Susan casi se muere al escuchar ese acento tan horrible, «un vaquero con sotana», comentó. Julius siempre le había encontrado algo malo al padre Brown, demasiada risa, no sabía muy bien qué, justo lo estaba observando cuando escuchó clarito la voz de su mamá, volteó, se le perdió entre la gente, pero algo le había oído decir: «Una diferencia enorme entre éste y los de la parroquia, muy vulgar.» Volvió a mirar al padre Brown y comprendió que ella tenía razón: acababa de llamarlos soldaditos de Cristo y ahora terminaba su discurso guiñándoles el ojo y haciéndoles pen pen pen con la mano-pistola, probablemente aludiendo a los diablos que tenían que matar para llegar al cielo. Los señores aplaudieron y el padre se acercó para darles la mano a todos. Por ahí le invitaron un cigarrillo y fumó.
Tanto humo, tanto chocolate caliente, tanta conversación terminaron trayéndose a los niños en picada a la tierra. Pero cayeron bien paraditos: en cuanto les permitieron abandonar la mesa, empezaron a intercambiar sus estampitas conmemorativas y por supuesto que no faltó quien se arrancara con lo de que las mías son más finas que las tuyas, la mía es más bonita, y hasta te cambio una de éstas por dos de las tuyas. Susan le hizo una seña a Julius para que se acercara a regalarles una estampita a sus tíos, a ver si se iban también ya. Pero en ese momento se les acercó el padre Brown y se armó gran conversa en inglés, para desesperación de Juan Lastarria que no entendía ni papa. En cambio Susana sí recordaba algo del colegio y empezó a meter su cuchara, pésimo, por supuesto. «Traduce traduce», le exigía nerviosamente su marido, sacando pecho pechito. Los dos querían conversar con el padre Brown. Susan miraba el bigote de Juan y el bigotito de Susana pensando que serían las once de la mañana o más y que no tenía ninguna pastilla estimulante, tuvo que imaginarse en el Golf para evitar un desfallecimiento. ¡Qué tal acento el del padre! ¡Tan horrible en inglés como en castellano! Sólo el brazo de Juan Lucas podría salvarla, pero Juan Lucas acababa de descubrir que el sacerdote-vaquero era golfista y, según contaba, de los buenos. Lastarria escuchó la palabra golf, «traduce traduce», le pellizcó a su mujer y Susana le contó que estaban invitando al padre al Club porque era muy buen jugador. «Dile que yo también voy a ir, dile dile...» Julius se hartó de esperar y metió descaradamente la mano en el bolsillo del saco de su padrino, para sacar el regalo que asomaba obvio: a lo mejor abriendo la caja cambiarían de tema, a lo mejor acababan de una vez por todas.
—¡Ahijado! ¡perdón! ¡Se me había olvidado!...
—¿Es una pistola, tío?
—No, hijito; es un juego de lapiceros Parker de oro. ¿Querías una pistola?
—¿Una pistola de verdad?... ¿Para matar al diablo?... ¿penpenpen?
Julius se quedó mirándolo llenecito de respuesta y sin una sola palabra que decir.
Gumersindo Quiñones les hizo una enorme reverencia y les abrió la reja. Juan Lucas no lo vio; nunca veía a la gente que le abría la puerta, era parte de su elegancia. Los Lastarria le hicieron una mueca-saludo, mejor no le hubieran hecho nada. Pero era a Susan a quien Julius observaba, casi le dice mamita, no te vayas a olvidar. Susan no se olvidó: le sonrió linda a Gumersindo y él, viejo negro canoso alto y uniformado, repitió elegantísimo su anterior reverencia, la hundió más esta vez, Julius feliz. «Hasta luego, Gumersindo», le dijo, dándole la mano, orgulloso de su amigo ante sus padres y sus tíos, pero sobre todo muy feliz de que Susan se hubiera dado cuenta de quién se trataba y cuánto lo quería. Los Lastarria se despidieron y se alejaron por la avenida Arequipa, en busca de su carro, estacionado en una transversal. Ellos caminaron en la dirección opuesta, hacia el Jaguar sport. A Julius lo acomodaron en un pequeño espacio entre los dos únicos asientos y, mientras Juan Lucas ponía el motor en marcha, sintió el brazo de su madre envolviéndole el cuello. Alzó la carita y la miró: ¡qué linda era siempre!, más ahora en que con una mano en alto se iba protegiendo los cabellos del viento. Juan Lucas volaba, dejando a todo el mundo atrás en la avenida, el Jaguar era un bólido y así, descubierto, el aire les golpeaba la cara haciéndolos gozar hasta cerrar los ojos, mucho más con los ojos cerrados, los abrían y los cerraban para notar la diferencia, cerrados era delicioso, repitiendo el juego algo se venía, Julius abrió los ojos al sol, cerró los ojos, la voz de su madre cogiéndolo del cuello entre el viento, muy simpático Gumersindo, darling, con los ojos muy cerrados gozó esperando que llegara el beso también con el viento, y la espera de lo cercano, del amor ahí al ladito, hizo que el mundo entrara en perfección.
