Un mundo para Julius (18 page)

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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Novela

BOOK: Un mundo para Julius
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El colegio nuevo crecía y crecía, pero Julius no lo iba a alcanzar para lo de la primera comunión. Regresó a la vieja casona de la avenida Arequipa, enorme, con el mirador allá arriba, inalcanzable y que era la clase de los de tercero, los grandes. Arzubiaga había pasado al Santa María y Martinto seguía gordísimo y completamente revolcado, pero en preparatoria otra vez. En primero de primaria había que ser muy bueno porque les tocaba hacer la primera comunión, también los iban a confirmar, para eso se necesitaba un padrino. Y, ante todo, no pecar, no pegarle a nadie y mucho menos robarse un lapicero o tener malos pensamientos.

Acababan de llegar y estaban conversando en el patio, cuando apareció la Zanahoria tocando la campana como loca para que formaran filas. Todos sintieron que la Zanahoria ya lo había visto y que no tardaba en venírsele encima para castigarlo. Quería que las filas fueran de a dos y en orden de talla, cosa bastante difícil porque nadie quería reconocer que éste que el año pasado era más chico, está ahora más grande. Pero ella se les acercaba coloradísima por la rabia y el calor y los medía en un instante, pellizcón y campanada en la oreja al que no obedecía ipso facto. Se ponía furiosa, cada vez se excitaba más, felizmente que salió la Madre Superiora a darles la bienvenida y a decirles que el próximo año se mudarían al nuevo local. Enseguida les presentó a una monjita que acababa de llegar de los Estados Unidos y les pidió que rezaran un Ave María esta noche, para que el clima de Lima no le siente mal. La monjita nueva se llamaba Mary Trinity y era linda. Menudo problema para los que estudiaban piano con madre Mary Agnes, porque ahora ya no sabrían a cuál querer más. Y es que Mary Trinity era deliciosa; se sonreía refregándose las manos de emoción y parecía que iba a romper a llorar frente a tanto niñito impecablemente uniformado. Por fin le oyeron la voz: les dijo que estaba feliz de haber llegado al Perú, siempre había soñado con venir y ahora todos iban a ser muy buenos amigos. Después se cortó toditita, y ellos se movieron inquietos en las filas, como que dieron el primer pasito para adorarla. Pero la Zanahoria creo que la estaba odiando por lo dulce que era, lo cierto es que la campana le temblaba en la mano y ya se estaba recogiendo las mangas, signo de que no tardaba en empezar con su bulla. Las monjitas del año pasado fueron apareciendo todas a una en la sonrisa; ahí salía Mary Agnes mordiéndose los labios y linda. La terraza se llenó de monjitas sonrientes. Ellos las contemplaban desde el patio, locos por romper filas y subir la escalerita para saludarlas una por una. En el tercer escalón, un poco más abajo que las monjitas, Morales y Gumersindo Quiñones también sonreían. Gumersindo hizo una reverencia enorme cuando la Madre Superiora habló del ómnibus nuevo, hubiera querido decir unas palabras. Morales, con su invariable comando kaki y su chompa roja sin mangas, escogía en silencio el equipo de fútbol. Un estropajo le colgaba del hombro y el sol le dilataba la boca. Otro año escolar empezaba feliz.

Hubo unas semanas macanudas para Julius, al empezar ese año. Santiago había logrado ingresar a Agronomía y Juan Lucas, fiel a su promesa, le entregó su antiguo Mercedes. Pero no fue suficiente: el cachimbo empezó a reclamar auto nuevo. El asunto se arregló, finalmente, con una rotunda negativa del golfista, acompañada de una fuerte suma de dinero para que tapizara el Mercedes de cuero negro y lo pintara de rojo, eso o nada. Santiago aceptó y, mientras le preparaban el bólido en un taller, tuvieron que darle la camioneta Mercury porque la facultad quedaba por la Molina y era imposible llegar sin carro; había que ser muy raca para tomar el ómnibus en la Plaza Grau, ómnibus para los que no tenían hacienda. Bobby maldijo porque este año le tocaba a él sentarse al volante, y ya se tenía bien estudiada la curva frente a la casa de la canadiense, quería entrar en trompo, dejar bien negras las huellas de las llantas, en fin, poner en peligro la vida de Julius, la de Carlos y la de Imelda. Se resignó con una subida de propina, muy necesaria ahora por lo de los cigarrillos. Julius, en cambio, feliz de saber que tendría que regresar todas las tardes en el ómnibus del colegio.

