Hugo se fumó el porro ante la mesa de la cocina. Le alegraba que los demás aún no hubieran despertado. Así tenía tiempo para inventarse una mentira. Quería decirles la verdad y no quería que nadie la supiera. Quería que lo lavaran, que lo bañaran y consolaran, pero no quería que supieran por qué. No quería que supieran que, cuando volvió en sí, vio que lo habían arrastrado hasta un rincón con los pantalones por los tobillos y que le sangraba el culo. Que su camisa estaba embadurnada de mierda y hedía a amilo y a humo y que su cabello estaba apelmazado y que olía quizá como si alguien se le hubiera meado encima, y que se sentía como flotando, follado casi hasta la muerte y necesitado de un poco de salvación.
La señora de la limpieza lo había encontrado y se había puesto a chillar. Lo tomó por un ladrón hasta que vio el estado en que se hallaba, y entonces quiso llamar a la policía porque creyó que era un asesino manchado con la sangre de su víctima. La mujer no hablaba una palabra de inglés, pero, por su forma de gesticular, Hugo comprendió lo que estaba diciendo y se limitó a mirarla sin decir nada hasta que ella dejó de gritar, y entonces se fue.
La luz del día le golpeó la cabeza como una sierra mecánica. Su abrigo estaba cerrado bajo llave en el guardarropa, de modo que el mundo pudo ver su maltrecho y dolorido cuerpo salpicado de mierda y su rostro magullado. No tenía dinero, de modo que echó a andar con la cabeza gacha calle tras calle, sin mirar las caras que se volvían hacia él, sin mirar los escaparates donde podía verse reflejado, alzando apenas la vista al final de cada manzana para comprobar el número de la calle y agachándola de nuevo contra el viento bajo la luz de sierra mecánica hasta la escalera marrón mierda en el Harlem Hispano. Se tambaleaba ligeramente, pero debía seguir avanzando. El dolor de la espalda le bajaba hasta el culo. El dolor del culo le subía por la columna. El sabor que notaba en la boca era como si su lengua se hubiera muerto y podrido, y los dientes se le movían en las encías como si sólo hiciera falta una sonrisa para perderlos todos. Se encontraba muy mal.
Lin se agitó un poco cuando Hugo abrió la puerta. Se arrastró hacia el cuarto de baño que no era un cuarto de baño junto a la cocina que no era una cocina. El espejo no estaba situado a la altura adecuada. Por una vez, eso le pareció bien. No podía verse la cara. Sólo la camisa. Se quitó la camisa y la arrojó al cubo. Y luego, cuando se miró de nuevo en el espejo, vio los cuarenta y tantos granitos rojos, duros y brillantes, justo debajo de la clavícula, y de algún modo comprendió en su interior que aquellos granos eran una mala noticia. Se miró a los ojos, fijamente. Pero mientras miraba no había nada que ver. Apenas pestañeaba. No podía llorar. No sabía si abrazarse o detestarse. Ese era el asunto. Nunca lo había sabido. Por lo general, carecía de importancia. Bastaba con ser avispado. Ir siempre un paso por delante. Saber qué era qué.
Entonces, ¿qué era qué? ¿Qué había ocurrido? ¿Qué debía pensar ahora de sí mismo? Se encontraba mal. Fue a sentarse en el sillón de dentista, en mitad de la habitación, y, cuando el sol le golpeó en los ojos y el rótulo de la peletería Saperstein escrito en polvorientas letras doradas sobre la ventana de enfrente le hizo un guiño por encima de la fea mole del aparato de aire acondicionado encajado en la ventana, se sintió mejor. No le importaba. Sabía qué era qué. Era sólo que no estaba seguro de qué había ocurrido. De un modo u otro, ahora estaba en casa. Tendría que dar explicaciones a los demás. Contarles alguna historia. Pero estaba en casa y bien. A salvo.
Y entonces sonó el teléfono.
Era Jim.