Juan Lucas tarareó una canción anunciando la cercanía del palacio. ¡Qué lindo día de sol! ¡Casi un día de verano! ¡A quitarse esta ropa insoportable! Ya estaba viendo una camisa panameña que lo esperaba colgada en un closet, para irse al Golf. Daba las últimas curvas antes de llegar al palacio y veía su brazo cubierto por la tela oscura, se sentía fuera de temporada, aceleraba más todavía. Susan dejaba caer la cabeza sobre el espaldar del asiento y perdía la noción de todo menos de su felicidad. El viento juguetón se había llevado lejos los últimos rezagos de tanta madre de familia a las once de la mañana y ella, agradecida, le había regalado sus cabellos, que se los llevara también; todo había desaparecido desde que retiró perezosa el brazo que envolvía el cuello de Julius, reposando sobre sus hombros, donde la tela del uniforme era de lana áspera caliente en su piel, insoportable.
Carlos abrió la reja del palacio, se quitó a tiempo porque Juan Lucas entraba como un bólido.
—¡Péguele su lavadita mientras me cambio! —le gritó, al apagar el motor. Volteó donde Susan—: Apúrate, mujer; nos vamos a almorzar al Golf... Este petardo vestido de ángel también.
Se disponía a bajar del Jaguar, cuando aparecieron todos. Los vio salir sonrientes por una puerta lateral y los odió. Nilda, Arminda, Celso, Daniel y un jardinero cuyo nombre ignoraba; Carlos también se acercaba por atrás. Querían ver al niño vestido de primera comunión. Susan miró a Juan Lucas implorándole paciencia. Celso traía una máquina viejísima, de esas negras, de cajón, para tomarse fotos con el niño. Julius, que bajaba en ese instante del auto, consideró toda la escena como algo muy natural, inmediatamente se interesó por lo de las fotos y ni captó que Juan Lucas podría estar decidiendo divorciarse, por ejemplo. Nilda fue la de la iniciativa: quería fotos, varias fotos, todos juntos, en la puerta principal, fotos con el señor y la señora también. El golfista encendió un cigarrillo y ordenó un agua mineral para soportar el asunto. Celso corrió a traérsela y ahora resulta que ya no había fotógrafo. A Susan le empezó a dar un ataque de risa nerviosa. Juan Lucas se quitó el saco, tal vez así el asunto sea más tolerable, pero en ese momento regresaba Celso con el agua mineral y la Selvática le dijo señor, por favor, póngase el saco para la foto. Susan entre que sufría por él y que ya no sabía cómo hacer para no soltar la carcajada. Juan Lucas rechazó el agua mineral. Por fin estaban todos reunidos delante de la puerta principal, y él desconcertado porque tenía las cerdas negras de la cocinera demasiado cerca. Susan olvidó la risa y sintió en la boca del estómago que Carlos y Daniel eran dos hombres posando junto a ella. Nada de miren al pajarito, por respeto a los señores: sonó clic y ya, pero en ese instante Nilda dijo que todavía no, otra más, nadie se mueva, una con la vela de Julius encendida, ahora. Además, era justo cambiar de fotógrafo, para que Celso también saliera en una foto. Juan Lucas encendió la vela y Carlos tomó la foto. «¡Finito!», exclamó el del golf, pero en ese momento apareció Imelda y aunque era bastante impopular, Nilda insistió en una tercera y última foto. Esa la tomó Juan Lucas, para que Susan no lo acusara después de ser malo con la servidumbre. Los miraba por el lente, se masoqueaba con la foto que iba a tomar: sólo Susan se salvaba ahí; Julius estaba parado cojudísimo con su velita, ya es hora de que empiece a cambiar de voz, cómo se llamará el jardinero ese, las patas chuecas de Nilda, la bruja lavandera, los mayordomos, no hay nada peor que un serrano digno: se imaginó que era un revólver y apretó el disparador. «¡Listo!», gritó, mirando a Susan y llamándola para irse, vamos rápido. No pudo el pobre porque la Selvática había preparado torta en