Algo hubiera podido decir, en algún lugar en el fondo de la cabeza de Hugo, que éste era el momento de contestar que no; que durante toda su vida le habían advertido que caer en la heroína era caer en el abismo; que acabaría enganchado a una aguja, tirado sobre un montón de cuerpos huesudos, arañando peniques en las entrañas de la estación de Piccadilly Circus, rociado de sangre, no deseada las puertas de aquellos mismos cubículos donde David había retozado por dos libras la sesión. Hubiera podido oír una tenue alarma procedente de su pasado de folletos familiares, porque después de ¿De dónde vienen los niños? venía ¿Dónde acaban los drogadictos?. Pero Hugo ya estaba allí. Ya estaba viviendo en una zona crepuscular de gente nocturna, para nada sincronizado con todos los transeúntes de ojos brillantes y paso enérgico que cruzaban rápidamente ante su ventana por la mañana temprano en dirección al trabajo, enjugándose todavía el desayuno de la barbilla y las preocupaciones domésticas de la mente. Hugo solía contemplarlos con ojos medio entornados por el cansancio y deslumbrados por la brillante luz grisácea de una mañana de invierno.
A esas horas, Hugo ya había visto la mañana. Mientras aquellos individuos apresurados aún dormían junto a sus esposas en la habitación contigua a la de los niños, Hugo se tomaba sorbo a sorbo una taza de té en Barclay Brothers (Whitehall) Ltd. y contemplaba entre sus vapores a Maureen el travesti, reina de la máquina del té, accionar las espitas con sus uñas roídas y sonreír con sus dientes verdosos; contemplaba sobre el borde mugriento de su taza a los adolescentes, escapados de casa, derrumbándose sobre su desayuno, los tatuajes de telarañas en contacto con el huevo coagulado.
Se repantigaban allí, con ojos apagados, sin sonreír, esperando la llamada de su alcahuete, el negro corpulento que aguardaba fuera, refulgente con el oro de sus dientes, anillos, brazaletes y un grueso medallón, controlando los taxis que traían y se llevaban a sus chicos, enviándolos rumbo a una cama de plumas en algún suburbio desconocido en la periferia de la ciudad. Sabían lo que les esperaba. Dos horas de investigación sexual en manos de un extraño sin esposa soñolienta ni hijos en la habitación contigua. Sabían hasta dónde estaban dispuestos a llegar. Y más le valía al extraño no cometer ningún error. Los chicos con telarañas tatuadas eran tipos con mucho genio.
Así terminaba Hugo la jornada. Del terciopelo maltratado del club de la calle Bond, donde ojos destellantes atisbaban desde rincones oscuros, a la inexorable luz fluorescente de una cafetería donde los ojos permanecían bajos e inexpresivos y rehuían las miradas, iluminados únicamente por el repentino fulgor de un Swan Vesta o el centelleo seco del humor de Maureen.
Aquello era limbolandia. En eso, al menos, no había diferencia entre la calle Bond y Whitehall. Entre el terciopelo rojo y la fórmica verde grisáceo, todo el mundo andaba a la deriva. La calle Bond era más cálida, más oscura, más rechoncha y más rica, pero sus habitantes estaban desatados. Y a veces desquiciados. Los que habían sido algo, los que hubieran podido ser algo y los veleidosos esperanzados se arracimaban en torno a los que acababan de conseguirlo, observando cómo derramaban su dinero recién adquirido, de pronto generosos, de pronto tacaños. Hijos e hijas de ricos y famosos acechaban en los rincones sujetando sus pajitas. Sonriendo a la estrella pop recién descubierta como el secretario de un selectísimo club de tenis al dar la bienvenida a un nuevo miembro. Siempre andaban escasos de nuevos miembros. Nunca parecían durar mucho.
Los antaño famosos y todavía ricos se colgaban de la barra y contemplaban sus copas con fijeza, intentando recordar qué debían pedir a continuación. Un hombre que había vendido millones de discos en los que prometía morir antes de envejecer se bamboleaba en su chochez prematura, navegando en un mar de gin tonics. Otro le tendió una mano para que se la estrechara, pero se quedó plantado en mitad de la alfombra mientras la estrella pop, aún viva, salía trotando hacia los aseos para empolvarse la nariz.
