Un mundo para Julius (11 page)

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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Novela

BOOK: Un mundo para Julius
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Julius gritó y Vilma vino, pero no se atrevió a intervenir por temor al castellano significante de la maestra. En cambio la malhumorada señorita aprovechó para decirle que estaba horrible, hija, ¿quién la había magullado así?, pero la interrumpió Nilda que entró preguntando desafiante por qué había gritado el niño. Julius dijo que lo habían pellizcado, y la Selvática furiosa empezó a gritar que si querían hacerlo vomitar o qué, tanto que el pobre sintió ligeras náuseas y pidió continuar, probablemente para evitar más líos. La señorita Julia se asustó y dijo que iban a continuar, pero la cocinera se quedó parada montando guardia hasta el fin de la clase. Y no le fue tan mal porque se entretuvo con el poemita que la maestra empezó a enseñarle a Julius para el día de la madre. Faltaba mucho para el día de la madre pero justamente así él tendría tiempo para aprenderlo bien de memoria, le iba a gustar el poemita, a tu mamá también. Qué le quedaba, ahí estaba el pobre paporreteando uno de esos poemas que se recitan mientras se le entrega a mamá el ramito de flores, en el baño de la casa, por ejemplo; la cogen desprevenida a mamita y es horrible; te mueres de vergüenza.

Si no hubiera sido por Dora, la hija de Arminda, la lavandera, se habría podido decir que todo marchaba perfecto en Chosica. Los médicos ya para qué iban a venir, Julius no podía estar mejor. A Palomino sólo hubo que remplazado tres o cuatro veces, no se necesitaban más inyecciones. A Vilma el dedo le quedó muy bien cuando le quitaron el yeso; se estaba portando a las mil maravillas. Por las tardes, salían todos en el Mercedes y se iban hasta el Palomar o a presenciar partidos de fútbol que veintidós cholos, con veintidós uniformes distintos, toda clase de zapatos y hasta descalzos, jugaban en canchas improvisadas al borde de la carretera. A veces también había partido en el Parque Central, pero ahí sí cada equipo con su uniforme y todos con sus chimpunes. Al regresar de uno de esos partidos, una tarde, encontraron a Arminda hecha polvo: Dora se había escapado con el heladero, se había largado con él a Lima.

Cuando volvió, Arminda la recibió a bofetadas, hasta la amenazó con el cuchillo de la cocina, pero Nilda se lo reclamó inmediatamente. Qué no le dijo, la pobre Arminda. Y Dora insolentísima. Ni caso. Burlona. Altanera. ¡Dónde habría aprendido! Respondona. Nilda sugirió quemarle la lengua, si fuera su hijo... Se iba a morir del colerón la pobre señora Arminda, tan buena, tan corazón noble como era. ¡Si se lo estaba diciendo! ¡Qué falta de educación por Dios! ¡A su madre! Ya le iba a pegar. Sí, que le pegara. Así. ¡Cuarenta años!, ¡más de cuarenta años con la cabeza metida en un lavadero y los pies helados! ¡Friega que te friega! ¡No! ¡No tenía alma! ¡Era un monstruo como su padre! Gritaba y gritaba, la pobre Arminda, se iba a morir del colerón, Julius estaba asustadísimo y ahora el bebé de Nilda berreando, Dora protegiéndose como podía de los golpes y Nilda extrayendo el seno. Al día siguiente, Dora había desaparecido. Dejó una notita diciendo que se iba para la sierra con el heladero de D'Onofrio. Arminda agachó la cabeza para envejecer.

«¡La señora se casa con el señor Juan Lucas!», gritó Nilda, con la carta abierta en una mano. Julius acababa de llegar del mercado, donde por sexta vez le habían dicho que el pintor Peter se había marchado sin dejar dirección. Se lo estaba imaginando sentado al borde del Titicaca, paleta y pincel en mano, cuando escuchó el alarido de la Selvática. «Dame la carta», le dijo, juntando los tacos y separando las puntas de los pies. Nilda se la entregó, él empezó a leer algunas palabras, pero quería enterarse más rápido y se la pasó a Vilma. Pegó las manos al cuerpo.

