—¿Puedes sustituirme en la tienda un par de horas? —Luego, al oírla respirar hondo para, estaba seguro, lanzarle una andanada de insultos, añadió—: Te doy cincuenta pavos. —La oyó exhalar. ¡Sí! Tras graduarse en el Instituto Culinario, Lily había encontrado trabajo como segundo chef en un bistró de North Beach, pero aún no ganaba lo suficiente para irse de casa de su madre, así que había dejado que Charlie la convenciera para hacer un par de turnos en Oportunidades Asher, al menos hasta que encontrara quien la sustituyera.
—Está bien, Ray, iré un par de horas, pero tengo que estar en el restaurante a las cinco, así que vuelve puntual o cierro temprano.
—Gracias, Lily.
Charlie confiaba sinceramente en que Ray no fuera un asesino en serie, a pesar de todos los indicios en contra. Jamás habría encontrado a aquella mujer sin sus contactos en la policía, ¿y qué haría en un futuro si tenía que encontrar a alguien y Ray estaba en prisión? Claro que la experiencia de Ray como policía explicaba tal vez por qué nunca dejaba una prueba. Pero ¿por qué, entonces, seguía persiguiendo a filipinas por Internet si solo estaba buscando gente a la que matar? Quizá fuera eso lo que hacía cuando iba a las islas Filipinas a visitar a sus ligues. Tal vez se dedicaba a matar filipinas desesperadas. Acaso fuera un turista asesino en serie. Ya te ocuparás de eso más tarde, se dijo Charlie.
Ahora mismo
,
tienes que recuperar la vasija de un alma
.
Charlie se bajó del taxi frente al Fontana, un edificio de apartamentos a una manzana de Ghirardelli Square, la fábrica de chocolate situada en primera línea de costa y convertida en centro comercial. El Fontana era un edificio grande y curvo, de cemento y cristal, que dominaba las vistas sobre Alcatraz y el Golden Gate, y que despertaba el desdén de los habitantes de San Francisco desde su construcción en los años sesenta. No es que fuera feo (aunque nadie discutiría que lo era), sino que, rodeado de edificios Victorianos y eduardianos, parecía un aparato de aire acondicionado que, surgido del espacio exterior, hubiera atacado un barrio del siglo XIX. Las vistas desde los apartamentos eran, no obstante, exquisitas. Había portero, aparcamiento subterráneo y una piscina en la azotea, de modo que, si uno era capaz de sobrellevar el estigma de residir en un paria arquitectónico, el Fontana era un lugar estupendo para vivir.
Según las señas que le había dado Ray, Madison vivía en el piso veintidós y allí, presumiblemente, estaría también la vasija de su alma. Charlie no estaba del todo seguro del alcance máximo de su facultad para pasar desapercibido (se resistía a llamarla «invisibilidad», porque no lo era), pero confiaba en que abarcara veintidós pisos. Iba a tener que pasar delante del portero para montar en el ascensor, y hacerse pasar por comprador de lotes de pertenencias de personas difuntas no le serviría de nada.
En fin, quien no se aventura no halla ventura. Si lo pillaban, tendría que encontrar otro modo de entrar. Esperó junto a la puerta hasta que entró una joven en traje de chaqueta y la siguió por el vestíbulo. El portero ni lo miró.
Ray vio salir a Charlie del taxi y le dijo al conductor del suyo que parara a una manzana de allí, donde se apeó de un salto, arrojó al taxista un billete de cinco dólares diciéndole que se quedara con el cambio y a continuación tuvo que hurgar en su bolsillo en busca del resto del importe de la carrera mientras el conductor daba golpecitos en el volante con impaciencia y murmuraba exabruptos en urdu.
