A esa hora aparecía, a veces, el gran Bobby, momentáneamente en Lima en busca del eterno mamá-necesitoplata. Susan se pegaba unos sustos espantosos porque el chico cada día gasta más, aunque por otro lado ella nunca se había enterado muy bien de lo que era el dinero, en realidad todo funcionaba a su alrededor y ahora Juan Lucas en la gerencia, anda, darling, busca la gerencia del hotel que ahí te pueden dar algo... y no corras tanto en la carretera, darling, creo que el hijo de, estaba borracho mamá, se ha golpeado mucho, chau mami... Bobby ya no está a su lado: corre hacia la gerencia y hacia Ancón, está cada día más bronceado y más buenmozo... «Susan, mis perros dálmata... Susan.» «Perdón, darling, estaba pensando en Julius; hace siglos que no comemos con él; por nada del mundo quiere venir al Golf... Se pasa la vida en la piscina del hotel.»
En la de los menores. Porque en el Country las había para niños con ama que no se mete pero ellos levantan el bracito y la chola, caminando por el borde de la piscinita, los hace avanzar deliciosos mientras su mamá, una muchacha tendida al sol, espera al marido que sale a la una de la oficina para bañarse juntos en la piscina de los socios. Que tampoco es la de Julius. La de Julius es la intermedia, donde un gringo se va ya por el treintavo salto mortal de esta tarde, sale trepando por el borde, se mete un dedo a la oreja para sacarse el agua y casi el tímpano y, brutal y sin resbalarse nunca, sube nuevamente al trampolín y vuela completando el salto mortal número treinta y uno de la tarde, ante la mirada escéptica y matona de los muchachos del barrio Marconi, que esta tarde van a mandar a las enamoradas solas a casa porque van a esperar al gringo en la puerta, el otro día le guiñó el ojo a Elena, la de Pedro, y Enrique le va a sacar la mugre, los demás vamos porque somos del barrio y por si las moscas... Fumen, muchachos, fumen y esperen, tú vuela, vuela no más concha tu madre, el salto que vas a dar afuera sí que va a ser mortal; fumen, muchachos, fumen, guarden los negros que ahí viene el gordo del Busto que fuma rubios y si se queda mucho rato, besen a sus hembritas, muchachos, para que el gordo se corte todito y se largue. Nosotros nunca nos bañamos porque eso es para mocosos; cuando tengamos dieciocho y parezcamos, fumando, de veintiuno, nos bañaremos en la de socios, ellas sí se bañan, hay que verlas en ropa de baño: está buena tu gila, compadre, retira Enrique retira, son mujeres Manolo y hay que besarlas todo el tiempo para que no se te destiemplen, retira Juan retira, hojita de té... Gordo dile al cholo que saque al gringo de la piscina, dile gordo, es para que se puedan bañar las chicas, si no lo sacamos nosotros... «Déjenlo al pobre, nos bañamos al otro lado.» Ésta lo va a cornear a Pepe, otro pucho gordo, a mí también, anda ya dile al cholo... El gringo sale de la piscina a respirar un rato, sin que nadie le haya dicho nada, y las chicas se van al agua aprovechando el momento, están firmes, nada de bikinis eso sí, manya primo a la flight hostess casi calata, dicen que tira con todo el mundo, ¿cuál es tu dicen?, ¿quién se avienta?, cuando se vayan las hembritas, hay que pegarle al gringo, no se olviden, fumen, muchachos, fumen, a ver gordo otra rueda, ¡manya esa tecla, primito!, ¿cuál cuál primo?, ésa, la que está con el mocoso...
