No. Pero dile a ese chico que se acerque. Anda, ven aquí, muchacho. —Madeline sacó los brazos de las sábanas y empezó a mover las manos como si cosiera, como si bordara un tapiz en el aire, ante ella.
—Bueno, será mejor que me vaya —dijo la amiga—. Que te deje descansar un poco. —Miró a la enfermera de la residencia para enfermos terminales, que levantó la vista por encima de las gafas de leer y sonrió con los ojos. La única experta de la casa daba su permiso.
La amiga se levantó y besó a Madeline Alby en la frente. Madeline dejó de coser un segundo, cerró los ojos y se inclinó hacia el beso como una buena chica. Su amiga le apretó la mano y dijo:
—Adiós, Maddy.
Charlie se apartó para dejarla pasar. Notó que se le hundían los hombros en un sollozo cuando cruzó la puerta.
—Oye, muchacho —dijo Madeline—, ven aquí a sentarte. —Dejó de coser el tiempo justo para mirar a Charlie a los ojos, cosa que le asustó no poco. Charlie miró a la enfermera, que levantó la vista del libro un momento y luego volvió a ponerse a leer. Charlie se señaló con el dedo.
—Sí, tú —dijo Madeline.
Charlie estaba al borde del pánico. Madeline Alby podía verlo, pero la enfermera de la residencia no, o eso parecía.
La alarma del reloj de la enfermera empezó a pitar y Madeline levantó al perrito y se lo acercó a la oreja.
—¿Diga? Hola, ¿qué tal? —Miró a Charlie—. Es mi hija mayor. —El perrito también miró a Charlie con una expresión que decía a las claras: «Sálvame».
—Es la hora de la medicina, Madeline —dijo la enfermera.
—¿Es que no ves que estoy hablando por teléfono, Sally? —dijo Madeline—. Espera un segundo.
—De acuerdo, espero —contestó la enfermera. Cogió un frasco marrón con un gotero, llenó el gotero, comprobó la dosis y aguardó.
—Adiós. Yo también te quiero —dijo Madeline. Le tendió el perrito a Charlie—. Cógelo, ¿quieres? —La enfermera agarró al perro y lo puso en la cama, junto a Madeline.
—Abre la boca, Madeline —dijo. Madeline abrió la boca de par en par y la enfermera vació el gotero en ella.
—Mmm, sabe a fresa —dijo Madeline.
—Eso es, a fresa. ¿Quieres un poco de agua para tragártela? —La enfermera levantó el vasito.
—No. Queso. Me apetece comer un poco de queso.
—Puedo traértelo —dijo la enfermera.
—Queso
cheddar
.
—Muy bien, queso
cheddar
—repuso la enfermera—. Enseguida vuelvo. —La arropó bien y salió de la habitación.
La mujer mayor volvió a mirar a Charlie.
—¿Puedes hablar, ahora que se ha ido?
Charlie se encogió de hombros y miró de un lado a otro, con la mano sobre la boca, como si buscara un sitio donde escupir un bocado de marisco en mal estado.
—No hagas el mimo, cielo —dijo Madeline—. Los mimos no le gustan a nadie.
Charlie suspiró profundamente. ¿Qué tenía ya que perder? Ella podía verlo.
—Hola, Madeline. Soy Charlie.
—Siempre me ha gustado el nombre de Charlie —contestó ella—. ¿Cómo es que Sally no puede verte?
—Ahora mismo solo puedes verme tú —dijo Charlie.
—¿Porque me estoy muriendo?
—Creo que sí.
—Está bien. Eres un muchacho muy guapo, ¿lo sabías?
—Gracias. Tú tampoco estás mal.
—Estoy asustada, Charlie. No me duele. Antes me daba miedo que me doliera, pero ahora me asusta lo que pasa después.
Charlie se sentó en la silla, junto a la cama.
—Creo que por eso estoy aquí, Madeline, para que no tengas miedo.
—Yo bebía mucho coñac, Charlie. Por eso me ha pasado esto.
—Maddy... ¿Puedo llamarte Maddy?
—Claro, hijo, somos amigos.
—Sí que lo somos. Maddy, esto iba a pasar desde siempre. Tú no has hecho nada para causarlo.
—Bueno, eso está bien.
—¿Tienes algo para mí, Maddy?
—¿Como un regalo?
—Como un regalo que te hicieras a ti misma. Algo que pueda guardarte para dártelo después, cuando sea una sorpresa.
—Mi alfiletero —contestó Madeline—. Me gustaría que te quedaras con él. Era de mi abuela.
—Será un honor guardártelo, Maddy. ¿Dónde está?
—En mi costurero, en el estante de arriba de ese armario. —Señaló un armario de un solo cuerpo, de estilo antiguo, que había al otro lado de la habitación—. Ay, perdona, el teléfono.
Madeline habló con su hija mayor por el borde del edredón mientras Charlie sacaba el costurero del estante de arriba del armario. El costurero era de mimbre y Charlie veía dentro el resplandor rojizo de la vasija del alma. Sacó un alfiletero hecho de terciopelo rojo, con tiras de plata auténtica, y lo levantó para que Madeline lo viera. Ella sonrió y levantó el pulgar justo cuando la enfermera volvía con un platito de queso y galletas saladas.