Gumersindo Quiñones tenía su cochera con espacio suficiente para guardar hasta dos ómnibus, y Morales su campo de fútbol para entrenar mejor que nunca al equipo del colegio. Los niños los encontraron felices y orgullosos, como si por fin se les hubiera otorgado la importancia que se merecían. Lo malo es que el colegio nuevo no estaba completamente terminado y quedaban por ahí uno que otro costal de cemento, uno que otro montículo de escombros, lo suficiente para que los Arenas que habían llegado ya bastante sucios el primer día de colegio, se pusieran inmundos, como era su obligación, para el resto del año. Otro que estaba inmundo desde la primera mañana era el gordo Martinto; como había aprobado preparatoria, le habían regalado una pluma fuente, que sabe Dios cómo le había estallado en el bolsillo interior del saco y le había manchado toda la camisa. Pero seguía feliz, trepado sobre un cerrito de arena, desafiando con un palo-espada a cualquiera que pasara por ahí cerca, aunque no supiera su nombre. No tenía problemas, se hacía y se deshacía de amigos con la misma facilidad con que ensuciaba de barro las alfombras de su casa y respondía que cuatro por tres igual cien. Ahí estaba sobre el cerro de arena, buscando espadachines, cuando Del Castillo, sin que se diera cuenta, lo hincó por atrás con una ramita; «¡traición!», gritó el gordo, y se vino abajo revolcándose íntegro y aterrizando ante los pies de Mary Charity, una monjita bizca que acababa de llegar de los Estados Unidos. La monjita no se molestó mucho, pero le ordenó sacudirse inmediatamente el uniforme porque ya iba a sonar el timbre y porque ya no tardaba en salir la Madre Superiora a decir su discurso.
Unos bien chiquitos y graciosísimos llegaban llorando a gritos y no querían desprenderse por nada de sus mamas. Entonces ellas les señalaban a otros también chiquititos que llegaban como si nada al colegio y se integraban en cosa de segundos. Los llorones miraban a los integrables, asumían su primer complejo de inferioridad, y se volvían a prender a la falda de mamita, arañándole el muslo con intenciones de quedarse así, bien agarrados para siempre. Pero entonces se acercaban Mary Trinity y Mary Charity, recién bañaditas y buenísimas y los llenaban de caricias y comprendían todo. Les decían que el colegio era lindo y nuevecito y que iban a ser muy felices; además les aseguraban que mamita iba a volver a recogerlos más tarde. Algunos seguían rabiando, a pesar de todo, y las monjitas, buenísimas y muy pacientes, les mostraban sus enormes rosarios y les regalaban estampitas que ellos bien interesados recibían tranquilizándose. Por fin aceptaban separarse de mamita por unas horas y la dejaban partir, generalmente en un carrazo con su chófer o en una camioneta también con su chófer.
Morales se dejaba saludar por los que querían ser miembros del equipo de fútbol y por los que lo admiraban sin segundas intenciones, por ser cholo lisurero. También Gumersindo Quiñones se dejaba saludar por tanto niñito uniformado; acababa de terminar su primer recorrido matinal, y ahí estaba haciéndoles reverencias a las señoras que llegaban trayendo a sus hijos, para depositarlos en manos de las monjitas. Y el patio se iba llenando más y más; ese patio inmenso con sus bloques especiales trazados en el piso de cemento, para que los niños se alinearan con mayor facilidad. Ya no tardaban en tocar el timbre.
Habían adquirido conciencia de que ahora tenían más espacio para correr, o de que este año podrían darle duro a la pelota sin temor a romper un vidrio; lo que no habían captado muy bien era lo enorme, lo completo, lo excelente que era el nuevo colegio: de eso se encargó la Madre Superiora.
