—Raul siempre cuida a las dos gordas —decía Louie.
Y Raymond protestaba, enojado:
—Yo no estoy gorda.
—No, Raymond, pero te gustaría estarlo —replicaba Louie, y luego le pegaba, en broma, pero demasiado fuerte.
Siempre hacían circular el espejo desde el primer momento, y mantenían el molinillo en funcionamiento hasta que la cocaína formaba un montoncito esponjoso y a Hugo y Rudy les dolían las mandíbulas de tanto cotorrear y les dolían las gargantas de tanto fumar y les dolían las piernas de algo, Hugo nunca sabía qué.
Tenía que ser mejor que quedarse allí sentados contemplando cómo aquel peluquero acabado trasladaba sus chucherías de un estante a otro, acariciando sus posesiones, dando masaje a su raída vanidad, tratando de ganar tiempo. Tenía que ser mejor que quedarse allí sentados con los otros tres o cuatro individuos en tensión congregados alrededor de la mesita de cristal ahumado, mirando fijamente el cenicero de ónice y los candelabros de mármol, preguntándose cómo se habían metido en aquella alucinación de escaparatista. Tenía que ser mejor que escuchar los quejidos de un cantante de ópera fracasado con la garganta destrozada por las drogas, que contaba historias sobre un amigo al que le había perforado el intestino un fist fucker que no se había quitado el anillo de boda. Por fuerza tenía que ser mejor. Al menos, los otros permanecían callados. Toda la noche. Sombras de otro mundo que merodeaban en torno a la mesa de la coca como adictos al juego hipnotizados por el giro de la ruleta.
—Raul, queriiido —chilló Miguel desde el cuarto de baño al cabo de una hora—. ¿Quieres mirar en el cajón? —Raul le guiñó un ojo a Rudy, Rudy le dio un codazo a Hugo. Empezaba la fiesta—. Está encima de las camisas de seda. Ve empezando a darle marcha, si no te importa; yo tengo problemas con el cabello. Ese animal de Tony… Le dije que me hiciera un crepado. Ya sabes qué es un crepado. Pues mira lo que me ha hecho. No quiero ir con estos pelos. Parezco una Bette Midler con resaca. Y estoy gordo, además.
—No, cielo, no es verdad. Estás muy bien —ronroneó Raul, el cajón abierto, las camisas acariciadas sólo una vez para notar el tacto, la coca en la mano, la sonrisa en los labios, la crema para el gato.
—Estás guapísimo, Miguel —añadió Rudy. Sin expresión.
—¿De veras lo crees, queriiido? —Miguel se asomó por la puerta. Una toalla en torno a la gorda barriga. El lacio cabello caído sobre la cara. La espalda manchada de tinte que chorreaba en ríos negros—. ¿No lo dices por decir?
Rudy lo miró, lo miró a los ojos y sonrió.
—Ven a sentarte. Estás muy bien.
—¡Que estoy desnudo, más que malo!
—Así es como te prefiero —añadió Rudy sin dejar de sonreír.
Hugo tuvo que reconocer que Rudy era bueno. Un prosti-tuto de lujo. Estaba luciéndose ante Hugo, y le daba resultado. Hugo nunca había logrado ir más allá del por favor y el muchas gracias. La adulación se le daba fatal. Rudy estaba desafiándolo a que se riera y lo echara todo a perder. Hugo sólo tenía que mantener una expresión seria.
—¿Verdad que está muy bien, Hugo?
El muy cabrón. Raul no miraba a ninguno de los dos. Con la cabeza gacha, ya estaba accionando el molinillo, viendo caer la coca sobre el cristal ahumado de la mesa. Los otros permanecían ajenos al problema de Hugo. Toda su atención se concentraba en Raul.
—Estás estupendo —le aseguró Hugo. Ni un temblor en la voz.
—Es simpático, tu amigo —aprobó Miguel, dirigiéndose a Rudy con voz arrulladora—. ¿También es de Inglaterra?
—Pregúntaselo.
