«Julius, mi abuelita me ha dado permiso para que te invite a tomar té el sábado.» Inmediatamente quitó los ojos para un lado, bajando la cara hasta apoyar la barbilla sobre el pecho, junto a un hombro, refregándola luego sobre su camisa, llevándose la corbata en el camino hasta el otro hombro. Julius sólo atinó a decirle que sí, y juntos pero silenciosos se fueron caminando a formar filas porque el timbre acababa de sonar anunciando el fin del recreo.
Y ese mismo día, durante el almuerzo, Julius le contó lo de la invitación a Susan que acababa de salir fresca y linda de su bañera-piscinita. «Qué feo nombre, darling», se limitó a decir ella, pero Juan Lucas, que estaba saboreando feliz una receta del gordo Luis Martín Romero, preparada por nuestro marica, no pudo contenerse.
—Debe ser hijo de un antiguo peluquero del Club —dijo—. Digno amigo de tu hijo, mujer.
Julius y Cano andaban imaginando por todas partes, cada uno por su cuenta y con su propio estilo. A Julius le extrañaba que Cano no se le hubiera vuelto a acercar desde que lo invitó para este sábado, ni siquiera le había vuelto a dirigir la palabra. En cambio él se mostraba decidido a entablar una amistad duradera con aquel chico tan distinto, pero cada vez que lo miraba, en clase o durante el recreo, Cano le quitaba los ojos y repetía el gesto extraño, hasta que de pronto Julius sintió que algo le tiraba por adentro de la cara y decidió nunca más volverlo a mirar, por temor a que se le pegara el gesto tan feo y a su edad. Total que sábado era pasado mañana y no sabía qué hacer. De seguir en ese silencio iba a llegar a casa de Cano y de qué iban a conversar si prácticamente no se conocían. Las cosas empeoraron para Julius cuando, por la noche, soñó que atravesaba inmensos pampones y que caminaba hasta el oscurecer para llegar a una casa que creyó ser la suya, pero que al verla resultó ser la de Cano. Y él también era Cano regresando a su casa después de clases. No bien se despertó, empezó a reflexionar para que ninguno de los detalles importantes del sueño se le escapara de la memoria. Descubrió entonces que irse caminando hasta su casa todas las tardes le producía inmensa flojera, y que andar tocándolo todo con una ramita y poniéndole un nombre nuevo a cada cosa ayudaba a vencer el miedo que sentía al atravesar esos pampones. Casi descubre que era vergonzoso partir solo entre las lujosas camionetas en que se iban los otros niños... Casi descubre que la camioneta de Julius le metió un día el guardafango por el culo y lo obligó a cruzar volando... Pudo haber descubierto mil cosas, pero la Decidida entró gritando que si no se apuraba en levantarse y en pasar al baño iba a llegar tardísimo al colegio. Trató de hacerla callar, le hizo una ligera seña con la mano, algo como no me interrumpas por favor, pero la Decidida tenía razón y gritó más fuerte y Julius no tuvo más remedio que quedarse a la mitad de sus inquietantes descubrimientos.
Mañana es sábado, y Cano continuaba encerrado en su mutismo y caminando de lado a lado del patio, tocándolo todo con su ramita como si quisiera terminar con la pesada tarea de organizar el mundo ese mismo día. Dos veces trató de acercársele Julius y las dos veces lo rechazó con el gesto tan triste y tan feo. Una extraña idea empezó entonces a atormentarlo: seguro que Cano se ha arrepentido. Debo o no debo ir. A lo mejor ya no quiere que vaya y no se atreve a decírmelo. Todo el viernes se lo pasó Julius dándole vueltas a su tortura y mirando a Cano, a ver si le hacía alguna seña en ese sentido. Nada. Cano continuaba encerrado en lo suyo. Por fin, a la hora de salida, Julius se armó de coraje y decidió no preocuparse más del asunto. Lo había invitado, iba a ir, de todas maneras iba a ir... En ésas estaba cuando Cano pasó a su lado sin que él hubiera notado ni siquiera que se le acercaba.
—No te olvides. Te espero mañana a las cuatro —le dijo, ala carrera.
