Volveré a escribirte pronto, y siento haber sido tan mal huésped.
Mucho amor y deséame suerte, aunque ya será demasiado tarde de aquí a que recibas esta carta.
Hugo
Hugo no entendía por qué tenía miedo. La habitación, casi una iglesia, casi una sala de espera de estación de ferrocarril, era espaciosa y aireada. Las ventanas, eclesiásticas sin vidrios de color, dejaban pasar por entre la emplomadura chorros de sol, que chocaban contra el suelo en un ángulo lo bastante agudo para hacer chispear la piedra. Todo se veía bien aseado. La madera de los bancos, el blanco de las paredes. Incluso los lirios del jarrón colocado sobre el mantel almidonado parecían planchados. Y en cierto modo desprovistos de vida. Como si la habitación hubiera estado conservada en naftalina. Una imagen en el televisor con el mando del color fijado al mínimo.
Hugo se encontraba al fondo, a la sombra de las pesadas puertas de madera. En el exterior estaba lloviendo, a pesar del sol, y la gente comentaba algo de un arco iris. Comentaban el hecho de que no hubiera arco iris.
«Es que lo tapa la contaminación», dijo una anciana con un sombrero de rafia azul, apoyándose en su bastón blanco mientras avanzaba lentamente por la nave. Era Mavis, la del número 12. Tres puertas más abajo de sus padres. Y la señora que la acompañaba, más rolliza, con sus gruesas pantorrillas y sus cómodos zapatos estilo Oxford, era Meg. Amigas de toda la vida. Mavis era profesora de música. Meg tenía una renta. Eran dos damas solteronas. A Hugo, Mavis siempre le recordaba un periquito australiano. De brillantes colores en una salita de estar suburbana.
Se volvieron, buscando a Hugo, y al verlo semioculto en la penumbra sonrieron y le saludaron con la mano. Él les devolvió el saludo, pero ya habían vuelto la cabeza. Oyó a Meg comentar qué chico tan aseado era. «Nunca se mete en enredos. No es como algunos de esos otros golfillos. Como el chico de los Baker, los del número 36. Llega a casa cubierto de barro de pies a cabeza; de barro y sabe Dios qué. No, Hugo es muy bueno. Su madre tendría que estar orgullosa de él.»
Su madre estaba sentada junto a la cama, observándolo. Hugo sentía sus ojos sobre él, observando, hurgando en él, absorbiendo aquel esqueleto arruinado y demolido, todo lo que quedaba de su hijo. Hugo tenía los ojos pegajosos, con las retinas tan deterioradas que por una pupila sólo veía en blanco y negro, y por la otra nada. Menos que nada. Y aun así, sentía los ojos de su madre sobre él. Hugo tenía miedo. Ella le daba miedo. Quería estar a solas. Siempre había detestado las despedidas. Cuánto mejor limitarse a dejar una nota y desaparecer. Desaparecer en la noche. Pero no querían dejarlo ir. Les angustiaba demasiado perderlo. Era ridículo. Todos sabían que se estaba yendo, pero rehusaban dejarlo partir. Ya estaba cansado de eso. Muy cansado. Cada vez pasaba menos tiempo despierto. Pero siempre soñaba con su propia muerte. La noche anterior había acabado contando sus historias al hombre de la habitación contigua. Se le antojaba muy extraña la forma en que todo se había interrumpido de repente. La vida se deslizaba sin sobresaltos. Bueno, no exactamente sin sobresaltos. Tenía sus altibajos. Pero se movía. Y de alguna manera, después de Larry, todo había quedado en suspenso. Larry, Jim, Chas y todos los demás. A partir de la muerte de Larry, sus amigos habían sido los jalones hacia la suya propia. Y ahora había llegado el momento. Había completado el camino. Estaba bastante seguro de que iba a morir aquella misma noche. Era una de esas cosas. Se sabía cuándo iba a suceder.