Les contó emocionada que había no sé cuántas clases; en seguida abordó el tema de la capilla con su balcón para el coro, sólo faltaba comprarle sus bancas, pero eso vendría con el tiempo y con las generosas donaciones de sus padres. Les habló del comedor para los que se quedaban a almorzar y para los desayunos de los primeros viernes, después de la santa comunión. También les contó lo del jardín en que podrían jugar fútbol, bajo las órdenes de Morales y sin llenarse toditos de tierra como antes. «¡Cuidadito con los baños! —les ordenó—: ¡nada de escribir en las paredes!, ¡no olvidarse de jalar la cadenita cuando terminen de hacer sus cositas!» Ellos se rieron felices con lo de las cositas, Gumersindo hizo una alegre reverencia y Morales se cagó de risa, medio oculto entre unos arbustos. La Madre Superiora les presentó a las nuevas monjitas, pero como eran muchas este año, no les dio la palabra. ¡Bienvenidas las monjitas recién llegadas y bienvenidos todos los alumnos! ¡Y a estudiar! A estudiar mucho para convertirse en los hombres del mañana, los jóvenes sabios y cristianos que el Perú necesita. ¡El himno del colegio! ¡A cantar todos! Los que tenían a uno nuevo al lado cantaban bien fuerte para fregarlo porque no sabía la letra. Por último, la señorita que enseñaba castellano, bien huachafa y la habían visto con su novio por la avenida Wilson, alzó el brazo y dio la señal para que entonaran el Himno Nacional del Perú.
Algunas semanas después, Martinto ya había escrito VIVA MARTINTOen una pared; inmediatamente lo castigaron al gordo: una semana sin chocolates. Pero lo peor fue cuando Sánchez Concha rompió un vidrio de tercero de un hondazo. Ahí sí que se espantaron las monjitas y hubo reunión en el patio, con la Zanahoria pellizcándolos a todos y poniéndolos bien en fila para que escucharan el resondren. La Madre Superiora les gritó que eran terribles; les hizo sentir hasta qué punto estaban endeudadas con el colegio nuevo, aún quedaban cosas sin terminar y ellos ya se empeñaban en ensuciarlo y en destrozarlo todo. De ahora en adelante habría severos castigos para los niños malos, para aquellos que se empeñan en arruinar el flamante local. Casi llora la Madre Superiora; ellos se pegaron la arrepentida del siglo, lo sintieron en el alma, se llenaron de propósitos de enmienda, nunca más volverían a garabatear una pared y, cada vez que comieran un chocolate, irían derechito a arrojar la platina al tarro de basura. Lo prometieron, dieron su palabra de honor, estaban realmente arrepentidos, pero mientras entonaban el himno del colegio para emocionarse más todavía y sentir al Inmaculado Corazón en el alma, el gordo Martinto le pegó una envoltura de caramelo pegajosísima en la espalda a uno de los Arenas. Y Arenas no alcanzaba bien a sacársela, total que se quedó el resto del día con el papelito en el saco. A la mañana siguiente, regresó con un pegoste blancuzco que se fue poniendo marrón durante la semana. Olían bien mal los Arenas.
En los recreos se formaban inmensos grupos de hinchas del Alianza Lima y de la U. También había muchos del Municipal pero los realmente importantes eran los del Alianza y los de la U. Cada grupo formaba una cadena, en un extremo del patio, y avanzaba insultando al otro. Los de la U eran mariquitas, o-ño-ñoy y cosas por el estilo, mientras que los del Alianza eran negrita bembona, negrito Panamá saluda a tu mamá y o-ño-ñoy también, por supuesto. Se estrellaban en el centro del patio y se daban de alaridos. Se podía ser hincha del Alianza, después de todo ninguno era negro y eso pasaba por afición futbolística. Lo de la U era muy natural, por tratarse de un equipo en que jugaban hasta rubios. Hasta lo del Municipal se aceptaba por ser un equipo conocido de Lima. Pero una mañana se acercó Cano y declaró alegremente que era hincha del Sport Boys, un equipo del Callao. Trató de organizar su grupo y nadie lo siguió. Por ahí alguien explicó que los del Boys eran chaveteros del puerto, y todos voltearon a mirar a Cano y se dieron cuenta de que tenía la corbata muy vieja y de que era medio distinto o algo. El como que no supo defenderse y puso cara de pena, se cortó el pobre y alguien añadió que en el Callao había mucho ratero y era peligroso, en