«Ni en Hollywood los fabrican así», andaba pensando el tipo de Panagra, lleno de admiración, cuando Juan Lucas dijo firma estos papeles, Susan, extendiéndole una pluma de oro que nadie ahí había visto nunca anunciada por la publicidad; se la extendió cogida como un cigarrillo, entre dos dedos cuya educación había transcurrido indudablemente entre plumas fuente de oro y vasos de cristal. La pobre Susan terminó de firmar los tres papeles que le correspondían y descubrió que en cada uno había garabateado su nombre diferente. «No tengo firma, anunció volteando aterrada donde Juan Lucas, ¿qué hago, darling?, ¿en qué líos me voy a meter ahora?» Juan Lucas volvió a coger su pluma, la guardó en el bolsillito para lapiceros de su chaqueta para la ocasión, miró fijamente al tipo de Panagra, por si acaso hubiera pensado burlarse de la señora, y la tomó del brazo. Todo estaba listo y en regla con los pasaportes. Santiago quiso dejarse de mariconadas, dejarse de contemplar al tal Juan Lucas, pero ahora de nuevo lo contemplaba mientras atravesaba el hall con su madre, parecía que se iban al cielo. Susan volteó a decirle a Vilma que no fuera a desabrigar a Cinthia y que trajera a los niños al bar. Por supuesto que Julius había desaparecido y todo el mundo empezó a requintar, pero Juan Lucas ya lo había visto y lo señalaba con un dedo tan fino y tan largo que casi no dejaba pasar a la gente: allá, allá, pegado al ventanal, contemplando el campo de aterrizaje. Cuando Vilma casi lo mata del susto al cogerlo del brazo, por detrás, él le dijo que en ese avión se iba Cinthia, era un Air France, el que más le gustaba.
En el bar fue Coca-Cola para todos los niños, menos para Cinthia, tú mejor nada, darling. Julius le dio la mitad de su vaso, alegando que no tenía hielo. Susan lo iba a resondrar, pero en ese instante Juan Lucas festejó el asunto echándose ligeramente hacia atrás y soltando tres ja ja ja encantado, ni más ni menos que si hubiera logrado dieciocho hoyos en dieciocho jugadas. Entonces Susan escondió la cara entre sus manos como diciendo que todo eso era demasiado para ella, pero ya llegaban los whiskys. «¿Qué tal si le invitamos uno a Santiago?», propuso el del golf. Susan lo miró sorprendida, hubiera querido decir algo, pero en ese instante Santiago se puso de pie y gritó que sus copas se las pagaba él, que se largaba a tomarlas al mostrador. Juan Lucas hizo una mueca como si hubiera fallado una jugada fácil. «Llévenle al jovencito un paquete de Chester —dijo, reaccionando a tiempo—; los va a necesitar.»
Cuando llamaron a los pasajeros por los altavoces, ya Santiaguito se había bebido tres whiskys y se iba por el cuarto. No quiso despedirse ni de Cinthia. Juan Lucas era el único que no lloraba mientras bajaban hacia la puerta de acceso a la pista; ahí Vilma empezó realmente a gemir, cosa que incomodaba al del golf, con la chiquillada tenía suficiente. Cinthia fue breve: a todos les dio un abrazo y un besito y a Julius le dijo que le iba a escribir y que le contestara. Después Susan comenzó a despedirse, un beso para cada uno, a Vilma y a Carlos les dio la mano y tuvo que abalanzarse para controlar a Bobby que se le iba encima a un chico que se estaba burlando. En ese momento fue mejor que no estuviera Santiaguito: ellos vieron cuando ese señor que se llamaba Juan Lucas abrazó a su madre, la besó tiernamente y le dijo que si se demoraba en volver iría a visitarla a los Estados Unidos.
Después entre Juan Lucas, Vilma y Carlos los llevaron a la terraza para que vieran despegar al avión y le hicieran adiós a mami y a Cinthia. «¡Allá van!», gritó Bobby, el primero en verlos atravesar la pista y voltear luego para hacerles adiós, Susan siempre con las gafas negras y Cinthia tosiendo. Pero Julius vio otra cosa; vio cómo llenaban de gasolina los tanques del avión en que según él se iba Cinthia, uno que en realidad partía mucho más tarde, pero era el avión que le había escogido y estaba esperando que subieran, cuando en eso empezó a vomitar. Le manchó el pantalón a un señor que estaba a su lado, claro que el señor se molestó, pero Juan Lucas, distinguidísimo, resolvió el problema con unas palabras bien dichas y con un pañuelo de hilo de seda perfumado que entregó como quien reparte un volante, mirando al próximo.