Julius encontró las palabras apropiadas para responderle cuando el otro se internaba ya en el primer pampón, luego de haber atravesado la pista entre decenas de autos y camionetas que hacían sonar sus bocinas, anunciando que mami o el chofer esperaban impacientes. Ahí estaba Carlos.
Esa misma noche empezó Julius el largo camino hasta la casa de Cano. Atravesó la pista, al lado del colegio, y tuvo que apurarse porque una camioneta Mercury de lujo partía furiosa y casi le mete un guardafango por el poto y todo el mundo se iba a matar de risa. El impulso lo obligó a saltar la vereda y a tomar nuevo impulso porque en seguida había un acequión, total que fue una especie de salto triple que terminó con sus pies enterrados en el pampón, cubiertos de una nueva y uniforme capa de polvo. Julius sintió que los ojos se le iban para un lado y que su barbilla presionaba fuertemente sobre su pecho y que se traía la corbatita en el camino hasta el otro hombro. Sintió pena y frío pero la costumbre lo obligó a seguir avanzando. No era tan peligroso ni tan solitario regresar por las calles que llevaban hasta su casa. Estaban poco construidas aún pero eran mucho menos inhóspitas que esos pampones donde a menudo se cruzaba uno con mendigos y raptores de niños. Pero ahora era imposible dejar de atravesarlos. Abuelita se había acostumbrado a que llegara a una hora determinada. Fue pura mala suerte porque al principio él regresaba siempre por esas calles y justo el día en que se le ocurrió cortar camino por los pampones, a abuelita se le ocurrió tomarle tiempo y ahora si se demoraba más ella se asustaba y él podía encontrarla muerta de miedo. No le quedaba más remedio que regresar todos los días por los pampones y los terrenos despoblados. Era la única manera de evitar que abuelita se muera y de encontrarse solo en el mundo. En cambio, si eres un niño bueno y llegas siempre puntual a tu casa, abuelita podrá vivir tranquila hasta verte hecho un hombre, capitán de aviación, alférez de fragata y te casarás y me llevarás a vivir contigo y tu esposa será muy buena y yo lograré ver a mi primer bisnieto antes de morirme en paz. Pobre Julius, las palabras de abuelita lo conmovieron de tal manera que empezó a correr como loco para llegar a tiempo y encontrarla viva. Tenía miedo de perderse pero cómo se iba a perder si él era Cano... Por apurarse hasta se le cayó la ramita, felizmente que ya había recorrido mil veces el camino y que se tenía ese ladito del mundo bien organizado, cada cosa con su nuevo nombre, menos la caca, que por ahí abundaba, y para la cual por más que buscó no encontró nombre mejor que el de caca. Juan Lucas y Susan debieron haber llegado en ese momento porque Julius escuchó pasos en la distancia, la voz de mami en el corredor, y dejó de ser Cano cuando una oscura y confortable realidad empezó a invadir el itinerario hasta su casa, se le escabulló el resto del sueño y de pronto se encontró con que ya ni siquiera sabía dónde quedaba la casa a la que iba, de Cano. Felizmente tengo la dirección en una tarjetita en mi mesa de noche y Carlos me va a llevar esta tarde. Mami se había acostado y él no sentía ganas de orinar y un bostezo le cerró los ojos, después fue un poquito como en el cine cuando ya apagaron la luz y la película no empieza ni hay música, hasta que llegó Del Castillo, en primero de primaria, a contarles a todos que Cano lo había invitado a su casa. Les estaba contando y también el chico ese Julius escuchaba que yo lo había invitado y que abuelita, qué vergüenza, porque vive con su abuelita, es huérfano, una vieja que es su abuelita, una vieja bien vieja con pelo blanco, ella me contó que es huerfanito y que ella es el único ser que tiene en el mundo, no sigas, abuelita, somos pobres, no cuentes, abuelita, pero su padre iba a ser el primer abogado de Lima, se acabó joven, así lo quiso el Señor, que se haga siempre su voluntad, ya no más, abuelita, mañana lo cuenta en el colegio y es mi único amigo, allá nadie es hincha del Sport Boys, me tratan de chavetero, saca la chaira, me dicen, abuelita ya no más por favor que da vergüenza y mañana seguro que me va a traicionar: durante el té su abuela trajo una botella de las más chicas de Coca-Cola, Del Castillo, por favor, y a los dos nos sirvió en unos vasitos chiquititos y sobró un concho y tapó la botella y la guardó de nuevo. Toda la clase se reía de él y él también trataba de reírse pero no le salía igual que a los otros, no sé, a veces quisiera odiar a mi abuelita y a veces la adoro. Del Castillo se transformó en Espejo Roto en segundo de primaria para contarles que Cano y su abuelita iban a pie todos los domingos hasta la misa del parque Central de Miraflores, y regresan caminando y tienen que caminar un montón y llegan a una casa vieja muy vieja de barro y madera...
