«Pasa, hijito», le dijo la abuelita, con unas canas tan blancas y una cara tan dulce que él empezó a adorarla justo cuando iba a tapar una Coca-Cola de las chicas porque quedaba un poquito. Sacudió la cabeza y nuevamente pensó en lo del sueño reposado y profundo, ¿y ahora qué hago? Sí, señora, no, señora, no, señora, no señora, sí, señora, ¿cuando, señora? ¿le ha dolido mucho? Julius despertó con la explicación.
Cano lo había estado esperando todo el día. Los dos lo habían estado esperando todo el día. Pero el jardín no era muy grande. El jardín era muy chiquito y Cano había dicho aquí fútbol no se puede jugar. Había dicho mejor jugar basquet y ella le había preguntado cómo y él le había explicado. «Muy fácil. Le sacas el fondo a la canasta vieja de la ropa sucia, te trepas al árbol y la cuelgas en la rama más alta. Podemos apostar quién emboca más veces. Podemos jugar hasta que oscurezca.» Pobrecito, bajo su vigilancia se trepó al árbol, ella misma lo estaba cuidando, Dios lo quiso así... Sí, señora, sí, señora, sí, señora.
Se había sacado la mugre Cano. Se cayó de la rama más alta y hubo que llevarlo a la Asistencia Pública. Allí le entablillaron el brazo. Julius siguió a la abuelita por unos corredores horrorosos donde todos los pisos eran de locetas y hacía un frío húmedo. Se tropezó con una mesita muy fea y casi tumba un florero con flores de plástico que mami dice es lo más cursi y feo del mundo. Lo eran, además. La verdad, todo era muy feo en la casa. También Cano en su cama altísima y vieja. De la época de Matusalén era la cama, y el otro ahí sentado, con un pijama como los de Celso y Daniel, sonriéndole y contándole me saqué la mugre. Le habían puesto unas tablitas en el brazo y lo habían vendado encima. No se las podía quitar hasta dentro de dos semanas.
Horas llevaba Julius sentado en el sillón incomodísimo, lleno de resortes saltados en que lo dejó la abuelita mientras iba a prepararles el lonche. Ella les avisaría en cuanto estuviera listo, te pones tu batita, hijito, y vienen los dos al comedor. Después otra vez a la cama porque el médico ha ordenado mucho reposo para que puedas ir el lunes como siempre al colegio. Julius, a la disimulada, buscaba la ramita por todos los rincones. No la veía por ningún lado. La abuelita volvió a aparecer trayéndoles un Pato Donald a cada uno. Cano estiró el brazo entablillado. «¡Ay!», se quejó. Cuidado, hijito, el médico ha dicho que no lo muevas. Todos tenemos que sufrir. Él nos enseñó a sufrir. Él sufrió más que nadie. Él sufrió por todos nosotros... Él era un crucifijo que colgaba encima de la cama y contagiaba frío. Todo en la habitación contagiaba frío. El roperote. El sillón. La camota, sobre todo, de fierro, parecía hecha con cañerías de agua fría. El roperote más que la camota. Tenían que haberlo desarmado íntegro para meterlo en la habitación. El roperote empezó a contagiar pereza, Cano vivía bajo los efectos del mueble inmenso, qué tranquilo leía encorvado bajo la luz de una sola bombilla colgando también de altísimo. Julius apenas lograba ver las leyendas de su Pato Donald, sueño largo, profundo y reposado...
En el comedor, una Última Cena de plata sobre fondo negro y otra bombilla colgando también de altísimo, casi reposando sobre la mesa enorme y oscura. Julius sintió que un escalofrío le empezaba en los testículos y le terminaba en la cabeza, transformándose casi, si no fuera porque soy niño, en derrame cerebral. Controló su cuerpo. Se sentía bien, claro que se sentía bien y ahí venía la abuelita con un botellón de Coca-Cola tamaño familiar y Del Castillo es un mentiroso. Le mandó una sonrisa triunfal y a Cano, una sonrisa de amigo, y Cano se miró el brazo entablillado y en ese momento la abuelita les alcanzó dos vasos, bueno, vasitos, y Julius apostó que iban a tomar más Coca-Cola que Del Castillo en todos los días de su vida, pero la abuelita les llenó los vasos, bueno, vasitos, y tapó la botella, para la próxima vez que vengas, hijito, y se la llevó a la cocina. Volvió con unos panes que seguro habían estado guardados en algún mueble que contagiaba frío, unos panes con palta que a Julius le iban a caer pésimo.
