La luz nocturna de la habitación de la niña proyectaba una suave franja de claridad rosada sobre el cuarto de estar. Macha agitó su garra y la luz se apagó. Dejó escapar un suave ronroneo de satisfacción. Antaño había sido capaz de extinguir una vida humana del mismo modo, y tal vez aquellos tiempos fueran a retornar.
Se deslizó en el cuarto de la pequeña y se detuvo. A la luz de la luna que entraba por la ventana, vio a la niña acurrucada de lado en su cuna, abrazada a un conejo de peluche. No veía, en cambio, los rincones de la habitación: las sombras eran tan negras y líquidas que ni siquiera sus ojos de criatura nocturna las penetraban. Se acercó a la cuna y se inclinó sobre ella. La niña dormía con la boca abierta. Macha decidió introducirle una sola garra a través del paladar, hasta alcanzar el cerebro. No haría ruido, dejaría bastante sangre para que el padre la viera y ella podría llevarse el cuerpo de la chiquilla colgado de la uña como un pez para el mercado. Bajó lentamente el brazo y se inclinó sobre la cuna para lanzar el golpe con el máximo punto de apoyo. La luz de la luna brilló en su garra de siete centímetros y Macha se apartó, distraída por un momento por su hermoso fulgor. En ese instante, unas mandíbulas se cerraron sobre su brazo.
—¡Hipo de pu...! —chilló mientras era volteada y lanzada contra la pared. Otro par de mandíbulas apresó su tobillo. Macha se retorció, dividida en media docena de formas, pero no logró liberarse, y fue arrojada como una muñeca de trapo contra la cómoda, la cuna y de nuevo la pared. Arañó a su agresor con las garras, encontró asidero y un momento después sintió que le arrancaban las garras de raíz y soltó a su presa. No veía nada, sentía únicamente un movimiento frenético y confuso, y luego el impacto. Pateó con fuerza lo que agarraba su tobillo y aquella cosa la soltó, pero lo que le sujetaba el brazo la arrojó contra la ventana enrejada. Oyó los cristales al caer a la calle, empujó con todas sus fuerzas y cambió de forma a velocidad de vértigo, hasta que cupo por entre los barrotes y pudo lanzarse al pavimento.
—¡Ay! ¡Joder! —gritó una voz de mujer en la calle—. ¡Ay!
Charlie encendió la luz y vio a Sophie sentada en su cuna, abrazada a su conejo de peluche, riendo. Detrás de ella, la ventana estaba rota y el cristal había desaparecido. Todos los muebles, excepto la cuna, estaban volcados. Había agujeros del tamaño de pelotas de baloncesto en la pintura de dos paredes, y el maderamen de detrás del yeso también estaba astillado. El suelo estaba cubierto de plumas negras y de algo que parecía sangre. Pero, mientras Charlie miraba, las plumas empezaron a disolver-se en humo.
—Guauguau, papi —dijo Sophie—. Guauguau. —Y rompió a reír.
Sophie durmió el resto de la noche en la cama de papi, mientras papi permanecía sentado en una silla junto a ella sin quitar ojo a la puerta cerrada con llave, con el bastón espada a mano. En su dormitorio no había ventana, así que solo se podía entrar o salir por la puerta. Cuando Sophie se despertó, justo después de que amaneciera, Charlie la cambió y la vistió. Luego llamó a Jane para que le hiciera el desayuno mientras él recogía los cristales y la pintura desconchada del cuarto de la niña y bajaba en busca de unas planchas de contrachapado para tapar la ventana rota.
Odiaba no poder llamar a la policía, ni a nadie, pero, ante la posibilidad de que aquello lo hubiera causado una sola llamada a otro Mercader de la Muerte, no podía arriesgarse. Y, de todos modos, ¿qué podía decirle la policía sobre unas cuantas plumas negras y unas manchas de sangre que se disolvían mientras las mirabas?
—Anoche tiraron un ladrillo a la ventana de Sophie —le dijo a Jane.