Julius, darling:

Estoy muy emocionada. Tío Juan y yo nos acabamos de casar en una iglesita de Londres. Sólo han venido algunos amigos suyos, y de papi y míos. Estamos felices. Santiaguito y Bobby están con nosotros. Tú vas a ver cómo vas a querer a tío Juan Lucas. Es un amor. Como tú. Hace sólo dos horas que estamos casados y ahora nos vamos a almorzar a un restaurant por Onslow Gardens. ¡Cuánto daría por que estuvieras con nosotros!

Estoy feliz de saber que ya estás bien. Pronto se acaba nuestro viaje. Falta Venecia, Roma, no sé bien, pero ya deben ir preparando el regreso a Lima porque nosotros volvemos pronto. Pasaremos un verano lindo en Lima con tío Juan Lucas; ah, ¿darling? ¿Qué te parece? y después Julius al colegio. Corro donde Juan Lucas. Me espera en el bar. Todos te besamos mil veces.

Tenía aún puesto el traje verde con que se había casado. Se sentía la mujer más hermosa de la tierra, la más dichosa. Lo era, probablemente, esa mañana, mientras caminaba linda hacia el bar del hotel. Ahí estaba Juan Lucas, mirándola venir. Junto a él, Santiago y Bobby, francamente bellos con sus temos oscuros y esa elegancia poco preparada que Susan prefería en los jóvenes. Conversaban con gente que acababan de conocer, con los amigos de su padre, los increíbles John y Julius, borrachos, encantadores como cuando ella los conoció, ¡fue ayer!, ayer cuando conoció a un peruano en Londres y se casó con él en Lima, ahora se casaba en Londres con un peruano conocido en Lima. Pensar que Juan Lucas estaba en Londres cuando ella salía con Santiago... Ayer le prometió a Julius ponerle su nombre a uno de sus hijos y ahora, al verlo, había corrido a escribirle unas líneas a Julius... Sonrió al unirse al grupo, en el bar, prefería no recordar, Juan Lucas la ayudó: la recibió cogiéndola suavemente por la nuca, mientras hablaba, trayéndola con cariño hacia él mientras seguía contando entretenido, feliz. Susan sintió el peso del freno tibio en el cuello, reaccionó con un gesto igual al del león de la Metro, abrió tensa la boca, pero mientras recorría el camino del gesto hacia el hombro de Juan Lucas, fue descubriendo que su cuello se acomodaba perfecto en la curva tenaz, deliciosa de la mano; recibió una copa, pasando el otro brazo por la espalda de Juan Lucas, inclinando la cabeza, casi escondiéndose bajo el mechón rubio que se derrumbaba interrumpiendo precioso la perfección oscura, para la ocasión, que vestía Juan Lucas. Cerró la boca en una sonrisa. Nadie notó la brevedad de su gesto. Y ella, al sentir que abandonaban su nuca, estuvo a punto de repetir el gesto, casi vuelve a girar el cuello hacia el otro lado pero tuvo miedo de no encontrarse en la mano, de exigir demasiado, de morder y que fuera un recuerdo, ya no el momento, que se le iba, ¿sí?, ¿cómo?, le estaban preguntando algo. Regresaba siempre de estados así de tiernos, por eso la encontraban tan linda, por eso le perdonaban todo, la querían tanto.

V

El palacio los esperaba lleno de luz. El sol de ese verano se filtraba por las amplias ventanas y llegaba hasta los últimos rincones, alegrándolo todo. Entre Celso y Daniel habían logrado que cada cosa volviera a relucir y que los pisos recuperaran el brillo de antes. Todo recuerdo ingrato debía desaparecer, todo estaba listo para una nueva vida, y ellos se aprestaban a servir al nuevo señor. De tanto cocinar, de tanto planchar, encerar, barrer, baldear, de tanto lustrar se habían acostumbrado a que la niña Cinthia ya no estuviese.

