El padrecito cantor se acercaba cantando y haciendo cantar a todo el mundo en las bancas y Juan Lucas, delante de él, introdujo el billete más grande en la canasta, hubiera querido metérselo en la boca al padrecito que lo miraba agradecido y seguía con su música y amando a los fieles ricos y pobres. Tres chicas le sonrieron a Juan Lucas y él les respondió con una miradota que las atravesó y las dejó llenecitas de esperanzas para el domingo próximo, en la misma misa, es un churro, mujer. Un socio del Golf le preguntó qué tendido tenía para la corrida de esta tarde, él le contestó que su asiento de siempre y quedaron en verse. Siguió avanzando y una adolescente, una muchacha rubia, hermosa, probablemente torturada o en conflicto con sus padres, le cantó cantemos al amor de los amores, a gritos y en su cara y le hizo tres con tres dedos, él nunca se enteró de que hacía tres domingos que ella se moría por él, y siguió avanzando hasta penetrar totalmente en el sector de las moneditas solamente y sucias además, sector que atravesó lo más rápido posible para dirigirse nuevamente a aguas territoriales, por el otro lado de la hilera, listo, asunto concluido, ya estaba otra vez frente al altar. Ahí se quedó parado con la canasta y como preguntándose Manongo dónde lo pongo, pero en ese instante llegó el curita de la boca en forma de tonsura al cantar y sonreír, y le dijo que se la entregara, que muchísimas gracias y que podía volver a su asiento. «Prepárese para cantar —agregó—: todavía falta cantar página cincuenta y cinco; no olvide usted, señor, que quien canta dos veces reza.» «Ah sí, doctor, claro», le respondió Juan Lucas, y volvió a su banca admirado por muchas mujeres de muchas edades y por Susan que lo adoraba y que lo necesitaba nuevamente a su lado.
Carlos los llevó después de la misa donde el español Luis Martín Romero, que firmaba Pepe Botellas sus artículos taurinos en un diario capitalino. Romero escribía todo el año sobre toros y los limeños lo leían como locos pero sólo durante las semanas que precedían a la feria y durante ésta; los limeños querían ser bien entendidos para poder discutir fuerte durante el mes de octubre y parte de noviembre, después qué mierda y hasta el año entrante. Pero éste no era el caso de los que asistían al almuerzo; ahí sí que la gente sabía de toros y hasta disponía de bibliotecas taurinas bien completas, donde los libros eran todos forrados en fino cuero y con iniciales doradas. Carlos detuvo el automóvil frente al edificio en que vivía el crítico, y Juan Lucas le ordenó que se llevara a los chicos a casa para que almorzaran rápidamente.
—Apúrese usted también —añadió, mientras ayudaba a Susan a bajar del auto—; no bien estén listos regresan a recogernos para ir todos juntos a la Plaza.