—Vaya, y eso que está en la segunda planta. Pensé que estabas loco cuando mandaste poner rejas en todo el edificio, pero ya veo que no era tan mala idea. Deberías poner en la ventana cristal de ese con malla de alambre, solo por si acaso.
—Eso voy a hacer —dijo Charlie. ¿Por si acaso? No tenía ni idea de qué había pasado en la habitación de Sophie, pero el hecho de que su hija estuviera a salvo en medio de aquel desbarajuste le ponía los pelos de punta. Cambiaría la ventana, pero la niña iba a dormir en su habitación hasta que tuviera treinta años y se casara con un forzudo con las habilidades de un ninja.
Cuando regresó del sótano con la plancha de contrachapado, un martillo y unos clavos, se encontró a Jane sentada a la barra del desayuno, fumando un cigarro.
—Creía que lo habías dejado, Jane.
—Y lo dejé. Hace un mes. Pero he encontrado este en el bolso.
—¿Y qué haces fumando en mi casa?
—He entrado en el cuarto de Sophie a buscar su conejito.
—¿Sí? ¿Y dónde está Sophie ? Ahí dentro habrá cristales por el suelo, ¿no la habrás dejado...?
—Sí, está ahí dentro. Y esto no tiene ni pizca de gracia, Asher. Lo tuyo con las mascotas pasa completamente de castaño oscuro. Voy a tener que dar tres clases de yoga, pagarme un masaje y fumarme un porro del tamaño de un termo para que me baje la adrenalina. Me han dado tal susto que me he hecho un poco de pis.
—¿De qué cono estás hablando, Jane ?
—Muy gracioso —contestó ella con una sonrisa falsa—. Es como para desternillarse. Estoy hablando de los guauguaus, papi.
Charlie se encogió de hombros como diciendo «¿No podrías ponerte todavía un poquito más incoherente o decir más tonterías?», gesto que había perfeccionado a lo largo de treinta y dos años. Luego corrió al cuarto de Sophie y abrió la puerta de golpe.
Allí, a cada lado de su querida hija, estaban los dos perros más grandes y negros que había visto nunca. Sophie estaba sentada y apoyada contra uno mientras golpeaba al otro en la cabeza con su conejo de peluche. Charlie había dado solo un paso adelante para rescatarla cuando uno de los perros cruzó la habitación de un salto, lo tiró al suelo y lo inmovilizó. El otro se interpuso entre Charlie y la niña.
—Sophie, papi va a rescatarte, no tengas miedo. —Charlie intentó salir de debajo del perro, pero este se limitó a bajar la cabeza y a gruñir. No se movió. Charlie calculó que podía arrancarle casi toda una pierna y parte del torso de un solo mordisco. Tenía la cabeza más grande que los tigres de Bengala del zoo de San Francisco.
—Jane, ayúdame. Quítame a este bicharraco de encima.
El perrazo levantó los ojos sin apartar las zarpas de sus hombros.
Jane se giró en el taburete y dio una profunda calada a su cigarro.
—Me parece que no, hermanito. Después del susto que me has dado, vas a tener que apañártelas solo.
—Pero si no he sido yo. Nunca había visto a estos bichos. Nadie había visto nunca una cosa así.
—¿Sabes?, nosotras, las bolleras, tenemos una alta tolerancia a los canes, pero eso no te da derecho a hacerme esto. Bueno, te dejo —dijo su hermana, y cogió su bolso y sus llaves de la barra del desayuno—. Que te diviertas con tus perritos. Yo voy a llamar al trabajo para decir que no puedo ir porque me he llevado un susto de muerte.
—Jane, espera.
Pero ella ya se había ido. Charlie oyó cerrarse la puerta de golpe.
El perrazo no parecía interesado en comérselo, sino solo en que no se moviera. Cada vez que Charlie intentaba apartarse, se ponía a gruñir y lo empujaba con más fuerza.
—Abajo. Siéntate. Aparta. —Charlie probó con las órdenes que había oído gritar a los adiestradores de perros de la televisión—. Busca. Échate. Apártate de mí, bestia inmunda. —Esto último se lo inventó.
