Hugo es un chico tímido de ojos azules y mirada huidiza.
Hugo miente; miente a sus padres, a los compañeros de colegio y a sus primeros amantes, que lo adiestran en el placer de un sexo ajeno a la ternura y al sentimentalismo.
Hugo sabe; sabe que en la lucha entre su mente, su corazón y sus caderas. siempre triunfarán las caderas, y asume esa única verdad como gula para la vida y la muerte.
Con esta cruda realidad como telón de fondo y su talento literario como bagaje imprescindible. Oscar Moore ha construido una novela insólita y fascinante, casi una parábola de este fin de milenio que nos encuentra lúcidos y rebeldes en nuestra soledad.
UN NOMBRE: Oscar Moore, el joven autor inglés que hace un año escandalizó a la crítica y al público de su país con un asunto de vida y sexo. una primera novela que algunos tildaron de pornográfica y otros simplemente de realista.
UNA VOZ: La de Hugo, el protagonista de un viaje al dulce infierno del deseo prohibido y al sórdido paraíso del sexo que nace y muere en saunas y urinarios.
UNA HISTORIA: La de un hombre que quiso a otros hombres y guardó para sí mismo sólo una pizca de ironía, la suficiente para morir sin remordimientos.
Oscar Moore
Un asunto de vida y sexo
ePUB v2.0
Polifemo723.07.11
Título original:
A Matter of Life and Sex
Oscar Moore, 1991.
Traducción: Jordi Mustieles
Prólogo: Miguel de Palol
Ilustraciones: Astromujoff-Yolanda Muelas
Diseño/retoque portada: Óscar Astromujoff
Editor original: Polifemo7 (v1.0 a v2.0)
ePub base v2.0
A James,
por toda su ayuda,
y a
Patrick, por todo
su amor.
Presentar al curioso lector
Un asunto de vida y sexo
y no poner la homosexualidad en primer término sería como escribir la biografía de Einstein sin hacer mención de la Teoría de la Relatividad. Pero por más que la cuestión central reciba, como seguramente no podría ser de otra manera, el tratamiento de lo heroico —con un concepto del término pasado por Joyce, por supuesto, tomado desde fuera hacia dentro—, sería injusto encerrar este texto en un subgénero, porque sus cualidades trascienden al por otra parte innegable interés gremial.
Parece inmediato, tras la lectura, invocar la reciente tradición del costumbrismo ejemplarizante anglosajón, que arranca en Fielding y Tackeray y tiene los últimos bastiones en Evelyn Waugh y Somerset Maugham, tradición a la que, desconociendo en este momento por completo el ideario intelectual y los propósitos teóricos de Oscar Moore me extrañaría que él se acogiera, sencillamente porque no lo necesita, y acaso porque ni se le haya ocurrido, porque lo bueno de las literaturas fuertes es eso, pertenecer a una familia a la cual uno puede permitirse el lujo de ignorar, de repudiar, y hasta de burlar —como en la historia hace Hugo, el protagonista, con la suya—, sin que nadie se moleste en ponerle por eso en la picota. Pero como uno no es un especialista en literatura anglosajona contemporánea, y además conoce el dudoso efecto que producen ciertas valoraciones exteriores —piénsese, por ejemplo, en las sistemáticas, y casi siempre empobrecedoras, referencias al Quijote o a Carmen a la que un valor hispánico asoma más allá de los Pirineos—, es mejor dejar ahí la cosa.
En cualquier caso, precisamente por tratarse de una manera de entender la literatura tan arraigada en la vivencia, es por lo que trasciende a su entorno, y resulta para el lector castellano igualmente gratificante. Un asunto de vida y sexo es una confesión subjetiva transferida a la tercera persona, tratada con una linealidad acentuada por el mantenimiento del ritmo de la frase, que lleva con frecuencia a un procedimiento inventarial en la línea de las acumulaciones exhaustivas inventadas (o transplantadas de otras disciplinas) por Sade. El estilo llano fluye en planos largos con dominio de la ternura y la ironía que exulta lo amargo, y sitúa poco a poco al lector en este terreno ambiguo, pero que uno siente inequívocamente auténtico, en el que, cuando se producen las más conmovedoras revelaciones, por más que puedan llegar a ser atroces, lo cogen tan desprevenido que algunas veces no lo advierte hasta después de recibido el golpe.
