Y a tocar pito como loco y a desviar a todo el mundo porque ya se acerca el Señor Presidente de la República y su comitiva en carros negros superlargos donde el sol brilla hasta cegar a gente del pueblo que pone su carota en la ventanilla y ve al Presidente de cerca y esta noche se va a emborrachar en una cantina y en algún momento va a llorar. ¡Viva el Perú carajo! ¡En las olimpiadas del treinta y seis no nos dejaron campeonar en fútbol porque éramos negros! ¡Viva Lolo Fernández carajo! ¡Y Manguera Villanueva! ¡Viva el Perú carajo! El presidente los saluda con la mano, sonríe a las carotas que empañan una tras otra la ventanilla con el vaho de su respiración y ensucian la carrocería negra del Cadillac superlargo con sus manos sudorosas e inmundas; es gente que no entrará a la corrida, sólo algunos se zamparán, gente que a veces revende los boletos, que esperará buscando algo que a alguien se le haya caído hasta que vuelva a aparecer el Presidente, poco antes del fin de la corrida, para saludarlo, si no me empujan, una vez más y luego correr a decirle a uno como Juan Lucas, aunque ellos distinguen más por el carro, ¡yo se lo cuidé, señor!, ¡yo se lo cuidé, señor!, hasta el fin, hasta que empiece a oscurecer y ya sólo queden papeles y colillas alrededor de la Plaza, que es cuando empiezan a beberse las propinas.
Un zambo con gorrita roja para el ambiente condujo a Susan, Juan Lucas, Bobby y Julius hasta sus asientos y les puso las almohadillas sobre sus numerados de sombra y contrabarrera. Una barbaridad de gente saludó a Susan mientras descendía la escalera hasta su asiento pero había mucho sol y ella no distinguía bien y quería tanto su Coca-Cola helada. Linda estaba Susan, y desesperada por saber quiénes eran los toreros que habían venido. Juan Lucas empezó explicándole con santa paciencia que el empresario era un hijo de puta y que no había traído al Briceño, que era lo mejorcito del momento. Después le fue nombrando uno por uno los toreros que habían venido, le explicó y le hizo recordar quién era el Gitano y que lo habían visto cuando estuvieron en Madrid. Susan le dijo que recordaba para no contrariarlo y porque estaba guapísimo pero simplemente no se acordaba del Gitano. Juan Lucas le señaló a los tres toreros de la tarde que esperaban listos para el paseo de las cuadrillas. Todavía no se había sentado; miraba hacia los asientos de arriba y de los lados y saludaba a un montón de gente todita vestida para la ocasión. Bobby estaba cojudo con la cantidad de chicas tan lindas que había por todas partes, algún día él también traería a Peggy, aunque ella decía que eso de los toros era criminal. La que llegó en ese momento fue Miss Universo, una sueca rubísima este año y todos los playboys encendieron sus puros y se sintieron una vez más bien buenmozos y seguros de sí mismos.
Por los tendidos de sol, los marineros que habían logrado entrar sin que les arrancaran su cámara fotográfica se preparaban para mirar casi toda la corrida a través del lente. También pedían cerveza y se las cobraban en el acto y nunca les traían el vuelto con eso de ya vuelvo mister. Grupos de muchachos discutían sobre ganaderías y temporadas anteriores y hacían sus pronósticos para ésta, mientras maldecían que el puro que encendieron hace un ratito no más se les hubiera vuelto a apagar. Se encontraban en los tendidos y se saludaban aspaventosamente y muchos llevaban pañuelos rojos como en Pamplona y se sentían bien entendidos. Bebían cerveza por montones cuando no habían venido con sus enamoradas y se sentían alegres y libres para emborracharse, gritar, cantar y lanzar protestando bien taurinamente su almohadilla en cuanto la chica esa de al lado me esté mirando. Por ahora, en que también me está mirando, sólo beber de la bota, como en Pamplona y Hemingway... Varonil. Macho. Cojones.
