Aunque todavía albergo la esperanza de que Hugo encuentre una novia —y, a juzgar por lo que él cuenta, Cynthia parece una posibilidad muy atractiva—, debo hacer notar que el propio Hugo no se halla muy convencido de que su sexualidad vaya a cambiar jamás. No cree que estas cosas puedan decidirse de improviso, por así decir, sino que forman parte de la propia química sexual de la persona, y que en toda persona se reúnen dos impulsos —hetero y homo— en distintas proporciones. Algunas personas se sitúan en cualquiera de los dos extremos; otras, es de suponer que los plenamente bisexuales, en el punto central; todos los demás, en diversas zonas intermedias. En estos momentos, creo que lo máximo que podemos esperar de Hugo es que reconozca que no necesariamente se halla en un extremo. No obstante, como le he dicho antes, me ha asegurado con plena sinceridad que mantiene abiertas todas las opciones.
Ya conoce mis impresiones sobre este asunto, y estoy seguro de que las comparte conmigo. Ni usted ni Hugo tienen nada que ganar, y sí mucho que perder, con un intento deliberado de cambiar su orientación sexual, que resultaría inútil. Incluso quienes consideran la homosexualidad una enfermedad, también la consideran una enfermedad incurable. Sé que sus temores no se debían tanto a que la sexualidad de Hugo fuese atípica como a la posibilidad de que fuera explotado y pervertido por individuos sin escrúpulos. No creo que Hugo haga nada en particular para evitar la compañía de personajes que usted y yo juzgaríamos sin escrúpulos, pero sí creo que podemos confiar en su buen juicio y en que es improbable que se apegue profundamente a una persona muy inadecuada.
Añadiría también que, a mi modo de ver, quizá se preocupa usted demasiado por el alejamiento de Hugo. Como ya he dicho antes, aún sigue mostrando una gran lealtad hacia su familia. No tolera que ningún extraño los critique, aunque es capaz de hacerlo él mismo con gran ferocidad. Sus críticas, empero, se centran principalmente en las batallas familiares. Tiene una lista de heridas y cicatrices que le gusta mantener abiertas. Al terminar la jornada, creo que se siente más orgulloso por haber superado lo que él ve como una especie de combate que resentido por las marcas que este combate pueda haberle dejado.
Para terminar, y contra lo que usted temía, no he advertido absolutamente ningún indicio de que consuma drogas ni de que siga prestando favores sexuales a cambio de pequeñas sumas de dinero.
Esperando poder verlos a los dos en breve plazo, le presento mis más sinceros y cordiales saludos.
Dr. P. S. Wilkinson
La primera vez que Hugo pidió dinero a cambio de sexo fue en un cuarto de baño del hotel Regent Palace.
Tenía dieciocho años, acababa de llegar de Cambridge y buscaba alguna fuente de ingresos que le permitiera sufragar sus gastos.
Ya le habían ofrecido dinero antes, desconocidos que sabían que sólo con su físico no llegarían a ninguna parte. Había recibido dinero del jefe de Exploradores que vivía en Ponders End, pero él nunca se lo había pedido, y, de todas formas, no era auténtico dinero. Era dinero de bolsillo para la confitería. Con dos libras no se podía comprar nada, excepto demasiado chocolate. Esta vez quería cobrar la tarifa profesional, aunque no sabía cuál era. Así que, apretujado tras la puerta del baño común de la tercera planta, al final de la escalera suntuosamente alfombrada del Regent Palace —una escalera y un cuarto de baño bien conocidos por muchos de los cuerpos que se exhibían en el mercado de carne de Piccadilly—, planteó el asunto. Y supo que había metido la pata en cuanto se dio cuenta de que farfullaba.
—Tendrás que darme dinero —masculló, mientras el desconocido terminaba de desabrochar las dos braguetas y se inclinaba hacia su entrepierna.
El hombre se incorporó al instante. No estaba nada complacido. De hecho, estaba muy enojado. Hugo no lo encontraba especialmente atractivo, de todos modos, así que no le importó que se abrochara la bragueta y saliera a toda prisa, hablando de reglas y de acuerdos implícitos, diciendo que tenía muchos amigos que hacían la calle por Piccadilly y a ver si se había creído que podía tomarle el pelo. Hugo comprendió perfectamente a qué se refería. ¿Cómo había podido creerse uno de ellos? No vestía ni hablaba como ellos. No miraba a los hombres como ellos. No tenía su aire aburrido, frío, remoto. Se mostraba demasiado interesado. ¿Por qué habrían de pagarle? No era necesario.
Pero quería que le pagaran. Quería ingresar en la fraternidad de los buscavidas.
Era el sueño del colegial que leía a Genet en el autobús de la escuela después del desayuno y antes de la merienda; del adolescente que quería ser exótico y se sabía suburbano; del muchacho que buscaba el peligro y regresaba a su casa a la hora del pan con mermelada. Quería ser admitido en el juego, sumarse al espectáculo chillón, engalanado con oropeles y una sonrisa, siniestro y omnisciente, fingiéndose ingenuo, fingiéndose experimentado, maltratado por el destino y los chulos, bamboleándose al borde del arroyo y las drogas, viviendo en un mundo nocturno de sexo, violencia y dinero a tocateja.