el Callao es donde matan a toda la gente. Cano trató de defenderse, por lo menos de defender a su equipo, pero lo hizo muy mal. Entonces los hinchas del Alianza y de la U, también los del Muni, empezaron a notar que además de la corbata vieja, medio arrugada y desteñida, el uniforme de Cano brillaba y el pantalón corto le quedaba más abajo de la rodilla, demasiado largo; y era medio encorvado, ojeroso también y muy flaco, y muy pálido, y se rascaba siempre la cabeza como si tuviera pulgas; alguien dijo que venía a pie al colegio y que lo había visto cruzar un pampón, total que lo descubrieron distinto, esa mañana. Un día le pidió cincuenta cobres prestados a uno, y todos se miraron porque, además, había extendido la mano triste como para limosna y llevaba los puños de la camisa deshilachados. Era distinto Cano y ya nunca volvió a decir soy hincha del Boys, hablaba cada vez menos y se notaba. Otro día, uno le dijo Caño, en el recreo, y todos soltaron la carcajada; Julius también, le daba risa eso de Caño con el otro ahí tan flaco y tronchado, pero cuando le vio la cara larga de tristeza, muy pálida, pegó las manos al cuerpo y se marchó preocupadísimo hacia el otro extremo del patio, de ahí se dirigió al baño, luego a un corredor y a la capilla, nuevamente al baño, siempre buscando alejarse un ratito de la escena alegre que se descompuso, siempre buscando un lugar donde no existiera esa pena que ahora crecía cambiando a remordimiento.
El nuevo colegio tenía sus claustros con sus arcadas encerrando un precioso jardín, en cuyo centro pronto iban a poner una estatua de la Virgen. En un rincón, a la derecha, estaba la capilla y no muy lejos de ahí, la escalera que llevaba a la parte alta del claustro, donde se hallaba la sala del piano. Julius subía tres veces por semana para su clase; subía tembleque y enamoradísimo en busca de la monjita y pasaba, por fin, del atardecer anhelante del claustro, al olor desesperante del piano, ya no podía más de amor. Madre Mary Agnes se había traído al colegio nuevo toditos sus frascos con el perfume de las teclas y lo estaba matando con tanto olor maravilloso. Había soñado con la monjita bañando las teclas con el líquido antes de empezar la clase; después todavía se echó una gotita en cada peca y casi la coge infraganti porque justito terminó cuando él abría la puerta. Además, como era él quien soñaba, y con tanto amor, realmente la había visto: la había sorprendido y se lo decía noche tras noche cuando la salvaba de un incendio en la cocina del colegio o de las garras de un león porque ese día la monjita había decidido partir de misionera al África mala. Por el África mala se le iba la mente a Gumersindo Quiñones y de ahí a los negros del Alianza Lima y a Cano mirando cojudo cuando le dijeron Caño: era bien complicada la vida de Julius por las noches. Subía la escalera del claustro recordando sus sueños, soñando con sus recuerdos, los sentía pero no les daba rienda suelta porque venía a tocar perfecto su preludio de Chopin. La monjita lo esperaba sentada pecosísima frente al piano, y le sonreía al verlo entrar hecho polvo entre el amor, los nervios amorosos y el preludio tan serio e importante de Chopin. Julius se dejaba adorar un ratito y esperaba que le rogaran para empezar; abría su libro de música y juntaba los pies sobre los pedales del piano, que añaden ternura o emoción; entonces el rosario enorme del crucifijo dorado sonaba delicioso porque ella se movía, era casi un preludio al preludio, y ella se movía más, alargando tantito el brazo para ponerle las manos en la posición correcta, con sus dedos tan buenos que seguro acababan de bañarse en agua bendita, con ellos lo tocaba entre el olor y el libro de música desaparecía con todas sus notas: se equivocaba el pobre, siempre empezaba equivocándose y ella, que era tan buena y tan nerviosa, sentía otro error más en su tarde de profesora, con los ojos buscaba en el techo un rinconcito donde esconder el gemidito; no lo llegaba a soltar, volvía sonriente a su alumno y le decía cómo y por qué se había equivocado, no tenía importancia, cada vez tocaba mejor, empieza de nuevo. Pero Julius ya se había distraído: ignoraba la monjita que tenía una piel culpable, esas pecas...