Todo estaba en los ojos. El desenfoque enrojecido de la estrella pop. La mirada esperanzada del niño rico que había salido de juerga y esperaba encontrar cocaína gratis. El parpadeo espasmódico de la reina del pelo a mechas y los pantalones de cuero beige, confiada en que su bronceado disimularía su edad, y la mirada fría e inexpresiva de su compañero, un joven rubio que procedía de alguna remota ciudad de surfistas y que aún llevaba el vaivén del mar en sus ojos, enfocados mucho más allá de aquel local subterráneo. Hugo los observaba a todos, los observaba mientras se observaban entre sí. Ojos en pos de ojos. Esperando señales. Buscando una presa. Hundiéndose en la bebida. Movedizos, inquietos, acuosos, parpadeantes, centelleantes, vidriosos, muertos. El surfista miraba por entre los hombres que desfilaban junto a él, amigos de la reina desesperada pero listos para arrebatarle la presa a la menor señal que les dieran. Levantaban los párpados para lanzar un hola que pocas veces les era devuelto. Algunos iniciaban una conversación que moría en sus labios cuando el surfista, mirando a la lejanía, les respondía únicamente con un sí o con un no.
Hugo se movía entre ellos, invisible en su chándal escarlata y su gorra de béisbol. Le entregaban la propina con aire ausente, esperando que sus amistades se fijaran.
En el club, nadie se fijaba en nada. Nadie se fijaba en los hombres que se escabullían hacia el lavabo de señoras tras intercambiar furtivamente unos paquetitos blancos. Nadie se fijaba en el insólito moqueo, en los cigarrillos fumados en cadena, en el habla atropellada, en los últimos restos de polvo blanco sobre un bigote. ¿Por qué habían de fijarse? ¿Quién los miraba? El gerente estaba en el despacho del fondo con el propietario y el encargado del guardarropa, metiéndose el dinero suelto por la nariz. El jefe de camareros estaba apalancando cajas de champaña en el maletero de su coche, y los camareros permanecían impasibles sin mirar nada, con las pupilas contraídas como cabezas de alfiler y la heroína deslizándose sigilosamente por su sangre como la lenta babosa del letargo. Lenta y calladamente, iba pasando el tiempo. El tiempo pasaba muy despacio en limbolandia. Sin hacer nada y sin fijarse en nada.
No parecía extraño estar tumbado de espaldas, mirando el cielo raso, esperando que el siguiente gemido ronco brotara de su boca. No parecía extraño no tener nada en qué pensar y aún menos qué hacer. Podía deslizarse desde un día acostado junto al tosco cuerpo de Larry a una noche compartida con los camareros de pupilas contraídas y las reinas desesperadas sin emerger en ningún momento de su capullo de heroína.
Sólo un pensamiento turbaba vagamente su placidez. Tras contemplarse el rostro en el espejo durante quince minutos sin pestañear, y casi sin pensar, se le ocurrió que al día siguiente podía despertar pareciéndose a Michael.
Nadie quería parecerse a Michael. Michael estaba dominado por el caballo. El hombre anulado. El típico yonqui. Pero se hallaba por encima y por debajo de un yonqui típico. No estaba muriéndose, sólo adelgazando. No era un delincuente. Era un demente. No era un chupasangre. Era rico. No robaba para pagarse el hábito. Vendía piezas de su herencia, pagándose los picos con el patrimonio de la familia.
Cuando Larry se volvió después del porro, después del sexo, después de la pelea en la nieve, mientras la ropa se acartonaba sobre los radiadores, mientras yacían contemplando el jardín cubierto por su helado edredón blanco, y pidió a Hugo que le comprara caballo, Hugo accedió porque sabía que a Michael le encantaría tener a un nuevo converso. Sabía que Michael estaba solo, solo con su adicción. Que había enterrado a demasiados amigos, y que recibiría a Hugo con los brazos abiertos como un evangelista a un pecador arrepentido. Pero Hugo también pensó en Michael porque Michael era sinónimo de caballo. Tenía el aspecto de una aguja. Huesudo, cetrino, con una melena lacia y grasienta que le cubría el cuello de la camisa y una voz que era un plañido rasposo que hacía vibrar el aire como una minúscula sierra mecánica. Sus gestos eran frágiles pero malignos, sus dedos eran como dardos que asaeteaban el aire mientras trataba de explicarles a Hugo y Larry que la camioneta de reparto de leche, aparcada al final de la calle, era en realidad un vehículo camuflado de la brigada de estupefacientes.
