Un mundo para Julius (23 page)

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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Novela

BOOK: Un mundo para Julius
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Julius no presenció la escena. Llegó corriendo al comedor cuando la mano que hizo stop acababa de regresar a su lugar, una tostada. Bebió su desayuno para salir a escape al colegio, mientras esa lágrima se abría camino en la repentina e inesperada tristeza de Susan. Sólo la notó al acercarse para darle un beso y salir disparado al colegio. De pronto se había quedado con un sabor salado e inexplicable en los labios, ¿mami llorando? Ni siquiera se daba cuenta de las curvas en trompo que pegaba Bobby, poniendo en peligro su vida, la de Carlos y la de Imelda. Como todos los días, el chofer le iba diciendo a su hermano última vez que te dejo el timón, pero hoy Julius no lo escuchaba y seguía frotándose los labios con los labios, buscando el sabor desvanecido de esa lágrima para creer del todo que era cierto, mami estaba llorando. La sonrisa enorme y blanca de Gumersindo Quiñones, parado junto al portón, lo convenció de que esa mañana la tristeza se había quedado en otro lugar.

Por la tarde le tocó su clase de piano y anduvo en lo de la adoración de la monjita, hasta más o menos las seis de la tarde. Carlos vino a recogerlo a las mil y quinientas, resulta que a Bobby se le había ocurrido visitar a Peggy, la canadiense, y se la había llevado a pasear en la camioneta a escondidas de sus padres. Julius esperó muy impaciente por lo de su mamá; no la había encontrado en casa a la hora del almuerzo, estaba loco por volverla a ver. Al llegar al palacio se encontró con que la felicidad de Susan y Juan Lucas funcionaba nuevamente: acababan de regresar del Golf y estaban tomando un jerez con el arquitecto y el ingeniero, que habían venido para discutir algunos asuntos referentes al nuevo palacio. La obra andaba muy adelantada, pronto iban a techar el segundo piso. Susan escuchaba las explicaciones del arquitecto cogida del brazo de Juan Lucas y fingía, encantadora, la más grande atención. Y el otro no terminaba nunca, hubiera querido seguir el resto de su vida parado ahí, explicándoles, con tal de verla llevarse el mechón de pelo hacia atrás, cada vez que él insistía en algún detalle. En cambio el ingeniero no se daba cuenta de nada; era muy competente pero no se daba cuenta de lo maravillosa que era la señora; por eso el arquitecto despreciaba al ingeniero mientras Juan Lucas les ofrecía más de ese estupendo jerez.

Por la noche, Susan y Juan Lucas fueron a buscar a unos amigos panameños al hotel Bolívar. Bobby, por su parte, pidió que le subieran la comida a su dormitorio, donde llevaba horas conversando por teléfono con Peggy; cada día era peor: hoy comieron juntos por teléfono. Total que Julius se quedó solo y la servidumbre aprovechó para venir a acompañarlo al gran comedor. La única que faltó fue Imelda que ya no tardaba en graduarse en corte y confección y que cada día estaba más impopular. Nilda se quedó muy preocupada cuando Julius le dijo que cualquiera de estos días se le moría su hijo sin bautizar y se le iba al limbo. Celso y Daniel asintieron con la cabeza y Arminda le clavó la mirada: «Déjese de evangelismos —le dijo—: bautícelo católico.» Por momentos Julius se olvidaba un poco de ellos y miraba hacia el asiento vacío de su madre, tratando de reconstruir la escena de la mañana: tenía que haber sido Juan Lucas... Pero ya qué importaba, seguro están comiendo en algún restaurant elegantísimo... de pronto había sentido como que su madre hubiera vuelto a las andadas.

Al día siguiente lo confirmó: fue a buscarla a su dormitorio para ir juntos a misa y se había quedado dormida. Lo dejó sin comulgar. A la hora del almuerzo no estaba, estaba jugando golf con los panameños. Por fin pudo entrevistarse con ella al anochecer: le pidió mil perdones por haberlo dejado plantado, lo llenó de besos y le prometió que al día siguiente no le fallaría.