Era Susan, que linda y ya sin la amiga de los dálmatas en Barranco, había venido a visitar a Julius y a ponerse al corriente de su vida por la piscina. Lo había encontrado, no sin alguna dificultad, entre docenas de niños que se bañaban horas, mañana y tarde. Eran ya más de las cinco y media y el sol había dejado de quemar. Julius, parado junto a ella, temblaba como loco y se moría de frío cada vez que una gota de agua le chorreaba desde el hombro hasta la cintura o desde la nariz hasta el ombligo. Susan debió pensar en niños con pulmonía, en chiquitos esquimales o algo así, lo cierto es que empezó a quererlo inmensamente, sobre todo porque en ese instante ni Juan Lucas ni Bobby ni nadie ocupaba su mente. Decidió pues compartir la vida semiacuática de su hijo, durante unos minutos solamente, porque a las seis cerraban la piscina y ya iba a ser hora de que se fuera a vestir a los camarines. Pero aún quedaba un ratito y qué tal si le proponía un butifarra allá en el bar, junto a la piscina de socios, la curvilínea. Julius no vaciló en aceptar; siempre andaba muerto de hambre el pobre y es que generalmente comía sólo cuando Juan Lucas decidía bajar a la Taberna, o cuando Susan se acordaba de que debía comer y tocaba el timbre para ordenar que le subieran la comida a la suite, esa palabrita francesa que para Julius tenía una significación alto triste, porque quería decir no sólo dormitorio, sino además su salita para las visitas que nunca recibía, a no ser que se tratara de Arminda con las camisas. Se acercaban al bar y Susan distinguió a Pericote Siles, ¡qué pesadilla! Pericote se le había declarado cuando estaba por casarse con Santiago, luego cuando enviudó, la tercera vez unos meses antes de casarse con Juan Lucas, y hasta ahora trataba de bailar con ella cada vez que la veía en una fiesta. Y lo mismo con todo Lima. Pero nadie lo tomaba en serio, eso que era abogado y honrado y trabajador y había ganado sus reales también como todos. Gracias a ellos podía tomarse sus tardecitas libres y ahí estaba, con cara de querer bailar, bebiendo su naranjada, sanas vitaminas para conservarse joven, a los cuarenta y ocho años, bastante ridículo de apariencia.
Pericote pertenecía a la raza de los que Juan Lucas conocía pero nunca reconocía. Pericote, guayabera blanca, pantaloncito gris y mocasines negro y blanquito, era un pericote; pero optimista eso sí, optimista y con una enorme capacidad, casi una amnesia de alta sociedad, para olvidar las mil mandadas al diablo que mil hoy señoras de Lima le habían pegado desde que llegó a su primera fiesta, treinta años atrás, invitándole cigarrillos a todo el mundo y saludando hasta a los que no conocía. Seguía igualito, y por eso, no bien vio que Susan se acercaba al bar con Julius al lado, se pegó tal empinada que tuvo que cogerse al mostrador para no irse de cara, parecía el gringo a punto de iniciar el salto número cuarenta y dos, paralelo a una puesta en pie masiva del barrio Marconi, que se trasladaba fumando hacia el bar, para estudiar a la señora que debía haber sido un lomazo, que todavía estaba muy buena y que qué mierda hace conversando con la rata esa.
—Es Julius, el menor de mis hijos.
—Caballerito ilustre...
Caballerito ilustre, furioso, notó que la mano de Pericote se acercaba para posarse sobre su cabeza empapada, y se anticipó introduciéndose un dedo en la oreja, saltando al mismo tiempo sobre un pie y sacudiendo la cabeza para botar el agua que se le había metido hasta el cerebro de tanto bucear: le salpicó la guayabera a Pericote, que en ese instante retiraba la mano sin haber logrado tocar nada. Ahí no más estaba la fuente de butifarras y Julius ya se le iba encima cuando Susan le sonrió a los tres mozos que esperaban sus órdenes y le pidió, al más bueno de los tres, dos butifarras en dos platitos por favor, sin dejar que Pericote ordenara con la misma entonación que ya practicaba en primero de Derecho, que fue cuando empezó a querer bailar con alguien. Perfectamente bien ubicado, con una visión total, el barrio Marconi en pleno, salvo las chicas, claro, si no sólo miraríamos de reojo, fumaba atento a los movimientos de la señora, que de cerca seguía tan buena como de lejos. Pericote ordenó una naranjada más para él y dos Coca-Colas