—Han estado aquí y lo han tocado todo. Han vuelto a dejarlo en su sitio, pero lo han registrado todo, estoy seguro. Se creen que no me doy cuenta. ¿Por qué no se llevan algo? Eso es lo que no soporto.
Su plañido zumbaba de un modo irritante. Hugo se asomó a la ventana del ático de Abbey Road para mirar la camioneta de reparto de leche tranquilamente aparcada junto a la acera. Estaba vacía y oscura. Era una camioneta de reparto de leche. El lechero seguramente vivía en una habitación de alquiler en alguno de los cavernosos edificios del otro lado de la calle.
—Jamie sabía que era la brigada de estupefacientes. Nadie más se da cuenta, pero él lo sabía.
Era la cuarta, quizá la quinta vez que repetía lo mismo. Crispando los músculos y rascándose, a solas todo el día sin más compañía que sus temores y su desprecio, ahora tenía ganas de hablar. Quería amigos a los que pudiera hablar de otros amigos. Pero Michael constantemente perdía a sus amigos. Jamie era el último amigo que había tenido. Jamie estaba muerto. Jamie era el filósofo motorista de Rotherham que se pasaba las horas sentado en un rincón hablando de tranquilizantes para elefantes. Jamie, que deseaba eliminar todo pensamiento de su cabeza y acabó eliminándose él mismo con una escopeta de caza en la boca en la fiesta de cumpleaños de su hermano. Lo hizo en el jardín. Para no ensuciar las alfombras. Puede que existan formas más sucias de irse. Hugo no conocía ninguna.
Jamie sabía lo que se hacía. Se había buscado un adversario al que no podía vencer. Los tranquilizantes para elefantes jamás le habían presentado ningún problema. El caballo sí. La vida se le iba a chorros. El color ya se le había ido.
—Yo estaba allí cuando murió —les explicó Michael. Michael no solía estar a menudo en ninguna parte cuando sucedía algo. Normalmente se quedaba allí. En aquella habitación sobrecalentada en lo más alto de un edificio de Abbey Road—. Pero no estaba en el jardín.
Cuando sonó el disparo, Michael estaba en el cuarto de baño calentando una cucharilla. El ruido le sobresaltó de tal manera que la cuchara se le cayó de la mano. Furioso por la pérdida de un buen pico, bajó por la escalera en busca de un culpable y se encontró con la muerte de su mejor amigo. Lo que no alcanzó a comprender fue por qué Jamie estaba en el jardín. Hubiera tenido que estar subiendo para hacerse un pico.
Michael era capaz de vender caballo a su mejor amigo aun si eso lo mataba. Mató a Jamie en nueve meses y una fracción de segundo. Un largo gemido y una detonación final. Michael no demostraba ningún remordimiento; sólo fastidio por el hecho de que su último recluta le hubiera abandonado. Ahora tenía que encontrar otro amigo que le hiciera compañía en su apartamento sobrecalentado. Hugo y Larry eran los nuevos reclutas.
Larry no dijo palabra. Se limitó a mirar mientras Michael pesaba un gramo de polvo marrón en una diminuta balanza. Se limitó a mirar mientras Hugo le entregaba unos billetes de banco nuevos. No dijo palabra mientras Michael liaba un cigarrillo tras espolvorear el tabaco con heroína. Pero aspiró el humo con afán cuando le llegó el turno de fumar.
La habitación era demasiado pequeña, estaba demasiado llena y hacía demasiado calor. Michael parecía un interno a largo plazo en un hospital de gruesas alfombras. Hubiera debido llevar batín y estar leyendo ejemplares atrasados del Tatler. Estaba ojeroso y amarillento, y, cuando el caballo empezó a hacerle efecto, su voz se desvaneció en el aire. Se quedaron los tres sentados en silencio, contemplando los quemadores del hogar de gas.