—Luego, cielo. Luego se lo preguntaré todo. —Y, tras enviarle a Hugo un beso que le sentó como un golpe en plena cara, soltó una risita boba y regresó al tocador para restaurar el frisado de sus lacios cabellos.
Rudy se volvió hacia Hugo y le hizo un guiño. Hugo sonrió, pero de pronto, pensando que Miguel podía verlos a través del espejo, se contuvo y encendió un cigarrillo.
—No sé cómo puedes fumar —comentó la reina de la ópera que tenía un amigo con el intestino perforado—. ¿No sabes que es malísimo?
—¿Ah, sí? —preguntó Rudy con los ojos muy abiertos—. ¿Cómo es eso?
—Mujeres —masculló Raul.
—Me parece que no nos conocemos —dijo la reina de la ópera, inclinándose por encima de Rudy para estrecharle la mano a Hugo. Hugo le tendió la suya, Rudy se echó hacia adelante.
—¿Qué tal te va la garganta? —quiso saber.
—Toma un poco de coca —dijo Raul, pasándole la pajita. Se quedó mirando a Rudy con ojos de hielo. Rudy calló y esnifó con fuerza, primero un lado y luego el otro, y después llamó a Miguel.
—Miguel, cariño, ¿quieres un poco?
—Pásasela a Hugo —siseó Raul.
La reina de la ópera seguía inclinada hacia la mesa, observando hasta la última partícula de polvo. Rudy tenía un resto en el labio. La reina de la ópera se lo hubiera lamido.
—No me esperéis, queriiidos. Últimamente, casi ni la pruebo, ya lo sabéis. ¿No es verdad, Raul? —Y antes de que Raul pudiera decir una palabra, apareció en el vano de la puerta. Hugo dio una boqueada. Estuvo a punto, realmente a punto, de atragantarse y toser sobre el montoncito de polvo esponjoso que Rudy le había pasado. En vez de eso, tragó saliva. La coca ascendía por su nariz, congelándole las fosas nasales y encogiéndole el cuero cabelludo, y Miguel se exhibía en la puerta con una camisa de seda color albaricoque y unos pantalones rojos, el cabello tieso hacia los lados.
—¿Qué-tal-estoy?
—Fascinante, querido —respondió la reina de la ópera, que estaba impaciente por probar la coca y apenas le dedicó una mirada.
—No te lo pregunto a ti, burra —saltó Miguel—. Tú siempre dices lo mismo. ¿Qué te parece…? ¿Cómo se llama?
—Hugo —dijo Rudy.
Hugo volvió a mirar. Tragó saliva. La coca le había subido a lo más alto de la cabeza. Su cerebro se revolcaba en ella.
—Estás guapísimo —contestó, con una voz tan empapada de droga que sonaba muy distante.
—Me encanta su forma de hablar —chilló Miguel, deleitado—. Tiene una voz mucho mejor que la tuya, Rupert.
—Rudy —le corrigió Raul tranquilamente.
—Oh, como sea. Toma un poco más, queriiido. —Miguel arrebató la pajita a la reina de la ópera y se la devolvió a Hugo. La noche iba a ser fuerte, pensó Hugo. Sólo tenía que hacer dos cosas: pegarle a Rudy una patada muy fuerte en la espinilla y librarse de aquel marica albaricoque que se le arrimaba al cuerpo.
Al final, no le pegó ninguna patada a Rudy. Cuando tuvo ocasión de hacerlo, todos se reían demasiado. Y tardó algún tiempo en librarse de Miguel. Todo el rato que permaneció en su apartamento, Miguel se dedicó a darle palmaditas como si fuera un animalito de compañía nuevo. Y luego, cuando por fin se fueron, con las cabezas perdidas en una nube química, Miguel salió pisándole los talones, gañendo como un cachorrillo.
—Hugo, queriiido, ven en mi coche.
Le salvó Rudy.
—Lo siento, Miguel. Tiene que venir con nosotros. —No explicó por qué—. Nos veremos allí, cielo.
La cocaína no daba derecho a nada.
