La calle Wardour estaba resbaladiza por la lluvia. El Marquee se agazapaba entre los edificios como un albergue para desamparados. El estruendo de los altavoces de graves resonaba en la angosta entrada. Setenta y cinco peniques por una noche de ruido. Todos los miembros del conjunto llevaban el pelo rapado a estilo militar y teñido de rubio, vestían de cuero negro y seguramente procedían de Ealing Common. Se llamaban The Depressions. Ni siquiera eso hizo sonreír a Hugo. Para entonces, los barbitúricos comenzaban a hacer efecto. Se detuvo ante un altavoz de graves y notó cómo los barbitúricos le embotaban los sentidos. En realidad, no pensaba en nada. No había pensado en su conversación con Charlie ni siquiera durante el viaje en tren hasta el Marquee. La tenía encerrada en una esclusa neumática, apartada de la conmoción. No estaba conmocionado. Le sorprendía su propia calma. Siempre había temido el fin. Ahora que por fin había llegado, no le asustaba. Sólo era otra de las pequeñas decepciones de la vida. El auténtico final se había producido varias semanas antes y él había fingido no verlo. Ahora que era evidente, se dio cuenta de que ya hacía tiempo que sabía que todo había terminado. Lo percibía como una cicatriz, no como un golpe. La cicatriz ya estaba cerrada. Hugo se sentía muy triste. Y la tristeza era como una medicina.
No estaba enfadado con Charlie. Charlie ya se había convertido en una mera fantasía para soñar despierto. Hacía mucho que no lo veía. Hugo estaba enfadado con su madre. Necesitaba llorar sobre su hombro y no podía. Necesitaba que su madre le dijera que había otros peces en el mar y que él se merecía algo mejor. En vez de eso, se lo quedaba mirando fijamente con el auricular del teléfono en la mano y amenazas en los labios.
Se sentía preparado para una confrontación. Si al llegar a casa oía una sola palabra acerca de la llamada telefónica, se iría aquella misma noche. Contempló a The Depressions, se bebió la cerveza y volvió a casa.
Cuando entró en la sala de estar eran las doce y media. Sus padres estaban mirando el programa de Michael Parkinson. Su madre tenía los pies sobre el sofá y las gafas puestas. Había dejado las zapatillas en el suelo. Su padre estaba sentado bajo la lámpara con un vaso de whisky en la mano. Se volvieron hacia él con sonrisas amistosas y le preguntaron qué tal había pasado la velada. Les respondió que bien. No oyó claramente su propia voz. Los barbitúricos le hacían verlo todo borroso.
16 de julio de 1982 Roma
Querida Cynthia:
Antes que nada, tengo que soltar vapor. ¿A quién se le ocurrió que me fuera de viaje por Europa con mi exasperante hermana? Estas vacaciones se han ido deteriorando hasta convertirse en una serie de competiciones de insultos de categoría internacional. Como una parodia de los japoneses, nos las arreglamos para organizar una buena pelea a base de gritos y chillidos enfrente de casi todos los monumentos célebres. Esto nos garantiza un público multitudinario, aunque los espectadores no siempre entienden nuestro idioma. Ninguno de los dos puede pronunciar apenas una palabra con la que el otro no esté en desacuerdo. Me gustaría gritar. Y voy a hacerlo. Discúlpame. (Nuestro héroe abandona la habitación para gritar. Varios huéspedes de este hotel infestado de pulgas se despiertan, le chillan, se echan a llorar, empiezan a pegar a sus esposas: después de todo, esto es Roma.)
Lo irónico es que aun después de separarnos ha conseguido joderme. El caso es que tuvimos un altercado de marca mayor ante el albergue juvenil de Florencia. No recuerdo cuál fue el motivo (no puedo acordarme nunca). Yo acababa de pasar una noche en vela en una sala que parecía un hospital de campaña de la Guerra de Crimea. Una de las camas de mi pabellón estaba ocupada por un tipo que se pasó la noche entera vomitando bilis, acurrucado en un rincón al lado de un cubo, con unas arcadas dignas de un exorcismo. Lo más normal hubiera sido que los demás nos arrebujáramos en el catre pensando: «Gracias a Dios que no soy yo», pero lo cierto es que todos los del dormitorio nos quedamos despiertos, como hipnotizados por lo que sonaba como los estertores agónicos de aquel individuo. Así que ayer por la mañana, cuando Mary comenzó a despotricar por alguna nimiedad (siempre está de mal humor, porque se enamoró de alguien en Francia y ese alguien no se enamoró de ella, así que ahora se muestra constantemente herida de amor), le repliqué con bastante brusquedad, y ella me replicó con brusquedad, y ya estábamos los dos otra vez gritando e insultándonos. Y justo cuando iba a arrancarle el pelo de raíz, va y me dice: «Bueno, yo me voy a Fiesole. Ya nos veremos en Roma pasado mañana por la noche.»
