Un mundo para Julius (9 page)

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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Novela

BOOK: Un mundo para Julius
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Ahí Nilda se tomó una cerveza de las grandes y habló hasta por los codos con el míster, contaba y contaba de la selva. Vilma, en cambio, seguía la conversación sonriente pero sin intervenir. Julius era todo ojos y oídos porque Peter, así se llamaba el pintor, ya había estado en la selva y se conocía Iquitos, Tarapoto y Tingo María como la palma de su mano. Además había navegado por el Amazonas y había estado en Brasil, en Belem du Para y todo. Ahora estaba viajando por el Perú y se ganaba la vida pintando. Lo de la barba era por flojera de afeitarse y la pipa casi nunca la encendía, pero no podía quitársela de la boca. «Es el chupón del míster», comentó Nilda y soltó una carcajada con caries y dientes de oro por montones. Peter no entendió la broma y se limitó a sonreír y a preguntarle más sobre la selva. Ahí sí que Nilda se desató a contarle todo lo que sabía y más. La cosa para ella era seguir hablando, hablar y hablar, exhibirse con el míster en la mesa y cautivarlo, a él y a Julius, a todos, dejarlos con la boca abierta y que Vilma quedara como una sosa; a ver también si a punta de ser entretenida le ligaba su pinturita. Era una mañana feliz para Julius; nunca antes la Selvática había contado tantas historias sobre la selva, nunca antes las serpientes habían sido tan venenosas, ni las tarántulas bebés tan terribles, ni la araña del plátano tan chiquitita y tan fregada. Ignoraba por completo las épocas de la historia, Nilda; hizo mierda la cronología de la selva peruana; su niñez, su juventud, su mayoría de edad en Tarapoto, todo lo iba mezclando y, poco a poco, la selva se fue convirtiendo en un lugar donde los chunchos, completamente calatos para la ocasión, iban y venían por lo verde-peligroso, desde el campamento de los lingüistas hasta el de los evangelistas, por ejemplo, y en el camino se cruzaban con caucheros multimillonarios, mucho más ricos que el papá de Julius que en paz descanse. Nilda se acordaba hasta de los nombres de los que encendían cigarrillos con billetes y se construían palacios en plena selva. La pobre hizo todo lo posible por cautivar al míster pero él no se decidió a pintarla, prefería escucharla mientras hablaba y ya después fue muy tarde, había que regresar para que Julius almuerce. Total que Peter y Julius casi no llegaron a conversar, pero quedaron en verse de nuevo y el pintor prometió avanzar con el cuadro para el día siguiente.

En casa había carta de Francia, carta de la señora para Vilma. Contaba que habían recibido la cartita de Julios justo antes de salir de Madrid; linda, deliciosa, querían que escribiera más. Estaban en la Costa Azul pero no hacía muy buen tiempo. Santiaguito había conocido a una chica italiana y no quería moverse de ahí por nada, por nada quería ir a París. El señor Juan Lucas se iba a encargar de eso cuando llegara el momento. Estaban rodeados de amigos del señor y muy bien atendidos. Ella se sentía un poco más tranquila. Tanto ajetreo y tanto avión la mantenían con la mente ocupada en otras cosas. Esa mañana los habían invitado a pasear en yate (Susan usó la palabra inglesa yacht). Descansaría mucho en el mar. El mar siempre la había descansado mucho. Estaban felices con lo bien que iba Julius. Los médicos habían vuelto a escribir diciendo que las cosas no podían marchar mejor. Faltaba París, Londres, Roma, Venecia, pero regresarían a tiempo para los seis años de Julius y para ver todo lo de su colegio. Y,

Julius, darling:

Estamos apuradísimos porque nos esperan para pasear en yacht. Tu cartita es simplemente una joya. Todos la hemos leído. Tu tío Juan también. Bobby y Santiaguito adoran al tío Juan Lucas. Tú también lo vas a querer así, darling. Esto es muy importante para nosotros. Mil besos,

