Un asunto de vida y sexo (42 page)

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Authors: Oscar Moore

Tags: #Drama, #Erótico, #Romántico, #LGTB

BOOK: Un asunto de vida y sexo
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Ya sabes cómo suele portarse Hugo en sus propias fiestas: completamente frenético hasta que se emborracha, y entonces se pone radiante. Pero esta vez la palabra más adecuada para describirlo sería ausente. No estaba allí. Y a juzgar por la forma en que cada dos por tres desaparecía del cuarto sin decir palabra, dejándonos con el individuo huraño de la cazadora de cuero, supuse que sería asunto de drogas.

¿Lo has visto últimamente? Vosotros dos estáis muy unidos, y estoy segura de que eres el único que podría decirle algo. Ni siquiera Dolly se ha atrevido a plantearle el tema. Ya sabes con qué ferocidad puede reaccionar Hugo si le haces una pregunta inadecuada en un momento inadecuado. Pero Dolly opina que se trata de caballo, y eso no puedo creerlo. De Hugo no. Siempre ha sabido qué hacer con las drogas.

Seguramente pensarás que me estoy preocupando por nada, pero sé que Hugo confía en ti y espero que puedas tranquilizarme.

Mucho amor. Espero que todo te vaya bien. Dime algo, por favor. Te agradecería mucho que me escribieras.

Cynthia

10
AGUJAS, CHUTES Y ESCALOFRÍOS

La vena parecía respirar con suavidad bajo la piel del hueco del codo. Una sombra gris, hinchada por el puño apretado.

Cogió la aguja, sujetando el torniquete entre los dientes. Apoyó la aguja sobre la piel y la deslizó hacia dentro. El dolor que le produjo al perforar la piel no le molestó. Lo que sí le enervó, en cambio, fue la resistencia de la pared de la vena. Rechazaba la punta de la hipodérmica hasta ceder de pronto como un suspiro. Hugo se estremeció.

Accionó lentamente el émbolo. El enervamiento se difundió por su corriente sanguínea como agua en una botella de leche. Aflojó el torniquete y dejó ir la jeringuilla. Le quedó colgada del brazo como un dardo envenenado. Herido, el brazo cayó a un lado, deslizándose fuera de la mesa mientras él recostaba la cabeza sobre la otra mano. Tenía que moverse. Estaba o muy colocado o a punto de morir. De un modo u otro, necesitaba tener agua fría cerca.

Cruzó el pasillo hacia el cuarto de baño y se sentó en la taza para que el lavabo le quedara a la altura de los ojos. Abrió el grifo del agua fría y se quedó mirando el chorro. A lo lejos, sonó el teléfono. Ya contestaría más tarde. Últimamente, no sabía si estaba sonando sin parar o si se detenía y sonaba de nuevo. Además, ¿quién podía ser? No había quedado con nadie. El día anterior había descolgado el teléfono, pero no había podido recordar qué decía y había vuelto a colgar antes de que la otra persona hubiera terminado de hablar. Pero sí se acordaba de quién era esa persona. Gavin Hill. Un amigo de la escuela al que había pedido prestadas cincuenta libras. Ya no eran amigos. No le había devuelto las cincuenta libras. De todos modos, tampoco recordaba qué había hecho con ellas.

El agua corría transparente del grifo al desagüe. La luz de la ventana situada a sus espaldas confería al lavado un brillo de anuncio de jabón. Empezaba a encontrarse mejor. No estaba mareado. Sólo exhausto. Listo para tenderse y quedarse mirando el techo. Lo hacían durante horas enteras, soltando algún gemido o gruñido de vez en cuando, jugando el uno con el otro, incapaces de mantener una erección pero enrollados. Ayudaba a matar el tiempo. Larry tenía todo el tiempo del mundo. Había dejado su trabajo, aunque sus jefes aún no lo sabían. Ya era suficiente para una persona tener que habérselas con el caballo, sin necesidad de ir encima a trabajar. Y desde que Hugo había aparecido en escena, el caballo no escaseaba.

