A Chosica partieron Julius y la servidumbre en pleno. Arminda, la lavandera, aprovechó para traerse a su hija Dora que últimamente se estaba portando pésimo, se escapaba con un heladero de D'Onofrio y todo. Nilda trajo al bebé que había tenido, nadie sabe cómo: simplemente un día empezó a inflarse bajo el mandil de cocinera y una tarde pidió permiso para irse a dar a luz. Una semana después regresó lista para el viaje a Chosica y con el monstruito ese. Pero sus preocupaciones estéticas se dirigían más bien hacia Julius y, no bien se instalaron, decidió aprovechar la ausencia de la señora para pegarle las orejas a la cabeza. Esparadrapo, cinta engomada, qué no usó para lograr sus fines, tanto que Vilma protestó pero la Selvática la amenazó con el cuchillo enorme de la cocina, uno nuevo para la casa nueva.
La casa, invisible desde fuera, rodeada de altos muros blancos, quedaba en un sitio lindo de Chosica. La parte posterior se estrellaba con los cerros y ahí uno vivía constantemente amenazado por esas rocas enormes que sin embargo no se caían nunca. Para algo habían pagado una millonada por el alquiler, nada más. Tenía su piscina la casa, y también su jardinzote llenecito de árboles y hasta sus cañaveralitos para que Julius se introdujera por ellos, se cruzara con un sapo en el camino y desembocara sudoroso, ¡llegué a Madre de Dios, Nilda!, ante el dormitorio de la Selvática y su hijito. Casi no era necesario salir, sobre todo los domingos y feriados en que medio Lima se venía a tomar el sol, y todo se llenaba de carros amarillohorrorosos y de mujeres melenudo-pecadoras que luego se marchaban dejando Chosica plagado de cáscaras y papeles. A las que sí tenían que ir a visitar alguna de esas tardes era a las monjitas francesas del Belén de Chosica; de todas maneras tenían que ir porque una tía monja del señor Juan Lucas les había dado una tarjetita-estampita de presentación.
Tres veces por semana, lunes, miércoles y viernes, aparecía la señorita Julia, ese monstruo, con los brazos llenecitos de vellos negros, para enseñarle una barbaridad de cosas. Recién en Chosica empezó a pellizcarlo y Julius a querer matarla. Sin embargo, hubo una época en que logró interesarlo: fue cuando empezó a contarle cosas de Cinthia, cuando era su alumna, lo inteligente, lo dulce, lo tierna que era esa niñita. Julius le preguntaba más y más y nunca se cansaba de escucharla. Aunque fueran las mismas anécdotas, los mismos adjetivos, tierna, dulce, adorable Cinthia.
Otros que venían eran los médicos; venían juntos, una vez a la semana, y lo examinaban calato. Después conversaban largo rato, ahí, delante de él, pero él ya estaba pensando en Cinthia. Dejaban un montón de recetas y se iban. A uno le daba por los tónicos y al otro por las inyecciones. Decían que Julius estaba muy bien, que se recuperaba asombrosamente. También venía una señorita para lo de las inyecciones. Como a Julius el potingo se le volvía gelatina, de miedo, le pagaba un sol por ponérselas y luego se marchaba cobrando veintiún soles por habérselas puesto.
Aparte de esos momentos desagradables, la vida en Chosica transcurría apaciblemente. Por fin un día salieron a pasear y llamaron a la puerta verde del colegio Belén. Una monjita los recibió en francés pero cambió rápido a castellano al ver que no entendían ni papa. Vilma le entregó la tarjetita-estampita de presentación. La monjita la leyó y los hizo pasar inmediatamente, le encantaba recibir gente, mostrar lo lindo que era el colegio. Los llevaba de un lado a otro y les iba enseñando los patios y jardines que rodeaban el local. Por las ventanas, Julius alcanzaba a ver un montón de chicas estudiando, eran las clases, le dijeron, y que esperara un ratito, ya no tardaban en terminar. Mientras tanto podían visitar a la Madre Superiora en su despacho. «Vengan poaquí», les dijo la monjita francesa y los acompañó blanquísima hasta donde la Madre Superiora.