MAMI

Veinte minutos después, Susan, Juan Lucas, Santiaguito y Bobby navegaban en La Mouette, invitados por uno de los amigos que el del golf tenía por ese sector de la vida color de rosas. Navegaban mirando constantemente el cielo, porque al principio parecía que el tiempo no iba a mejorar. Hablaban en inglés para que los chicos entendieran. Pero después, cuando el sol apareció y las horas azules en el mar empezaron a transcurrir, y cuando la langosta con su dejo salado hizo que fueran cinco los sentidos que gozaban del mar, Juan Lucas bebió un sorbo del blanco seco y arrosquetó como pudo su boca castellana para alabar el vino, empezando así una larga charla en francés, con la mejor pronunciación.

La señorita que le ponía las inyecciones a Julius estaba enferma, por eso llegó Palomino. Llegó una tarde en bicicleta y con maletín negro de médico, con iniciales doradas y todo. Tocó el timbre importantísimo y, cuando Celso le abrió la puerta, dijo que venía a buscar al niño Julius, como si fuera un amigo que venía a visitarlo. Hasta se sentó en el vestíbulo/Celso lo odió. Palomino, por su parte, despreció a Celso. Era estudiante de medicina el cholo y se ayudaba poniendo inyecciones. Se creía el don Juan de Chosica, lo cual lo obligaba a estrenar impecable terno azul marino, todos los años en fiestas patrias. La verdad es que era el rey de las amas del Parque Central. Además ponía realmente bien las inyecciones y vivía orgulloso de eso (él mismo lo decía).

En esos días la situación andaba muy tensa entre Vilma y Nilda, y casi había estallado precisamente el día en que Palomino vino por primera vez. Julius andaba metido en el cuarto de Nilda, preguntándole cuándo pensaba bautizar a su bebé. Nilda, primero, casi lo mata de la impresión diciéndole que ella no era católica sino evangelista. Después le explicó lo que era ser evangelista y le contó que había muchas religiones y que la católica no tenía necesariamente que ser la verdadera. Lo poco o mucho que entendió el pobre Julius bastó para que se quedara turulato. Se quedó el pobre con los ojos abiertos enormes y con las manos pegadas al cuerpo, estático y como esperando más todavía. Fue en ese momento que el bebé de Nilda empezó a llorar y que ella lo cargó con una mano, como si fuera un paquetito. Con la otra mano se desabotonó el vestido y extrajo un seno enorme, fofo, con un pezón rosado-increíble-con-granitos y empezó a darle de mamar. Le seguía contando lo del evangelismo y él no se podía ir. Estaba temblando. Ya no podía más. Sentía agua amarga llenándosele en la boca. Muy tarde miró la puerta, vomitó. Aun mientras vomitaba sentía que no hubiera querido vomitar ahí. En ese instante entró Vilma buscándolo y como que captó toda la escena, tal vez por lo predispuesta que andaba contra Nilda desde lo del cuchillo, el otro día. Además, lo del pintor Peter en el mercado había empeorado mucho las relaciones. Julius miraba a Vilma en busca de ayuda, no atinaba a nada. Miraba al suelo sucio, a Vilma y a Nilda siempre dándole de mamar al bebé, ahí seguía el seno. Vilma acusó a Nilda de una barbaridad de cosas y la Selvática le dijo que esperara no más a que termine con el bebé, que la iba a matar. Por suerte, en ese momento llegó Celso anunciando que un tal Palomino había venido para lo de las inyecciones.

Vilma se fijó bien que Julius no se hubiera ensuciado la ropa y le humedeció la boca con una toallita perfumada. Sabía que estaba prácticamente sano y que lo del vómito era por otra cosa, mejor pues que no se enterara nadie y mucho menos los médicos y el de las inyecciones. Palomino se puso de pie al verlos aparecer, ni se fijó siquiera en Julius, en cambio a Vilma casi se la come con los ojos. «¿A quién tengo que ponerle la inyección?», preguntó. Sabía perfectamente que era al niño, pero quería que ella se lo dijera, para replicar qué lástima, mientras aprovechaba unos rayitos de sol que se filtraban para hacer brillar bien las iniciales del maletín de médico. Vilma sonrió, coqueta.