La puerta del ascensor se abrió en el cuarto piso; hasta ahí llegaban las guitarras flamencas que un estereofónico perfecto les permitiría apreciar en todo su apogeo, no bien entraran al departamento del gordo Luis Martín. Un mayordomo los esperaba para hacerlos pasar, y ahora sí ya se escuchaban todas esas voces bien varoniles, todos esos acentos españoles, todas esas expresiones tipo cojones o me cago en veinte, que hombres de mundo habían aprendido en círculos taurinos españoles y que hoy, en Lima, pronunciaban sin temor a que pareciera falso porque eran en el fondo como transfusiones de una sangre nueva que sus biografías les habían exigido con el transcurso de los años. Se abrazaban y se daban palmazos sonoros en la espalda, conforme iban llegando. Luis Martín Romero gritó ¡hombre cien años!, al ver a Juan Lucas, y avanzó hacia él para unirse en fraternal y varonil abrazote. Después besó a Susan y le dijo que gordo y feo como era, nunca perdería las esperanzas de ser amado por ella. Susan, linda, le dio un beso, se cogió de su brazo y le dijo que no bien renunciara al puro ese horroroso que llevaba siempre colgando del labio, ella vendría corriendo donde él. «¡El puro nunca!», gritó el gordo y fue carcajada general y alguien subió el volumen y la habitación empezó a vibrar con las guitarras flamencas, mientras el gordo, puro en boca, regresaba al bar para preparar otra tanda de pisco-sauers, con su fórmula mágica, secreto que se llevaría a la tumba, salvo que Susan se lo pida... Nueva carcajada general mientras Susan y Juan Lucas saludaban a más gente y la habitación se iba llenando. Ya no tardaban en aparecer los picantes criollos de la negra Concepción de los Reyes, setenta años metida en una cocina de Malambito y que un español, yo, Luis Martín Romero, he descubierto y he convencido para que agrande el negocio, ponga restaurant decente y para turistas que se vuelven locos con nuestra comida, ¡viva la doble nacionalidad!, ¡y que ya no tardan ustedes en saborear!... Ella misma había venido, la habían traído en taxi y no sabía bien dónde estaba metida la pobre, hasta que le pusieron todos sus ingredientes sobre una mesa en la cocina, ahí mismo se reambientó la negra veterana y empezó... cual verdadera artista, mis queridos amigos, a preparar... ¿Y ese pisco gordo? ¿Cuándo viene? «¡Aquí está ya entre mis manos! —respondió Romero—. ¡Mis veinte años en el Perú me permiten asegurarles que no lo hay igual!» Y batía como loco bañándose en sudor dale que te dale, batidora en mano porque odiaba lo eléctrico y le gustaba sentirse barman jugando a las maracas, suenan trozos de hielo en la batidora de plata y el gordo entendido y epicúreo se siente transportado a las Bahamas.
Pero un instante solamente. Porque las guitarras flamencas, las voces de los cantaores fielmente reproducidas por el estereofónico y los afiches que adornan bar, living, dormitorio y escritorio, afiches hasta de esa corrida que te perdiste, llaman al gordo Romero a la agradable realidad del momento, y es entonces que abre la batidora de plata, la envuelve en secadores blancos, la engríe entre sus manos rosadas como a un bebé en pañales y, orgulloso, va dejando caer el líquido blancuzco y espumoso en las copas de cóctel y anuncia feliz que ahí va otra tanda de pisco-sauers. «¡Susan! ¡Juan Lucas! —grita entre guitarras flamencas—: ¡prueben este néctar de los dioses!», y él mismo se los alcanza, él mismo les entrega copas frescas para los dedos, para los labios. Ellos prueban y halagan, cada uno a su manera: Susan, linda, recogiéndose el mechón de pelo caído a tiempo para la llegada del gordo, mira por la ventana entre distraída y enamorada, vislumbra esa zona de Lima que se dibuja ante sus ojos, vuelve el rostro y recibe la copa sonriente; prueba, se le viene el mechón a la cara, por fin dice: «Delicioso, darling, delicioso», y le besa ambas mejillas y el gordo recibe feliz su premio, gira luego con la copa de Juan Lucas en la mano y parte a buscarlo. Atraviesa el living festejado, admirado, lleno de amigos en su vida, va feliz el gordo, que es rosado y culón y tetón, pero es octubre y él ya lleva sus blanquísimas guayaberas panameñas, ya adquirió su aspecto característico, el que sus amigotes gustan en él, y no porque es gordo es cojudo, o afeminado o marica, el gordo grita su voluntad en ruedas de amigos y es mandón y sus engreimientos de gordo temperamental pero fiel lo han hecho estimado por hombres de voces varoniles que lo invitan y lo llevan y él les prepara esos pisco-sauers, sin perder nunca ese rítmico andar, esos pon-pon pon-pon criollos y acompasados; el gordo parece que cogiera ese ritmo de varonil gordura y de carajo a flor de boca, parece que lo cogiera tras de largos y ocultos esfuerzos matinales. Y luego, una vez cogido, una vez logrado el equilibrio para que nada en su gordura rosada se derrame, o sea simplemente excesivo o afeminado, una vez logrado el pon-pon pon-pon criollo en el andar, sale a las calles en busca del Café frente al periódico donde encuentra por primera vez en el día a los amigos; en seguida sube un rato a la redacción del periódico y más tarde, hacia el mediodía, busca en bares italianos en esquinas de jirones centrales de la ciudad, a grandazos como Juan Lucas, amigotes suyos, y con ellos se entrega a las delicias de los aperitivos y las empanaditas de carne o las caldúas y las chilenas, que son las mejores.