—No se olviden de Santiago —les dijo, despidiéndose. Partió sin haberse enterado bien del vómito de que se quejaba el imbécil ese, antes de que empezara a oler, en todo caso.
Ellos esperaron en el auto mientras Carlos iba a traer a Santiaguito. Lo encontró en el bar y estuvo largo rato tratando de convencerlo de que tenía que volver a casa, de que sus hermanos se estaban cayendo de sueño. Por fin pareció que iba a ceder pero cuando llegó el momento de pagar el mozo dijo que esos tragos ya estaban pagados, que el papá del joven los había pagado. Entonces sí que se armó la grande, Santiaguito gritó que el alcahuete ese no era su padre, que él lo iba a parar, que lo iba a matar, que su madre era sagrada y un montón de cosas más por el estilo hasta que empezó a llorar y se cayó al suelo. Carlos lo cargó hasta el auto; ahí todavía siguió pataleando y maldiciendo un rato. Julius dijo que estaba loco pero Bobby le dijo que no, que estaba borracho por lo de mamá.
La primera carta de Boston llegó una semana más tarde y venía dirigida a Julius. Vilma se la leyó pésimo.
Querido Julius:
¿Cómo estás? ¿Me extrañas? Yo sí te extraño mucho. Mamita y yo siempre pensamos en ti. Ella dice que tú ya deberías estar en el colegio y que en cuanto llegue a Lima te mandará al Inmaculado Corazón para que aprendas inglés. Mamita dice que es necesario que aprendas inglés y que aprendas a leer de una vez. Dice que estás muy atrasado en todo y que le va a escribir a la tía Susana porque ella tiene la dirección de la señorita Julia para que la señorita Julia vaya a darte clases a la casa. Yo le he dicho que tú ya sabes leer bastante pero ella no me cree y dice que te pasas todo el tiempo jugando en la carroza y en el huerto con los mayordomos y con Vilma. Pórtate bien hasta que regresemos porque mamita está bien preocupada por ti.
Yo estoy muy bien. Estoy contenta. Estoy practicando mi inglés con las enfermeras y con el médico. Son tres médicos y vienen todo el tiempo a verme. Yo les entiendo muy bien lo que me hablan y ahora que les dije que te iba a escribir, me dijeron que te mandara saludos. Ya les conté cómo eres y siempre me preguntan por ti cuando vienen. Por eso es necesario que me escribas para que yo pueda saber de ti para contarles más cosas. Tú díctale a Vilma lo que quieres contarme pero también escribe un poquito para ver cómo está tu letra. Me da mucha pena que ya no podemos seguir con las clases. Estabas aprendiendo muy rápido. Cuando vaya la señorita Julia enséñale todo lo que has aprendido conmigo y con Vilma porque mamita no quiere creer que has aprendido tanto.
Yo estoy muy bien. En el avión estuve dormida todo el tiempo casi y mamita también se durmió. Primero estuvo llorando bastante por lo de Santiaguito seguro pero después se tomó un montón de pastillas y se quedó dormida junto a mí. En Nueva York tuvimos que cambiar de avión, pero no salimos del aeropuerto porque mamita dijo que hacía mucho frío y que además no teníamos tiempo. En el otro avión también dormimos y cuando nos despertamos ya estábamos en Boston. Ahí mismito fuimos a un hotel y dormimos más todavía. A la mañana siguiente vinimos al hospital. Es un hospital enorme y cuando entramos mamita se encontró con un señor de Lima que tenía cáncer. Después me trajeron a mi cuarto que es muy bonito. Mamita vive en el hotel pero viene desde tempranito y se queda todo el día conmigo y por la noche se va al cine para distraerse. Yo estoy tratando de que esto acabe pronto y de sanar rápido para que esté más tranquila. Mamita está bien pálida y no se pinta nada. También está bien triste y cuando se despide de mí por la noche llora bastante. Extraña mucho y yo me siento culpable. Por eso creo que debes portarte muy bien para que nada la moleste en estos días. Pórtate bien, por favor. Espero que cuando regrese ya no jugarás en la carroza porque pierdes mucho tiempo ahí.