Hugo estaba de paso. Sólo de visita. Había venido de Cambridge a pasar las Navidades, y por las noches trabajaba en un club de la calle Bond vendiendo copas exageradamente caras a los miembros de una alta sociedad de segunda categoría. De día, cuando no dormía ni se preparaba para los exámenes finales, compartía agujas con Larry.

La suya era una extraña relación. Larry, un limpiacristales itinerante procedente de Newcastle, que incurría esporádicamente en la delincuencia y la vagancia, había sido arrastrado por la marea hasta el umbral de la casona de Muswell Hill y acogido en ella. Cuando Hugo llegó de Cambridge, Larry estaba sentado en el sofá de terciopelo marrón de la salita del piso de arriba, mirando la televisión con William y Barry.. Aquel día no hablaron mucho. Larry tenía una larga melena lacia y una cazadora de cuero. Sus labios eran como una flor demasiado madura. Dos noches después, se acostaron juntos. A la tarde siguiente, estaban en un ático de Abbey Road comprando caballo.

En realidad, Hugo no estaba metido en el caballo. Coca, ácido, porros, pastillas, anfetas y barbitúricos en todas las combinaciones posibles, pero nunca caballo. Se manifestaba en contra. Aseguraba no sentir la necesidad. Decía que era aburrido, estúpido y demasiado caro. Lo denigraba por soporífico y negativo. Naturalmente, nunca lo había tomado. Nunca se lo habían ofrecido. Y, como en todo lo demás, en su interior Hugo deseaba probarlo. Si había algún viaje a la vista, él quería un billete. Para uno.

En la escuela, había empezado con los barbitúricos que Damian le robaba a su padre. Cápsulas color turquesa disueltas en un bote de acuarela lleno de ginebra pura y bebidas de un trago en el piso superior del 134. Ahí fue donde adquirió la costumbre de hacérselo a solas. Contemplando el mundo a través de la neblina de un sedante. Sin establecer contacto con nadie. Sentado, viendo pasar a la gente y los acontecimientos como un niño de cinco años parado ante los televisores de un escaparate. Sin sonido. Sin sentido. Sólo imágenes. Se detenía a beber un poco más y llegaba a las fiestas con una mirada que mantenía a la gente a distancia. Cuando deambulaba por una habitación, todos se apartaban de su camino. Esta sensación le encantaba. Acaso pensaran que llevaba una pistola en el bolsillo. Lo más importante era que la gente se diera cuenta. Que se dieran cuenta de que no estaba sencillamente bebido y a punto de vaciar el estómago sobre él suelo del cuarto de baño. Tenían que comprender que llevaba pastillas en el bolsillo, las suficientes para matarle si así le apetecía. Se desconectaba del mundo normal, perdido en una bruma de barbitúricos, pero durante todo el tiempo actuaba ante un público imaginario de gente ingenua e impresionable: aquellos para quienes las drogas constituían un tabú intocable, pero que aun así hubieran deseado alcanzarlas. Jamás se le ocurrió pensar que estas personas en realidad no existían. O que sólo eran imágenes de sí mismo.

«Dios mío, Hugo, qué atrevido eres», se susurraba en voces imaginarias.

Mientras tanto, el resto de la fiesta le volvía la espalda. Y fingía no darse cuenta.

A veces su hermana menor lo observaba y se preocupaba, pero no era el público que Hugo quería. Quería una multitud que supiera lo que estaba haciendo, y que, aun sin atreverse a hacer lo mismo, lo estuviera deseando. Quería una multitud que lo juzgara valeroso y singular por vivir tan cerca del límite.

Y el verdadero límite era el caballo.