El animal le ladró en la oreja izquierda, tan fuerte que Charlie se quedó sordo y solo oyó un pitido por ese lado. Con el otro oído oyó una risilla de niña procedente del otro lado de la habitación.
—Sophie, cielo, no pasa nada.
—Guauguau, papi —dijo ella—. Guauguau. —Tropezó y miró a Charlie. El perrazo le lamió la cara y estuvo a punto de tirarla al suelo. (A sus dieciocho meses, Sophie se movía casi siempre como una borrachina)—. Guauguau —repitió. Agarró al gigantesco sabueso por la oreja y lo apartó de Charlie. O, mejor dicho, el perro dejó que lo agarrara de la oreja y lo apartara. Charlie se levantó de un salto e intentó cogerla, pero el otro sabueso se colocó ante él y empezó a gruñir. Su cabeza le llegaba al pecho, hasta con las patas en el suelo.
Charlie calculó que los perros debían de pesar entre ciento ochenta y doscientos veinticinco kilos cada uno. Eran fácilmente el doble de grandes que el perro más grande que había visto nunca, un terranova al que había visto nadando en el parque acuático del Museo Marítimo. Tenían el pelo como un doberman, la anchura de hombros y pecho de un rottweiler y la cabeza ancha y cuadrada y las orejas puntiagudas de un gran danés. Eran tan negros que parecían absorber la luz, y Charlie solo había visto una clase de animales capaces de algo semejante: los cuervos del Inframundo. Estaba claro que, vinieran de donde viniesen aquellos sabuesos, no eran de por allí cerca. Pero también saltaba a la vista que no pretendían hacer daño a Sophie. Para unos animales de semejante tamaño, la niña no servía ni de aperitivo, y podrían haberla partido en dos mucho antes, si hubieran querido hacerle daño.
Los destrozos de esa noche en la habitación de Sophie debían de ser culpa de los perros, pero ellos no habían sido los agresores. Algo había entrado allí para hacerle daño, y ellos la habían defendido, igual que en ese momento. A Charlie no le importaba el motivo, solo daba gracias porque estuvieran de su parte. Ignoraba dónde estaban cuando él entró corriendo en la habitación después de que se rompiera la ventana, pero al parecer, ahora que estaban allí, no pensaban marcharse.
—Vale, no voy a hacerle daño —dijo. El perro se relajó y retrocedió unos pasos—. Tiene que ir a hacer caca —añadió Charlie, sintiéndose un poco estúpido. Acababa de reparar en que los perros lucían gruesos collares de plata, cosa que, curiosamente, le inquietó más que su tamaño. Después de las presiones a las que había estado sometida durante el año y medio anterior, a su imaginación de macho beta no le costaba aceptar que hubiera dos sabuesos gigantes en el cuarto de su hija, pero la idea de que alguien les hubiera puesto collar era superior a sus fuerzas.
Se oyó llamar a la puerta y Charlie salió reculando de la habitación.
—Cariño, papá vuelve enseguida.
Charlie abrió la puerta y Lily entró como una exhalación.
—Jane dice que tienes dos perros negros enormes. Tengo que verlos.
—Espera, Lily —gritó Charlie, pero ella había cruzado el cuarto de estar y entrado en la habitación de Sophie antes de que pudiera detenerla. Se oyó un gruñido bajo y Lily dio marcha atrás.
—Hostia, colega —dijo con una enorme sonrisa—. Son guays. ¿De dónde los has sacado?
—No los he sacado de ninguna parte. Estaban ahí.
Charlie se reunió con ella junto a la puerta de la habitación de Sophie. Lily se volvió y lo cogió del brazo.
—¿Son, yo qué sé, instrumentos de tus tratos con la muerte o algo así?
—Lily, creía que habíamos acordado no volver a hablar de eso.
