Llegó el cumpleaños de Julius, pero no los regalos de Europa, y tuvieron que correr a comprarle un tren eléctrico. Vino un hombre para armarlo y él se pasó toda la tarde haciéndole demasiadas preguntas. Por fin, a eso de las seis, el tren empezó a funcionar en una sala y toda la servidumbre apareció, aprovechando que el señor no estaba. Julius decidió cuál era la estación de Chosica. Prácticamente se olvidó del tren cuando empezó a contarle de Chosica a su mamá, que era toda para él esa tarde, hasta las siete, en que tenía que cambiarse para un cóctel. Le contó del pintor Peter del mercado, de los mendigos y, cuando se arrancó con lo de Palomino y las inyecciones, Nilda dijo que era hora de cocinar y se marchó. Pero tanto miedo fue en vano porque estuvo de lo más atinado y sólo contó lo que se podía contar. Lo hizo tan bien, además, que Susan empezó a agradecerles y a decirles que nunca olvidaría lo buenos que habían sido, el señor los iba a recompensar. Inmediatamente ellos replicaron que no lo habían hecho por interés, a lo cual Susan, a su vez, replicó diciendo que trajeran helados para todos, Coca-Cola también. Nilda volvió a aparecer trayendo al monstruito, seguida por Celso y Daniel con los azafates.
—¡Brindemos con Coca-Cola por los seis años de Julius! —dijo Susan, mirándolos, a ver qué tal recibían su frase.
Le salió perfecto. Se emocionaron todos. Tanto que ella terminó sacando la cuenta y Cinthia tendría ya once años; se le llenaron los ojos de lágrimas anticóctel, se me van a hinchar los ojos. Los sirvientes habían enmudecido. «¿Por qué? —se preguntaba ella—, ¿notarán?» En ese instante Nilda, en nombre de todos, dijo que acompañaban a la señora en su recuerdo. Susan se quedó pensativa, en todo están cuando se trata de... ¡qué bárbaros para querer!...
—¡El tren no puede quedarse eternamente parado en Chosica! —dijo, reaccionando.
Todos sonrieron. «Por una vez un cumpleaños sin los Lastarria», pensó Julius, inclinándose alegre para poner en marcha el tren. Todos sonreían mientras tomaban sus helados y sus Coca-Colas. Y el tren circulaba, pasaba y pasaba por Chosica. Sin detenerse porque él se había entretenido escuchándola: Susan les estaba contando de Europa; omitía los nombres para no confundirlos; Francia, Inglaterra, Italia, eso era todo; contaba y el tren giraba, se terminaban los helados y seguía, ni cuenta se daba de que ellos habían volteado a mirar hacia un lado de la sala, miraban con sonrisas nerviosas hacia la puerta desde donde Juan Lucas, Santiago y Bobby, recién llegados del Golf, seguían la escena irónicos, burlándose, avergonzándola.
Ya estaba decidido. Los primeros días después del viaje había tenido muchas reuniones y no había podido ocuparse de eso. Pero ahora acababa de reanudar sus prácticas de golf y tenía más tiempo libre para pensar. Los primeros días después de un viaje siempre son pesados. Había tenido que soplarse mil informes de gerentes y apoderados. Y los hay candelejones, ¡créeme! Había tenido que tomar muchas decisiones sobre asuntos descuidados durante su ausencia. Felizmente todo marchaba bien. Bastaron unas cuantas indicaciones, algunas cartas, algunas reuniones. Todo marchaba nuevamente sobre rieles. Las obras que había encargado hacer en la casa hacienda de Huacho andaban muy avanzadas. Pronto podrían invitar gente a pasar el fin de semana. La verdad es que estaba satisfecho con el giro que habían tomado las cosas durante su ausencia. Le molestaban dos o tres huelgas que se anunciaban. Pero, en fin, eso era Lima. El secreto está en transportar cualquier problema, cualquier disgusto a un campo de golf: ahí alcanza su verdadera e insignificante dimensión. Hay que ver cómo cambia la perspectiva. Un buen golpe, un buen swing se parecía tantas veces a la verdadera marcha de sus cosas. Además, hay tus cosas y las de los chicos. Todo junto, ahora. Ya se estaba viendo eso. Motivo de más reuniones. Reuniones con los nuevos socios norteamericanos, también. Para lo de las fábricas. Les iban a dejar tres fábricas. En fin, como podía ver, habían sido muchas reuniones y aún continuaban llamándolo al Golf, interrumpiéndolo. Pero así son siempre los primeros días después de un viaje. Recién ahora acababa de reanudar sus prácticas y tenía tiempo libre para pensar.