Después almuerza el gordo donde alguien o en restaurant cuya calidad él siempre ha descubierto, y vuelve a su departamento para una larga siesta interrumpida por despertares en los que lee un cuarto de hora, se vuelve a dormir, se vuelve a despertar, así hasta que ya va respirando mejor, ya va digiriendo lo hasta el momento comido, y sale otra vez nuevecito al centro de la ciudad, donde más amigos y nuevas copas lo esperan, copas que muchas noches se prolongarán en cantinas donde en tu vida has probado un chicharrón mejor, cantinas en la Victoria o en Bajo el Puente, pero no importa ni es peligroso porque el gordo es conocido, por ahí tiene sus puertas donde toca y le abren, y además porque su andar acompasado y criollo y su gordura aceptada como parte de nuestro acervo, le permiten transitar por avenidas y calles prohibidas al fino, sin que nadie, nunca jamás, le haya silbado hojita de té, o gritado ¡loca!, con nerviosa entonación.
—¡Estupendo! —exclamó Juan Lucas, al probar su pisco—; logró usted la fórmula correcta, mi querido profesor.
—¡Ya vuelvo con otra!... ¡Ya vuelvo con otra!...
Iba diciendo el gordo, mientras repartía entre los demás invitados las copas que aún le quedaban en el pequeño azafate de plata. Ya se escuchaba discutir de toros. Susan, rodeada de amigas o de gente que acababa de conocer, explicaba más o menos cómo iba a ser su casa nueva pero se aburría lastimosamente cada vez que comprobaba que Juan Lucas no estaba a su lado. En ese instante apareció el gordo Romero, que había entrado unos minutos en la cocina, trayendo abrazada contra su impecable guayabera blanca a la negra Concepción de los Reyes, para que la vieran, la admiraran y la aplaudieran. «¡A ver Carlos, ponte unos valses criollos! —le gritó a uno de sus invitados—; ¡hay que darle ambiente a lo que se viene! ¡Y aquí está la artista de lo que se viene!» Concepción de los Reyes, ¿qué vería? Se limitaba a sonreír viejísima y como si no captara ese súbito entusiasmo que un universo de amos manifestaba por ella. ¿Lo captaba? ¿O simplemente se sentía tocada, reída y aplaudida por seres increíbles y sobre todo muy variables? Luis Martín se cansó de halagarla, hubo ¡oles! y todo, y guardó a su joya engreída nuevamente en la cocina, para que se ocupara de esa ocopa maravillosa. Y rápido porque ya se va haciendo tarde y él tiene que estar bien ubicado en su lugar privilegiado de periodista taurino para dictar cátedra, para sentenciar cada movimiento, cada actitud de los toreros.
Media hora más tarde, Susan se estaba muriendo con tanto ají y Juan Lucas la llamaba mi gringa valiente y le daba pan, explicándole que era más efectivo que el agua o el vino. Los invitados terminaban sus platos y pedían cafés y coñacs antes de partir. En el estereofónico sonaban nuevamente discos de flamenco y alguien que era muy entendido estaba explicando por qué ese cantaor era el mejor del momento, cuando de pronto Susan, que había tomado tres pisco-sauers antes del almuerzo y luego mucho vino, exclamó que ese muchacho era un ¡darling!... «¿Pero tú cómo sabes?... tú no lo conoces», la interrumpió burlón Juan Lucas, queriéndola mucho y con siete de los piscos del gordo adentro. Alguien llegaba mientras ella avergonzada y linda, se escondía en su camisa de villela y lo besaba ahí donde se había afeitado con cremas Yardley y la piel estaba colorada por la euforia y era masculina hasta el amor.