Y así era. De hecho, Lily se había portado de maravilla. Desde que descubriera que Charlie era un Mercader de la Muerte, apenas había vuelto a sacar a relucir el tema. Había conseguido además acabar el bachillerato sin labrarse un historial delictivo de padre y muy señor mío y se había matriculado en el Instituto Culinario, lo cual tenía la ventaja de que llevaba al trabajo su chaqueta blanca de chef, sus pantalones a cuadros y sus zuecos de goma, cosa que tendía a suavizar su maquillaje y su pelo, que seguían siendo oscuros, serios y tirando a espeluznantes.
Sophie soltó una risilla y rodó por el suelo, apoyada contra uno de los sabuesos. Los perros habían estado dándole lametazos y estaba cubierta de baba de canes demoníacos. Su pelo pegoteado formaba una docena de insólitos pinchos que le daban un poco el aire de un personaje de anime con los ojos como platos.
Sophie vio a Lily en la puerta y saludó con la mano.
—Guauguau, Ily, guauguau—dijo.
—Hola, Sophie. Sí, son unos perritos muy bonitos —contestó Lily, y luego le dijo a Charlie—: ¿Qué vas a hacer?
—No lo sé. No dejan que me acerque a ella.
—Bueno, eso está bien. Han venido para protegerla.
Charlie asintió con la cabeza.
—Creo que tienes razón. Anoche pasó algo. Ya sabes que El gran libro habla de los otros, ¿no? Creo que uno de ellos vino a por ella anoche, y que entonces aparecieron estos bichos.
—Estoy impresionada. Creía que estarías más acojonado.
Charlie no quería decirle que se había curado de espanto el día en que vio a su hijita matar a un viejo pronunciando la palabra «gatito». Lily ya sabía demasiado y ahora era ya evidente que fuera lo que fuese lo que estaba pasando, era peligroso.
—Supongo que debería estarlo, pero no han venido a hacerle daño. Tengo que ir a echar un vistazo a la biblioteca de Berkeley, a ver si encuentro algo sobre ellos. Pero primero tengo que apartarlos de Sophie.
Lily se echó a reír.
—Sí, ya, claro. Mira, hoy tengo trabajo y clase, pero mañana iré yo a investigar. Mientras tanto, puedes intentar hacerte amigo suyo.
—No quiero hacerme amigo suyo.
Lily miró a los sabuesos, a uno de los cuales Sophie estaba aporreando con sus puñitos mientras reía alegremente. Luego volvió a mirar a Charlie.
—Sí que quieres.
—Sí, supongo que sí —dijo Charlie—. ¿Alguna vez habías visto un perro de ese tamaño?
—No hay perros de ese tamaño.
—¿Qué crees que son, entonces?
—No son perros, Asher, son cancerberos.
—¿ Cómo lo sabes ?
—Lo sé porque, antes de empezar a estudiar hierbas aromáticas, caldos y cosas así, pasaba mis ratos libres leyendo sobre el lado oscuro, y estos bichos salían a relucir de cuando en cuando.
—Si ya sabemos eso, ¿qué vamos a investigar?
—Voy a intentar averiguar por qué han venido. —Le dio unas palmaditas en el hombro—. Tengo que ir a abrir la tienda. Tú intenta llevarte bien con los guauguaus.
—¿Qué voy a darles de comer?
—Purina Dog Chow para cancerberos.
—¿Eso se fabrica?
—¿Tú qué crees?
—Vale —dijo Charlie.
Pasaron varias horas y al fin, cuando Sophie empezó a oler a sorpresita de pañal, uno de los perros gigantes la empujó con el hocico hacia Charlie como diciendo: «Límpiala y vuelve a traerla». Charlie, que notaba cómo lo observaban mientras cambiaba a su hija, dio gracias porque los pañales desechables no necesitaran imperdibles. Estaba seguro de que, si hubiera pinchado accidentalmente a Sophie con un alfiler, uno de los cancerberos le habría arrancado la cabeza de un mordisco. Los perros no le quitaron ojo cuando la llevó a la barra de la cocina y se sentaron a ambos lados de la trona mientras le daba el desayuno.