—Perdone, es que hace mucho que no cojo un taxi —dijo. Ray tenía coche, un Toyota pequeño, muy mono, pero solo encontraba sitio donde aparcar a ocho calles de su casa, en el aparcamiento de un hotel que dirigía un amigo suyo y, en San Francisco, si uno encuentra un sitio donde aparcar, se lo queda, así que Ray solía usar el transporte público y solo sacaba el coche en sus días libres para que no se le descargara la batería. Se había montado en el taxi frente a la tienda de Charlie y gritado:
—¡Siga a ese taxi! —Lo cual había llenado de pánico a la familia japonesa que iba sentada detrás.
—Perdonen —había dicho Ray—.
Konichiwa
. Es que hace mucho que no cojo un taxi. —Luego había vuelto a bajar y había cogido un taxi libre.
Subió a hurtadillas por la calle, a toda prisa, desplazándose de una farola a una máquina de periódicos y de esta a un kiosco de anuncios. Se metía detrás de aquellas cosas con la cabeza gacha y se quedaba allí agazapado, pero no consiguió otra cosa que parecerle un completo tarado al chaval que esperaba en la parada de autobús del otro lado de la calle. Llegó a la entrada del aparcamiento subterráneo del Fontana justo cuando Charlie se acercaba a la puerta y se agazapó detrás del pilar donde se metía la tarjeta del garaje.
No tenía muy claro qué haría si Charlie entraba en el edificio. Por suerte, había memorizado el número de teléfono de Madison McKerny y podía avisarla de la llegada de Charlie. En el taxi, de camino allí, había recordado de pronto dónde había visto su nombre: en el registro de su gimnasio. Madison McKerny era una de las muñecas hinchables que frecuentaban el gimnasio a media mañana y, tal como Ray sospechaba, Charlie andaba tras ella.
Lo vio echar a andar detrás de una joven en traje de chaqueta que subía por el camino de entrada al Fontana. Luego, Charlie desapareció. Así, sin más.
Ray salió a la acera para tener mejor ángulo de visión. La mujer seguía allí, solo había dado un par de pasos, pero a Charlie no lo veía por ninguna parte. Allí, sin embargo, no había setos, ni muros, y el dichoso vestíbulo era de arriba abajo de cristal. ¿Dónde cono se había metido? Ray estaba seguro de no haberle quitado ojo (ni siquiera creía haber pestañeado) y de que habría visto cualquier movimiento repentino que hubiera hecho Charlie.
Echando mano de la tendencia del macho beta a culparse a sí mismo, Ray se preguntó si no habría sufrido quizá un pequeño ataque epiléptico que le hubiera privado de la conciencia por un instante. Fuera así o no, tenía que advertir a Madison McKerny. Se llevó la mano al cinto y notó que la funda de su teléfono móvil estaba vacía. Entonces recordó que esa mañana, al entrar a trabajar, había puesto el teléfono debajo de la caja registradora.
Charlie dio con el apartamento y llamó al timbre. Si conseguía que Madison McKerny saliera al pasillo, podría colarse tras ella y registrar el apartamento en busca de la vasija de su alma. Al fondo del pasillo había una mesa con un centro de flores artificiales. Lo volcó, con la esperanza de que Madison fuera lo bastante maniática o curiosa para salir del apartamento a echar un vistazo. Si no estaba en casa, tendría que entrar por la fuerza. Era probable, que habiendo abajo un portero, Madison no tuviera sistema de alarma. Pero ¿y si lo veía? A veces los clientes podían verlo. No muy a menudo, pero sucedía y...
Ella abrió la puerta.
Charlie se quedó petrificado. Madison McKerny estaba como un tren. Charlie dejó de respirar y miró fijamente sus pechos.
No era solo que fuera una morena joven y guapísima, con la piel y el pelo perfectos. Ni que llevara una bata de seda blanca muy fina que apenas ocultaba su figura de modelo de trajes de baño. Ni que tuviera unos pechos desproporcionadamente grandes y turgentes que se comprimían contra la bata y asomaban por el escote en pico cuando se inclinó hacia el pasillo, aunque ello habría bastado para dejar sin aliento al pobre beta, bajo cualquier circunstancia. Era que sus pechos refulgían en rojo a través de la bata de seda, brillaban como dos soles nacientes por fuera del escote y latían como las tetas bombilla de la chica hawaiana de una lámpara
kitsch
. El alma de Madison McKerny residía en sus implantes mamarios.