Su madre entró en la capilla del brazo de alguien. De un hombre. Con un traje bien cortado y cabello negro. Hubiera podido ser su padre. Hubiera podido ser el señor Smithy, del número 16. Los dos tenían el pelo negro, brillante a la luz del sol. El sol rebotaba en las espaldas del hombre hacia la cabellera de su madre. Era rubia. De un rubio miel. Llevaba el vestido que más le gustaba a Hugo: un vestido de algodón de una sola pieza cubierto de estallidos de flores en colores vivos. Se movía bajo la brisa de la puerta, ondeando alrededor de ella. Su madre se reía, cogida del brazo del hombre. Echando la cabeza hacia atrás para reír y luego mirando en torno. Vio a Hugo y, sonriendo, lo llamó a su lado. El sintió la calidez que fluía de su sonrisa y de sus ojos y del sol reflejado en sus cabellos y quiso correr hacia ella, pero no se movió. Ella volvió la cabeza como si no se diera cuenta. Hugo se miró las manos. Tenía los puños apretados. Algo andaba mal. Se sentía inquieto. Helado. Palpó la pesada puerta. Tenía una gruesa capa de barniz sobre años de desportilladuras y graffitis. La madera era oscura y brillante. Era fría al tacto.
—Hola, joven. —Un golpecito en el hombro. Giró en redondo. Su médico le sonreía—. Un gran día para ti, ¿eh? Bien, buena suerte.
—Gracias —dijo Hugo—. Me alegraré cuando haya terminado.
Quiso preguntar cuando qué hubiera terminado, pero le pareció mejor no hacerlo. Era evidente que debía saberlo. Pensó que quizá al final se resolvería todo por sí solo. Quizá lo había olvidado, sencillamente.
—¿Qué tal van las cosas?¿Muy ocupado? Ya no te vemos nunca.
Hugo tenía la extraña impresión de que el médico se había vuelto ciego. Sus ojos, aún azules, parecían detenerse antes de alcanzarle. Estaban mirándole, o al menos miraban en su dirección. Pero no había contacto.
—¿Está ahí tu madre?
—Sí. Está sentada delante. Con el señor… —No sabía con quién. No importaba. El médico ya se había marchado. Encantado de volver a ver a su madre. Todo el mundo parecía encantado de ver a su madre. Estaba de pie ante el banco. Saludando, sonriendo, riendo, de vez en cuando mirando a Hugo de soslayo con ojos brillantes. Pero su expresión parecía un tanto desconcertada. Mientras el médico se le acercaba, miró a su hijo y Hugo creyó que la veía fruncir el ceño. Una nube cruzaba por su rostro.
La luz que entraba por las ventanas se iba apagando suave pero rápidamente. El ceño permaneció unos instantes en la frente, hasta que el médico llegó junto a ella y reaparecieron las sonrisas.
Su madre estaba diciéndole algo. Acerca de su padre. Una disculpa. No parecía ser consciente de si Hugo estaba despierto o dormido. El techo había vuelto a excluir el cielo. El flexo instalado junto a su cama había sustituido al sol. Quemaba agujeros negros en su visión. Eso y nada más era su ojo izquierdo. Un agujero negro oculto por la niebla. La niebla que constantemente trataban de limpiarle, pero que se formaba de nuevo y adhería el párpado al globo del ojo.
—Pensaba venir, pero luego hubo problemas en la oficina, y ya sabes lo lejos que está. ¿Sabes que todavía tardo una hora y media en llegar hasta allí en coche? Pero es un trayecto precioso. A la luz del día. Todos esos árboles… Cuidado, cariño.
Le apartó la mano justo cuando empezaba a sentir dolor en los dedos que había apoyado sobre la bombilla del flexo. Intentó recordarse quién era aquella mujer. Tuvo que seguir el hilo de nuevo. Había pequeños detalles que se lo recordaban. El tono de su voz cuando decía «cariño». Nadie más le decía cariño de aquella manera. Como lo decía ella. Su madre. Ahora se acordaba. Cariño era la clave. A veces no lograba llegar tan lejos. Ella no parecía darse cuenta.