Y, en cierta medida, quería venganza. Quería cobrarse lo suyo.
Hugo siempre se había considerado un tipo astuto, un chico de la calle. Eso era medio fantasía y medio realidad. Conocía bien la calle, pero no pertenecía a ella. Conocía las ciudades. Tenía olfato para moverse por ellas. Era como un instinto migratorio perverso, una herencia de la época en que David exploraba todo Londres en busca de compañeros sexuales, de emociones sexuales, de callejones adecuados. Hugo se enorgullecía de la velocidad con que podía encontrar los bajos fondos de cualquier ciudad desconocida. Olfateando las aceras como un sabueso en busca de pistas, deambulaba y se perdía por las entrañas de la ciudad hasta sentir aquel extraño aflujo de adrenalina cuando percibía a su alrededor las primeras oleadas de sordidez: sex shops, peep shows, lencería erótica, seguidos de cerca por los burdeles, las putas y los espectáculos triple X. Allí se sentía a sus anchas en cualquier ciudad.
En todas las ciudades que visitaba, Hugo se sentía incómodo, desasosegado e impaciente hasta que lograba encontrar la zona de prostitución. Entonces recuperaba de golpe la alegría. En sus viajes por Europa durante las vacaciones escolares, Hugo rara vez visitaba los museos, esos grandes sarcófagos de la cultura. Allí se mareaba y le costaba respirar: los vastos y opresivos lienzos históricos acumulados en vastas y opresivas salas; los turistas, abrumados por el peso del prestigio, que desfilaban sigilosamente y susurraban al pasar como si asistieran a los funerales de un cacique local.
Pero en los barrios donde las putas callejeaban y los peep shows exhibían sus rótulos, donde los chulos se limpiaban las uñas con mondadientes y cualquier perversión imaginable podía encontrarse envuelta en celofán en las revistas a color impresas en Escandinavia, Hugo experimentaba la sensación de haber descubierto el núcleo de la ciudad, su vida, su corazón. Las revistas eran atractivas y estaban puestas muy a la vista. Los chulos, con su indumentaria a rayas crema y carmesí, eran llamativos. Pero él se fijaba sobre todo en las putas. Como un número de transformismo que caricaturiza a divas y coristas, que se emperifolla y descarga a todo volumen canciones de amor no correspondido, las putas eran una caricatura del amor. Eran el rostro franco y grasiento de la lujuria. Eran un revoltijo. Eran exorbitantes, desaliñadas, seductoras, rancias. Eran vulgares y tenían estilo. Hacían sonreír a Hugo. Lo abrumaban, divertían y fascinaban.
Y no sólo le atraían las mujeres, o los hombres disfrazados de mujer, de manos grandes y voces gruesas que siempre delataban su sexo. También se fijaba en los chicos. Las arañas sentadas en su tela. Era un juego de poder, de cazar y no ser cazado, en el que nadie estaba seguro de quién daba caza a quién, quién había ganado, qué se había perdido. ¿Aquella sonrisa era burlona o desesperada? ¿El guiño era auténtico o profesional? ¿Las manchas de la piel eran juventud o vejez?
Hugo, como el voyeur consumado que era, creía saber mucho sobre los bajos fondos, sobre sus chulos y sus clientes, y, en particular, sobre sus putas, sus gitanos y vagabundos, sus ladrones y carteristas. Nunca había sido cliente ni buscavidas, todavía, pero aun así creía saber. El chico que contemplaba boquiabierto a los desconocidos en trenes y restaurantes, hasta que una madre o una hermana incomodadas le ordenaban que apartara la vista, había observado durante tanto tiempo, absorbido tantas flaquezas y costumbres, gestos y crispaciones, que era natural que creyera saber. Pero también estaba ávido por aprender.
Había vagado por Europa con billetes de tren baratos. Se había demorado bajo los carteles que prohibían demorarse. Había jugado, pero sin entrar nunca del todo en el juego. Era el aficionado que intenta pasar por profesional. Los hombres no sabían cómo tomarse a aquel muchacho inglés bien educado que merodeaba por los bajos fondos en busca de emociones, pero de todos modos lo seguían, y él los seguía a ellos, observando y esperando.
A los diecisiete años, de vacaciones en París con su hermana, pero solo por unos días mientras ella buscaba un apartamento en Nantes, recorrió de extremo a extremo la rue Saint Denis, comiendo crepes y escuchando las bromas de las fulanas embutidas en ajustados pantalones, látex rojo y cuero sintético negro, que asaeteaban el aire con sus largos cigarrillos y sus propios brazos con jeringuillas usadas. Oscilaban en el límite entre la atracción y la repulsión. Sus cóleras eran como bufidos de gato en la oscuridad. Eran felinas y peligrosas. Sus brazos mostraban cicatrices de caballo. Sus piernas, de pantorrillas demasiado gruesas por los años de hacer la calle, lucían finas cadenas de oro en torno al tobillo como señales de posesión, como la marca de una oveja.