Me parece una idea brillante. Por fin libre. Bien, hubiera debido ser así, pero el caso es que entonces se las arregla para llevarse mi pasaporte y dejarme con el suyo, lo cual significa que no puedo inscribirme en ningún hotel ni albergue juvenil de Roma. Naturalmente, no me doy cuenta de que llevo el pasaporte cambiado hasta las cinco de la tarde. Y eso después de seis horas en el tren, que decidió tomarse un descanso no programado cuando cruzaba un viñedo en mitad de ninguna parte, y tras dos horas de espera para inscribirme en el albergue. Así que, de buenas a primeras, descubro que mis posibilidades de encontrar alojamiento son nulas, y el aire del crepúsculo es cada vez más frío.
Consigo negociar con éxito la adquisición de un melocotón todavía verde, que debo arrojar nada más probarlo (no sé si me ven venir de lejos o si me catalogan como un primo en cuanto empiezo a hablar en mi italiano chapurreado), y me dirijo a la Estación Termini de Roma, donde acaban congregándose todos los trotamundos que recorren Europa a la deriva.
No sé si lo sabrás ya o no, pero la Estación Termini de Roma es una cabronada. Puede que mi hermana sea una vacaburra, pero esta estación es una cabronada. Fuera, en el parque, se encuentra una de las zonas más famosas de Europa en asunto de rajar sacos de dormir y robar pertenencias. Según un relato muy repetido, un inglés se fue a dormir en el parque de Villa Borghese con todas sus posesiones embutidas en el fondo de su saco de dormir. Cuando despertó, se lo habían robado todo, incluso la ropa. Tuvo que llegarse hasta la Embajada Británica, sin dinero y en ropa interior. Uuurgh.
En la estación, los carabinieri sacuden con el pie a cualquiera que haya tenido la idea de acostarse en el andén (un pie sacude el estómago, otro pie la espalda), y luego, hacia la medianoche, riegan con mangueras a los que duermen en el vestíbulo. Todo muy amistoso, ya lo ves.
Sin embargo, lo cierto es que sí es amistoso. O, por lo menos, los jóvenes lo son. Estaba allí sentado, con aspecto cansado y deprimido (como en realidad me sentía), sujetando mi equipaje y haciendo esfuerzos para no dormirme, cuando advertí que dos jóvenes cogidos del brazo se habían detenido a mirarme. Ya sabes qué clase de jóvenes quiero decir. De los que caminan como si tuvieran anquilosadas las caderas. Sólo se giran de cintura para arriba.
Así que hago mi número. La mirada, la sonrisa, la expresión de timidez. Y ellos se acercan y me dirigen la palabra. Uno de ellos habla francés y el otro sólo italiano, pero en seguida queda claro que el que está colado por mí es el de habla italiana. Es uno de esos maricas exageradamente bronceados, con demasiada afición al blanco y escasez de hormonas masculinas, pero eso también quiere decir que es inofensivo (por ejemplo, no tiene aire de llevar una navaja automática). El de habla francesa y yo congeniamos de inmediato, y el señor Exageradamente Bronceado participa sonriendo con una dentadura exageradamente blanca. Finalmente, me ofrecen una habitación para pasar la noche. No puedo creer en mi suerte.
Nos detenemos por el camino para recoger al amante del francesito, un tipo llamado Sergio, Claudio o algo así. Es un buscavidas que se dedica a hacer la calle en los alrededores de la estación, donde todo el revoltijo sexual de la ciudad ofrece sus mercancías. Las mercancías de este fulano resultan muy tentadoras, pero no son para mí. Y eso a pesar de que nos pasamos la noche mirándonos y de que nos hicieron quitar la camisa a los dos desde el primer momento (el porqué se me escapa, como no se tratara de una especie de batalla de símbolos sexuales entre los otros dos). Está muy claro que él es del francesito, y que yo soy del señor Melanoma.
Así es la vida. A cambio de cerrar los ojos y alzar las caderas para que el señor Dientes Blancos pueda hacer lo suyo (y lo hace muy bien: yo finjo estar dormido y responder sólo por instinto a las sensaciones de una mamada verdaderamente buena), recibo un baño caliente, cena, una cama muy confortable y desayuno a la mañana siguiente (esta mañana). Para entonces, el francesito y el chapero ya han desaparecido, y el señor Melanoma y yo tenemos que comunicarnos por señas.
Echo un poco de menos al francesito y su buscavidas. Sobre todo al buscavidas. Incluso con el torso al descubierto, tenía una especie de calma impenetrable. Y una mirada muy franca. Como la mía tiende a arrastrarse por el suelo durante cualquier encuentro en el que haya una remota posibilidad de sexo (al resto de mi persona no le pasa nada, el único problema son los ojos), esa mirada de puto, atrevida y descarada, me deja muy impresionado. Págame o jódete.