Cariño. La forma en que lo decía, la imagen que conjuraba. Un niñito en el jardín trasero, jugando sobre la hierba, gorjeando al sol. De pelo rubio. Su padre, alto y enjuto, pintando el garaje. Su hermana, la mayor, llenando la piscina hinchable. La menor sentada en su cochecito, calentándose al sol. Y su forma de decir cariño. Todo parecía pertenecer a todos lo demás. Él a ella, ella a él, el hombre que pintaba el garaje a su hermana, él a su hermana menor… Una trama. Entonces él parecía un niño de oro. Para ella, siempre había sido su niño de oro. Con algún que otro altibajo, naturalmente. Pero ahora estaba reseco y envejecido; había llegado a los ciento cincuenta años mientras todos los que le rodeaban seguían igual. Y, al final, no había hecho ninguna de las cosas que ella esperaba que hiciera. No había tenido tiempo. Había empezado, pero no terminado. Después de Nueva York, después de los análisis, después de la primera caída, siempre había tenido que quedar tiempo para dar comienzo al gran plan. Pero ni siquiera había llegado a decidir cuál sería el gran plan. Había hablado de muchos, pero sólo eran atajos hacia la fama. Sabía lo que quería conseguir, pero no había resuelto cómo. Y ahora era demasiado tarde. Sin embargo, de algún modo se sentía aliviado, porque en realidad no podían decir que había fracasado. En realidad, no había tenido tiempo para intentarlo. Ahora ya estaba fuera de su alcance.
Había empezado a moverse hacia allí. Le habían publicado sus críticas. Un par de almuerzos. Un poco de agradable atención y, por supuesto, el nivel correspondiente de mierda. Ofertas de mierda, promesas de mierda, propuestas de mierda. Sabía que estaba llegando a alguna parte. Pero no tenía ni idea del horario. ¿Era un tren rápido o lento o uno con muchas paradas? Estaba dispuesto a esperar y ver, cuando de pronto, de un modo absolutamente inesperado, se detuvo por completo. Hizo un par de breves maniobras, pero sólo para desviarse hacia una vía muerta, y allí se había quedado. Atascado en el malestar desde hacía seis meses.
Quizá había hecho algo mal. Quizá por eso se sentía tan inquieto. Pero no imaginaba de qué podía tratarse. Eso le preocupaba todavía más. ¿Se había olvidado de lavar los platos del desayuno? Vaya estupidez. Eso era imposible. Pero tampoco recordaba haberlo hecho. Quizá ya no vivía allí, a fin de cuentas. En aquel preciso instante, no estaba muy seguro de dónde vivía. Pensó que tal vez debería acercarse a su madre. Se apartó de la puerta y salió a la luz. Su madre estaba en el otro extremo de la iglesia, delante, y de pronto la vio mucho más lejana de lo que suponía.
—¿Dónde te estabas escondiendo? —La voz era fresca y brillante, tan jovial como una mañana. Su hermana menor. Con sombrero. Con un acompañante más alto de lo que a Hugo le resultaba cómodo, cubierto de lunares pero no carente de atractivo. ¿Dónde se había estado escondiendo?
—Estaba allí, detrás de… —Su hermana no le escuchaba.
—Veo que mamá se ha traído a su chulo.
—¿Su chulo?¿Quién es?
—Oh, Hugo. ¿Qué te pasa? Parece que estés en otra parte. ¿Te encuentras bien? Hoy es tu gran día. Vamos, Hugo. —Se volvió hacia su acompañante—. Mi hermano siempre es la vida y el alma de la fiesta.
—¿De veras lo soy?
Quiso llevársela aparte y pedirle que se lo explicara todo. Tenía la sensación de que era la única persona en quien realmente podía confiar, de que no se reiría si le decía que no tenía ni idea de lo que estaba pasando ni de qué estaba haciendo allí toda aquella gente, qué estaba haciendo él allí, qué se esperaba que hiciera. Pero su hermana estaba jugueteando a escondidas con la mano de su acompañante y mirando fijamente a su madre. De pronto, Hugo sintió ganas de llorar. Tal vez así atraería la atención de su hermana. Pero no delante de su chico.