Madrugaron el día del aeropuerto. Nilda llenó la despensa de productos alimenticios, mientras Vilma controlaba la ropa del niño y Carlos limpiaba los automóviles. A Julius le dijeron que no se fuera a meter en la carroza y que esperara tranquilito la hora de partir. Lo habían vestido prácticamente de primera comunión y le habían puesto su corbatita de torero. Esperaba nervioso, recordando, asociando este segundo viaje al aeropuerto con el primero, prefería no esperar en el salón del piano. A cada rato venían a verlo; lo encontraban siempre tranquilo, muy bien, él mismo lo decía, sin quererlo estaba aprendiendo el arte del disimulo y las manos tembleques.

Carlos le conversó durante todo el camino. Le iba diciendo que Santiaguito volvería hecho ya todo un hombre. En casa habían decidido lo mismo: Santiaguito iba a cumplir dieciséis años, tenía que regresar convertido en un hombrecito, Europa tenía que haberlo cambiado. Insistían en esa idea, como si unos cuantos meses de ausencia fueran suficientes para que aceptaran la superioridad del niño, haciéndolo crecer en sus mentes. Bobby también ya iba para los trece, entraba a secundaria, ya no volvería a usar pantalón corto, estaría muy crecidito. Se acercaban al aeropuerto, y Carlos seguía habla y habla en su afán de entretener a Julius, estaba alegre Carlos, te has divertido bastante en Chosica, ahora unos mesecitos más y al colegio, así es la vida, todos crecen, todos vuelven...

Todos vuelven al lugar donde nacieron, cantó Carlos, bembón, disforzado de alegría, señalándole el avión, encantado: «ahora con tal de que no nos haga la de Jorge Chávez —dijo, por decir algo—, con tal de que no se nos vaya de culata, a ver, prepárese para saludar a su mamá.» No podía quedarse callado, ni quieto tampoco, no lo dejaban mirar: sí, sí, el avión que él escogió para Cinthia, Cinthia, Cinthia, los altoparlantes lo confirmaban: Air France, vuelo 207, procedente de París, Lisboa, Point-á-Pitre, Caracas, Bogotá, Lima. Sintió náuseas pero no era el momento...

Los dos se aguantaban. «Ábrete Sésamo», parecía decir Carlos, parado inquieto ahí en la terraza, esperando que se abriera la puerta del avión, a ese animal sí que le tenía mucho miedo, el cielo para los ángeles, gallinazo no vuela más alto del techo, pero ¿por qué no abren? Ya hasta se estaba poniendo agresivo el chofer, se autocriticaba y todo: pero ¿qué te pasa?, ¿qué tanta emoción? Ni que fuera tu mamá la que llega, llega tu jefe y nada más... Pero no bien vio que se abría la puerta del avión, se quitó la gorra, llega la patroncita, y empezó a tararear valsecitos criollos, como siempre que se mortificaba por algo que no debía mortificarse. «¡El señor Juan Lucas!», exclamó, al verlo aparecer en la escalinata. Julius postergó el vómito para otro día y empezó a hacer adiós como loco. En efec ahí estaba Juan Lucas, vestido para la ocasión (probablemente el día en que haya terremoto aparecerá Juan Lucas gritando ¡socorro!, ¡mis palos de golf!, y perfectamente vestido para la ocasión). Junto a él, una aeromoza que hubiera querido pasar una temporada con él: la niña andaba en la época aventurera de su vida, volaba y aún no quería casarse. Pero se fue a la mierda cuando apareció eso que apareció aterrada, como diciendo adonde me han traído, no reconocía, sabe Dios en qué había estado pensando en los últimos minutos. Linda, de cualquier manera, mucho más linda ahora que se mataba haciéndole adiós adiós adiós, sin haberlo visto todavía. Se quitó las gafas de sol y casi la mata la luz inmediatamente se las volvió a poner, ¿dónde está «¡Allá, mamá!, ¡allá! le gritaba Santiago, en la oreja, por el aire ¡allá! ¿No lo ves?» Veía a Carlos, no veía «¡No importa, mamá! ¡baja! ¡No dejas pasar a nadie! Se habían apropiado de la escalinata ¡Apúrate!»