Aun después de llegar al club, Miguel no dejó de seguir a Hugo por todas partes, ofreciéndole su frasquito. Hugo tomaba una cucharadita y seguía adelante. De vez en cuando, dirigía una sonrisa a Miguel. Tendría que conformarse con eso. Además, para entonces Hugo estaba en pleno viaje y tenía que bailar, y el gordo Miguel no podía bailar.
Se habían tomado el ácido en el asiento trasero del coche antes de llegar a The Saint. Empezó a hacerles efecto mientras esperaban en la cola. Cuando estuvieron dentro, Hugo ya había perdido cualquier noción del tiempo y el espacio. Todo resplandecía.
Resplandecían los camareros, con su bronceado artificial y sus chaquetas blancas. Resplandecían los cuencos de fruta sobre la barra. Resplandecían incluso los retretes de cristal azul y acero inoxidable donde Hugo se metió con Miguel para esnifar otra cucharadita. Los charcos del suelo, el papel higiénico desparramado y los azulejos agrietados resplandecían como si fueran nuevos, como si algún limpiador de la televisión les hubiera dado un toque de abrillantador mágico a la menta fresca. El único que no resplandecía era Miguel. Bajo aquella luz, Hugo podía verle todos los poros y erupciones y todas las sombras de la piel. Podía ver el burujo de maquillaje adherido a la punta de una nariz lustrosa, y la laca como una pegajosa telaraña de azúcar hilado sobre sus cabellos. Tenía que librarse de él.
Subieron por la pequeña escalera de caracol pintada de negro y se encontraron en una extensa pista de baile circular. Por encima, una cúpula de gasa tachonada de lentejuelas imitaba el firmamento nocturno. Centenares de hombres con el torso desnudo y bronceados artificiales se agitaban despreocupadamente bajo la noche simulada. La despreocupación era fingida. Sus cabezas permanecían quietas, pero sus ojos, dilatados e inquietos, volaban tras todos los cuerpos. Cuerpo a cuerpo, se sacudían sobre la pista. En realidad, no bailaban. Se sacudían, saltaban, corrían sin moverse de sitio. Los pies inquietos, el pecho tenso, la adrenalina precipitándose por su corriente sanguínea, Hugo se zambulló a ciegas en la multitud y dejó a Miguel al borde de la pista, agitando vanamente los brazos. Por fin. Espacio. Empezó a moverse. Empezó a calentarse. Se le había agarrotado la cocaína en los músculos. Tenía que empezar a respirar de nuevo.
—¿Dónde está tu pretendiente? —sonrió Rudy, surgiendo de la nada, surgiendo de la noche—. No me digas que has perdido tu cucharita de la suerte.
—Está esperándote. Es a ti a quien quiere, Rudy. A mí sólo me utiliza.
—Cielo, lo tienes tan caliente que está convirtiéndose en una gran mancha mojada. —Raul disfrutaba con la situación. Mientras Miguel lo perseguía, Hugo no tenía tiempo para bailar con Raul. Y a Rudy le encantaba ver sufrir a Miguel. Amigos de cocaína. En realidad, todos se detestaban mutuamente.
—No te olvides de llevarlo al piso de arriba. Allí es donde está la verdadera acción.
—¿Dónde?
Rudy sabía qué quería Hugo. Después de las drogas, después de tantas drogas, Hugo únicamente pensaba en un solo placer. El baile podía esperar. Primero era el sexo. Dejó un intervalo apenas decente y luego, antes de que Miguel pudiera abrirse paso por la pista de baile hasta donde estaban ellos, se puso en marcha de nuevo. Hacia otra escalera de caracol negra que ascendía a otro reino. Hugo no tomó aliento. Desapareció hacia el paraíso.
El mundo se volvió negro.
The Saint era un antiguo teatro. El Fillmore East en otra vida. Y el paraíso se había mantenido intacto, con sus pasillos, sus palcos y sus asientos. Pero las luces estaban apagadas. Desde el paraíso se podía ver la pista de baile a través de la cúpula de gasa y contemplar a los hombres que saltaban y se sacudían. Se podía mirar, pero no era eso lo interesante. Lo interesante era esperar a que empezara la acción.