Hugo le dio una buena calada al porro. El mundo había zozobrado un poco desde la llamada de Jim. El anonimato de la enfermedad ya no existía. Estaba en su terreno de juego. Quizás en su pecho.
Sabía ya que aquél había sido su último fin de semana. Que aquél era su último día. Que cuando hubiera salido a comprar un poco de hierba en la «farmacia» de la esquina, pasada la floristería, cuando hubiera preparado el café y despertado a Raul y Rudy, que debían de haber vuelto a casa pensando que había ligado, cuando se hubiera tomado el zumo de naranja y quizá un huevo duro y terminado de fumarse el porro, se despediría de ese mundo y se pondría en marcha con sus cuarenta granos, su bolsa de viaje y los libros que aún no había leído y regresaría a casa.
Regresaría a casa para ver a Jim. Para ayudarle. Y para lamerse las heridas. Para lavarse y afeitarse. Para ver a Chas. Para ver a Cynthia. Para andar un poco por el camino recto. Para intentarlo de nuevo.
Eso, al menos, le hizo sonreír. Pasó al cuarto de baño y volvió a mirarse. No con enojo ni acusaciones. Sino con simpatía. E ironía. Le entraron ganas de reír. ¿Andar un poco por el camino recto? Se acercó a la ventana y echó el aliento sobre el cristal. Escribió con un dedo en el vaho, como un mensaje de lápiz labial para un amante ausente, «demasiado tarde». Y luego volvió a mirar los cuarenta granos rojos y se demudó.
Aún seguían allí.
Llevaban allí dos días.
Hugo estaba asustado.
Marzo de 1986
Querido Rudy:
Hoy sabré cuánto tiempo me queda de vida. Bueno, esto no es del todo cierto. Si soy positivo, no puede saberse con certeza, y si soy negativo, eso no quiere decir que no pueda volverme positivo (e incierto) más adelante o morir (con plena certeza) de otra manera. Así que hoy sabré si es probable que viva durante menos tiempo del que pensaba; pero, dado que nunca he pensado mucho en el asunto, para empezar, no estoy muy seguro de qué voy a saber hoy, aparte de la calidad de mi sangre, o, más sencillamente, si es HIV positiva o no. Sea como fuere, he querido escribirte antes de que echen el cierre a mi vida y mientras aún puedo seguir viviendo en la dichosa ilusión de que soy, al menos en potencia, inmortal. A partir de hoy, todo es melodrama.
Seguramente debes de estar formulándote un montón de preguntas en este mismo instante. ¿Por qué? ¿Por qué se ha hecho los análisis? ¿Por qué desapareció de repente sin despedirse siquiera? ¿Por qué no me dio las gracias por haberle acogido? ¿Por qué se marchó sin devolverme los cuarenta pavos (adjuntos)? ¿Por qué cree que puede comprarme con cuarenta pavos (cógelos, por favor… Están en el sobre, ¿no?)? ¿Por qué cree que si me escribe una carta semicoherente y digresiva decidiré de pronto perdonarlo? ¿Por qué estoy leyendo todo esto?
Puedo responder a unas cuantas. Me he hecho los análisis debido a Jim. Me fui de repente debido a Jim. No me despedí porque no quería tener que hablarte de Jim. Sáltate la siguiente pregunta. La respuesta a la siguiente pregunta va incluida en el sobre. Sáltate la siguiente pregunta (o digamos sólo que porque te conozco, y sé que me conoces). Porque te conozco y sé que sabes que te conozco. ¿Por qué no?¿Qué más tienes que hacer esta mañana?