Abandonó los tranquilizantes cuando Damian se marchó de la escuela y dejaron de follar en el bosque a la hora del almuerzo. No más barbitúricos. No más Librium ni Valium. La ola punk se había estrellado contra la puerta y las únicas pastillas que se podían tomar en la ciudad eran de anfetas: noches de sábado atiborrándose de anfetas y cerveza en el Marquee, jugando al millón, mascando chiclé rancio, fumando cigarrillos hasta el filtro y bebiendo demasiada Coca Cola sin azúcar, mientras el pecho no cesaba de latir como un despertador y el corazón irradiaba hacia el mundo a través de los ojos como una brasa ardiente que enviara su calor de buena voluntad.

Se tragaba dos o tres en el metro, en el segundo vagón para fumadores de la Northern Line. En la plaza Leicester, cruzaba las puertas correderas, aceleraba por los pasillos y subía a la carrera por los peldaños de piedra entre las escaleras mecánicas. Al llegar al peldaño superior, se detenía, tomaba aliento sosteniéndose sobre un solo pie y sentía la sangre bombear anfetamina a su cerebro. El flash de la euforia le hacía pasar ante el recogedor de billetes con una sonrisa de oreja a oreja. En cuanto lo dejaba atrás, se hallaba metido en su película particular; el corazón le palpitaba pesadamente y el cerebro le repetía: «a por ello, a por ello», a por ello, cien veces por minuto, y las manos le temblaban como a un alcohólico mientras encendía el primero de cuarenta cigarrillos.

Le encantaba tomar anfetaminas. Era demasiado joven para sospechar de la felicidad que le estallaba en la sangre como un castillo de fuegos artificiales. Quería hasta el último cosquilleo de adrenalina. Escuchando a otro conjunto que aporreaba otra guitarra desafinada, se ponía en pie y sonreía como un maníaco, un cigarrillo en una mano y una cerveza en la otra, y la adrenalina en sus venas como el elixir de la vida.

Ahora el elixir no daba más de sí. Una vomitada rápida como un escupitajo. Hugo se inclinó hacia el lavabo para tratar de mojarse la cabeza. Su frente estaba cubierta de gotitas de sudor. Alineadas justo bajo el nacimiento del cabello. Tenía la cara de un hombre enfebrecido. Pálido y demacrado. Parecía apolillado, derrumbado sobre la blanca y reluciente loza del lavabo. Incluso el agua que caía del grifo parecía sana. Extendió una mano y dejó que el chorro presionara sus dedos. Por la parte interior del brazo, donde había colgado la aguja, le corría un fino hilillo de sangre. No recordaba si había retirado la jeringuilla o si se había caído. No recordaba si Larry la había utilizado primero o si había sido él. No recordaba si le había dicho a Larry a dónde iba. Pero Larry tampoco se lo había preguntado.

No hablaban mucho.

Apenas se conocían, pero ahora eran amantes. A los dos días de conocerse. Una velada compartida en el sofá de terciopelo marrón delante de la tele, roce de muslos, charla trivial, ojos inquisitivos. Preguntas estúpidas con miradas intensas. Larry lo sabía todo de Hugo. Sabía que estaba en Cambridge. Sabía que estaba en el último año de carrera. Sabía que se había pasado el verano anterior trabajando como prostituto para pagar el alquiler. No sabía que, al terminar el verano, eso era lo único que le había quedado, el dinero del alquiler y cierta sensación bajo los ojos y al fondo de la cabeza de que en todas aquellas camas extrañas había conocido una pequeña muerte. Larry sabía lo que Barry le había contado. Barry trataba de meter cizaña. Barry era así. No quería ver ganar a Hugo. Una vez más.

Hugo no sabía nada de Larry, excepto que podía entenderse con hombres, que lo había hecho y que volvería a hacerlo. Era lo único que quería saber. Fueran cuales fuesen los proyectos de Barry, Hugo sabía que ganaría. Sólo necesitaba una oportunidad.

La oportunidad le fue concedida.