Hasta el momento, nunca he encontrado atractiva esta mirada, pero muchas veces la he encontrado envidiable. No quiero acostarme con ella, quiero que sea mía. A menudo he tratado de imaginar cómo sería llevarse un puto a casa. ¿Se pasa uno todo el rato tratando de convencerlos para que te convenzan de que eres distinto a los demás? Considerando a los hombres con los que algunos de ellos han de tratar, creo que yo sería un cliente bastante bueno. Pero entonces me echarían una mirada y pensarían «éste no da propina», y ahí terminaría toda posibilidad de un tratamiento especial. Lo que más me atrae de la idea, a pesar de todo, es que no tendría que preocuparme por si ataco demasiado deprisa o si interpreto correctamente las señales: sólo estarían ahí por el sexo. Muchas veces (bueno, no…, bueno, sí, pero estoy seguro de que no debería decir muchas veces) atraes a alguien hasta tu nido, el ambiente cargado de pasión, y entonces te sientas (en mis sillas duras e incómodas) y le ofreces una taza de té y todo el sexo se disuelve como un terrón de azúcar en agua caliente. Hace falta mucho tiempo para que vuelva a subir la temperatura.
Termino esta carta en la estación, y mientras escribo comienzan a aparecer los primeros chaperos de media tarde; como esas mujeres rubias de tetas grandes que aparecen por Shepherds Market a la hora del almuerzo para hacerse a los hombres de negocios. Pero al menos ellas poseen cierto encanto atrevido. Como otros tantos clones barriobajeros de Dolly Parton. Estos chicos —el que está sentado ante una mesa cercana a la mía en el bar de la estación— tienen aspecto de necesitar una semana de sol y una buena comida.
Mi hermana debería llegar en el tren de las 12.47, que llegará a cualquier hora menos las 12.47, pero que tendré que esperar de todas formas. Me he pasado la mañana ensayando diversas maneras de abroncarla. El problema es que me interrumpirá antes de que llegue al crescendo, y me falta una amenaza realmente buena con la que pueda asustarla. Creo que es incluso más fuerte que yo, y sin duda más dura. Pero apostaría a que encontró una habitación en Fiesole sin la menor dificultad. Las chicas son odiosas. ¡Oh, vaya! ¡Perdona, Cynth!
Como sea. Pronto saldremos los dos hacia París, y de allí se dirigirá a Nantes para buscarse un alojamiento. Tiene que pasarse un año fuera de la universidad para obtener su título de francés, y ha elegido Nantes (nadie sabe por qué). Debe instalarse allí en octubre. Así que yo quedaré libre, ligero y sin preocupaciones, salvo el nubarrón de los inminentes resultados de los exámenes. Oh. Ugh.
Ya nos veremos cuando vuelva y tú vuelvas de Nueva York.
Con muchísimo cariño,
Hugo
Al inclinarse hacia adelante, vio a través de los agujeros de la madera una larga hilera de hombres que estiraban el cuello para ver mejor y sacudían rítmicamente la mano. El cubículo contiguo estaba ocupado por un muchacho negro. Diecisiete años, tal vez; acaso menos. Bajo aquella luz, la gente cambiaba constantemente. En un momento dado exhibían una juventud radiante, y al instante siguiente eran calaveras que atisbaban en la penumbra, con oscuras cavidades en lugar de ojos. Miró con fijeza al joven negro y, mientras miraba, el agujero de la pared comenzó a cerrarse, frunciéndose como un ano contraído.
Su propio ano se contrajo y una navaja de dolor le recorrió las entrañas. Sin embargo, no le despertó. Los dolores se introducían en sus sueños, pero sus sueños les daban cabida. La fiebre y el sudor se transformaban para crear imágenes insulsas y repetitivas, nunca las fantásticas alucinaciones del delirio, sino únicamente el aburrimiento de un sueño enfermo.
Una vez permaneció toda la noche en la esquina de una calle, contemplando un edificio. Este sueño duró horas enteras sin variación.
Despertaba para beber un poco de agua o sopesar la conveniencia de arrastrarse hasta el retrete para una menguada evacuación, un goteo de mierda ácida que le quemaba la piel, ya en carne viva por el papel, los lavados y el ardor. Y luego cerraba los ojos y trataba de soñar en un campo de flores, días de sol junto a un río, manchas de luz y sombra y amigos risueños. Pero siempre volvía a encontrarse ante la casa. Y la casa no cambiaba. Sólo parecía cambiar. Y no podía alejarse. Si alguna vez lo intentaba, nunca llegaba a ningún sitio nuevo.
Hizo una mueca de dolor y el muchacho llamó a la puerta de su cubículo. Hugo estaba sucio y tenía que limpiarse, pero si no dejaba entrar al muchacho podía perder la oportunidad. Hacía mucho tiempo que no se le presentaba una oportunidad como aquélla. Abrió la puerta. El pestillo se le quedó en la mano y la madera se volvió fría y húmeda. Hugo no podía oler nada, pero estaba seguro de que olía mal. El muchacho negro entró en el cubículo y se lo quedó mirando, frunciendo los labios relucientes de saliva mientras sacaba y escondía la punta de la lengua, invitando, exigiendo, atrayendo la polla de Hugo hacia su boca. Hugo llevaba los pantalones por las rodillas y no se había limpiado el culo. La erección le asomaba entre las piernas como un gran caramelo rosa y el muchacho no dejaba de contemplarla. El muchacho se arrodilló ante él y su cabeza descendió hacia el caramelo como un ternero dispuesto a mamar de una ubre. Comenzó a chupar con tanta fuerza que la sangre afluyó a la polla de Hugo en un poderoso impulso ascendente, haciéndole gemir.