Se hizo íntimo amigo de Gumersindo Quiñones. Sonaba el timbre de salida y los del ómnibus corrían a cogerse un lugar junto a la ventana. Luego venía la monjita de turno y alguien tenía que cederle su asiento, para eso eran bien útiles los sobones. Gumersindo, previa venia a la monjita, cerraba la puerta asegurándose de que sólo él podría volverla a abrir. El ómnibus nuevo era inmenso, mucho más ancho que el viejo, pero Gumersindo alcanzaba siempre a la puerta desde su asiento. Y Julius podía observar la mano negra, enorme, esa palma color marfil, qué raro. Además las canas. Las canas tan blancas hacían del negro todo un señor y él contó en su casa y Susan le dijo que efectivamente el chofer era muy atento, lo había visto una vez, así son los negros descendientes de esclavos, continúan muy leales, muy nobles, viven felices con el nombre de sus antiguos amos. Julius la escuchaba encantado, quería más, más sobre Gumersindo Quiñones, más sobre los negros... Le iban a dar gusto, ahí llegaba Juan Lucas que seguro sabe mucho sobre el asunto... No le hagas caso, darling, tío Juan Lucas anda siempre bromeando: una señora le estaba acariciando la cabeza a un negrito, negrito lindo, negrito lindo, le decía, ¿y sabes lo que le contestó el negrito? De chiquito negrito lindo, pero de grande negro de mierda... No le hagas caso, darling.

Era uno de los últimos en bajarse del ómnibus y podía conversar largo con él. La monjita de turno generalmente no entendía muy bien el castellano, o sea que no participaba en sus diálogos, se entretenía mirando por la ventana. Gumersindo le contó toda una serie de detalles sobre su descendencia de los esclavos de los niñitos Quiñones. Él también había trabajado con esa familia, claro que ya no como esclavo, pero había sido chofer de la casa y a menudo los visitaba. Ahora estaba viejo y prefería trabajar con las madres; con ellas el trabajo resultaba más descansado porque sólo tenía que hacer cuatro viajes al día y a las seis de la tarde quedaba libre. Donde los Quiñones, en cambio, no paraba mañana y tarde, lo tenían manejando hasta las nueve de la noche y a veces más. La camioneta Chevrolet la usaba para llevar a las madrecitas donde el médico, o a hacer sus compras o a visitar a las madrecitas del Villa María...

—Seguro ahí se ha educado tu mamita.

—No, mi mamita se educó en Londres.

—Ah, eso ya es distinto.

... Las madrecitas del Villa María son también americanas, la misma congregación que las de Inmaculado Corazón. Lo que pasa es que empezaron antes y por eso ya tienen su colegio como Dios manda. Muchas señoras que tienen a su hijito en Inmaculado Corazón fueron educadas en Villa María...

—Seguro ahí se ha educado tu mamita.

—No, Gumersindo, mi mami se educó en Londres.

—Verdi ver da...

Perdía un poco el hilo el chofer, pero es que estaba atentísimo al tráfico y nunca volteaba para no distraerse nunca, no sea que vaya a haber un accidente con todos los niñitos adentro. Julius, en cambio, no perdía una sola palabra; lo malo es que ya se iban acercando a su paradero y ahora le tocaba bajarse y Gumersindo seguiría conversando con los dos o tres que faltaban, qué tal raza, él era el que hacía las preguntas y ahora los otros se quedan oyendo. Se bajaba pendiente de la manota en la manija, necesitaba sellar esa amistad con un fuerte apretón de manos. Por fin un día lo logró.

Fue el último día: el Mercedes de Santiago ya estaba listo y, a partir de mañana, volverían a llevarlo y a recogerlo del colegio en la camioneta. Desde que empezaron a acercarse a su paradero, en una esquina de la avenida Salaverry, supo que el momento había llegado, una especie de ahora o nunca. Por eso, cuando Gumersindo detuvo el ómnibus, volteó a despedirse de la monjita y luego lo miró: «Mañana ya no vendré», le dijo cogiéndole la mano que sostenía aún la manija. Gumersindo reaccionó con una gran sonrisa: «adiós niñito», respondió, volteando a mirar a la monjita que seguía la escena algo extrañada. Julius vio partir el ómnibus y se dejó acompañar, como siempre, por Imelda. Prefirió no contarle nada porque la otra sólo pensaba en su corte y confección.