—Oh, Dios mío, ahí está la abuela —exclamó ella, y se volvió para irse—. Buena suerte —le susurró mientras se alejaba.
Hugo giró la cabeza. Era verdad. La abuela se acercaba por el pasillo central. Enfundada en un traje sastre de lana granate y sin ayuda de ningún bastón, Hugo pensó que parecía muy joven. Sobre todo tratándose de una persona que llevaba cuatro años muerta. Y justo entonces recordó que Mavis, la del número 12, había muerto mucho antes.
Abrió los ojos. Tenía la sensación de haber estado columpiándose sobre un abismo con una cuerda cada vez más delgada. Cada tanto se rompía una hebra de la cuerda y él se hundía un poco más. Ella le apretó el brazo. La mujer que estaba en su cuarto. Ya llevaba algún tiempo allí. Hasta donde alcanzaba su memoria. Le sujetaba el brazo con tanta fuerza que a la mañana siguiente tendría magulladuras. Magulladuras moradas. Lo sujetaba con fuerza, pero el brazo se escapó de entre sus manos y Hugo empezó a caer.
—Él te quiere, cariño. Los dos te queremos, cariño.
Tenía razón. Le querían. Una vez que se hubieron enterado, se lo tomaron bien. Se habían mostrado muy prácticos. La cosa no había sido muy rápida, hasta que de repente cobró velocidad y lo derribó. Hugo echaba la culpa a su estado de bienestar. Después de los análisis, se había encontrado bien. Se había encontrado bien durante todo el año. Todo se había mantenido igual. Los recuentos de linfocitos, el peso, las glándulas, el pulso. Y el consumo de drogas. Hasta que algo cedió. Se vino abajo. Perdió el apetito. No podía retener los alimentos en el estómago. Y se pasaba las noches bañado en su propio sudor. Chas lo ingresó en el hospital. Y Chas llamó a sus padres. Fue el último gran favor que le hizo a Hugo. Y a la señora Harvey. Hugo no les habría llamado. Pero Hugo habría esperado que se enteraran de un modo u otro, furioso por la falta de atención. Chas ni siquiera le dijo que lo había hecho.
— Y aquí está el señorito Harvey en persona. —La gente siempre se volvía cuando hablaba la abuela. Tenía una voz que les recordaba épocas pasadas. De compras en la Calle Mayor y de mujeres decididas charlando en la cola de la verdulería. De tranvías, monedas de seis peniques y sólidos valores británicos. Era una buena voz. A Hugo siempre le recordaba esos macasares con que se protege la tapicería de los muebles.
—Hola, abuela.
Pero ella siguió caminando.
—Ya tendremos mucho tiempo para hablar, Hugo. Más tarde —le gritó mientras pasaba de largo. Hugo estaba a punto de volverse para seguirla y preguntarle a qué se refería con ese más tarde y cómo era que estaba allí presente, aunque no estaba muy seguro de cómo formular la pregunta, pero entonces vio a Chas. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Qué esperaban todos de él que les hacía volver sólo para verlo? Hugo se encaminó directamente hacia Chas. No le sorprendía tanto verlo como verlo con Rob. Rob y él eran historia vieja, ¿no? Mick lo había sustituido desde mucho antes. Pero, por otra parte, Mick no se atrevería a aparecer por allí, y Mick aún estaba vivo.
Chas estaba en plena parrafada:
— Y aquélla de allí delante es la madre de Hugo con su nuevo hombre. Hugo le tiene un miedo espantoso. No te contará muchas cosas. Es una mujer muy agradable, pero muy dura. Sólo he hablado una vez con ella.
—¿ Y dónde está Hugo? —quiso saber Rob, aunque Hugo estaba parado justo delante de ellos.
—Seguramente debe de estar en la sacristía haciéndose una línea. Oh, mierda, ahí está Rudy. — Y, mientras Rudy cruzaba la puerta detrás de Cynthia, Chas tomó asiento.
—Chas —dijo Hugo.