Se le terminó de ir el sueño cuando Cano le dijo que le iba a confesar su secreto y sus planes, pero antes tenía que jurarle que no le iba a contar a nadie. Julius le juró por Dios, y para convencerlo del todo, casi le promete que tampoco le iba a contar a nadie que tu casa es tan sucia y tan fea, pero ahí mismo se dio cuenta y se guardó la promesa para sí. Cano le dijo que no hiciera bulla un ratito. Escucharon en silencio y efectivamente la abuelita estaba en la cocina y ya iba a ser hora de su rosario. Podían encerrarse y quedarse solos un momento. Cano se acercó al roperote que influía en su vida y abrió la puerta. «Ven, acércate», le dijo y Julius vino a su lado y vio que le señalaba tres pedrones.
—Ahora no puedo cargarlos —le dijo—, pero dentro de quince días los volveré a cargar.
—¿Para qué?
—Un chico del barrio, uno que no está en el colegio, me ha dicho que si los cargo todos los días, a los dos meses seré más fuerte que Fernandito.
—¿Cómo sabes?
—Un chico del barrio que no está en el colegio me lo ha dicho.
Cano empezó a rascarse la cabeza y a mirar a Julius sonriente y confiado. Julius estaba pensando que por su casa nunca había habido chicos del barrio y cómo sería eso. Cano lo seguía mirando, sonriente.
—¿Pero cómo sabes?
—Porque las cargas todos los días y cada vez eres más fuerte.
Julius pensó en Fernandito y volvió a preguntarle, ¿cómo sabes?, pero Cano no captó ese matiz de su pregunta y él ya no supo de qué manera insistir. Además, Cano le decía que le creyera, que esperara y que iba a ver dentro de dos meses; le rogaba, eso sí, que no le dijera a nadie. Julius le juró nuevamente por Dios, y para que el otro se quedara más tranquilo, le explicó que habría que ser muy bruto para contarlo ahora porque Fernandito se enteraría, y como todavía falta mucho para dos meses, viene y te saca la mugre.
La abuelita abrió la puerta del dormitorio y Cano cerró rápidamente la del ropero. Algo raro notó la viejita pero no los resondró porque Julius se veía que era un niñito muy bien. Les dijo que podían cambiar sus Pato Donalds, así cada uno puede leer dos Pato Donalds, y agregó que era una pena que no pudieran salir a jugar un poquito al jardín, pero este niño tiene que reposar para que pueda ir al colegio el lunes. A la cama y sin moverse. Órdenes de abuelita. Desde niño había que aprender a resignarse. Él nos había dado el mejor ejemplo de resignación, quién sino Él había sido tan resignado toda su vida... Sí, señora, sí, señora, sí, señora, sí, señora, esteee... no, señora.
«Llegamos a la finca de la tecla alemana», le dijo Carlos. Julius lo miró como diciendo es la nieta de Beethoven, más respeto, pero prefirió no hacer ningún comentario porque, como siempre, Carlos lo iba a mirar burlonamente. Además eso no era una finca sino una antigua casona de la Lima señorial. Susan se lo había explicado. Le había contado que, sin duda, esa casona había sido habitada por alguna gran familia cuyos descendientes vivían hoy en San Isidro o Miraflores, a lo mejor en Monterrico, a no ser que hubieran venido a menos, en cuyo caso ella ya no sabía qué había sido de esa gente. Pero para qué explicarle esas cosas a Carlos, se reirá de mí, y cuando le diga mami me lo ha dicho, se reirá más todavía. Cogió sus cuadernos de música y bajó corriendo del Mercedes.