Cumplió, y a las siete menos cuarto de la mañana, ya estaban los dos en el Mercedes, camino de la iglesia. Susan le hablaba bostezando y él le respondía muerto de frío sobre el asiento de cuero. Era demasiado temprano para que ella se dedicara a la ternura; en cambio Julius viajaba muy despierto y cuidando cada una de las palabras que le dirigía a su madre, las escogía para que significaran sí mamá, la puerta está bien cerrada, y al mismo tiempo fueran las palabras más cariñosas del mundo. Cualquiera hubiese sentido lo mismo al ver a Susan en ese momento. Se había tomado todo el asunto de la iglesia como nadie nunca. Había inventado un cierto estilo matinal de ir a misa, algo muy sencillo, casi se podría decir que austero, pero en el fondo delicioso. Bostezaba, acariciando su bostezo con los tres dedos que, minutos después, iba a introducir en la pila de agua bendita. El Mercedes se le escapaba hacia un lado y tenía que abandonar el bostezo para dedicarse rápidamente al timón; ello no impedía sin embargo que el auto continuara dando tumbos porque se había olvidado por completo de cambiar a tercera velocidad, nunca lo haría tampoco, no se decidía: toda su energía se le iba en pegar la cara al vidrio delantero, como si estuviera interesadísima en el estado de la pista; en seguida volteaba y descubría a Julius a su lado, y afuera, en la vereda, en el mismo lugar de siempre, a la misma viejita de negro que había visto siempre, ¿cuándo?; soltaba aterrada el acelerador, sin notar los tumbos agravados del Mercedes, y se entregaba por completo a un bostezo con la viejita al fondo y alguien jalándole el tiempo de todas las puntas, hasta caer desarmado en pedacitos de instante que, con gran esfuerzo y paciencia, ella lograba integrar en un precioso rompecabezas donde se veía a una viejita caminando todos los días a misa de siete, por la misma calle, a la misma hora, claro; ya iba recuperando el tiempo Susan, hasta volvía a descubrir a Julius, pero ahora eran los tumbos agónicos del Mercedes los que le habían declarado la guerra; la sacudían, intuía un acelerador, batallaban, aceleraba y ahí mismo se daba con una esquina, no es justo: podría venir otro auto y tendría que frenar y empezar todo de nuevo; casi se daba por vencida pero en ese instante volvía a descubrir a Julius y ya estaban sonando las campanas, tocan a maitines, la torre austera de la iglesia le encantaba.

No habría tolerado un iglesión oscuro-colonial con mendigos en la puerta y altares barroco-complicados desde que pasas la puerta. Un letrero PROHIBIDOESCUPIR ENELPISODELTEMPLO,a esa hora, la hubiera liquidado. Pero en su parroquia no había mendigos porque había reparto parroquial organizado. Lo que sí había, pero eso era natural y necesario, era un chiquito, hijo de uno de sus pobres del hipódromo, esperándola todos los días para cuidarle el auto. Se llamaba Mañuco y le decía señorita, mientras le abría la puerta y esperaba que se pusiera su pañuelo blanco en la cabeza y que se acordara de su nombre y de sonreírle. Por el otro lado del auto, Julius cerraba bien su puerta y la apuraba porque ya debía estar empezando la misa.