Partiendo del final, y con continuos retornos-recordatorios a ese final, desde ángulos e intereses diferentes, la historia configura una inexorable construcción, o quizá deconstrucción, de una vida, de las dificultades por situar la amistad en el resbaladizo terreno de los sentimientos, con el importante elemento del deslucimiento intermitente de la perversidad de la madre, que tras irrumpir como una terrible Reina de la Noche, acaba mostrando toda suerte de flaquezas y fealdades; en definitiva, asistimos no tanto a un tango de los retretes como al tango de la conciliación entre Hugo y su alter ego David, más adelante evolucionada hacia otros espejismos, hacia otros conflictos, a través de una conciencia de otredad exacerbada que desprecia todo acuerdo con un mundo que no le merece ningún respeto, con la seguridad de que la única salida es hacia delante, o hacia dentro de uno mismo, y de que, como en toda historia de pasión y desafío, no hay otro desenlace que la destrucción. Todo texto es un espejo, más o menos bien pulido; éste, desde luego, lo está, y más allá de las posibles afinidades sentimentales o sexuales, como se prefiera, en él puede el lector reconocer y adoptar un conflicto verda-tirio, planteado y desarrollado con vigor y con talento. Es a partir del conjunto de la novela, y más allá de los indudables logros parciales en terrenos como el testimonio histórico y social, o el de la sensualidad, donde Un asunto de vida y sexo adquiere altura sobre sí misma, y alcanza su carácter perfectamente acabado —dentro de tradiciones que, éstas sí, podemos asumir como propias en un contexto más amplio—, de educación sentimental.
M
IQUEL
D
E
P
ALOL
23 de marzo de 1991
Apreciada Sra. Harvey:
Hace dos años que sé que tendría que escribirle esta carta. Es el tiempo que me ha llevado terminar el manuscrito que le adjunto.
Hugo y yo discutimos mucho sobre la conveniencia de que se lo enviara antes de su publicación. Creo que nunca llegamos a zanjar por completo la discusión acerca de qué beneficio supondría para usted, para nosotros o para el libro, el hecho de enviárselo. Aun así, los dos consideramos que tenía usted derecho a verlo antes de que fuera publicado.
Seguramente estará usted preguntándose quién soy yo. Nos vimos brevemente en el funeral de Hugo, hace dos años. No creo que lo recuerde. Aunque no era uno de sus amigos más antiguos —de hecho, en el momento de su muerte apenas hacía unos seis meses que nos conocíamos—, llegué a conocerlo muy bien. Durante los dos últimos meses de su vida, me pasaba casi todo el día a su lado. Esto no me resultó muy difícil: ambos estábamos en el mismo pabellón del hospital. Ahí fue donde nos conocimos y donde tan a menudo coincidimos. Primero como visitantes. Luego, como pacientes. Los dos por períodos cada vez más largos.
El hospital habría podido ser un lugar miserable, una especie de antesala de la tumba. De hecho, ahora que no está Hugo, se ha convertido en eso, y gracias a Dios cada vez paso menos tiempo en él. Pero mientras compartimos nuestras horas de almuerzo y nuestras tardes, me sentía transportado y feliz escuchando sus relatos, dándole sus pastillas y su papilla de proteínas, discutiendo con él cuando estaba de mal humor y riendo con él cuando revivía los momentos más absurdos de un pasado insólito. Aunque, para mí, lo insólito no era tanto su vida como la franqueza con que Hugo compartía sus experiencias. Supongo que fue eso lo primero que me acercó a Hugo y a la idea de escribir este libro.