Saluda a Vilma y a Carlos y a Arminda y a todos de mi parte. Yo les voy a escribir sólo que quería escribirte a ti primero. No dejes de contestarme. ¿Promesa? Mil besos,
CINTHIA
La segunda carta para Julius llegó quince días más tarde. Vilma también se la leyó, llorando.
Querido Julius:
La semana pasada no te escribí porque le escribí a Bobby, a Santiaguito y a los sirvientes. Estoy un poco preocupada porque creo que me olvidé de poner el nombre de Carlos y para él también era la carta. Dile, por favor. Estoy bien cansada. Recibí tu cartita. Mamita leyó lo que habías puesto y se quedó sorprendida. Ella no sabía que sabías tanto y dice que con la señorita Julia vas a aprender más y que a lo mejor te aceptan en el colegio un año más adelante y no tienes que hacer kindergarten. Ojalá porque kindergarten es bien aburrido. Yo creo que es para bebés. Estoy bien cansada. Tu cartita es linda. Te quiero mucho Julius y pórtate bien. La señorita Julia es muy antipática y tiene vellos negros en los brazos. Te pellizca todo el tiempo y yo no sé por qué mamita siempre la llama desde que tía Susana se la recomendó. Aguanta por mamita que está bien mal. Yo terminaré de escribirte esta tarde porque tengo que descansar.
Dicen que mejor no te escriba hoy. Acabo de despertarme y resulta que ya es de noche. Mejor te escribo de nuevo otro día y ahora te mando esto no más. Ha venido el médico más viejo. Aquí está. Chau Julius. Te adora,
CHINTHIA
Después hubo tres cartas de mamá y después apareció Juan Lucas muy fino y muy serio. Por último hubo una llamada de los Estados Unidos. Parece que Juan Lucas la había estado esperando porque anduvo mucho rato sentado junto al teléfono y, no bien habló, dijo que se iba a Boston y que se llevaba a Santiago con él. Santiago se le tiró a llorar en los brazos y a él se le formó una mueca en los labios y como que envejeció. Santiaguito los besó en la puerta del palacio, eso fue todo. Nadie fue a despedirlos al aeropuerto. Volverían cuando se produjera el milagro.
Mientras tanto Julius se pasaba horas con la señorita Julia, pero ella nunca lo pellizcaba. Algo raro ocurría porque él andaba siempre esperando un pellizcón, con lo distraído que era, y sin embargo nada; por el contrario, la señorita Julia parecía un poco asustada y lo miraba como si le tuviera miedo. Luego empezó a hablarle en voz baja, cada vez más baja. Un día le murmuró reza, hijito, reza, y Julius vomitó y se puso a temblar todito.
Por la noche llegaron la tía Susana y el tío Juan Lastarria con un cable en la mano. Bobby había ido donde un amigo y Julius estaba acostado. La servidumbre salió a recibirlos, en el camino iban alzando los brazos impotentes, aspaventosos, desesperados, el alarido de Nilda hirió definitivamente el palacio. Y otro más y otro más. Que se calmaran, que por favor se calmaran que iban a asustar a los niños, que corrieran a buscar a Julius, que seguro lo habían despertado, mejor que no supiera nada, pobre criaturita, hasta que volviera su mamá. Después los tíos Lastarria se aburrieron un poco mirando llorar a la servidumbre y entraron a sentarse un rato en el escritorio. Ella rezaba. El permaneció en silencio hasta que no pudo más y empezó a pasearse de cuadro en cuadro, a envidiar tanto antepasado y a decir que no había nada como la tradición. Arriba, en su dormitorio, arrodillado junto a la cama, Julius rezaba de paporreta, rodeado por toda la servidumbre. Vilma sostenía atenta una bacinica. Carlos lloraba escondido en su mano enorme, Nilda gemía lo más despacio que podía, Julius los miraba comprendiendo y temblando y ahogándose.