—La verdad es que ayer, saliendo del club, me provocó. Por qué no, Juan Lucas, pensé, y entonces me di cuenta de que ya estaba decidido.
A Susan le dio un poco de pena abandonar el palacio, pero lo veía tan entusiasmado, explicaba tan bien que sólo en una casa nueva podría empezarse una vida realmente nueva... Tenía razón. Además había que ver lo contentos que se habían puesto los chicos con la idea. Santiaguito empezó a gritar que sí, que Juan Lucas tenía toda la razón y que esa era una casa demasiado señorial, demasiado oscura, fúnebre, casi se le escapa que correspondía perfectamente al temperamento de papá. Se calló a tiempo, pero sin poder evitar que lo callado creciera en su mente: papá nunca jugaba golf ni nada, sólo le interesaban las haciendas y el nombre de su estudio y ganar juicios, sólo pensaba en el nombre de la familia, no seré abogado... Todos allí parecieron sentir que algo caducaba, tal vez un mundo que por primera vez veían demasiado formal, oscuro, serio y aburrido, honorable, antiguo y tristón. No había sino que mirar a Juan Lucas para ver que los estaba salvando hacia una nueva vida, no sé, sin tantos cuadros de antepasados, sin esos vitrinones, sin estatuas, bustos, sí, sí: querían una casa llena de terrazas, una casa donde uno salga siempre a una terraza y ahí estén Celso y Daniel sirviéndote un refresco, donde lo antiguo sea un adorno adquirido o un recuerdo, no lo nuestro. Susan vio envejecer el palacio en un segundo; se levantó el mechón rubio, caído, y descubrió su casa viejísima, le buscó hasta olores. Comprendió entonces que ése nunca había sido su gusto, fue él, yo tenía diecinueve años, le hubiera gustado vivir en esa casa pero en una película. Vio a Santiago, su esposo, en el instante en que se le acercaba por primera vez en una fiesta en Sarrat, al norte de Londres, en casa de los increíbles John y Julius... Lo adoró...
—¿Quién va a ser el arquitecto? —preguntó, en un esfuerzo triunfal, feliz, como el atleta que cruza la raya primero, perseguido.
...Le parecía maravilloso haberlo recordado así, acercándosele sonriente, enamorándose de ella, ahora que la casona con que él soñó empezaba a envejecer...
Conchudo Carlos se metió a dormir en la carroza, una tarde de fuerte calor. Le gustó y decidió que, en adelante, ése sería el lugar para su siesta. Llegaba, se quitaba la gorra, la embocaba por la ventana y se subía sin pensar que era la hora de Julius. Le cambió íntegro el orden de su mundo. Normalmente, los indios, a lo más, llegaban al pescante para que él, desde el interior, alargara un brazo por la ventana y los despachara de un solo tiro. Pero, de pronto, una tarde llegó y se lo encontró muy bien instalado, durmiendo en el viejo asiento de terciopelo. «¿Por qué estás ahí?» le preguntó, ingenuo, y por toda respuesta tuvo un pedo, acompañado de la palabra conchudo, porque soy un conchudo. En seguida empezó a roncar y él salió disparado a avisarle a Vilma, que estaba terminando de almorzar en la repostería. Nilda intervino gritando que no se acusaba a nadie pero que había hecho muy bien en venir a decir. Vilma no se inmutó hasta que Julius les preguntó qué quería decir conchudo. «Ven», le dijo.