Era bien viejita la Madre Superiora y hablaba muy mal el castellano; además, no parecía recordar a la monjita que le había escrito presentándolos, pero de todas maneras les convidó unos chocolatitos seguidos de varias estampitas. A Vilma le regaló una un poco más grande e importante; las de Julius, en cambio, eran medio angelicales, mucho blanco, mucho celeste, sus arbolitos y sus corderitos buenísimos, algo bucólico el asunto, pastoril. No hubo segunda rueda de chocolates, probablemente porque podía ser gula, y la sesión no tardaba en terminar, cuando, de pronto, la madre se sentó y empezó a ignorarlos olímpicamente. Como que se iba la Superiora, parecía no verlos. Empezaron cuatro minutos largos como cuatro horas, un silencio frío se instaló en la habitación, definitivamente la monjita los había abandonado por alguien. ¡Y ellos qué iban a saberlo! La Madre Superiora acababa de entrar en uno de sus breves aunque frecuentes estados celeste-maravillosos, estaba a punto de redondear toda una vida de bondad absoluta... Un instante nada más: la pobre inmediatamente se daba cuenta de que aún no le tocaba morirse, se desconcertaba todita, ni más ni menos que si otro se hubiera servido justo el pastelito que ella quería, para la próxima será. Lo cierto es que de pronto había enmudecido y luego como que alguien la estuvo abanicando suavecito. Por fin trató de reanudar el diálogo, pero no bien empezaba le volvían atisbos de lo celeste-breve, pedacitos de maravilla, recuerdos de viaje, y el silencio se prolongaba. ¡Y ellos qué iban a saberlo! Todo ese mutis, la viejita tan blanca, tan sonriente, tan ida: los pobres andaban en plena piel de gallina, ahí todavía, rodeados de imágenes, los Sagrados Corazones sobre todo. Se pusieron a temblar de la pura espectativa, ya se iban por el cuarto minuto... Hasta que habló de nuevo y normal la Madre Superiora, Julius y Vilma respiraron, fin del estado raro, ningún santo supo aprovecharlo: todo, absolutamente todo anduvo dispuesto para una aparición... Y de las buenas... Con tres testigos... De tres edades diferentes.
La Madre Superiora se puso de pie, abandonando temporalmente la contemplación de sus cuarteles definitivos; se acercó donde Julius y le hizo una crucecita en la cabeza, casi lo mata del escalofrío. Le dijo que fuera a jugar con los ninós e las ninás.
Había un montón que no podían correr durante el recreo porque tenían asma y estaban bien pálidas. Con ellas conversó Julius y les contó que su mamá estaba en Europa con sus hermanos porque su hermanita Cinthia se había muerto. Después les dijo que por eso él estaba medio bizco y que iba a sanar en Chosica, que para eso había venido, las dejó turulatas a todas con su historia. Por ahí también aparecieron las grandes; ésas ya estaban en los años superiores y lo llenaron de caricias y de mimos, lo besaron toditito hasta que les puso cara de tranca. Entonces empezaron a preguntarle que cuándo iba a ir al colegio y que cuántos años tenía. Él les contó que iba a cumplir seis en el verano y que estudiaba en casa con la señorita Julia. Les dijo que ya sabía leer y escribir correctamente y sin faltas de ortografía. Una bien bonita sacó un lápiz y un block de su mandil y le dijo a ver, escribe algo. Julius cogió el lápiz y empezó a escribir: «La señorita Julia tiene vellos negros en los brazos.» Iba a poner algo más pero en ese momento se le despegó el esparadrapo de una de las orejas y todas soltaron la carcajada. Partió la carrera seguido por Vilma, no paró hasta la calle. Dijo que no volvería más.