Hugo se apoyó en la pared del fondo y esperó a que sus ojos se adaptaran a la oscuridad. El mundo nadaba en la negrura. Tenía que esperar a que emergieran las sombras, los racimos de gente, la ocasional bocanada de amilo, el gemido sofocado. Tenía que encontrar el núcleo activo donde surgían manos de la nada y te desnudaban sin decir palabra. Podían ser manos de ogros o de bellezas. Lo mismo daba. En el centro del bosque de manos y cuerpos, los ojos carecían de utilidad. Lo único que importaba eran las manos y las bocas. Y las pollas. Avanzó lentamente por el pasillo del fondo. Formas oscuras se movían en la oscuridad. En silencio. Rozó algo al pasar. Dril. Cuero. Carne. Más abajo, el mundo de gasa hacía cabriolas. Arriba, en la oscuridad, todo se movía como en un mar de melaza. Buscando el camino a tientas, poco a poco. Una mano le aterrizó en la bragueta y apretó. Hugo se dirigió hacia ella. Otra mano se posó en su nalga. Estaba encontrando el bosque, pero ¿estaba allí el centro? Mantuvo las manos quietas. Un gesto al azar y su mano tocaría carne y se quedaría pegada. Era traicionero, aquel camino. Un toque en el lugar inadecuado, un roce con un cuerpo inadecuado, una retirada demasiado brusca, un movimiento precipitado y la ilusión se rompería. El silencioso suspense de la orgía se evaporaría y cedería su lugar a un amasijo de criaturas decrépitas buscando sexo a ciegas con hombres a los que, bajo la luz, no dedicarían una segunda mirada. Hugo sabía que sólo era un tierno retoño en aquel bosque. Los veteranos lo devorarían. Quería ser devorado. En la oscuridad, el ácido, privado de luz, volcaba toda su atención hacia su polla. La mano de la bragueta palpó y se adhirió, dedos manoseando botones. Hugo siguió adelante muy despacio. No debía tropezar. Si tropezaba también se rompería el hechizo. Se detuvo. Por el roce del cuero y la claridad grisácea de camisetas blancas en la oscuridad supo que había llegado a una espesura. El cuerpo que tenía a sus espaldas se le acercó aún más. Hugo se echó hacia atrás y se apoyó con suavidad sobre él, invitando, sometiéndose. La mano se le deslizó dentro de los pantalones, sorteando los botones con hábiles giros, como hiedra introduciéndose por las grietas. Alguien le puso un frasquito en la mano. Al quitar el tapón, los vapores del amilo caliente asaltaron su nariz. Aspiró con fuerza y el mundo se hundió en un lodazal de carne. Las manos que le rodeaban, que hasta entonces habían estado aguardando su momento, se extendieron hacia él mientras los primeros dedos le sacaban la polla. Se hallaba en las raíces del bosque, entre los zarcillos retorcidos que vivían en el fango y se alimentaban de él. Le desabrocharon el cinturón y tironearon de su camisa. Era una violación a cámara lenta, en la que él desempeñaba el papel de mujerzuela deseosa. Una mano mojada le aferró las pelotas, y él dobló las rodillas desvalido. Otra mano apartó a la anterior. Un pulgar se introducía en su boca y una mano le acariciaba la espalda, y, cuando una boca se cerró sobre su polla con la calidez del aliento, Hugo suspiró y empezó a estremecerse. La cabeza que era una mano se movía a lo largo de su polla. Un claro en el bosque le permitió divisar el firmamento nocturno de más abajo. Sus siluetas recortadas contra la gasa, alguien se follaba a un joven entre los asientos. Los dos cuerpos, uno erguido, el otro doblado, se movían al compás de la música, rítmica y pesadamente, agitándose al unísono. Las caderas de Hugo cogieron el ritmo y se apretaron contra la boca que seguía chupándosela. Mientras el joven se follaba al joven, Hugo se follaba la boca, a oscuras, en el pasillo del fondo, la cabeza envuelta en música