Pero nadie tan taurino como el popular Mazamorra Quintana, ese estudiante de ingeniería que ahora está bajando hacia su asiento entre los aplausos de amigos y conocidos o no, y que cuando camina frente a una mujer, fanático como es de los toros, se introduce la mano en el bolsillo del pantalón, se lo jala hacia un lado, dejando, como los toreros, bien marcados sus órganos genitales. Además ha toreado vaquillas en la hacienda de una prima y en las fiestas, cuando suena el pasodoble, le abren campo y lo llaman; entonces él atraviesa el salón, no hacia la chica más bella sino hacia la que está más lejos, para que sea más largo su camino con la mano en el bolsillo jalando el pantalón, y los órganos genitales bien marcados no dejen lugar a dudas: es Mazamorra del Perú, bueno para todos los ambientes, popular y envidiado en su carro rojo y amarillito. Se abraza con todos en el tendido, saluda con el brazo en alto a los amigos de otros tendidos y pide trago. Todos beben en las primeras filas. Beben cerveza o vino de sus botas, se las cambian, se invitan, se van emborrachando para gritar taurinamente cuando crean que ha llegado la ocasión. También se bebe en las filas altas, donde gente de todos los colores y edades mira divertirse a los muchachos de abajo y espera que empiece la corrida para que se callen un poco y se dejen de mariconadas.
Y la corrida ya empieza porque ahí entra el Señor Presidente de la República, unos dirán que lo aplaudieron mucho, otros que nada. La banda de la Guardia Republicana se arranca con la música que da tanto ambiente y los toreros salen del portón bajo el tendido once y avanzan primero de frente hacia sombra, desviándose un poco luego hacia el palco del juez. Aplausos para los conocidos que se portaron bien en una temporada anterior, mientras alguien le dice a Miss Universo lo que tiene que declarar terminada la corrida, no la vaya a cagar la sueca; mientras los toreros se desplazan desordenadamente hacia la sombra y el Gitano empieza a tocar madera delante de Susan porque le toca el primero de la tarde; mientras Bobby decide que le gustan más las mujeres que los toros y comprueba que Miss Universo está muy flaca para la cama pero bien para invitarla a comer; mientras llega alguna veterana artista de Hollywood, está bien conservada la gringa; mientras un ganadero peruano se caga de miedo porque son sus toros; mientras la pobre Susan consigue por fin su Coca-Cola y Juan Lucas enciende un puro; mientras Julius empieza a interesarse más por el toro negro y triste que acaba de salir que por los toreros; mientras la millonaria y huachafa Pepita Román llega tarde con su novio, un calato inglés distinguido, para que todos la vean; mientras llega un torero-señorito peruano y su amante norteamericana interesada por la fiesta; mientras muchos largan a los vendedores de gaseosas porque molestan al pasar; mientras un fotógrafo de sociales quiere captar a Susan de frente; mientras Juan Lucas le pregunta a Julius cómo se siente porque éste es un espectáculo para hombres; mientras Susan adora a Julius y lee su rabia contra Juan Lucas; mientras un peón sale disparado con el toro detrás; mientras el Gitano sale listo a enfrentarse con el bicho; mientras Juan Lucas instala en la tarde de toros su perfil rojo trabajado por el sol, adornado por canas que resbalan hacia la nuca, y domina y observa entendido el arte caro que tanto le gusta; mientras Aránzazu Marticorena, que fue su amante, lo mira y lo sigue queriendo sentada al lado de su esposo; mientras el gordo Luis Martín Romero, puro en boca, en su asiento preferencial de periodista taurino, termina de anotar su descripción del primero de la tarde y observa ahora los movimientos del Gitano, continuando así con su descripción de la corrida que mañana podrá ser leída en la página taurina de un diario de la capital.