—¡Carlos! Por favor bájese de la carroza para que el niño Julius pueda jugar... Ya es su hora.
—Y la mía también.
Vilma y Julius se quedaron sin palabras. La chola hermosa se limitó a agregar que no le enseñara lisuras al niño, pero ya Carlos se había cubierto la cara con la gorra y parecía dormir.
—Se hace el que ronca —dijo Julius.
Pero con los días empezó a dudarlo. Tarde tras tarde venía a la carroza y se lo encontraba roncando. Y por más que se quedara, roncaba exacto. Lo cierto es que Celso, Daniel y Anatolio, el jardinero, ya no querían caer muertos gritando ni saltar por los estribos y el pescante de la carroza por temor a despertar a don Carlos, como ellos lo llamaban. Julius trató de cambiar el sistema del juego: ahora él subido en el pescante, salvando a los pasajeros heridos de la diligencia, con gran peligro de caerse de cabeza contra las rocas, de rodar por los cerros... Inútil. No había coboyada que funcionase con disparos en voz baja, sin alaridos de indios enfurecidos.
Y ese verano Susan, Juan Lucas y sus hermanos iban diario al Golf; Carlos se pasaba la tarde desocupado o sea que no había nada que hacer. Sólo esperar que despertara, a eso de las cinco y media, y subir a conversar un rato con él.
—¿Qué quiere decir conchudo? —le preguntó, una tarde.
—Yo, por ejemplo —le dijo Carlos, bajándose grandote de la carroza—. Vamos —agregó, desperezándose—; ya va a ser hora de tu baño; Vilma te debe estar buscando.
Media hora después, era él quien la buscaba: no había ido a llamarlo a la carroza, no estaba en la cocina, tampoco en los altos. Tenía que estar en su dormitorio. Julius se dirigió hacia la escalera de servicio y, cuando se aprestaba a subir, se encontró con Santiago bajando nervioso, agitado. Pensó que había regresado muy temprano del Golf, pero como ellos casi nunca se hablaban, se limitó a darle pase y subió hacia el dormitorio de Vilma. «¿Se puede?», preguntó. Le encantaba preguntar ¿se puede?
—¡No!, Julius. ¡Un momento! Un momentito, por favor. Ya te voy a abrir. ¡Qué horror! ¡Pero si se me ha pasado la hora de prepararte tu baño!
Había invitados en el palacio. Celso y Daniel, elegantísimos, pasaban azafates llenos de bocaditos y de aperitivos. Susan, linda, triunfaba. Tenía esa manera maravillosa de llevarse hacia atrás el mechón rubio que le caía sobre la frente; reía, entonces el mechón se derrumbaba suavemente sobre su rostro y todos enmudecían mientras echaba la cabeza hacia atrás, ayudándose apenas con la mano, la punta de los dedos; los hombres se llevaban las copas a los labios cuando dejaba el mechón en su lugar, la conversación se reanudaba hasta la próxima risa. Más allá, Juan Lucas comentaba el día de golf con tres igualitos a él y de rato en rato se reían y eran varoniles y sólo decían cosas bien dichas. Celso se acercó al grupo y dijo algo en voz baja; algo que debió ser muy gracioso porque Juan Lucas estalló en sonora carcajada y buscó a Susan entre los invitados.
—¿Has escuchado eso, mujer?
—No, darling, ¿qué?
—Aquí el mayordomo me cuenta que el chofer está desesperado porque Santiago se ha robado uno de los carros.
Cada palabra venía con una entonación perfecta, varonil. Susan se quedó estática; lo miraba, no sabía si era bueno o malo lo que había hecho Santiago. Pensó que habría sido malo en la época de su esposo, pero ahora con Juan Lucas...
—Darling, ¿qué vamos a hacer?
—Vamos a esperar —respondió Juan Lucas—. Si regresa y el carro no huele a perfume de muchacha, entonces sí que no dejaremos que se lo vuelva a robar.