«¡Gargajo López del Perú!», le gritó el gordo Romero a un hombrecito pequeño, medio deforme y horrible que llegaba en ese momento con un terno viejo y el cuello de la camisa sucio. Se decían las verdades así, brutalmente entre amigos, era el estilo, y Gargajo nerviosísimo empezó a saludar a todos y dijo que venía ya almorzado, que había tenido que cumplir con una comadre que tenía. Era periodista y habilísimo y, a pesar de su monstruosidad, que las guitarras flamencas, el vino y los coñacs, el ambiente y la belleza de algunas mujeres aumentaban en extremo, Gargajo era querido por muchos de los hombres que ahora lo abrazaban y le gritaban que para esta feria de octubre se había puesto más feo que nunca, mientras él le iba dando la espalda a tanta mujer que no conocía y buscaba la integración entre sus conocidos, antes de que una mirada de asco lo marginara para siempre. Y le daban de beber a Gargajo; le daban de beber para que empezara con sus salidas terribles, con sus maldiciones increíbles y sus bromas finas y agudas que a lo largo de años de encuentros en bares de la ciudad lo habían ido identificando en esa rueda de amigos a pesar de su monstruosidad e inmundicia. «¿Por qué?», se preguntaba Susan, al ver que hasta Juan Lucas se había dirigido al grupo en que reinaba la fealdad de ese hombre, y ahora, copa de coñac en mano y puro en boca, escuchaba los comentarios de Gargajo, las batidas que le pegaba al gordo Romero, las explicaciones que daba sobre el cuerpo del gordo, la única vez que lo descubrió, muerto de sed y calor, escribiendo un artículo taurino sentado calato sobre una silla de paja en la terraza de su departamento. Susan no pudo más y se acercó a ver cómo era eso; Juan Lucas le presentó a Gargajo con ese mismo apelativo y ella le dio la mano, sintió ese estropajo húmedo que era la de él, además no le miraba los ojos. Ahí se quedó parada, en medio del grupo, escuchando las bromas y descripciones de ese graciosísimo monstruo; también ella empezó a reír a carcajadas, a gozar a la par que todo el grupo y en su afán de gustar de todo lo que Juan Lucas gustaba, llegó al extremo de decirle darling, a ver si sentía algo por él y lo salvaba; tres veces casi seguidas le dijo darling, pero nada: seguía siendo horrible el tal Gargajo, hasta que él mismo, hipersensible, captó el asunto, se sintió abominable y abominado, bajó la mirada para toda la tarde y quedó, al callarse, sólo sucio y deforme.
«¡Hay que tener un paladar lampiño para no apreciar la ocopa de mi negra!», gritaba el gordo Romero mientras salían apresuradamente hacia sus automóviles. Carlos, Bobby y Julius esperaban hacía rato en el Mercedes. Juan Lucas mandó a Bobby al asiento trasero y se instaló junto al chófer para dirigirlo por los caminos más cortos y de menor tráfico. Susan se sentó atrás. Inmediatamente abrió su cartera, sacó un espejo y gritó que estaba horrible y que por favor la llevaran un ratito a la casa para arreglarse, pero Juan Lucas la mandó cortésmente a la mierda, porque ya no quedaba tiempo, y cuando ella iba a protestar le puso su reloj en las narices. Susan se arrepintió de haber bebido tanto y empezó a soñar con una Coca-Cola bien heladita en cuanto llegara al tendido. Juan Lucas había obligado a Carlos a pasarse tres luces rojas y ya se iba por la cuarta, pero se les atravesó una fila de carros y tuvo que frenar de golpe. «¡Me cago en veinte!», gritó, sin hacer caso alguno de la andanada de mentadas de madre que estaba recibiendo. El Mercedes corría minutos después por la avenida Abancay. Primera vez que Julius se internaba por barrios antiguos de la gran Lima, era puro ojos con todo. A su lado, Susan se ponía sus gafas de sol y oscurecía el