Para regresar a casa tomaron la calle del costado derecho del colegio, una calle en pendiente, de veredas escalonadas. Iban subiendo por la pista, callados y pensativos, cuando en eso Julius vio algo que atrajo inmediatamente su atención. «Son los mendigos —le dijo Vilma—; no te acerques» pero ya era tarde: Julius había partido la carrera y ya estaba llegando al lugar en que se hallaban tirados, junto a una de las puertas laterales del colegio. Se detuvo cerquita de ellos y empezó a mirarlos descaradamente. Los mendigos también lo miraban y algunos hasta le sonreían, él ya no tardaba en preguntarles por qué tenían todos una cacerola, pero Vilma lo interrumpió:«¡Vamos!», le ordenó, jalándolo del brazo. Inútil. Estaba bien parado, los talones juntísimos, las puntas de los pies muy separadas y las manos pegaditas al cuerpo. Mejor dejarlo un poco. Los mendigos empezaron a decirle niñito, y a sonreírle inofensivos pero andrajosos. Eran un montón de serranos y serranas viejos o medio inválidos. En ese momento se abrió la puerta del colegio y apareció una mujer vestida casi de monja pero con moño; con ella apareció también un hombre que decía el puchero, el puchero, mientras acercaba una olla enorme sobre una mesa rodante. Atrás, una monjita indudablemente buenísima sonreía con los brazos abiertos e iba bendiciendo toda la operación.
Por esos días empezaron a llegar las primeras cartas de Europa. La primera venía de Madrid y estaba dirigida a Vilma, con instrucciones para que le leyera algunas partes a Julius. A Madrid había llegado una carta de los médicos, informándoles del restablecimiento de Julius. Ya sabían que había recuperado un kilo y que comía bien y que ya no vomitaba. Sabían también que había dejado de mencionar a Cinthia en todas sus conversaciones y que dormía tranquilo con los nuevos calmantes. No les iba mal en España pero estaban tristes y extrañaban mucho a Julius. Era realmente una lástima que no lo hubieran podido traer, pero así todo era mejor porque, la verdad, estaba demasiado pequeño para andar visitando museos y dando trotes de un lugar a otro. Ellos todavía no habían visitado ningún museo pero ya no tardaban en ir, sobre todo por los niños que se estaban portando muy bien. El señor Juan Lucas tenía muy buenos amigos en Madrid y diariamente ellos lo llevaban a jugar a golf a un club en las afueras de la ciudad. Eso sí que era un verdadero descanso para los nervios. Justo lo que necesitaban. Necesitaban distraerse, olvidar. Estaban tristes. No era fácil distraerse pero el señor Juan Lucas y sus amigos hacían lo posible por entretenerlos. Allí nadie los conocía como en Lima y podían salir a cenar en restaurantes. Además no tenían que vestirse de negro que es tan deprimente. Vilma comprendería lo mucho que necesitaban distraerse, salir, cambiar de ambientes, ayudarse a olvidar. El señor Juan Lucas le estaba enseñando a Santiaguito a jugar golf y el niño aprendía muy bien. Cada día se llevaba mejor con su tío. Bobby nadaba mucho en la piscina y había conocido a algunos chicos de su edad. La verdad, estaban bien en Madrid y les gustaría quedarse un poco más de lo que tenían pensado. Después irían a París y a Londres para comprar ropa y regalos para todos. Era necesario moverse, distraerse para olvidar. Estaban esperando la cartita de Julius. Que escribiera, por favor. Querían ver los progresos que hacía con la señorita Julia. El señor Juan Lucas también preguntaba muchas veces por él. Que le escribiera una cartita también a él. Que ella les contara todo lo que hacía Julius en Chosica. Que le tomaran una fotografía y se la mandaran. Que lo llevaran a pasear en auto con Carlos pero que tuvieran cuidado con el tráfico. Y,
Julius, darling:
El médico me cuenta que estás muy bien. Dice que cada día comes mejor y que pronto estarás fuerte como un Tarzán. Haz todo lo que él y Vilma te digan. Estudia bastante para que puedas entrar a preparatoria. La próxima vez vendrás tú también. Mami te lo promete. Tu tío Juan te manda muchos cariños. Está terminando de amarrarse la corbata. Muy buen mozo, darling. Así vas a ser tú de grande. Me está pidiendo que me apure. Mami todavía no está lista y ya es hora de irse. Mil besos.