Como usted debe de saber, Hugo era un excelente narrador. Podía conferir a la anécdota más efímera su propio sentido dramático. Se trataba de relatos aleccionadores en los que él, el héroe, era protagonista ridículo pero también ingenuo. Los contaba, no por deseo de sorprender y escandalizar, sino en el convencimiento de que esas mismas cosas les habían ocurrido a otras personas en otros lugares, de distintas maneras y bajo distintas formas y combinaciones. Para Hugo, el sexo era al mismo tiempo una adicción y un absurdo. Solía describir su vida como una larga batalla entre su cabeza, su corazón y sus caderas. Nunca albergó la menor duda de que vencerían sus caderas.
Hugo me dijo en cierta ocasión que no podía lamentar nada de lo que le había sucedido, porque en todos los casos había sido elección suya y en todos los casos había sido consciente de que no tenía elección. Saboreaba con fruición sus alocadas aventuras entre la gente de mal vivir. A sus ojos, era como si se hubiera escabullido por la puerta de atrás mientras nadie miraba, sólo para echar un vistazo furtivo, y, como el chiquillo que aplasta la nariz contra el escaparate de la confitería, ya no pudo echarse atrás. Él mismo fue su propia víctima. Desde el primer momento supo que los dulces del escaparate estaban envenenados, pero le gustaban demasiado para rechazarlos. Hugo nunca se sintió culpable por la forma en que terminó su vida, y tampoco echó la culpa a nadie más.
Puede tener la certeza de que no le echaba la culpa a usted ni a ningún miembro de su familia por nada de lo que llegó a sucederle. Le preocupaba mucho que pudiera interpretar este libro como un acto de venganza por poderes. Hugo era tan franco al hablar sobre su familia como cuando hablaba de sí mismo. Mientras discutíamos acerca de cuál sería la mejor manera de presentarle todo este asunto, solía decirme que usted, su padre y sus hermanas tenían la desgracia de ser el material que tenía más mano. Ustedes fueron las personas a las que primero examinó y a las que estudió por más tiempo. También eran las que más amó y conoció. Este libro no es una especie de dardo venenoso disparado desde la seguridad de la tumba. Ustedes son sus víctimas sólo en la medida en que recurrió a sus historias para mejor contar la suya. Para Hugo, era muy importante que se lo explica-ra a usted así.
El mayor pesar de Hugo fue el morir antes que sus padres y el tener que infligirles esta herida, la peor de todas las heridas, la pérdida de un hijo. Como dijo Freud, uno sólo es libre de morir tras la muerte de sus padres. Hugo murió sin permiso.
Creo que ya he dicho bastante. Y muy probablemente, demasiado. El resto debe hablar por sí mismo. Atentamente,
Oscar Moore
Hugo era un mentiroso. Naturalmente, mentía para escapar al castigo y acababa castigado por mentir, pero era también un fantaseador cuyas mentiras creaban un mundo donde gado era extraordinario. En la escuela primaria, mientras jugueteaba con el jarabe de escaramujo vertido en el centro de su sémola, entretenía a las chicas con relatos sobre su infancia en la India (aquella gran superficie rosa en el mapa del aula) y les explicaba que la tercera oreja vestigial pegada a su oreja izquierda era una inflamación debida a la picadura de una abeja venenosa.
En la escuela primaria todo el mundo contaba mentiras. El padre de Rosemary era Batman y su hermano era Robin. El padre de Mandy poseía una cuadra llena de caballos (además del bonito pony con que ella trotaba por Hadley los sábados por la mañana) y el padre de Graham siempre estaba a punto de trepar por la escalera del tablero de Monopoly y comprarse una casa en Mayfair. Hugo no tardó en responder a todo eso con la mentira de que su padre había comprado una casa en la calle Curzon, y cuando llegaba un chico nuevo a la Escuela Primaria Santa Mónica de la Iglesia Anglicana, Hugo y su hermana pequeña le mentían sobre las dos casas que sus padres tenían en Hadley. Una grande y una pequeña. Al salir de la escuela parecían dirigirse a la pequeña, pero eso se explicaba por la constante ausencia de su padre, de viaje por el extranjero. Curiosamente, siempre lograba regresar a tiempo para las reuniones de la asociación de padres y maestros, y para la representación teatral de la escuela.