honor a Julius e insistía en traerla para que comieran todos. Susan dijo que probarían una pizca, el señor estaba muy apurado, y se le acercó para rogarle en inglés que tuviera paciencia. Le dieron su torta y tuvo que probar mientras Nilda, horrorosa a su lado, realmente le estaba entablando conversación; bueno, no tanto a él pero sí a la señora. Juan Lucas empezó a entretenerse admirando lo hipócrita que podía llegar a ser Susan. Qué bien sabía dirigirles la palabra, si hasta les preguntaba por sus problemas, qué bien sabía tocar los temas más profundos sin sentir absolutamente nada más que el calor que hacía ahí afuera. «¡Ay, mujer!», exclamó, quitándose otra vez el saco y abrazándola. Ella lo miró irónica y le señaló algo que se movía a su lado; Juan Lucas volteó y comprobó que sí: era el jardinero, ¿cómo te llamas, muchacho?, y le estaba ofreciendo un cigarrillo húmedo, medio deshecho y pésimo, ¿usted permite? Hubo un instante en que Juan Lucas sintió que los campos de golf no existían, que él nunca había jugado y que nunca jugaría golf; esperó que la sensación del ascensor arrancando le terminara en el estómago, y habló: ya no quería más torta. Les encendió su cigarrillo a los muchachos y les palmeó la espalda agradeciéndoles todo; a Arminda le dijo que era la mejor lavandera del mundo, artista la llamó. A Carlos también iba a decirle algo, pero se detuvo: Carlos no era tan cojudo y se iba a quedar callado, no le iba a seguir el juego, después de todo siempre los chóferes son más criollos. Susan lo había estado observando entre irónica y admirada. «Vamos, darling», le dijo, agradeciéndole en inglés al oído. Sólo faltaba Julius que comía su torta apresuradamente y que, entre bocado y bocado, hacía un rápido examen de conciencia para ver si ya había cometido algún pecado: todo había cambiado tanto desde la iglesia... «¡Ven! ¡darling!, —lo llamó Susan desde adentro—; ¡no puedes quedarte con ese uniforme tan caluroso!» Y la voz de Juan Lucas: «¡Apúrate!... ¡Ven a cambiarte!...» Casi no se le oía, algo dijo también de angelote.
El día de la repartición de premios Julius tocó Iridian love song con mucho sentimiento, pero Juan Lucas no fue a escucharlo. Eso que había salido segundo de su clase. Bobby también aprobó, en el Markham, aunque con las justas. Al que le fue mal fue a Santiago: mucho Mercedes sport, mucha enamorada, mucho plancito, mucho bar nocturno a la americana y se lo jalaron; claro que por un punto y por un profesor que era un resentido social. Lo cierto es que ahora tenía que darle duro al inglés porque se iba a seguir su agronomía famosa en una universidad de los Estados Unidos. Lo mandaban antes de tiempo, además, para que pudiera aclimatarse y hacerse al ambiente. El pobre insistía en quedarse unas semanas más en Lima y disfrutar del verano en la Herradura o Ancón, pero Juan Lucas lo convenció de que era mejor llegar antes y desahuevarse un poco porque si no los gringos se lo comen a uno vivo. Por dinero y esas cosas no tendría que preocuparse; Juan Lucas le enviaría su pequeña fortuna todos los meses, para que se alquilara un departamento cerca a la universidad, en caso de que no le gustaría vivir en la universidad misma. Le aconsejó conseguirse rápido una gringuita y andarse con mucho cuidado con los bebés y las ideas matrimoniales; nada de casarse, por ahora, a pasarse sus cuatro o cinco años estudiando y preparándose para llevar bien las haciendas. Por supuesto que Juan Lucas también había hecho vida de estudiante en los Estados Unidos, luego en Londres y en París y, cuando se arrancó con sus anécdotas-recuerdo, Santiago quedó convencido de que ése era exactamente el género de vida que le convenía. Prometió trabajar durante las vacaciones universitarias y Juan Lucas le dijo con tu permiso, y se cagó de risa.