Hugo se miraba en el espejo del baño, sin ser consciente de nada más que el recuerdo del rostro demacrado de Michael. El teléfono estaba sonando, pero aún no se sentía dispuesto a contestar. Larry estaba en el piso de arriba, viendo Bienvenido, Mr. Chance por cuarta vez consecutiva. Cuando se terminaba la cinta de vídeo, la rebobinaba y la volvía a pasar. Era la perfecta película de caballo. Peter Sellers hablaba como si llevara una aguja colgada del brazo. Hugo se miró el brazo, la piel suave del interior del codo donde las venas latían suavemente bajo la piel. Era una gran magulladura amarillenta. La superficie estaba moteada de minúsculos pinchazos.
No había empezado directamente con la aguja. Cuando salieron del apartamento de Michael a la calle, dejando a Michael pendiente de la camioneta de reparto de leche, esperando la aparición de la brigada de estupefacientes, se ocultaron en el jardín de alguien y se prepararon silenciosamente dos líneas en un espejito colocado sobre el muro. Hugo siguió el ejemplo de Larry, fingiendo que sabía lo que estaba haciendo. Pero el mundo se había convertido en un lugar lento de entendederas, y Larry y él lo cruzaban a la deriva. Lo único que necesitaban para mantenerse a la deriva era una línea más.
Doblaron la esquina y se encontraron en la Calle Mayor. Era de noche y había humedad en el aire. La calzada estaba repleta de automóviles agolpados, parachoques contra parachoques, llenos de hombres descontentos y de esposas preocupadas que empezaban a acusar la tensión. Larry y Hugo no se apresuraron. Se movían pausadamente bajo la llovizna. Tenían toda la noche por delante.
Se movieron bajo la llovizna subiendo por Kilburn High Road hacia la Colina de los Chutes. Cruzaron las puertas de la Farmacia Bliss. El chiste, el viejo chiste yonqui
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aleteaba sobre los labios de Hugo como una sonrisa. Al entrar, Larry se volvió de espaldas y le susurró:
—Pídelas tú. A mí me conocen.
La chica del mostrador alzó la mirada y vio la espalda de Larry y la cara de Hugo. Hugo estaba paralizado entre los paquetes multicolores de condones, cepillos de dientes y cremas faciales. Las farmacias siempre le hacían sentir descuidado. Todos aquellos ungüentos que no utilizaba, aquellas cremas con sus extraños ingredientes orgánicos en las que nunca había hundido un dedo.
—Dos jeringuillas hipodérmicas, por favor —pidió a la chica del mostrador. La joven, con su bata de nailon azul pulcramente planchada, tenía un aspecto limpio y aseado Hugo le había hablado con su voz más respetable. Intento sostenerle la mirada, pero no pudo mantener la concentración. Si la chica le pedía la tarjeta de diabético, tenía que contestarle algo. Larry le había dicho qué, pero ya no se acordaba. No se la pidió. Lo miró sin pestañear y, con perfecta calma, le vendió el medio para su destrucción envuelto en cartulina y celofán. Ya lo daba por perdido. No le importaba si moría ahora o más adelante. Era basura. Eso hizo que Hugo se sintiera orgulloso. Una ola de adrenalina rompió en su pecho. Empezaba a sentirse como Jean Genet. Había llegado de la lluvia, esquivando las salpicaduras fangosas de los coches, cuyos faros rebotaban en los charcos que se rizaban bajo la luz de los semáforos, para refugiarse brevemente en aquel mundo blanco y refulgente de artículos de tocador multicolores que brillaban bajo los focos en sus estantes de cristal. Había completado otra iniciación: había comprado jeringuillas en la Farmacia Bliss de la Colina de los Chutes, había ingresado en el mundo secreto. Era un fuera de la ley, un cowboy de madrugada que vagaba frenético por la estepa urbana, cruzando el desierto fluorescente, viajando en los autobuses sin pagar y tambaleándose por las aceras, sin nada más que una aguja entre él y la muerte. O el vómito.