asunto porque le daba flojera acordarse de la pobreza después de un almuerzo tan pesado y con tanto vino y sobre todo antes de la corrida. «Nos ha tocado lindo día», comentaba Juan Lucas, al mismo tiempo que le iba señalando a Carlos todos los recovecos por donde podía meterse para ganarle un centímetro al carro de al lado. «Va a ser un lío estacionar, añadía: usted acérquese lo más que pueda a la Plaza; ya le indicaré yo en qué tendido estamos para que nos espere allí a la salida; procure no estacionar muy cerca para que le sea fácil salir después.» El pobre Carlos no quitaba los ojos del carro que tenía adelante, el señor lo iba a hacer estrellarse con su vehemencia. Así el Mercedes iba llegando a Bajo el Puente y el pobre Carlos esquivando gente que lo toreaba para atravesar la pista o sólo por joder, y otros que no lograban pasar y soltaban tremendas mentadas de madre que se filtraban por las ventanas del Mercedes, mezcladas con el humo que despedían las carretas de las vivanderas. Una mezcolanza increíble de gente de todas las edades y colores, una especie de sálvese quien pueda avanzaba hacia la plaza y Julius miraba espantado, sacando la cabeza orejona por la ventana, súbitamente ocultándola porque un negrito de quince años introducía la cara con la bemba casi hasta donde estaba Susan y hacía reventar dentro del Mercedes el globo de su chicle, o porque un manco introducía el muñón en cuyo extremo llevaba prendidos los billetes de la lotería y les anunciaba millones que ya tenían para mañana por la mañana. Susan compadeció a uno que se había enganchado con el auto de adelante: «¡huy!, mientras los desenganchan seguro que no llegan al paseo». «No si siguen discutiendo así, le aseguró Juan Lucas observando a los chóferes de los carros enganchados: recién están en los carajeos.» Bobby que nunca decía lisuras delante de Peggy, la canadiense, andaba medio desconcertado con todas las que Juan Lucas pronunciaba esta tarde delante de su mamá. Julius también estaba desconcertado y pensando que era pecado, además, pero más lo atraía el espectáculo de locura que rodeaba la Plaza de Acho, ese domingo de sol; andaba un poco asustado el pobre, y Susan debió notarlo desde sus anteojos de sol y su necesidad de CocaCola helada, porque lo abrazó y gritó, bajito no más al oído: «¡A la Plaza de Acho, caracho», y fueron cómplices por un momento. Juntos se entregaron al espectáculo exterior a la plaza: a los infaltables marineros norteamericanos o franceses que llegan borrachos en busca de entradas para ver a Manolete o al Cordobés; a las hordas de inmundos palomillas que los persiguen gritándoles mister y pidiéndoles cualquier cosa o tratando de venderles algo o de robarles la cartera; a los muchachos que llegan con sus novias sanisidrinas o miraflorinas, protegiéndolas con el cuerpo para que ningún cholo de mierda les vaya a meter mano y fumando al mismo tiempo un puro que los está mareando y al mismo tiempo buscando el tendido con los billetes en la mano y saludando a un compañero de facultad que llega con otra chica bien bonita y liberal porque viene a sol, se atreve y todo, no es una cojudita de sombra, lo será en cuanto me gradúe, gane dinero y pueda pagar sombra y hasta contrabarrera de sombra porque triunfaré en la vida. Todos nosotros triunfamos en la vida, ¡no será una cojudita de sombra sino mi esposa y tengo derecho a llevarla donde me da la gana!, para algo soy yo. Gente igualita a Juan Lucas también llega diciéndole a su chófer que se acerque lo que más pueda a la plaza y que después busque dónde estacionar el auto. Y los chóferes sudan y avanzan como Carlos ahora hasta que un policía les grita ¡alto!, ¡basta ahí!, ¡péguese a su derecha!