La señorita de las inyecciones no volvió más. Se pasó su mes de descanso y nada. Era Palomino quien venía siempre ahora; venía hasta cuando no le tocaba ponerle inyecciones a nadie. Y se pasaba horas conversando con Vilma, cosa que aburría bastante a Julius. A todos menos a ella les cayó antipático con su bicicleta, sus ternos azul marino y su maletín negro. Se creía un medicazo el tal Palomino, pero lo que no sabía era que Carlos, Celso y Daniel lo querían matar. Nilda, por otro lado, gritaba que Vilma era una tal por cual y que esperara no más a que llegara la señora, a que se enterara, ya ni se ocupaba del niño Julius por andar coqueteando con el enfermero ese. Palomino despreciaba olímpicamente a todos, ni siquiera los saludaba. Cada día se pasaba más horas metido en el jardín y una vez hasta se olvidó de ponerle su inyección a Julius por estar conversando con Vilma. Otra vez, vino con máquina de fotos y la tuvo posando largo rato. Carlos y los mayordomos habían salido, Nilda andaba ocupada con su hijo y Arminda y su hija sabe Dios por dónde andarían. Lo cierto es que el pobre Julius estaba loco por salir a buscar al pintor Peter en el mercado. Le había dicho que iba a ir esa tarde, pero Vilma no le hacía caso. Y Palomino hasta le gritaba que se aguantara un poco, que no fregara. Así, hasta que Vilma apareció en ropa de baño, una que le había regalado la señora y que le quedaba a la trinca. Parecía aspirante a rumbera con esas poses de artista tan mal aprendidas. Lo que sí es verdad es que estaba como mango la chola, y Palomino dale que dale, foto y foto, desde todos los ángulos, en blanco y negro, hasta en tecnicolor, según él, y las horas pasaban y el pobre Julius esperando. Por fin se escapó.

Reconoció fácilmente el camino hacia Chosica Baja: era sólo cuestión de tomar la primera calle a la izquierda y llegar, dos cuadras más allá, al Parque Central. Seguir siempre de frente hasta encontrar una de las escaleras que bajan a la avenida 28 de Julio, la principal de Chosica Baja, ancha, llena de tiendas, bazares y bodegas. En una de sus últimas bocacalles estaba el mercado, al fondo, cerca del río, no era difícil ubicarlo. Claro que la aventura era como para asustar a cualquier niño de su edad, pero Julius, llevado por el ansia de encontrar al pintor Peter del mercado, olvidó el miedo y no se sintió perdido en ningún momento. Y ahí estaban ya los kioscos, los puestos, los petates de los ambulantes, las verduras, los pescados brillantes y los trozos de vacas y toros colgando colorados e inmensos. Y ahí estaba Peter, también, con su paleta y todo su instrumental en una bolsa. Conversaba con una placera, rodeado de curiosos, posibles carteristas y admiradores sinceros. Su pipa se desplazó ligeramente hacia la derecha cuando sonrió al ver a Julius, lo llamaba con una mano y con la otra le señalaba algo allá al fondo, en un kiosco. Julius se acercó y, por primera vez en su vida, le dio la mano a alguien por iniciativa propia, sin que nadie, a su lado, le dijera saluda niñito.

El pintor Peter del mercado lo introdujo al grupo y le dijo tartamudísimo que ya le tenía listo el cuadro y que se lo iba a regalar. Después le preguntó por Nilda y por Vilma, y Julius le contó que se habían quedado ocupadas en la casa, por eso había tenido que venir solo, pero no se había perdido ni nada. Peter sonrió. Estaba muy atareado con sus clases vivas de castellano (así le llamaba él a conversar con la gente, por la calle). La verdad es que aprendía y mucho, pero su acento era francamente malo y no faltaba quien lo tratase burlonamente. Con cariño, eso sí; cariño y respeto porque el míster se había convertido en una especie de institución en el mercado, siempre pintando, siempre conversando, siempre contando de su país, de sus viajes, siempre con la pipa en la boca, tartamudeando además. Mucho trabajo le costaba comunicarse con los nacionales, pero insistía.