De golpe se encontró con la oscuridad del zaguán, pero lo atravesó tranquilito porque ahora ya sabía de qué se trataba todo eso. Claro, mami tiene razón: fueron grandes casas llenas de habitaciones y la gente las alquila para oficinas porque todo el mundo trabaja en el centro y es conveniente tener la oficina ahí. También hay quienes viven en ellas, la clase media, Julius, la clase media baja, muy baja a veces, y la mujer muy blanca vestida con grandes espacios blancos es la viuda de un empleado del estado y todos los meses va a cobrar su montepío... Montepío, darling, lo que le pagan a las viudas de los que trabajan para el estado. Esas mujeres también viven en las viejas casonas porque tienen alquileres muy antiguos, pregúntale a tío Juan Lucas: esa gente es un problema. Te compras una casona de ésas viniéndose abajo, para construir un edificio, y tienes que meter tropa para sacar a los inquilinos, por nada quieren soltar la ganga del alquiler. Julius caminaba tranquilamente por los altos, mirando hacia el zaguán y pensando que las chicas del colegio son las chicas de los colegios nacionales. «¡Ah! —dijo tío Juan—, esas huachafitas son las mejores secretarias. En cuanto a la bonita que se pinta las uñas, qué quieres que te diga, muchacho. Esa me parece que se va por el mal camino.» Julius se había detenido en el punto estratégico desde el cual contemplaba a la muchacha bonita pintarse las uñas. Siempre se estaba pintando las uñas sentada así, al pie de la ventana, y él inconscientemente había empezado a apurarse en llegar a la academia para poderla contemplar unos minutos antes de que empezara su clase. Oculto allá arriba la observaba irse por el mal camino. Se iba contenta, sonriente, pintándose cuidadosamente las uñas, tarareando boleros. Él le había contado todos esos detalles a Juan Lucas y tío Juan Lucas, por todo comentario, había dicho a ésa le gusta lo prohibido. No puede ser, mentira, Carlos, Nilda, Vilma, todos tararean boleros. ¿Pero entonces por qué no se juntaba con las dos chicas que iban a ser muy buenas secretarias? ¿Por qué? Estaban en el mismo colegio, se veía por el uniforme, vivían en la misma casona, pero las secretarias estudiaban todo el tiempo y en cambio ella no paraba de irse por el mal camino. Siempre sonriendo, siempre pintándose las uñas y tarareando boleros. Se miraba las uñas, se las soplaba y volteaba a mirar al zaguán, entonces Julius se hacía rápidamente a un lado. Faltaba un minuto para la clase y él quiso contemplarla un ratito más, cuando de repente, la chica tan bonita se inclinó para mojar el pincel en el esmalte y, al incorporarse, le hizo adiós con la mano que estaba soplando. Julius se quedó tieso porque ella nunca lo había visto allá arriba, imposible, tiene que haberle hecho adiós a otro, pero la chica le sonrió claramente y empezó a cantarle a él o al aire: Te duele saber de mí, amor, amor qué malo eres... Tenía que ser a él, lo venció el pánico, Julius pegó un salto hacia atrás y hacia un lado al mismo tiempo y fue a parar junto a una risita.
Je-je-je... Se debatió entre enterarse de su procedencia y salir disparado sin haber visto ni oído nunca nada, pero en ese instante la risita se convirtió en palabras y el lugar de su procedencia, en la ventana del viejito sabio del coco calvo. «La niña, la niña», decía el viejito, cuando él se atrevió por fin a voltear a mirarlo. «La niña, la niña», repetía con los ojos llenos de alegría, chinitos de felicidad detrás de sus anteojos. «Hace días que la niña, la niña je-je-jeje...» Julius no sabía qué hacerse con la felicidad del viejito sabio. Mucho menos supo qué hacerse cuando la felicidad se le convirtió en tos y empezó a ahogársele detrás de la ventana. Iba a morir feliz el sabio, dale con matarse de risa entre espasmo y espasmo, y dale con seguir hablando de la niña la niña la niña, no tardaba en quedarse muerto con esas palabras en los labios. Ahí lo dejó Julius, luego de explicarle que nuevamente iba a llegar tarde a su clase de piano. «Frau Proserpina se va a molestar», agregó al irse. De golpe el viejito se puso muy serio. Hasta se asomó entre la reja para decirle algo que él ya no logró escuchar muy bien, algo de que Frau Proserpina no podía darse ese lujo.