—Tengo que apoderarme de ellos —dijo Charlie, olvidando que no estaba precisamente solo, ni pensando para sus adentros.
Entonces Madison McKerny notó que estaba allí y empezaron los gritos.
Ray abrió la puerta tan de golpe que la campanilla salió volando y rodó por el suelo con un tintineo.
—Dios mío —dijo—. No te lo vas a creer. Yo mismo no me lo creo.
Lily lo miró por encima de sus gafas de leer de media montura y dejó el libro de cocina francesa que estaba mirando. En realidad no necesitaba gafas para leer, pero mirar por encima de ellas transmitía una condescendencia y un desdén inmediatos, y tenía la impresión de que aquella mirada la favorecía.
—Yo también tengo que contarte una cosa —dijo.
—No —dijo Ray, y miró a su alrededor para asegurarse de que no había clientes en la tienda—. Lo que tengo que contarte es importantísimo.
—Vale —dijo Lily—. Lo mío no es tan importante. Tú primero.
—De acuerdo. —Ray respiró hondo y se lanzó—. Creo que Charlie podría ser un asesino en serie con poderes de ninja.
—Vaya, esa sí que es buena —repuso Lily—. Está bien, ahora me toca a mí. Te ha llamado una tal señorita Cachondona. Quería que supieras que tiene un rabo de veinte centímetros. —Levantó el teléfono móvil de Ray, que él había dejado bajo la caja registradora.
—¡Dios mío, otra vez no! —Ray se llevó las manos a la cabeza y se dejó caer contra el mostrador.
—Dijo que estaba ansiosa por compartirlo contigo. —Lily se miró las uñas—. Así que Asher es un ninja, ¿eh?
Ray levantó la vista.
—Sí, y está acosando a una muñeca hinchable de mi gimnasio.
—¿No te parece que ya tienes una vida fantástica lo bastante rica, Ray ?
—Cállate, Lily, esto es una catástrofe. Mi trabajo y mi apartamento dependen de Charlie, eso por no hablar de que tiene una hija y de que la nueva luz de mi vida es un tío.
—No, no lo es. —Lily se extrañó de sí misma por ceder tan pronto: ya no disfrutaba tanto como antes torturando a Ray.
—¿Eh?¿Qué?
—Te estaba puteando, Ray. No ha llamado. Pero he leído tus correos electrónicos y tus mensajes instantáneos.
—Eso es privado.
—¿Por eso lo tienes todo aquí, en el ordenador de la tienda?
—Paso mucho tiempo aquí y con la diferencia horaria...
—Y, hablando de cosas privadas, ¿qué es eso de que Asher es un ninja y un asesino en serie? ¿Las dos cosas? ¿Al mismo tiempo?
Ray se acercó a ella y habló para el cuello de su camisa, como si estuviera a punto de desvelar una inmensa conspiración.
—He estado vigilándolo. Trae un montón de cosas de gente muerta. Lleva años así. Siempre tiene que largarse a toda prisa, me pide que haga sus turnos y nunca dice adonde va. Poco después, alguna cosa del muerto aparece en la tienda. Así que hoy lo he seguido, y andaba detrás de una mujer que va a mi gimnasio y a la que vimos el otro día.
Lily dio un paso atrás, cruzó los brazos y miró a Ray con asco, cosa que le resultaba bastante fácil, dado que llevaba años practicando.
—Ray, ¿no se te ha ocurrido pensar que Asher compra lotes de pertenencias de personas muertas, y que la tienda va mucho mejor desde que los compra más a menudo? ¿Que la mercancía es de mucha mejor calidad, seguramente porque Charlie llega el primero?