¿Cómo está Raul? ¿Cómo sigue la tos? Pienso mucho en vosotros dos. Me hiciste mucho bien. Desde luego, también me arruinaste la salud, me pegaste una erupción que de inmediato interpreté como el síntoma de una profunda enfermedad que se incubaba en mi interior pero que resultó ser una simple erupción. Asustaste a mi madre al telefonearle para decirle que creías que me había vuelto loco, aunque ¿por qué la verdad siempre ha de asustarla tanto? (A propósito: has perdido tantos puntos de chico bueno ante ella que voy a tener que hacer penitencia por ti. Ahora no cree que fuera a Nueva York para recuperarme.) Y lo peor de todo, me indujiste a cargar con la peligrosa impresión de que ahí en NYC todo el mundo se lo pasa mucho mejor (incluso ahora) que aquí.
Aquí las cosas están muy grises. Naturalmente, es la estación gris. El otro día, Chas y yo pasamos un día gris en el parque gris soñando en un tiempo mítico en que la vida sería un largo anuncio de Ron Bacardi y podríamos rememorar con nostalgia los días grises de antaño. Así de animado está Londres en estos momentos. Soñar en un futuro en el que se podrá añorar el pasado que se dedicó a soñar en el futuro. El aquí y ahora es bastante inquietante.
Jim está enfermo. Ha salido del hospital y se encuentra bastante bien para estar enfermo. Es posible que siga encontrándose bastante bien durante bastante tiempo, dicen las enfermeras, pero también reconocen que en realidad no lo saben. Jim se pone de muy mal humor hasta que le lías un porro, le llevas una pasta, le sirves un escocés y le pones su vídeo preferido (Blackattack, unos negratas muy bien dotados en una cinta norteamericana traída de Amsterdam). Está demasiado cansado para trabajar y demasiado animado para no protestar. Es duro, pero sigue siendo Jim y puedes charlar con él durante horas enteras acerca de poco más que la gente de Bedford Gardens.
Toda la atmósfera que rodea la enfermedad es muy distinta aquí. En Nueva York se vivía como una epidemia, una oleada de muerte seguida de oleadas de rumores, conjeturas, chismes e histeria. Toda la comunidad estaba bañada por las mismas mareas de muerte y deterioro. Aquí, el sufrimiento es solitario. Individuos en habitaciones individuales en silenciosos pabellones enmoquetados, visitados por su familia sin que nadie hable mucho con nadie. El sufrimiento está privatizado. Los ingleses tienen mucho miedo. Pero no a la muerte. Les asusta lo embarazoso; dar la impresión de que sufren demasiado por un motivo impropio, parecer demasiado enfermos, estar demasiado débiles y, sin duda, depender demasiado de otros. Después de todo, éste es el país cuyo máximo dirigente declaró con plena seguridad: «No hay nada como la sociedad.» Aquí no hay impulso. Sólo la sensación de que el goteo de la muerte se infiltrará de forma inexorable en todas nuestras vidas una y otra vez, en giros y serpenteos lentos e imprevisibles.
He hecho un poco desde que volví, pero no lo suficiente. Mis padres me miran con pasmo cuando les hablo. Puedo oírlo por teléfono cuando les llamo. «Es Hugo», y veo a mi madre que vuelve la cabeza hacia mi padre en un gesto significativo, y alza los ojos hacia el cielo raso pensando en lo que hubiera podido ser pero no fue. El pasmo puedo afrontarlo. Otros son más duros. William no quiere saber nada de mí, cosa que probablemente carece de importancia. Cree que he destruido su vida. Acaso cree que fui yo quien le llenó los cajones de pornografía, pero es verdad que fui yo quien le llenó la casa de policías (aunque esto también tiene su miga, dado que yo entonces estaba inconsciente). La universidad no devuelve mis llamadas, conque creo que les devolveré el favor y no volveré más. He encontrado un empleo en una revistilla de cine, y el otro día me preguntaron si conocía a algún buen redactor free lance, conque mentí un poco y les dije que sí, y a los veinticinco minutos llegó Chas a la oficina y tuvimos una charla franca y abierta sobre boletines de prensa acerca de películas yugoslavas desconocidas.