Y las corridas continúan después de las corridas, más allá de las corridas, como metafrívolamente. Su ambiente, cuando menos, se traslada para muchos actuales, pretéritos y futuros Juan Lucas, a bares de lujosos hoteles a los que descienden los toreros que ahí se alojan, como Santillana esta tarde que bajó llenecito de muecas y golpeó andaluzamente y sin cesar la mesa a la que Juan Lucas lo había invitado, dejando nerviosísima a la mujer de Lester Lang III, que acababa de llegar para la feria de octubre. Lang III, que como Juan Lucas sabía combinar placer y negocios, dejaba bailar la norteamericana curiosidad de su mujer al compás del yo-soy-trágico-e-interesante Santillana, y al mismo tiempo le pedía alguna explicación sobre su arte, explicación que semanas más tarde él repetiría en los whiskys que siguen a una reunión de accionistas en Nueva York, que es de donde traía sus dolarillos este acriollado, en lo de la comida y las inversiones, gringo. Más tarde, ya de noche, el íntegro contenido de las páginas sociales de los diarios se va trasladando a los mesones, que son como pedazos de coloniaje incrustados muchas veces en modernos edificios de Lima, la ciudad de los virreyes y de los villorrios; hasta ellos llegan fotógrafos que vienen por placas de toreros mezclados en las mesas y entre la música con muchachas que se visten en París. Van llegando Susan y Juan Lucas, ya no los chicos, Lester Lang III y más amigos; van llegando playboys que los mozos acompañan a sus mesas y va creándose la atmósfera necesitada, entre marineras que se prolongarán en jaranas, y entre novios peruanos que toleran celosos los autógrafos salerosos que Gitano, Santillana y Lazarillo van escribiendo sobre fotografías en las que resaltan sus órganos genitales más aún que los de Mazamorra Quintana, que también ya va llegando.
Lo del techo del segundo piso cayó en sábado y el arquitecto de moda, fiel a la promesa que le hizo a Julius una noche, con varias copas de jerez adentro, vino a recogerlo muy temprano para llevarlo a ver. Últimamente el arquitecto de moda no se perdía ni una de las reuniones que Juan Lucas organizaba con motivo de la feria de octubre. Ni tonto: el palacio se llenaba de señorones que a lo mejor querían construirse una casa y con los cuales era tan agradable conversar entre el olor masculino de los puros y entre las copas de jerez o de otros licores que Juan Lucas había almacenado para mantener el bar de su casa a la altura de su bien ganado prestigio. La comida llegaba siempre de hoteles o de restaurants criollos, chinos, internacionales; Nilda se sentía completamente despreciada en la cocina, andaba bien insolentona la Selvática y Susan prefería no darle cara por algunos días. En cambio sí podía darle tranquilamente cara al arquitecto, que ya había aprendido a beber sin decir lo que sentía y que ahora venía con su novia, anunciando próxima boda. Por supuesto que seguía loco de amor por Susan, pero ya había aceptado la vida tal cual es y además estaba ganando muy buena platita. Ahora más bien lo que pretendía era que su novia, una Susan bastante disminuida, aprendiera todo de Susan, todo, hasta a tener más de treinta y cinco años exquisita y linda. «Cállate y observa», parecía decirle antes de entrar al palacio, porque la pobre se pasaba reunión tras reunión calladita, siempre sonriente y accediendo en todo, algo insignificantita la novia del arquitecto, la verdad. En cambio él había crecido tanto como los letreros con su nombre que colocaba frente a sus nuevas construcciones; estaba realmente de moda, había que verlo rodeado por los invitados de Juan Lucas, explica y explica arquitectura, tanto que los señorones empezaban a cansarse y se arrancaban a hablar nuevamente de toros; poco o nada les quedaba por decir después del «preciosa la casa» que soltaban alabando sus dibujos, y que a él lo entusiasmaban hasta el punto de soltar otra vez su famoso «¡plástico!, ¡plástico!», contemplando el plano extendido entre sus brazos en alto. «¿Y a éste que le pasa?», se decían con los ojos los hombres de negocios; empezaban a abandonarlo, se olvidaban del arquitecto, y él cerraba sus planos y diseños para volver donde su novia y llevársela a tomar unas lecciones más de Susan.