Después fue todo lo del aeropuerto. De ahí fueron directamente al cementerio. Órdenes de los señores: que no viniera nadie, que no querían ver a nadie, sólo Bobby y Carlos para que maneje. Juan Lucas dirigía cada paso con un gesto amargo en la boca, como si estuviera soportando una fuerte acidez estomacal, ligeramente despeinado, un saco que tal vez hubiera preferido no usar una tarde así. Susan se había dopado. Recordaba haber tenido un pañuelo en la mano y una cajita llena de pastillas de diferentes colores, ¿en qué momento? Abrió los ojos y vio marrón por sus anteojos de sol el aeropuerto, marrón el pecho de Juan Lucas, ven, mujer. Carlos se encargaba de Bobby, aferrado a Santiaguito.
¡Dios mío! ¡cuándo se va a acabar todo esto! El Mercedes avanzaba por barrios feos, antiguos, pobres, ¿Lima?; seguía a la carroza fúnebre por calles extrañas, hostiles, viejas, nuevas para ella, sólo cuando murió Santiago, ¡Dios mío!, ¡Dios mío! Susan, amor. La gente iba viendo pasar esos dos vehículos; hombres y mujeres sentados en las veredas, en las puertas de sus casas los miraban pasar; algunos niños cruzaban la pista y volteaban también a mirar curiosos, odiosos, pobres. Una curva, una recta más ancha ahora y la gente lejos en la vereda, vamos avanzando. El policía los deja pasar, que sigan, que sigan, respetuoso, con el brazo.
«Aquí puede usted dejar el auto, Carlos», le dice Juan Lucas, pasándose la mano por los cabellos. Mira por la ventana antes de abrir la puerta, aquí también le quieren cuidar a uno el carro. Abre la puerta, ¡váyanse!, ¡no molesten! Abre la puerta de atrás, por aquí, Susan, conmigo, vengan, Bobby, Santiago. Conocen el camino al mausoleo de la familia, Santiago, papá. Avanzan entre tumbas, pabellones de nichos, siempre más pabellones de nichos, enormes colmenas blancas, frías que se cierran y ya no reciben más; otras personas como ellos pero no se ven, se cruzan silenciosas, nunca se tocan, aprensivas casi; mujeres con pomitos de alcohol y que limpian, un sacerdote, jardines y también flores. Aquí. Un sacerdote los esperaba, bajan a lo frío, entran al mármol, recién ahora los vuelven a notar: los hombres de la funeraria proceden técnicos, profesionales de lo irreparable, entendidos de la tristeza, trabajan la más terrible escena, el sacerdote ahora para lo otro. Cinthia, tú angelito, junto a tu padre. Cemento. La mano de Juan Lucas se extiende y tiembla unas letras, una crucecita, devuelve el badilejo y los abraza, lentamente los hace subir, no miran atrás, avanzan iguales a todos los hombres, entre el viento y los jardines, entre los muertos. Llegan a la reja, salen, Juan Lucas dirige, los hace pasar, Bobby, Santiaguito, Susan con él. Afuera tantos niños han cuidado el carro, no se enteran, parecen el fin de algo.
Oscurecieron el palacio. No abrían ni una persiana, ni una cortina, nada. Bobby y Santiaguito iban todos los días a misa con su mamá, antes de partir al colegio. Los hicieron estudiar como locos y adelantar los exámenes finales para que pudieran viajar también a Europa. Partían a fin de mes con su mamá y con el tío Juan Lucas. Julius seguiría mientras tanto con la señorita Julia y el año entrante lo pondrían de frente en preparatoria. Se tomaban una serie de decisiones rápidas. El palacio continuaba a oscuras, pero dentro todos actuaban nerviosamente para olvidar. Susan se excedía en los calmantes y el tío Juan Lucas recomendaba golf, vestida de gris, hasta el día del viaje. Un día Julius se acercó a pedirle a Susan que lo llevaran también a Europa y ella notó que estaba bizqueando. No hubo más remedio que llamar al médico y decirle que bizqueaba igual que Cinthia cuando murió su mamá Bertha. El médico habló de la extrema sensibilidad del niño y dijo que por nada de este mundo se les fuera a ocurrir llevarlo a Europa. En cambio, recetó clima seco de Chosica con una barbaridad de vitaminas. Se pensó en la casa de Juan Lucas en los Cóndores, pero dónde metían a la servidumbre, eso era una garçonnière. Había que decidir algo y rápido.