Por supuesto que pagaron varios sueldos de alguien por exceso de equipaje, pero eso no era nada. Lo principal venía por barco, palos de golf para todo el mundo, colecciones enteras; ropa inglesa, francesa, italiana; regalos hasta para la lavandera, comprados así, por montones, sin escoger realmente; licores raros, finísimos; adornos, lámparas, joyas; más colecciones de pipas Dunhill con sus tabaqueras de cuero y su puntito de marfil en cada una. Había sido un viaje feliz, demasiado corto, ahora que ya se sentían en Lima. Imposible resumirlo así, en tan poco tiempo. La gente les preguntaría. Todo lo que contaran era poco. En fin, ya de eso se encargarían las crónicas sociales con «inimitable mentecatería», según Juan Lucas. Hablarían de su viaje sin que ellos lo quisieran... (Ya por ahí no me meto: eso es algo que pertenece al yo profundo de los limeños; nunca se sabrá; eso de querer salir, o no, en «sociales», juran que no...)

¡Cómo había cambiado el palacio! ¿Quién había comprado esos muebles tan bonitos? ¿Quién había escogido esas pinturas para las paredes? Órdenes de Juan Lucas llegadas en alguna carta dirigida a algún apoderado de buen gusto y eficiente. Carlos seguía cargando las maletas de cuero de chancho, con cara de yo-ya-estuve-con-ellos, y se sentía superior. Vilma notó que Santiaguito ya era un hombre y que la miraba. Enseguida se fijó en Juan Lucas, el señor, y aceptó su elegante metro ochenta y siete, sin explicarse por qué, en realidad sin comprender tanta fama de buenmozo, la verdad, no se parecía a ningún artista de cine mejicano. Era para la señora. Volteó nuevamente y Santiago la seguía mirando. Nilda se había lavado las manos de ajo, para soltar su grito de felicidad, interrumpido esta vez por la mueca del señor, qué tanta euforia de las mujeres, que desaparezcan de una vez, que esté todo instalado ya, que haya un gin and tonic en alguna terraza ventilada de este mundo. Susan sí los quería, pero había toda la tradición de Nilda oliendo a ajos, además Arminda estaba llorando, no tardaba en persignarse y arrancar con eso de Dios bendiga a los que llegan a esta casa. Pobre Susan, hizo un esfuerzo y besó a la cocinera pero, ya ven, Arminda estalló con lo de su hija Dora y el heladero de D'Onofrio. Celso y Daniel tuvieron que abandonar el equipaje para venir a consolarla y, de paso, arrancársela a la señora de los brazos. Por fin Juan Lucas terminó con tanta confraternidad; sus brazos se extendieron nerviosos, años que no se escuchaban órdenes superiores en el palacio, Susan lo admiraba: ponga las maletas en su sitio, por favor; con cuidado de no arañar el cuero; suban para que nos ayuden a colgar las cosas; mujer, ya no llore, por favor. No sabía su nombre, tampoco el de Nilda que reaparecía gritando que ése era su hijo, que lo iba a educar como a un niño decente, y les enseñaba al monstruito. Juan Lucas empezó a crisparse, las típicas arrugas del duque de Windsor se dibujaron a ambos lados de sus ojos. Julius dijo mira, mami, el hijo de Nilda, y Juan Lucas desapareció, mientras Susan decidía amarlos a todos un ratito y acariciaba al bebé. Celso y Daniel corrieron detrás del señor.

Al día siguiente, por la mañana, llamó Susana Lastarria. Susan sintió una extraña mezcla de pena y flojera al oír su voz en el teléfono. Con verdadera resignación soportó media hora de su envidia y le contó todo lo que quería saber del viaje, de la boda, sobre todo. Finalmente, cuando ella creía que ya iba a terminar, Susana le preguntó si iba a celebrar el santo de Julius. Susan hizo un esfuerzo gigantesco para recordar, captar y expresar en palabras la manera de pensar de su prima: «No —le respondió—; creo que aún es muy pronto para tener fiestas en casa; aunque se trate de niños.»

—¡Claro! Me parece muy bien. Tienes toda la razón. Qué diría la gente...

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