o lo que deseen tomar, para sus invitados. Julius aceptó la Coca-Cola y Susan, al notar que de pronto empezaba a oscurecer, pidió un jerez porque el momento se parecía a otro en su vida, antes de partir al teatro en Londres, por ejemplo, Pericote casi grita que jerez también para él, pero ya le estaban sirviendo su naranjada y no tuvo más remedio que conformarse con ser mucho menos fino que Susan. «Le mete al trago» comentó uno de los del barrio, al ver que a Susan le servían la copa de jerez, otro ya iba a decir que a lo mejor como la flight hostess... pero en este instante aparecieron las chicas y ellos dieron una pitada indiferente y empezaron a disimular, recordando lo del gringo además, ya no tardaba en irse a cambiar, fumen, muchachos, fumen. Pericote seguía pensando en terminar rápido su naranjada y en tomar un jerez a esa hora por primera vez en su vida, pero en ese momento Susan alejó la copita tres centímetros con los dedos y pidió un vaso de agua natural, él ya no supo qué hacer, Susan ni siquiera había probado el jerez: el pobre era lo suficientemente bruto como para no darse cuenta que lo del oscurecer fue momentáneo, una nube que ocultó el sol unos minutos, que ahora volvía a aclarar y que el momento ya no se parecía a otro en la vida de Susan, antes de un estreno en Londres, por ejemplo. Julius se iba por la segunda butifarra y Susan pensó que la tía Susana le habría dicho a sus hijos, awful creatures, que ni un bocado más, después a la hora de la comida no prueban bocado. Miró a Julius, vio a la tía Susana horrible y a Pericote tan gris, casi le grita a Julius que comiera butifarras hasta morirse. Y es que ya no podía más la pobre: Pericote seguía igualito a cuando era el muchacho más bueno de Lima, el más pesado también, y ahora, veinte años después, seguía tan idiota como entonces pero con una cierta suficiencia frente a los mozos, algo, lo único que había aprendido a punta de imitar a playboys y solterones interesantes, a punta de firmar cheques ya tenía su propia firma Pericote: garabateaba un Siles con letras empinadas.
—¿Y tu marido, Susan?... ¿sigue hecho un campeón de golf? Por ahí leí en algún periódico que había vuelto a...
—Salió tercero. Julius, darling, cómete mi butifarra si quieres.
—¿Y tú también eres un futuro campeón?
Julius lo miró furioso, un bocado enorme en la boca y la hoja de lechuga entre que entraba y se caía al suelo.
—¿Te acuerdas, Susan, de esa vez en Ancón?... la fiesta de carnavales donde Ana María...
—No... fue hace mil años me imagino...
—Cómo no te vas a acordar de lo del chisguete...
—Qué tal memoria la tuya...
—Tienes que acordarte... Alicita Dumont estaba de novia con Bingo León, después pelearon y ella conoció a...
—Julius, darling, a cambiarte; estás temblando de frío... Nos vemos más tarde en la suite.
Julius le dio un último bocado a la butifarra de Susan, la dejó nuevamente sobre el platito y se dirigió a los camarines. Pericote comprendió que Susan también se marchaba y sintió una pena terrible, ahora hasta el próximo encuentro. Susan abrió su bolso y por supuesto se dio con que no tenía un real, mientras Pericote, empinadísimo, decía que ni hablar de pagar, que él se iba a quedar un rato más y que pagaría todo. Susan no lo escuchó y pidió un vale para que se lo pusieran a la cuenta. ¡Que ni hablar!, volvió a gritar Pericote, pero en ese instante las chicas del barrio Marconi pasaron por su derecha rumbo al camarín de mujeres, la flight hostess del bikini por su izquierda también a cambiarse, él no supo hacia dónde mirar, estaba loco por conocer a la flight hostess, por sacar la billetera y pagar, por guiñarles el ojo a las chiquillas esas, lo cierto es que no hizo nada, sólo puso cara de cojudo y cuando sacó la billetera llenecita, ya Susan había escrito su nombre sobre el vale y hasta se había acordado del número de la suite. Se fue Susan, linda y sin darse cuenta de nada, pensando solamente que esos cuartitos allá eran los camarines y que Julius no le había contado nada de sus días metido en la piscina, y ahora, cuando regresara Juan Lucas, todo sería distinto, probablemente tendría que cambiarse a la carrera, para ir a la carrera a algún lugar que a Juan Lucas le gustaba y que ella descubriría, le encantaba.