El arquitecto encontró por fin una idea elegante y conciliadora y vino a comer una noche, trayendo el plano y al ingeniero constructor. La casa iba a ser modernísima, como Juan Lucas deseaba y, aparte de esos detalles extravagantes, iba a ser realmente funcional; nada en ella, salvo esos detalles extravagantes, sería superfluo. Susan podía llevar todos sus cuadros cuzqueños y quiteños a restaurar, porque con ellos se podría decorar más de una habitación.

Claro que no había lugar para todos los cuadros, pero, por lo pronto, cuatro no tardaban en desaparecer porque ella se los había regalado a Lester Lang III, para que se los llevara a los Estados Unidos. Se enamoraba profundamente de lo nuestro Lester, no te quedaba más remedio que regalárselo. Ya estaban limpiando el terreno y pronto empezarían a cavar las zanjas para los cimientos. El ingeniero constructor explicó que la casa iba a ser asísmica, no necesitarían moverse cuando haya temblores, ni siquiera los sentirían. Cojonudo le pareció eso a Juan Lucas y dijo que cuando hubiera terremoto, se asomarían por la ventana a ver a la gente corriendo como loca, nosotros como quien mira una procesión. Rieron y bebieron para festejar el asunto; enseguida pasaron al comedor.

Julius también, porque en esos días acababan de aceptarlo en la mesa de los grandes. La servidumbre se quedó desconcertada; nunca más volvió a comer Julius en Disneylandia. Algo se había terminado en su vida. Algo caducaba, también, porque no todo en los textos escolares era como Nilda o Vilma o los mayordomos le habían contado. Y lo peor es que no era fácil comparar las descripciones de la Selvática, por ejemplo, con las de algunos de sus libros. Nilda leía mal y se achunchaba completamente frente a los textos, además sólo quería mirar las fotografías. Y para remate, una buena parte de esos textos estaba en inglés y, cuando él leía en voz alta, para traducirles enseguida, ellos lo miraban con desconfianza, entre asustados y avergonzados, tomaban actitudes casi infantiles, de los griegos y los romanos no le entendían ni papa. Ya no era como antes. Nilda se comía las uñas cuando él hablaba de los Mochicas y de los Chimú.

Y ahora se lo llevaban a comer con los señores, prácticamente les arrancaban al niño Julius. Imelda hubiera sido una esperanza, por ser quien más se encargaba de él y de sus cosas, pero Imelda era bastante impopular. No había visto nacer a nadie en el palacio y no se identificaba a fondo con nada de lo que ocurría, ni siquiera conversaba con ellos en la repostería. Era medio blancona, medio sobrada, limeña y se ausentaba a menudo por las tardes para asistir a la academia de corte y confección. Esa no bien se gradúe, se manda mudar, ya verán como abandona a la familia sin sentimiento. Celso y Daniel casi no le dirigían la palabra, lo estrictamente necesario y nada más. Y Arminda envejecía extrañando a su hija. Le habían contado que vivía en Cerro de Pasco con el heladero de D'Onofrio, pero nunca había recibido noticias directas de ella. Se pasaba horas inclinada sobre el lavadero, dejando la ropa del palacio impecable. Juan Lucas se enteró de que era ella quien le lavaba tan bien sus camisas y ordenó que le aumentaran el sueldo. Ni cuenta se dio. Lavaba imaginándose que a su hija le pegaban, ese hombre nunca se casaría con ella, la abandonaría. Unas mechas largas, brillantes, ordinarias, color azabache le caían por ambos lados de la cara y, al atardecer, cuando sentía frío en los pies, en los brazos, la historia cada día más larga de su hija, se le iba mezclando en la mente con su propia historia cuando era joven, cuando nació su primer hijo, el primero también que se le murió, sí dos veces se fugó con dos hombres distintos, quince años tenía entonces, por eso sabía que su hija no era mala, por eso sabía que la vida era así, dura como la piedra, por eso era mejor pegarse a la seguridad, ponerse al servicio de una familia, en una casa donde un niño, alguien como Julius le arrancara nuevas sonrisas, llegué deshecha donde esta familia, sólo quería salvar a esta última hija, pero los jóvenes tenemos la sangre caliente y cuando somos pobres la historia se repite siempre como en los periódicos que lee Nilda...