—Lo sé, pero no es eso. Tú ya no vienes mucho por aquí, Lily. Yo fui policía, me fijo en estas cosas. Para empezar, ¿sabías que hubo un inspector de homicidios siguiéndole la pista? Pues es cierto. Me dio su tarjeta y me dijo que lo llamara si pasaba algo raro.
—No lo habrás llamado, Ray.
—Charlie desapareció, Lily. Lo estaba vigilando y de repente se esfumó delante de mis ojos. Y la última vez que lo vi iba a entrar en el edificio de la muñeca hinchable.
A Lily le dieron ganas de coger la grapadora del mostrador y poner en rápida sucesión cien grapas en la lustrosa frente de Ray.
—¡Serás capullo y desagradecido! ¿Has denunciado a Asher a la policía ? ¿Al tío que lleva, cuántos, diez años dándote trabajo y techo?
—No llamé a la pasma, solo a ese tal inspector Rivera. Lo conozco de cuando estaba en el cuerpo. Será discreto.
—Coge tu chequera y tu coche —tronó Lily—. Vamos a pagarle la fianza.
—Seguramente no lo habrán denunciado aún —dijo Ray.
—Ray, eres un pajillero patético. Date prisa, anda. Yo voy a cerrar la tienda y te espero ahí delante.
—Lily, no puedes hablarme así. No tengo por qué soportarlo.
Como no podía volver la cabeza, Ray no pudo esquivar las dos primeras grapas que Lily le puso en la frente, pero para entonces ya había llegado a la conclusión de que lo mejor era ir a por la chequera y el coche, y dar marcha atrás.
—¿Y qué es una muñeca hinchable, de todas formas? —gritó Lily tras él, algo sorprendida por la vehemencia de su lealtad hacia Charlie.
La agente de policía tomó a Charlie las huellas dactilares nueve veces antes de levantar la mirada hacia el inspector Alphonse Rivera y decir:
—Este hijoputa no tiene huellas dactilares.
Rivera cogió la mano de Charlie, le volvió la palma hacia arriba y le miró los dedos.
—Yo veo las líneas, justo ahí. Tiene unas huellas perfectamente normales.
—Pues hágalo usted, entonces —contestó la mujer—. Porque a mí en la tarjeta no me sale nada.
—Muy bien —dijo Rivera—. Venga conmigo.
Llevó a Charlie a una pared que tenía pintada una regla de gran tamaño y le dijo que mirara a la cámara.
—¿Qué tal tengo el pelo? —preguntó Charlie.
—No sonría.
Charlie frunció el ceño.
—No haga muecas. Mire de frente y... El pelo lo tiene bien, aunque ahora tiene tinta en la frente. Esto no es tan difícil, señor Asher. Los delincuentes lo hacen constantemente.
—Yo no soy un delincuente —repuso Charlie.
—Ha forzado la entrada a un edificio privado y ha agredido a una joven. Eso lo convierte en un delincuente.
—Yo no he forzado nada ni he agredido a nadie.
—Ya veremos. La señorita McKerny dice que amenazó usted su vida. Va a denunciarlo, desde luego, y, si quiere saber mi opinión, los dos tuvieron suerte de que apareciera yo en el momento justo.
Charlie se quedó pensando en aquello. La muñeca hinchable había empezado a gritar y se había metido en su apartamento, y él la había seguido mientras intentaba explicarse y descubrir cómo iba a salir de aquella, sin quitarles al mismo tiempo ojo a sus pechos.
—Yo no la amenacé.
—Le dijo que iba a morir. Hoy mismo.
Bueno, eso era cierto. Con tanto grito y tanto jaleo, Charlie había dicho que tenía que apoderarse de sus pechos porque ella iba a morir ese mismo día. Al echar la vista atrás, le pareció que probablemente debería haberse callado aquello.