—¿Sí? —respondió Chas, alzando la vista—. Ah, conque estás aquí, Hugo. ¿Dónde te habías metido? Alguien te anda buscando. Ya conoces a Rob, ¿verdad? Aquella matrona del traje de lana. Aquélla de allí. —Chas señaló hacia la abuela de Hugo—. ¿Por qué has invitado a Rudy? Seguro que está colocado. Y creía que Cynthia y él no podían ni verse.
Hugo iba a responder, iba a explicarle que no recordaba haber invitado a nadie, cuando Chas volvió la cabeza.
— Ya me presentarás a Hugo cuando lo veas —dijo Rob.
—Pero si estaba aquí hace un momento —observó Chas—.
Creía que ya os conocíais. Bueno, cuando vuelva.
Hugo no se había movido. Pero, por algún motivo, prefirió no decir nada. Observó cómo se acercaban Rudy y Cynthia.
Rudy iba hablando con Cynthia. Eso era suficiente para que Hugo los observara. Nunca se habían tratado mucho. Rudy hablaba de Nueva York. Del tiempo que hacía que no veía a Hugo. Hugo los seguía mientras hablaban. Al parecer, no se habían dado cuenta de que se situaba tras ellos y les seguía los pasos. La gente se apartaba de su camino sin dedicarle ni una mirada de soslayo. Aunque aquél era su gran día. Rudy hablaba en un tono muy serio. Estaba contándole a Cynthia cómo se habían separado Hugo y él. Se le daban bien estos acontecimientos serios. Su voz era buena para ellos. Aunque, en realidad, sólo estaba chismorreando. Y marcándose un tanto con Cynthia. Y con Hugo.
Le explicaba que Chas y Hugo habían intimado mucho. Que Londres estaba muy lejos de Nueva York. Que Londres le parecía muy gris. Que todo el mundo parecía gris. Que en Nueva York había hecho mucho frío aquel invierno. Que los narcisos del cementerio, fuera, eran espléndidos, y que había pensado en llevarse unos cuantos para adornar su habitación en el hotel, pero que su camarera en Blakes era muy particular. La sonrisa de Cynthia indicaba que estaba escuchándole, pero sin creerle. Y entonces Rudy empezó a hablar de la última noche de Hugo en Nueva York, o al menos de los cuarenta granos rojos.
Y Cynthia observó:
—Entonces no lo viste. Al final.
Y antes de que Rudy pudiera decir nada y antes de que Hugo pudiera interrumpir y preguntarle a Rudy si no podía hablar en voz más baja, porque, después de todo, estaba presente su madre, antes de que Chas y Rudy pudieran cruzar una mirada y antes de que Hugo pudiera decirle hola a Dolly, que estaba de pie al fondo tocada con un sombrero de ala anchísima, y saludar a Sam, sentado en un rincón con aspecto desaliñado, gafas y una botella envuelta en una bolsa de papel marrón, empezó a sonar el órgano y todo el mundo se sentó y Hugo, más alarmado que otra cosa, permaneció en pie.
Y, mientras estaba allí de pie, con todo el mundo sentado a su alrededor y sin que nadie lo mirara, ni siquiera su madre, que estaba jugando con las manos de su hombre, Hugo cayó en la cuenta de que se sentía muy difuso. Casi como si no tuviera que estar allí, en realidad. Casi como si estuvieran todos esperando que se fuera. Y entonces, volviéndose hacia la iglesia que tal vez fuese una sala de espera y avanzando entre la gente de los bancos sin que nadie se apartara para dejarle pasar, Hugo comprendió que en realidad, para todos los efectos prácticos, ya se había marchado.
Avanzó hacia la parte delantera de la sala. Hacia la mesa del mantel blanco almidonado y los lirios que parecían planchados. Se detuvo en los escalones que conducían a la mesa y se volvió hacia la sala. Pero esta vez, cuando miró, sólo vio a su madre, con una chaqueta de punto gris, el cabello castaño oscuro como lo llevaba desde hacía unos años, los ojos hinchados por el llanto, sentada y sola. Le sonrió y su madre le sonrió y entonces él cerró los ojos.