Terminada la lección, la monjita le abría la puerta y lo miraba alejarse entre la oscuridad del claustro. Bajaba la escalera y se dirigía al patio donde siempre quedaban algunos, por lo general los Arenas conversando inmundos entre ellos o muy libremente con algún jardinero. Vivían en Chorrillos y venían a recogerlos muy tarde, tal vez por eso les faltaba tiempo para bañarse y para que les limpiaran el uniforme. Otro que muy a menudo andaba por ahí era Martinto. Seguro que perdía el ómnibus a propósito para seguir luchando espadas hasta que no le quedara ni un solo rival. Julius pasaba muchas veces a su lado, pero el gordo nunca se dio por aludido, probablemente había tenido unos tres millones de amigos desde la época en que andaban juntos. En cambio desafiaba como loco, incesantemente, a los Arenas, pero ellos no le hacían el menor caso. Estaban medio aislados los Arenas; alguien había contado que en Chorrillos las casas eran viejas y feas y alguien había visto el carro de los Arenas estacionado frente a una casona de adobes de donde salía una sirvienta sin uniforme. Se podía vivir en San Isidro, en Santa Cruz, en varios sectores de Miraflores (junto a los rieles del tranvía, no, salvo que fuera palacio o caserón; si tenían haciendas, bien). Y los Arenas vivían en Chorrillos. Nadie los invitaba a su santo pero, al mismo tiempo, como eran dos y bien unidos, no llegaron a venirse abajo del todo como Cano que, el otro día, le pidió un chocolate fiado a la Zanahoria y la clase entera estalló a reír. No calculaba Cano, metía su pobreza en diversas situaciones igualito como se mete la pata; hubiera podido pasar desapercibido, después de todo no era tan pobre, no era pobre, era pobre ahí solamente, pero cosas como por ejemplo atravesar la calle entre las camionetas, a la hora de salida, para introducirse solitario y encorvado en un pampón... Por ahí se cortaba camino a pie hasta su casa.
Julius con su preludio y Susan con sus antigüedades. Le dio de lo fuerte por lo viejo y valioso; era un buen momento porque en aquellas semanas Juan Lucas andaba metido en mil negocios nuevos, inviniendo como loco, algo de unos americanos que se iban a encargar de todo, con lo cual, entre otras cosas, dispondría de más tiempo libre para el golf. Se pasaba noche tras noche invitando a gente aburrida de negocios a comer a la calle, y Susan prefería quedarse en el palacio con alguna amiga también linda, o inteligente y aguda, que sabía un montón sobre pintura cuzqueña y/o artesanía ayacuchana. Desde la tarde tenía alguna inglesa finísima metida en casa y, cuando Julius llegaba del colegio, lo emparaban con toda clase de alabanzas en inglés y se dedicaban a adorarlo entre tazas de té y tostadas con mermelada. ¡Susan se había comprado cada juego de té! ¡Para qué les cuento! Definitivamente le dio por las cosas viejas... Y bien rebuscadas... Uno por uno se sabía el nombre de todas las antigüedades, lo pronunciaba delicioso además. Un día apareció sólita en su Mercedes, trayendo una puerta viejísima que se había comprado en un convento en demolición. Muerta de miedo se había metido en el auto por los quintos infiernos. Un policía la creyó loca, una señora así... Por fin llegó al lugar en que se hallaba la puerta y los obreros soltaron grosería y media, la silbaron y todo, hasta le dijeron mamacita. Pero Susan como si nada: avanzó linda con su falda amarilla y su blusa blanca, de frente hasta encontrar al capataz. Habló con él unos minutos y le compró la puerta regalada. Según el maestro, no servía para nada; para ella, en cambio, se trataba de una joya y la iba a restaurar para su casa nueva. El capataz llamó a dos obreros para que colocaran la puerta sobre el techo del Mercedes y la amarraran. Felices vinieron los muy inmundos, unos diez más o menos se ofrecieron a cargarle su puerta a mamacita; claro que a ella le dijeron señora y después se chuparon toditos cuando les dio su billete a cada uno.