Ponn ponnn ponnn sonaba todo en la iglesia casi vacía. Alguien se tropezaba al entrar en su banca y ponnn, un sacristán atrasado cerraba a la carrera una puerta y ponnn. Eran sonidos que venían siempre de lejos y la iglesia parecía más grande todavía. Cuando oía ponnn, al fondo, Julius volteaba y era siempre la viejita de negro llegando. Lo único que sonaba distinto eran los pasos nervioapuradísimos del señor Aurelio Lovett, que se dirigía vehemente hacia la primera banca, beato chupa cirios le llamaba Juan Lucas. Garraspeaba y abría su misal enorme, lleno de estampitas y cintitas de todos colores que señalaban paso a paso el calendario eclesiástico. Susan le entregaba su libro de misa a Julius para que le encontrara la página, pero después se olvidaba de usarlo y se limitaba a sentirse buenísima y a intercambiar miradas muy inteligentes con San Mateo, su preferido entre los doce apóstoles de fría piedra que la rodeaban austeramente. De rato en rato se escuchaba la voz en latín apurado del padre o la campanita del sacristán, y Julius le hacía una seña para que siguiera la misa como es debido. Él sí rezaba en su misal de cubiertas de nácar y broche de oro, regalo de primera comunión de la tía Susana, junto con los lapiceros de Juan Lastarria. Una mañana, al volver de la iglesia, Juan Lucas lo descubrió con su misal en la mano y decidió que entre él y ese chico no quedaba absolutamente nada más que hablar. Se lo dijo a Susan, crispado, pero ella sólo atinó a responder darling, era muy temprano para problemas, y pidió el desayuno con jugo de toronjas en vez de naranjas. Julius no se enteró del detalle y continuó usando su misal todos los días. Era tan maravilloso estar ahí parado junto a su mamá, en el silencio de la misa de siete, donde aparte de los ponnn ponnn espaciados y del andar de ese señor tan rico y tan beato, sólo se escuchaba el paso de algún sacerdote que venía de rezar varias horas, desde el alba, en el huerto, junto a un rosal, y que ahora atravesaba la iglesia rumbo a la sacristía sin que sus zapatos hicieran el menor ruido, casi elevadito sobre el suelo, sólo el roce de su sotana, así deben sonar las alas de los ángeles cuando se van al cielo y mami aquí a mi lado con el pañuelo blanco, se le ha escapado el mechón, qué lindo esconde la frente, ha olvidado recogerlo porque escucha la misa, la blusa blanca sin adornos, no está pintada, sus ojos fijos en el altar, los pobres del hipódromo, ¿estará distraída?, ¿en qué estás pensando?, estás en misa mami, ¿sabes cómo se llama el padre que acaba de pasar?, ¿has escuchado el roce de su sotana?, ¿sientes?, mírame ya mamá, como ayer, que vuelva a sentir eso ¿lo sientes tú?, sólo aquí mami, en casa ya no, Juan Lucas, el tío Juan Lucas Juan Lucas, mamita no te olvides de voltear hoy como ayer, ¿lo sientes?, dura desde que bajamos la escalera y yo te abro la puerta del garaje, cuando los asientos del Mercedes están tan fríos cada mañana, cuando introduces la llave en el contacto y yo estoy a tu lado y el carro no avanza y yo te dejo no te digo el freno de mano ni pon tercera la curva la esquina, te hacías la que tocabas te daba asco el agua bendita te reíste cuando te descubrí, ¿vas a voltear hoy? ¿sientes?, te dije la ponen nuevecita cada mañana si llegamos primero puedes tocarla, «darling no hace falta», me viste la cara tocaste el agua, ¿sientes?... «Julius, darling, ¿qué página toca ahora?» «Esto, mami, lee aquí...» Se miraron sonrientes.

Afuera, Mañuco le dijo señorita y agradeció su moneda, muy rápido eso sí porque ya sale don Aurelio, le hace agua la canoa, arroz con leche, amarrete también sabe ser, maricón le tiene asco a las monedas, del monedero las deja caer en mi mano, gracias, señor. Don Aurelio se marchó inmaculado mientras Susan, sentada al volante del Mercedes, vislumbraba que tenía una casa en alguna parte, no veía la hora de estar allá, prácticamente se abrazó del timón. Julius, adorándola, le sacó de la cartera la llave del motor y se la entregó. «¡Ah!», dijo, quitándose el pañuelo de seda de la cabeza, sacudiendo su cabellera rubia hasta captar un jugo de naranjas en el palacio con Juan Lucas sentado al frente. «Con tal de que no quiera llevarme al Golf hoy —pensó—; me toca hipódromo.»