Los del barrio Marconi habían pedido cerveza y lo miraban con mala cara. Pericote seguía desconcertado: no había logrado ver bien a las chicas en ropa de baño, y por mirarlas no vio a la flight hostess y por mirarla, esto es lo peor, no pudo pagarle la cuenta a Susan, ¡qué habrá pensado! Continuaba ahí parado, gris el pobre Pericote, alimentándose de su fracaso, otro día más en su vida en que iría por la noche al Club, en que contaría sus hazañas, bueno ahora ya no eran hazañas como cuando era estudiante de Derecho y se trompeaba con matones y se acostaba con bellezas, ahora eran sólo historias de lo que pensaba hacer, de lo que deseaba en el fondo, siempre sonriente y lo escuchaban porque era un abogado honrado, un cojudo, un amigo servicial, de ahí sacaba los saludos, le escuchaban las historias de lo que iba a hacer, nunca de lo que había hecho, ésas se las contaba él mismo en la oscuridad de su dormitorio, al apoyar la cabeza sobre la almohada, y entonces se iban convirtiendo en historias de lo que no había hecho, reaparecían copa de jerez vaso de agua naranjada, con ellos Susan tomándose a la broma su tercera declaración de amor, reaparecían los «no bailo» de Alicia de Rosa María de Mary Anne mientras tocaban All day, all night Mary Anne y él se acercaba entonando, los «no bailo» de Grimanesa de Elena de Susan, reaparecían los muchachos del barrio Marconi pagando sus cervezas... Bostezaba Pericote entre su pijama de playboy y se dormía triste con todo lo que no había hecho, con nada en realidad, como esta tarde Susan impaciente por irse, sin pagarle la cuenta, sin lograr ver a la flight hostess de cerquita, sin siquiera haber podido mirar a las chicas esas y todavía ellos mirándolo insolentes. Después, al día siguiente, se levantaba entre sonriente y amnésico, desayunaba apurado y sabía que jugaba a llegar al estudio optimista y atareadísimo, saludando a secretarias, pidiendo llamadas telefónicas que impresionan a las secretarias, anunciando que les iba a dictar y fumando, ahí empezaba a creer nuevamente en lo del abogadazo, en lo del solterón interesante, en lo del playboy, en que iba a conocer a la flight hostess, aventura para el Club, así era Pericote.
La piscina hizo que el verano avanzara para Julius; algunas semanas habían pasado y la cosa iba mejorando porque ya tenía amigos y con ellos correteaba por todos lados, por los jardines, a veces, que era cuando se topaban con uno de los del barrio Marconi besando a su chica y regresaban desconcertados a la piscina, donde en un agua más cristalina que la de este vaso, buceaban el cuchillo de Tarzán, rápido porque ya se acerca el cocodrilo, que era el más gordo de todos, hasta que se picaba y le permitían hacer un Tarzán malo hasta en lo del grito. Jane eran todas las chiquillas que se bañaban en ese momento, vigiladas por un ama que tejía sin cesar sentada en una banca verde; chiquillas de nueve, diez y once años, con las que ellos nada tenían que ver, Cinthias a veces y Julius las miraba de reojo, por eso a menudo lo cogía el cocodrilo. Pero ni él ni los otros chicos les hablaban, sólo los muchachos del barrio Marconi las miraban a veces, las calculaban sabe Dios si para ellos en el futuro, dentro de dos, de tres, de cuatro veranos, o para un hermanito de once años que estaba buceando hecho un imbécil y que ahora, a la salida, para que se haga bien machito, ellos obligarían a trompearse con el palomilla que ya quería cuidar automóviles en la puerta de la piscina y que era probablemente el que se había robado la bicicleta del hermano de Pedro. Fumaban calculadores los muchachos del barrio y, entre cigarrillo y cigarrillo, iban llevando la cuenta de los saltos mortales del gringo, ojalá que en una de ésas caiga fuera de la piscina y se mate, y a quien ellos le iban a romper el alma esta tarde, a la salida, mientras tanto fumen, muchachos, fumen, controlen siempre a las gilas y no se olviden de besarlas bonito, que es lo más importante.