Cayó del cielo durante toda la noche y se posó sobre el suelo como una capa de alcorza sobre un pastel de piedra. Al día siguiente, salieron a pasear por los bosques para apreciar la belleza de aquella nevada inesperada. Londres estaba de vacaciones. La nieve había cubierto las vías de tren e inmovilizado los autobuses. El club de la calle Bond no abriría. Larry se quedaba en casa. Hugo le propuso ir a dar un paseo. Los dos sabían lo que iba a suceder. Lo que no sabían con certeza era cómo.

Caminaron hasta el bosque, hablando poco. Hugo no tenía ni idea de qué podía decirle a aquel muchacho de labios como flores. Deseaba morderle la lengua y meterle la mano por los pantalones hasta mucho más abajo del cinturón. En vez de eso, anduvieron tranquilamente por el camino del bosque, donde se había acumulado una gruesa capa de nieve virgen. El bosque parecía una ilustración para Hansel y Gretel. En el vientre de Hugo se formó una risa excitada. Se sentía como el chiquillo que había sido, cuando corría frenéticamente con su hermana menor por un campo de golf revestido de nieve, agazapándose mientras los gritos airados de los golfistas interrumpidos resonaban sobre los links. ¡Cuánto se reía en aquellos días, bajo el aire frío que le cortaba el aliento y le llenaba el pecho como pastillas de menta! Ahora la risa brotaba a la vista de la nieve aún no pisada, como un grueso edredón blanco sobre una cama gigantesca. Sintió el deseo de tenderse sobre ella y abrazarla y sentir cómo se convertía en plumas en lugar de agua.

Cogió un puñado y, formando rápidamente una bola, se la metió a Larry por el cuello. Éste fue su primer avance. Larry sonrió y empezó a recoger nieve del suelo. El avance había sido aceptado. Corrieron a través del bosque, alejándose cada vez más de los rastros de pisadas de perro y de las señoras con sus falderos que dejaban limpias cagadas capaces de formar agujeros de nieve derretida en la superficie del suelo. Según avanzaban, los árboles, rígidos y negros como el carbón, iban espesándose. Hugo corría detrás, recogiendo nieve de las ramas y a veces del suelo, acribillando a Larry con bolas húmedas, riéndose porque la erección le incomodaba al correr. Larry se volvió y arrojó una brazada de nieve al aire. Hugo la recibió encima, farfullando y agitando los brazos. Chocó con Larry y lo hizo caer al suelo, estremecido de risa. Aterrizó con fuerza sobre su cuerpo, la boca ante la boca, los ojos ante los ojos. Se miraron de pupila a pupila y Larry se lamió los labios. Fue toda la invitación que Hugo necesitaba.

Entonces aún no sabía nada de Larry y el caballo. No sabía nada de Larry y la ley, ni de la violencia que estaba por venir. No sabía que estaba tratando con un muchacho desquiciado. Un adolescente fugitivo. Un hombre trastornado. Sólo sabía que Larry y él iban a acostarse juntos en la gran cama de la habitación del fondo, con sus puertas ventanas que permitían salir al jardín, mientras su ropa se secaba colgada sobre el radiador. Sabía que tendrían la piel enrojecida y ardiente por el cambio de temperatura y que la ropa quedaría rígida al secarse, pero no sabía por qué.

Se fumaron un porro. El sexo había sido extraño. Con toda su actitud de tipo duro, su cazadora de cuero y sus téjanos sucios, Larry tenía cuerpo de niño. De piel lisa y suave, lampiño, poco desarrollado. Incluso su polla parecía en cierto modo torpe. Era callado e ingenuo; cauteloso ante el sexo, pero deseoso de él. Permanecieron tendidos juntos y se fumaron el porro.

Y entonces Larry preguntó a Hugo si podía conseguir caballo, y Hugo contestó que sí.

Después de todo, podía conseguirlo. Sólo que nunca lo había hecho.

Dijo que sí para impresionarlo.

Siempre quería que la gente pensara que tenía contactos hacia arriba y hacia abajo, con la alta sociedad y con los bajos fondos. Por eso dijo que sí.

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