—¡Tenía una cita! —gritó Bobby, que había estado todo el tiempo por ahí.
Carcajada general, todos se reían y se llevaban copas a los labios, Susan volvía a acomodarse el mechón de pelo.
Era la vida feliz con Juan Lucas y sus amigos, ahí estaban los preferidos, los que sabían vivir sin problemas. Ahí estaba también el arquitecto seleccionado para la nueva casa. «No es un mal chico —pensaba Susan—, pero está demasiado en los grupos en que estoy. No sé si podrá beber como los otros.»
A Julius ya lo habían acostado y le habían apagado la luz. Estaba tratando de dormir un poco antes de que los invitados salieran al jardín. Como siempre, después de la comida, los invitados pasarían a la terraza y beberían hasta las mil y quinientas. Habría música y baile. Aunque se durmiera, pues, la música y las carcajadas lo despertarían más tarde. No le quedaría más remedio que asomarse a la ventana. Por ahora podía descansar un rato, recién estaban bebiendo los aperitivos.
Acababa de llegar uno de los socios norteamericanos de Juan Lucas y era realmente un placer conversar con él. Un hombre fino y un excelente jugador de golf. No tenía el acento horripilante de los norteamericanos y había caído muy bien en el Golf. Y en Lima. Su mujer era una gringuita como hay muchas, pero después de un rato uno se daba cuenta de que era inteligente y de que tenía cierto mundo. Con ellos estuvo a punto de completarse un grupo perfecto de gente bronceada, de deportistas ricos, donde nadie era feo o desagradable. Lo único malo es que no tardaban en llegar los Lastarria, qué se iba a hacer, había que invitarlos alguna vez.
Juan Lastarria había casi muerto de infarto de tanto esperar a su horrible esposa. La muy idiota tenía que dejar a sus dos hijos en cama antes de salir a cualquier parte, y él abajo, fumando más de la cuenta y esperando que terminara de arreglarse, para qué, no sé, mientras Susan y Juan Lucas recibían y conversaban hace una hora por lo menos. Por fin llegaron. Él hubiera querido verse una vez más el bigote en un espejo, comprobar que ese terno realmente le ocultaba la barriga, sabía que Juan Lucas era un deportista eximio. Daniel abrió la puerta y Lastarria casi se tira de cabeza al vestíbulo del palacio. Se contuvo y dejó pasar primero a su esposa, horrible. Y ahora venía Susan dejándose el mechón rubio en su sitio y besaba linda a su prima, mientras él se inflaba hasta más no poder, sacaba pechito y se inclinaba para dar el beso en la mano y Susan soportaba. Al entrar en la gran sala del palacio, Lastarria pensó en tanto antepasado y en tanta tradición, pero el llamado del presente pudo más que todo: ahí estaba Juan Lucas. Lastarria se sintió enano pero feliz. Más feliz aún cuando los otros lo saludaron. Felicísimo, luego, cuando su mujer se perdió entre otras, ah no, ahí está, olvídate Juan y goza.
Y esa misma noche, antes de la comida, anunció públicamente que había decidido jugar golf y que se iba a hacer socio del club mientras Juan Lucas le hacía señas a uno de sus amigotes para hacerle notar que Lastarria se estaba pasando la noche empinado, seguía llegándoles al hombro el pobre. Poco rato antes de que sirvieran (Nilda estaba ofendidísima porque para estas reuniones encargaban la comida al hotel Bolívar), empezó a perseguir a Susan, a su duquesa, por todas partes. En realidad el pobre se debatía entre Juan Lucas & Cía., y Susan. Eran dos ahora porque el arquitecto de la casa nueva también la seguía y la adoraba. Un jovencito brillante, estaba de moda, pero le faltaba vivir un poco todavía. Lastarria se cagaba en el jovencito brillante y Lima está creciendo porque el arquitecto no sabía quién era Lastarria. A pesar de que hubiera podido interesarle...