Con un poco de suerte, una cosa llevará a la otra y acabaré haciéndome un lugar en el mundo del periodismo sin un título ni una preparación formal, pero con un amplio vocabulario y una colección algo más reducida de opiniones recibidas. He estado haciendo críticas de teatro para una revista de Battersea, y Time Out me ha pedido una esta semana, conque quizá… quién sabe… acaso… algún día… llegue a ser lo bastante famoso para cortar la cinta en las inauguraciones de centros comerciales.
En realidad, no sé qué pensar de estos análisis. Chas está bastante ansioso, sobre todo porque va a tener que habérselas conmigo inmediatamente después de la llamada telefónica que me dará la noticia. Seguramente debes de estar preguntándote cómo es que Jim fue el motivo de mi marcha, pero se trata únicamente de algo que le dijeron los médicos, que cuanto más saben y cuanto antes lo saben, más pueden hacer para ayudarte. Desde luego, no pienso adoptar ninguna actitud estoica. Si me entero de que algo anda mal conmigo, quiero tener a mi disposición todo el departamento de farmacia de todos los hospitales del norte de Londres. Piensa en lo divertido que podría resultar. No tendrías que acordarte nunca más de que estabas enfermo. La vida al otro lado del DF118. Una cucharada de sulfato de morfina ayuda a tragar más medicina.
No pienso decírselo a mami y papi. Para empezar, no es asunto suyo (¿o sí?), y, más importante, lo único que harían sería dejarse llevar por el pánico. Todavía no han superado por completo la onda de choque del asunto de Larry. Creo que yo sí; toda esa experiencia mora en el interior de un lejano capullo de estupor drogado. Pero a ellos les cayó el cielo encima. Mi madre da un respingo cada vez que alguien menciona la palabra Cambridge. Ahí sí que le di un buen chasco. Creo que aún sigue diciéndose que yo fui la víctima.
Ahora, claro, intenta encontrarme trabajo. Ya lo hizo durante el año que me tomé entre la escuela y Cambridge. Seguramente empezará a proponerme los mismos empleos de vendedor en WH Smith que me propuso entonces. En un momento dado era el Foreign Office, pero creo que hasta ella se da cuenta de que, por el momento, eso no va a poder ser.
En fin, sólo quería decirte gracias y lo siento. Gracias por una magnífica convalecencia y lo siento por haberme escapado de esa manera. La noche anterior había pasado una velada bastante abrumadora. De hecho, aún no le he contado a nadie todo lo que ocurrió. Sé que todavía crees que me marché con alguien, pero no fue así. Estuve allí todo el tiempo. Pero en un estado no muy agradable de ver. Ya te lo contaré todo. Un día. En un futuro muy lejano. Pero en parte fue eso lo que me hizo huir. Sentí que necesitaba volver a casa, lavarme y seguir adelante con la vida. Y entonces, cuando telefoneó Jim, fue como un aviso y una citación. Tuve la sensación de que las cosas empezaban a torcerse de veras. Me preocupaba pensar que, si no recobraba pronto el control, mi vida se desmenuzaría como polvo en las manos y ya no sería capaz de hacer nada al respecto. Así que me fui.
Tuve un vuelo muy extraño. Me tomé cuatro pildoras para dormir y me arrellané contra la ventanilla. Me perdí las películas, me perdí las comidas y desperté al otro lado cansado, frío, acalambrado y con náuseas. Tenía la sensación de no haber dormido nada.
Pero aquí las cosas marchan bien. Y ¿quién sabe? A partir de hoy, puede que marchen todavía mejor. Puede que reciba un certificado de buena salud y permiso para jugar en cualquier ciudad que se me antoje. Creo que, si soy negativo, Chas irá directamente a hacerse los análisis. Me considera un ejemplo claro de alto riesgo. Y no estoy seguro de que no tenga razón.
En fin, si no recibes noticias mías en una semana o así, no des por sentado lo peor, pero envíame regalos de todos modos.