Esa misma tarde Julius se convenció de que se le había acabado por completo el sentimiento. Sólo su curiosidad lo haría aguantar más reglazos en la muñeca. Frau Proserpina estaba cada día más severa y hasta insolente y malcriada no paraba. Sin cesar le repetía que era el peor de sus alumnos y que si no mejoraba notablemente le iba a escribir una carta a su mamá, diciéndole que las clases no podían continuar por falta de talento del alumno. Los reglazos continuaban a la orden del día. Los chales también. Realmente increíble el asunto de los chales. Ya casi no podía con los que llevaba encima, y sin embargo el espaldar de la silla desfondada seguía llenecito de chales nuevos. Otra cosa de lo más rara era lo de los alumnos. «Puntuales todos menos tú», decía siempre Frau Proserpina, pero Julius ya tenía sus sospechas sobre el particular. Claro que él siempre llegaba un poquito tarde porque hasta hoy, en que había descubierto que la chica lo había descubierto, se quedaba un segundito más mirándola y ahí se le iban varios minutos de clase. Era probable que en ese momento se marchara el alumno puntual que daba su lección antes que él, pero entonces por qué no lo veía nunca pasar a su lado. Ese alumno tenía que pasar por el mismo corredor. Claro que a lo mejor él andaba tan concentrado en la chica que se va por el mal camino que ni cuenta se daba cuando el otro salía. ¿Pero y el que venía después? A ése tampoco le había visto la cara. Con todas esas ideas fluyendo por su mente, a Julius le quedó poca atención para el problema de las muñecas y una nueva serie de reglazos con su levanta la monyeca de estilo no se hizo esperar. Por fin un reglazo colmó la medida y Julius, en pleno vuelo por las escalas musicales tomó la firme decisión de conocer a fondo al viejito sabio, de enseñarle a la niña de las uñas pintadas el buen camino, de preguntarle por el monto del montepío a la mujer muy blanca que se vestía con grandes espacios blancos, de cambiarle de bombilla eléctrica a las futuras secretarias de Juan Lucas, de preguntarle al que arreglaba las máquinas de escribir inservibles de qué vivía, de leerse unos cuantos pliegos del escribano y, por último, no me pegues vieja de mierda, de enterarse del oscuro secreto que rodeaba la academia de la nieta de Beethoven. «¿Aún no se ha terminado con los ejercicios y ya estamos fatigados?» En efecto, Julius había pegado un gran suspiro, pero no por las razones que Frau Proserpina suponía. Era la cantidad de decisiones tomadas en un segundito la que lo había dejado grogui. Casi le pide otro reglazo a la vieja, a ver si le infundía el coraje necesario para emprender tanta aventura. «El asunto marcha de mal en peor le dijo, en cambio, Frau Proserpina—. No podemos emprender nada nuevo hasta que usted no sepa bien estos ejercicios.» Julius le iba a responder que sí los sabía, que lo dejara probar otra vez, cuando ella, sabe Dios por qué, añadió: «El negocio se va a la quiebra.» Se quedó mirándolo inquisitivamente. También Julius la miraba desconcertado, esperando alguna explicación sobre el sentido de su frase, pero Frau Proserpina, como reponiéndose de un desfallecimiento, volvió a adoptar su tono chillón y le dijo que pasado mañana no había clases. «Pasado mañana hay recital. Usted se queda en su casa practicando sus ejercicios. El recital incluye sólo a los mejores alumnos.» A Julius, que había figurado entre los mejores pianistas del Inmaculado Corazón, la frasecita le cayó como patada en el hígado. Se quedó profundamente ofendido y consideró el asunto como un reglazo simbólico-moral en lo más hondo de su alma. No dijo ni pío, sin embargo. Lo que hizo fue levantar altísimo las muñecas y arrancarse con el ejercicio como en sus buenas épocas; se llenó de sentimiento, y ya no tardaba en convertirse en el mejor alumno del mundo, cuando Frau Proserpina le colocó su reloj sobre el teclado, él casi se lo lleva en su camino, y le dijo que la lección había terminado y que el próximo alumno llegaría en cuestión de segundos. Nuevo reglazo simbólico-moral para Julius que se incorporó furioso, recogió sus cuadernos y se marchó prácticamente sin despedirse, murmurando vieja loca, en Lima nunca nieva, mientras cruzaba el umbral de la puerta. Se detuvo no bien se sintió libre, y esperó unos minutos medio agazapado contra la pared del corredor. Del alumno puntual ni la sombra y los reglazos simbólico-morales dolían todavía. Le fue fácil dar media vuelta y asomarse por la puerta de la academia, rarísimo: Frau Proserpina había apagado las luces que iluminaban ambos pianos. Julius consultó con su alma. Aún dolía el castigo. No le fue difícil soltar una tosecita, una garraspeadita, lo suficiente para que la nieta de Beethoven arrojara la madeja de lana y encendiera de un salto la luz. Pero él ya había partido la carrera.