—Es muy eficiente; mi mujer es ya casi una veterana en estas lides —le dijo Juan Lucas al periodista, entregándole el gin and tonic que le había preparado—. Yo no sé nada; ella es la que tiene que contárselo... Y ya verá usted lo bien que lo hace.

—Pero es que no sé por dónde empezar...

—No se preocupe por eso, señora; cuéntelo todo como se le venga a la cabeza. Yo después me encargaré de redactarlo en la forma necesaria; ya verá usted lo bien que sale en nuestra columna. Además, hay un sacerdote que se encarga de esta nueva página del diario y él dará su visto bueno. Usted cuente no más, señora.

—Bueno... Yo me conecté con los pobres de mi parroquia. Llevé a mi hijo Julius a misa un día, y el párroco me llamó y me dijo que mi ayuda podía ser necesaria, que cualquier ayuda era buena. Me tocó ir al hipódromo. Pero no vamos solas, hay una asistenta social pagada y que ha seguido estudios para tener ese título. Nosotros no tenemos diploma pero yo he aprendido a poner inyecciones. Mi primera experiencia fue con Zoila, Zoilón la llamábamos nosotras las señoras... Darling, no te rías por favor; esto es horrible... Zoilón era cocinera pero sin trabajo porque tenía demasiados hijos. Tú los conoces, darling: ¿no has visto nunca a ese chico tan lindo que viene a veces a buscarme ? Es una maravilla; yo le he puesto Pepone y si viera usted lo dulce que es; además está Zoilita y los otros. Era el caso típico: madre soltera y con muchos hijos. Pues esta gente necesitaba un colchón y me impresionó tanto su miseria en una cuadra de caballos, que como era mi primera experiencia corrí a comprar el colchón. Sólo tenían uno para todos y además carecían de abrigo...

—¡Salud! ¿Un poco más de hielo?... Susan ha logrado aprender hasta el vocabulario de una asistenta social: «Zoilón carecía de abrigo.»

—No le haga caso... Juan Lucas ayuda también con dinero.

—Siga, señora, siga...

—Zoila se fue a vivir con un hombre a un pampón y yo la seguí; me daba ni sé qué abandonar a Pepone, era un amor ese chico... tiene unos ojos negros inmensos y realmente tristes... No olvidaré nunca ese pampón: la gente vivía ahí por montones, tomando agua de una construcción por ahí cerca. Todas eran chozas hechas las mejores con adobes, otras de cañas, trozos de madera, calamina, cartones, etc. Cuando fueron arrojados del pampón se posesionaron de algunas cuadras, de algunas caballerizas, y donde antes habían vivido caballos vivieron después los pobres llenos de moscas.

—Susan, ¿por qué no le cuentas que tu Zoilón vendió el colchón que le regalaste? Cuéntale que prefirió quedarse con el viejo...

—Darling, déjame, por favor... Soy yo la que cuento la historia, ¿no?

—Y yo todos oídos, mujer. Espérate, voy a llenar esos vasos... Ya, dale.

—También los visité cuándo eran vareadores... me encanta esa palabra... vareadores. Vivían en cuartuchos que ya hubieran querido ser como los establos.

—Susan, perdón, pero yo diría que exageras...

—Juan Lucas, amor, tú no sabes lo que es eso; para ti los únicos pobres que existen en el mundo son tus caddies del Golf; y ésos son unos vivos, darling; esos tienen más de palomillas que de pobres; créeme, darling, sinceramente no sabes lo que dices...

—¡Bobby! ¡Julius! ¡Vengan por acá un momento! ¡Escuchen a su madre que está declarando para el periódico! ¿Hielo para alguien? Siga anotando, joven... ¿Es usted demócrata cristiano?

—Siga, señora; por favor, siga...

—En la parroquia se hacía un reparto mensual: un kilo de azúcar, un kilo de arroz, un kilo de fideos...

—Para Zoilón...

—¡Juan! ¡para de beber! ¡Estás fatal esta tarde! ¿Dónde has pasado el día? ¿Puedo seguir?... Perdone... es como un niño... Les daban aceite y algo, una prenda de vestir...

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