Unos diez minutos después se despidió de todos y se fue con Julius hasta el kiosco donde tenía guardada la pintura. Julius la cogió con ambas manos y estuvo largo rato mirándola, antes de decir que le gustaba y que muchas gracias. Ahí estaban él y Vilma igualitos y la canastota con el pescado asomando por el borde, los puestos de verduras sirviendo de fondo. Pintaba muy bien su amigo. Julius le dijo que se iba a llevar el cuadro a su casa y que lo iba a colgar en su dormitorio. Su casa en Chosica era nueva, explicó, faltaban cuadros. El pintor Peter del mercado le preguntó si quería venir al restaurant sobre el río a tomar una gaseosa. Claro que quería.

Estuvieron largo rato conversando frente a las botellas. Julius respondía con precisión a todas las preguntas, le contó enterita la historia de su familia. Nada conmovió tanto al gringo como lo de la carroza que tenían en Lima. Estaba loco por pintarla el pobre, pero seguro cuando Julius regresara a Lima él ya estaría en Cuzco o Puno, aún no conocía esas regiones. Para Peter, era simplemente genial la ingenua versión que Julius daba sobre el esplendor de su familia, sobre su padre, sobre la belleza de su madre, sobre el entierro de Bertha, sobre el tío abuelo romántico y la pianista tuberculosa. Insistía con sus preguntas, quería saber más, pero empezó a notar que se excitaba demasiado cuando hablaba de su hermana Cinthia, no podía recoger el vaso de la mesa, palidecía.

Por eso le preguntó si había cruzado el puente colgante. Muy atinada su pregunta porque la idea de cruzar el río por el puente que tiembla lo fascinó. Vilma nunca había querido llevarlo por ahí. El gringo llamó al mozo y pagó las gaseosas. «Vamos», le dijo, y se pusieron en camino. Antes de entrar, le hizo notar cómo temblaba todito y le preguntó si tenía miedo. Que no, le respondió Julius, adelantándose tranquilamente. Allá iba sólito, se acercaba demasiado al borde, Peter espantado pero no le decía ni pío, no porque fuera un monstruo sino porque tenía sus ideas muy modernas sobre la educación de los niños.

Y Julius, a punta de hacerle recordar su propia niñez, lo fascinaba. El gringo andaba emocionado y todo. En el fondo era un solitario y últimamente... Al otro lado del puente, le señaló el Hotel de la Estación. Se estaba viniendo abajo de viejo pero tenía historia y encanto. Julius como que captó el asunto y empezó a escuchar con atención mientras Peter le contaba que era un hotel muy antiguo, todo de madera, mira bien, que ya casi nadie se alojaba ahí, pero que en sus buenos tiempos había alojado hasta pre-presidentes y mi-ministros. Por fin Julius no pudo más y le preguntó por qué tartamudeaba. Peter, cesando inmediatamente de tartamudear, le contó que no había nacido tartamudo sino que cuando era niño... Y como Julius ya le había contado de Cinthia y de su bizquera, fue un momento bien emocionante, ahí frente al viejo Hotel de la Estación.

Después estuvieron un rato conversando con un viejo encantador que administraba el hotel y que se sabía la historia de Chosica desde la época del rey Pepino. El viejito hasta trató de convidarles una gaseosa, andaba encantado con el huésped norteamericano, después de años, uno, como si el pobre Peter fuera turista rico y su presencia ahí significara un resurgimiento de ese olvidado sector de Chosica. Eso también fue bien triste; mejor que Julius no aceptara la gaseosa porque tenía un poco de náuseas, además el gringo andaba medio cabizbajo. Sólo el viejito estaba encantado.

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