«Trabajan desde muy temprano y sin parar —le había dicho el arquitecto—: cuando se techa no se puede parar, hay que trabajar constantemente; se toman sus cervezas para entrar en calor y darse ánimos; cuando agarran viada no paran de subir y bajar, algunos están medio zampaditos.» Por eso Julius llegó sonriente y decidido a ver algo nuevo, interesante y alegre. Y por eso ahora, al bajar del automóvil del arquitecto, andaba bastante desconcertado: aparte de que era muy probable que todos se fueran al infierno porque no paraban de gritar lisuras, estaban semidesnudos y todos pintarrajeados. Parecían unos payasos que se habían trompeado desgarrándose las ropas y que ahora, de albañiles, seguían con sus bromas circenses mientras subían por andamios sin barandas de los cuales no tardaban en caerse. El arquitecto se olvidó de Julius y se fue a un lado a conversar con el ingeniero y el maestro de obras. Julius trató de acercarse a la máquina mezcladora de concreto, pero por lo menos tres «¡cuidado chico!» lo alejaron despavorido. Nadie le daba bola en ese entierro. No tuvo más remedio que pararse nuevamente en la vereda y desde ahí seguir toda la extraña ceremonia: los veía subir cargando al hombro latas llenas de concreto y haciendo equilibrio en los dos andamios: uno avanzaba hacia la derecha, hasta el techo del primer piso; ahí había un pequeño descanso, con una baranda para que no se sobraran con el impulso de la subida y se sacaran la mugre; del descanso arrancaba otro andamio que subía hacía la izquierda, hasta donde iban vaceando sus latas de concreto. Julius permaneció unos veinte minutos parado solo y sin hablar con nadie; por fin se le acercó el arquitecto para decirle que se iba un rato a otra construcción con el ingeniero. «¿Prefieres quedarte? —le preguntó—; yo vuelvo más tarde por ti.» Julius le dijo que sí y el arquitecto se lo encargó al maestro de obra.
—Ah, ¿es hijo del señor?... Déjemelo no más... Ahora lo vamos a hacer trabajar un poco... ¿Cómo te llamas? —le preguntó al ver que ingeniero y arquitecto se alejaban.
—Julius...
El maestro lo miró sonriente, como si no entendiera muy bien ese tipo de nombres, y empezó a contarle con más detalles cómo funcionaban los obreros el día de techada. Le señaló las cajas de cerveza que iban bebiendo mientras duraba el asunto y le explicó nuevamente que no podían parar, pero que se turnarían para comer algo dentro de un rato. Mientras tanto los obreros continuaban pujando para subir, descansando a la mitad del camino, acomodándose bien la lata en el hombro y lanzándose a la segunda mitad de la ascensión. Se encontraban en pleno andamio con otro que bajaba vacío y que le cedía el paso, pero como eran bien bromistas muchas veces se daban codazos o se metían la mano al culo, haciendo tambalearse al que subía. Todo era motivo de granputeadas y/o mentadas de madre, más otras lisuras que Julius iba aprendiendo sin lograr calificar de malvada a esa gente. Los veía pujar semidesnudos, gritarse nombres increíbles, apodos que no existían en su colegio: Guardacaballo, a un negro esquelético; Cucaracha, a uno de cerdas rojizas; Blanquillo, a uno que era blanco como Julius pero obrero incomprensiblemente; Serrucho; Tortolita; Pan con lomo, uno bien gordo; Agua Bendita, a uno que era excesivamente frágil y que tosía mientras subía y mientras bajaba. Todos subían y bajaban y aprovechaban el momento en que el encargado de la máquina les estaba llenando sus latas, para correr a beberse unos tragos de cerveza y a veces también a meter la cabeza inmunda, generalmente cubierta con gorros en punta, de papel de periódico, en un inmenso barril lleno de agua inmunda. Luego volvían a recoger sus latas y emprendían la marcha a menudo tambaleándose, acercándose demasiado a los bordes, ya Julius los veía en el suelo y muertos con una palabrota recién dicha. De pronto Cucaracha lo señaló con la mano y dijo que ése debería ser el hijo del patrón. «A ver si se lo palabrean para que nos consiga un extra, añadió: con cerveza no basta.» Cosa por el estilo escuchó Julius, parado ahí en la vereda, y luego vio que de vez en cuando lo miraban y se sonreían como si fuera broma, después de todo qué podía hacer el mocoso de mierda para que a ellos les pagaran algo más. «Están reclamando paga extra», le dijo el maestro, y él lo miró pidiéndole mayor explicación.