Y a Nilda se le terminaban los relatos de la selva... Y Celso hacía tanto tiempo que era tesorero del Club Amigos de Huarocondo... Todos, salvo Imelda, tenían ya muchos años en esa casa, se conocían demasiado tal vez, qué sería lo que ahora los hacía sentirse desconcertados sin nada nuevo que contar, todo parecía convertirse en recuerdo. Hasta la niña Cinthia se iba convirtiendo en una visita anual al cementerio y en un hombre que venía a cobrar el cuidado del mausoleo. Celso y Daniel continuaban solteros pero tenían sus mujeres y sus terrenos en una barriada, aprovechaban cualquier pretexto para marcharse. Su presencia allá era necesaria para que las mujeres pudieran ir a comprar comida. Y es que siempre debía quedarse alguien en el terrenito, en la casucha de esteras y latones, si lo abandonaban un instante, otro podría adelantárseles, instalárseles. Vivían preocupados por eso y sólo les quedaba tiempo para divertirse con Julius en su comedorcito, pero resulta que ahora el comedorcito ya no sirve para nada. Era mejor todo antes. La partida del niño Julius al comedor de los señores los hizo darse cuenta. Era mejor cuando estaba Vilma, de pronto lo notaron. Hacía ya tiempo que el niño Julius hablaba de un tal Morales y de Gumersindo, pero ellos recién ahora lo notaron. Y se pasaba horas conversando por teléfono con otros niños de su colegio, cada día entraba menos a conversar a la cocina. El comedorcito-Disneylandia era el último centro de alegría como antes, y ahora, de golpe, acababan de terminar con él, ya no servía para nada, sólo para recordar. Por eso Nilda, encerrada en su cuarto, una noche, deseó hasta llorar que Vilma volviera. Más tarde dio de alaridos, llorando: ¿para qué iba a regresar Vilma?, le habría pasado lo mismo. Bueno, ¿pero y a ellos qué les pasaba?: nada; sólo que el niño Julius ya iba a hacer su primera comunión y tenía que aprender bien sus tareas y le tocaba comer en la mesa de los señores, como sus hermanos...

El padre Brown les habló, mitad en inglés, mitad en pésimo castellano y se marchó dejándolos buenísimos a todos, aparte de que el pobre Sánchez Concha estaba aterrorizado con lo del infierno porque acababa de robarle un borrador a Del Castillo. Los demás, en cambio, esperaban que se les apareciera Dios en cualquier momento, aunque más probable que fuera por la noche, mientras rezaban arrodillados junto a la cama y a oscuras. Lo esperaban, y hasta pensaban que sería bestial que se me apareciera a mí y no a los Arenas, por ejemplo. Era la primera vez que los dejaban solos un rato en la clase, y sin embargo no metían bulla. Se quedaron bien místicos. Por fin apareció la Zanahoria, un poco desconcertada porque no había a quién resondrar: estaban muy tranquilitos y con las manos juntas sobre la carpeta. Así los dejaba, cada año, el padre Brown, cuando venía a prepararlos para la primera comunión. La Zanahoria puso la campana sobre el pupitre y se les acercó: «Ahora tienen que estudiar muy bien su catecismo; tienen que aprenderse de memoria todo lo que en él diga y no olvidarlo más en la vida; aquél que se olvide de su catecismo estará siempre en peligro de pecar; ¡de pecar! ¡No lo olviden! ¡No lo olviden nunca! ¡Nunca jamás!» Ya se estaba molestando, sólita, sin que nadie le dijera nada. «Y a ver si cuando llegue ese día, ese gran día de paz y alegría, se portan como es debido y no se equivocan como unos tontos. Para eso vamos a practicar diariamente; primero aquí, en el colegio y cuando se acerque el día, iremos a la iglesia, para que se vayan habituando y para que cada uno sepa cuál va a ser el lugar que le corresponde. ¡Van a ir en orden de talla! ¡No se olviden! ¡Y no quiero ver a nadie masticando la hostia! ¡La hostia no se mastica! ¡Se traga suavemente! ¡Con los ojos cerrados! ¡Sin mirar al de al lado! ¡Ay de que yo vea a alguien mirando al de al lado! ¿Han entendido? ¿Han entendido?» Todos le dijeron que sí, y empezaron a morirse de miedo pensando que podrían atorarse. Practicarían en casa, con una galletita, con lo que sea.

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