y el cerebro inundado de drogas. Vio el vientre liso del joven pegarse a las nalgas redondeadas del joven mientras la boca tragaba hasta las pelotas y retrocedía con una arcada y otra mano se le deslizaba bajo las piernas. Hugo quería estar con los dos jóvenes y con el bosque de manos. Quería ser uno de los jóvenes, los dos jóvenes y parte del bosque de manos y bocas. Aquello era mejor que los baños. En los baños, la oscuridad nunca era bastante oscura. La luz gastaba jugarretas y de un instante a otro transformaba al chico guapo en un esqueleto, el joven apuesto que de repente le comía la polla, un cuerpo musculoso y esculpido que bajo la luz más cruda de las duchas cedía y se ablandaba. La oscuridad era mejor. La verdad no llegaba a revelarse nunca. Reinaba la imaginación. En los baños, la realidad nunca se desvanecía del todo. El olor a mierda se mezclaba con el amilo y el sudor para dejar un perfume enfermizo que se pegaba a los cojines de plástico, los gritos de los hombres que eran follados con demasiada rudeza perforaban el aire. Pero allí en la oscuridad, observando a los muchachos, sintiendo correr el ácido por las venas como un elixir eléctrico, aferrando brazos al azar y tambaleándose entre penes escudriñadores, el mundo giraba a su alrededor para su exclusivo placer, o así se lo parecía hasta que el hombre del amilo le clavó el frasco bajo la nariz con tanta fuerza que tuvo que contener el aliento, y justo cuando lo hacía, el hombre le embutió algo por el culo, no sabría decir qué, y antes de que pudiera gritar, le tapó la cara con un trapo empapado en algo, quizá cloroformo, y empujó de nuevo, y en algún lugar, en los oscuros rincones de una mente ya tan ciega que ahora estaba por debajo del bosque, en el fango, en algún lugar bajo el fango, la mente se dio cuenta de que le estaban violando. La boca que retenía su polla estaba masticando. La polla se le había quedado fláccida. No sabía si se había corrido o no. El bombeo de la espalda le dolía en algún sitio muy lejano. Unos brazos sujetaban sus hombros. Se dio cuenta de que estaba inclinado hacia adelante. Tenía un pene en el ojo. Abrió el ojo y vio brillar la punta con la humedad de antes de correrse, o quizá de después de correrse, o sólo la emisión normal, sólo el rezumar normal, y mientras los vapores del trapo empezaban a disiparse notó que el hombre seguía bombeando y que los dedos o la mano de alguien subían también por el mismo sitio, y se habría enderezado para darse la vuelta pero entonces regresó el trapo y volvió a desfallecer hacia el fango, su cuerpo poco más que un juguete, un muñeco sexual bien lubricado. Ya no sabía si estaba de pie o tendido, si aquello era sexo o muerte. Su mente había dejado atrás el sexo y se esforzaba por hallar un sentido, por hallarle un sentido al dolor lejano, al chorro que le resbalaba por la cara, a la raíz nudosa y rezumante que tenía ante la cara y que trataba de introducirse en su boca por la fuerza. Otra polla empujaba para meterse. Otra polla, pero tan grande que se abría camino como un tractor. El dolor pasó a través de las drogas como una sirena en la niebla. Algo se negaba a seguir cediendo. Los reflejos actuaban de nuevo. Hugo se contrajo, se envaró y soltó un alarido ahogado que para los demás sólo fue un gemido. Empezaba a volver en sí, pero los hombres ya habían terminado con él. Cesó el bombeo y algo largo y pegajoso se retiró de su ano con un ruido de succión, y tuvo la sensación de que sus entrañas se arrastraban hasta el suelo pegadas a esa cosa, y los hombres le soltaron los brazos y la polla se apartó de su ojo y cayó desplomado sobre una moqueta pegajosa de semen y otras emisiones. Y se desvaneció.