Julius se despertó viendo las casonas viejas de Miraflores con sus altos muros amarillos, sus rejas de madera marrón y unos caminitos de locetas rojas, brillando siempre o resbalosas porque acaban de baldearlas, una o dos saltadas, y más allá dos o tres escalones, una terracita con sus maceteros de madera verde y geranios marchitos a ambos lados de la puerta de dos hojas, con sus ventanitas enrejadas por donde uno mete la mano y abre por dentro. Creyó que iba a ver también a la abuela de Cano, pero la Decidida pegó su segundo alarido de aquel sábado por la mañana, obligándolo a erguirse inmediatamente. Permaneció sentado un momento mientras ella abría las cortinas y regresaba importante hasta la cama, para transformársele bruscamente en tinajera y abultarle más aún el pecho enorme, lo cual bastó y sobró para que Julius saliera disparado rumbo al comedorcito de los desayunos, que era como un alto en la larga serie de dormitorios y baños que se sucedían en ese interminable corredor del palacio. De allí pasaba al baño, donde la Decidida sólo lo abandonaba al verlo bien metido en la ducha. «¡Y cuanto más fría mejor!», le gritaba, llenando el uniforme de contenido y dispuesta a pegar otro grito, sin cólera eso sí, porque la Decidida al gritar remplazaba la cólera por sus consiguientes derechos.
Juan Lucas propuso golf para todo el mundo esa mañana, pero Julius desapareció a la hora de partir. Felizmente que no insistieron mucho en buscarlo y que terminaron marchándose sin él, porque la ducha fría lo había dejado lleno de grandes proyectos. Gracias a un sueño había comprendido muchas cosas sobre Cano. No todo, desgraciadamente, porque la Decidida vino a interrumpirlo, despertándolo justo cuando iba a llegar a la casa. Claro que ahí se iba a armar un lío horrible porque él era quien soñaba y él era Cano también en el sueño, qué importaba.
Julius estaba dispuesto a que se armara el lío. Aún era temprano y una pastilla para dormir, seguro que mami tiene, podría aclarar las cosas definitivamente. Quedaban muchas cosas por aclarar. Faltaba saber exactamente cómo es la casa de Cano y cómo es su abuelita, así llego y no me asusto y ya sé de qué hablar y todos me van a querer. Cosas por el estilo andaba pensando Julius mientras buscaba entre los pomitos de Susan, leyendo atentamente las indicaciones de cada uno de los remedios. Por fin encontró uno que aseguraba sueño largo, profundo y reposado. Justo lo que necesitaba. Se tomó dos pastillas para asegurarse de que el sueño fuera realmente largo y profundo, profundo sobre todo para conocer a Cano profundamente. Bajó corriendo a buscar a la Decidida y le dijo que iba a estudiar toda la mañana en su cuarto y que sólo lo llamaran si era algo muy urgente. Así decía mami y siempre funcionaba porque nunca la venían a despertar durante sus largas siestas. Arminda iba a decirle que era sábado, que no estudiara tanto y que saliera más bien a jugar al jardín, pero un Julius desapareció hacia los altos y el otro se fue en dirección al jardín, a bañarse en la piscina. Arminda sacudió ligeramente la cabeza y se olvidó. También Julius se olvidó de quitarse la camisa, o mejor dicho, no alcanzó a quitársela porque el sueño lo llamó por primera vez en plena búsqueda del pijama bajo la almohada, por segunda vez mientras se quitaba el pantalón, y por último lo llamó del todo cuando empezaba a desabotonarse la camisa. Se quedó seco.