Se llevaban muy bien los dos y fue triste verlos despedirse en el aeropuerto. Susan abrazó a ese hijo tan grande y tan buen mozo que tenía, y le dijo que se cuidara y que escribiera, aunque segurísima de que sólo lo haría para pedirles más dinero. Después, al verlo partir, reflexionó sobre el extraño bienestar que sentía y sonrió al pensar en esas mujeres que nunca envejecen y que a veces tienen hijos mucho más grandes que Santiago y les llaman las inmortales; recordó a Marlene Dietrich, rió ¡qué tenía que ver con todo eso! Desde la terraza les hizo adiós, sonriendo al sentir que las lágrimas le asomaban a los ojos, ojalá me vieras, darling. Bobby estaba bañado en lágrimas, se le iba su ídolo. En cambio a Julius se le notaba más preocupado que triste, el ceño fruncido y las manos pegaditas al cuerpo, temblando contra sus muslos: se iba su hermano querido por cuya culpa botaron a Vilma que me trajo al aeropuerto cuando se fue Cinthia...
Por esa zona aún no se había construido mucho y el nuevo colegio se destacaba enorme entre los terrenos abandonados. Con las justas lo habían podido inaugurar para ese mes de abril. Julius tenía ocho años e ingresaba a segundo de primaria, su penúltimo año en Inmaculado Corazón. Después no iba a pasar al Santa María, como era lógico, sino al Markham; tal vez por lo de los abuelos ingleses de su mamá, pero sobre todo porque ella no toleraba el acento norteamericano en la digestión del almuerzo; algo pretenciosa la declaración de Susan, pero la verdad, cuando la hizo, se puso tan linda y tan fina que todos los presentes asintieron como si fuera la cosa más natural del mundo: ni un cognac le permitía resistir el acento norteamericano después del almuerzo. A Julius casi lo mata de pena; era prácticamente una traición romper el curso lógico que llevaba de las monjitas americanas donde los padres americanos.
Pero aún faltaba mucho para eso. Por ahora, a vivir intensamente el nuevo Inmaculado Corazón. Ahora sí que se podían cagar en cualquier otro niñito uniformado porque mi colegio es más grande que el tuyo. Y así, con esa idea, o con otra parecida, iban entrando por el portón posterior, frente al cual se estacionaba el ómnibus, o por la puerta lateral, donde el Pirata sonajeaba una lata llena de piedrecillas y trataba de envenenarlos con sus dulces. Pusieron alambrada y cipreses para que no se metiera al colegio, pero él introducía la mano por los alambres y les pasaba los chocolates envenenados y los caramelos plagados de microbios que les iban a causar tifoidea. «¿Acaso no ven que el hombre del ojo parchado tiene las manos sucias y dice palabrotas? ¿Qué tendencia al pecado y a la inmundicia tienen algunos niños? ¿Acaso no saben que en el colegio se venden productos muy limpios, cuyas ganancias son para las misiones?»... Cosas por el estilo les repitió la Zanahoria desde la primera mañana, justito antes de declararle la guerra al del negocio rival. El Pirata salió disparado pero regresó a la hora del recreo. Y siempre fue igual: se iba fingiendo miedo y volvía sonajeando su lata. Hasta hoy debe estar ahí parado, junto a la entrada lateral.