LOVE
Firmó Susan con letra de colegio inglés y metió la carta en un sobre de lujo. Enseguida se puso de pie para avanzar hacia el espejo en que Juan Lucas se miraba perfeccionándose el nudo de la corbata. Minutos después aparecieron en el corredor donde Santiaguito y Bobby los esperaban. El ascensor los llevó suavemente a la planta baja; ahí estaban los amigotes de Juan Lucas, grandes saludos, ¿en qué restaurant cenamos? Un aperitivo primero en el bar y luego veremos. El del golf se conocía todos los lugares: los típicos, los típicos caros y los solamente caros. Y algunos toreros para que Santiaguito lo admirara más que nunca, a partir de esa noche, ¡qué no sabía!, ¡a quién no conocía! Recién llegaban los aperitivos y ya estaba animadísimo, muerto de risa, chocho como nunca con Susan, como con ninguna y es que como ella ninguna y ¡ole!, ¿qué piensan?, ¿se nos casa Juan Lucas?, ¡hombre!, ya eso es más difícil: habían estado conjeturando los amigotes, y ahora, felices ahí en el bar, viendo llegar los aperitivos, mirando a Juan Lucas mirar a Susan, ¡hombree!, un brindis por la pareja no vendría mal...
En Chosica las cosas marchaban como para que los de Europa se quedaran años allá, si querían. Julius se sentía cada vez mejor, hasta bizqueaba menos, en realidad ya casi no bizqueaba aunque siempre se le veía muy flaco, sobre todo la carita de frente, por las orejas pegadas con esparadrapo y cinta engomada. Toleraba a la señorita Julia sin quejarse pero encontraba que Julio Verne era mucho más entretenido. Lo había descubierto en uno de sus paseos por Chosica Baja, mientras Vilma se iba de ojitos con el dependiente de una librería. Chosica Baja deslumhraba a Julius con su mercado lleno de frutas y de animales muertos colgando de inmensos garfios. Últimamente había empezado a ir todos los días con Vilma y Nilda para lo de la compra de los víveres. Ya hasta lo conocían y lo recibían con sonrisas: era el niñito orejudo que venía con la cocinera insolentona y el ama requetebuena.
Un día, paseándose por ahí, descubrió a un pintor norteamericano con barba, pipa y zapatillas de tenis. Ése sí que lo cautivó de arranque, sentado ahí superraro, pintando a los vendedores y aprendiendo palabras en castellano. Era tartamudo el gringo y simpatiquísimo. «¡A mí, míster!, ¡a mí, míster!», le rogaban los placeros y él les contestaba que po-poco a poco, porque no podía pintarlos a todos al mismo tiempo. Pero en cuanto descubrió a Julius con su canasta rebalsando y con Vilma al lado, les dijo que po-por favor no se fueran, que los que-quería pintar. Y en cosa de minutos hizo su diseño, ya después le pondría colores porque Julius se estaba cansando de sostener la canastota con el pescadazo y porque todo lo que iba diciendo mientras posaba le parecía realmente gracioso y digno de mayor atención. Vilma casi se muere de miedo cuando los invitó a tomar una gaseosa y a conversar un rato. Julius dijo que bueno, pero ella se negó, otro día, estaban apurados. Sin embargo, en ese momento apareció Nilda con su canasta llenecita de ajos, coles, apios, cebollas, etc., y nada más por darle la contra a Vilma dijo que sí. Se fueron los tres a un bar-restaurant, una especie de enorme terraza sobre el río, junto al puente colgante.