Seguía seco cuando la Decidida hizo aparecer su pecho por la puerta y anunció de un solo grito que hacía horas que lo esperaban para almorzar. Hoy no estaban sus padres y por consiguiente tenía que almorzar solo y temprano. Media hora después la Decidida volvió a asomar el pecho por la puerta, pero esta vez tomó además la precaución de mirar y se dio con que Julius no estaba en su mesita de trabajo. ¿Qué podía ser del niño? A lo mejor los señores se lo llevaron sin avisar. Una falta de consideración de los señores. Habría que hacerles presente. Pero ella había visto a los señores partir sin Julius y a Julius venir a la cocina para avisar que iba a estudiar en su cuarto. No podía, por consiguiente, haber partido con los señores. De todas maneras es una falta de consideración por parte de los señores partir sin avisar que se llevan al niño. ¿Dónde está Julius? La Decidida partió gritando a voz en cuello porque no se sentía completamente segura de tener la razón en su última discusión con los señores... ¿Qué señores?... ¿Qué discusión?... ¡Dónde está Juliuuussss!
Ese alarido lo despertó sin haberse logrado enterar de nada nuevo sobre Cano ni sobre nadie. En cambio un dolor de cabeza, acompañado de unas ganas horribles de volverse a dormir, lo hicieron dudar del éxito de su operación. «Qué mala pata», pensaba el pobre Julius, y ya se iba a quedar dormido, cuando otro alarido de la Decidida lo obligó a salir de la cama y a ir en su busca.
¡Dónde había estado! ¡Horas hacía que debería haber terminado de almorzar! ¡Cómo era posible! ¡Una falta de consideración para sus padres!... ¡No!... ¡Para la servidumbre!... ¡Sí! ¡Eso! Julius comía esforzándose por abrir la boca lo menos que podía porque ahorita cualquiera de esos abrir de boca se le convertía en tremendo bostezo y ahí mismo se quedaba seco de nuevo y a lo mejor no volvía a despertarse hasta la noche y dejaba plantado a Cano. Eso sí que sería el colmo. La presencia de la Decidida, cumpliendo estrictamente con su deber y exigiendo, por consiguiente, que Julius terminara hasta el último bocado y respetara sus derechos, que incluían un breve reposo después del almuerzo, lo obligaron a realizar un esfuerzo sobrehumano para terminar con la fruta y pedir café en vez de postre. ¡Café de ninguna manera! ¡Desde cuándo aquí café a tu edad! Julius miró a la Decidida y le dijo que no se sentía muy bien y que iba a echar una siesta. «Por favor, dile a Carlos que me tiene que llevar donde un amigo a las cuatro —agregó—. Despiértame a las tres.» La Decidida aceptó, felizmente.
Lo despertaron a las tres en punto y, una hora más tarde elegantísimo y muerto de sueño, partió rumbo a casa de Cano. En el trayecto empezó a cabecear, sentía que su cabeza pegaba contra el vidrio de la camioneta, cada vez le costaba más trabajo enderezarla. Carlos le había dicho hasta el cansancio que no se apoye en la puerta, se va a abrir y te vas a sacar la ñoña, pero él nada podía hacer por evitarlo. Sólo reaccionó cuando lo escuchó decir está servido el jovencito... Miró a Carlos espantado y arrojó la ramita con que había venido tocando miles de cosas pero al mismo tiempo había venido en camioneta y no cruzando pampones y no le había puesto nombre a nada ni traía tampoco una ramita en la mano. «Sueño largo, profundo y reposado», pensó, al bajar de la Mercury. Otra vez estaba bostezando. Felizmente que el timbre rodeado de humedad en la pared amarilla y fría logró asustarlo un poco. Miró bien, lo hizo sonar, y se convenció de que la visita había empezado y de que en casa de Cano el timbre sonaba. No debía dormirse apoyado en la puerta porque a lo mejor la abuelita abre y cree que estoy muerto y se muere del susto y lo friego a Cano porque se queda solo en el mundo.