Veían a Hugo y silbaban y lo llamaban, y él sonreía, avergonzado, y bajaba la vista hacia su crepe rebosante de chocolate.
En Pigalle, por la tarde, era menos tímido. Allí los travestis trabajaban durante el día, mucho más altos que sus colegas lumpen de Saint Denis, con tetas exageradamente duras y redondas, manos anchas y robustas, grandes uñas roídas y arrancadas, maquillajes de colores chillones. La esquina de su callejón favorito estaba siempre ocupada por la reina de los contrastes: un travesti mulato enfundado de pies a cabeza en cuero sintético rojo, con una peluca rubia que coronaba una piel color café y una voz tan ronca como la de John Wayne.
Pigalle ofrecía todo un surtido de pasiones en su hilera de rutilantes sex shops con cabinas de vídeo al fondo, arracimadas en la esquina tras incongruentes cortinillas de bambú. Aquí era donde Hugo se demoraba, observando a los hombres que llegaban y, pasando de puerta en puerta, examinaban las cubiertas de los vídeos expuestas a la entrada de las cabinas, para decidir qué combinación de torsos y órganos deseaban para su paja de cinco francos. Si alguno se detenía ante la pared de hombres con hombres, Hugo se adelantaba desde las sombras del bambú y entraban en la cabina juntos.
En asunto de minutos emergía de nuevo, saciada su lujuria, los pantalones incómodos, el resto de la tarde en cierto modo vacío. Buen momento para ir a un museo. Cultura poscoital. Bañado en la satisfacción de haber vencido, de haber jugado en el casino sexual de la ciudad y obtenido el premio en la máquina tragaperras, podía contemplar los Géricault y Delacroix sin sentirse intimidado. Podía sostener la mirada de los demás turistas y sonreírles con afectación, porque él ya no era un turista. Eso creía él.
París representó para Hugo el primer descubrimiento sexual de una gran ciudad. El sexo se extendía por su centro en profundos estratos, cosquilleante, tentador, provocativo, inquietante. Pigalle por la mañana, rue Saint Denis de ocho a diez, y luego a los jardines de las Tullerías en busca de extraños encuentros en el enrejado de sombras de los árboles cultivados en hileras diagonales. Pero París poseía un aura urgente de peligro que hacía que la sangre fluyera más deprisa y latiera con más fuerza. Constantes rumores, propagados en voz baja, describían las Tullerías como un territorio de chape-ros de cuchillo fácil, dispuestos a cualquier cosa por conseguir un nuevo par de botas con tacón cubano o una chaqueta de cuero. Eran jóvenes y duros; se peinaban con tupé; se limpiaban los dientes con la navaja automática. Ganaban miles de francos por semana y se los gastaban persiguiendo a chicas apolilladas, intentado recobrar su virilidad. Hugo incluso había leído un artículo sobre ellos en uno de los suplementos dominicales; con el. pretexto de dar voz a la indignación moral del público, el periódico intentaba satisfacer sus deseos de escándalo bajo una portada respetable. El artículo iba acompañado de numerosas fotografías. Hugo lo devoró con avidez.
Los chaperos franceses se convirtieron en sus héroes. Pero durante su estancia en París procuró evitarlos, y no tuvo ningún problema con ellos. Salvo una vez. Y no fue un verdadero problema, sino apenas un encuentro ante el Mono-prix de Anvers, donde acababa de ligarse al profesor. Le vieron abordar al desconocido en un terreno que no era suyo. El muchacho cuyo territorio había invadido le palmeó la espalda como el matón de la escuela, con una risa que dejaba al descubierto todos sus dientes de oro, y, mirando al profesor con ojos chispeantes de malicia, lo saludó por su nombre, arrancándole una débil y sorprendida sonrisa.
De todos modos, el profesor había sido una equivocación. Medio calvo, con gafitas de cristales redondos, había sido su último recurso al final de un largo día de vagabundear por todos los meaderos del centro de Pigalle, de buscar y ofrecer contacto visual hasta que le dolieron los ojos.
El chapero asustó a Hugo. Parecía capaz de morder, y con fuerza. El golpe que le dio en la espalda al saludarle fue tan fuerte que estuvo a punto de hacerle caer. Si hubiera llevado un cuchillo en la mano, Hugo habría quedado ensartado. Pero entonces apareció un uniforme entre las cabezas de los compradores, una gorrita de gendarme. El muchacho se alejó con sus botas de gamuza sin volver la vista atrás. Hugo se quedó parpadeando sobre la acera. El profesor detuvo un taxi y subieron apresuradamente; durante todo el trayecto, no cesó de hablar de sus clases en la Sorbona, de su tarde libre y de su apartamento junto al Sena. Hugo había descubierto que, incluso en aquella ciudad, el hecho de ser inglés lo volvía más atractivo, lo convertía en una curiosidad, de modo que representó a la perfección el papel de adolescente inglés, callado, de ojos azules, sensible, pero sin dejar de preguntarse por qué, cómo, qué estaba haciendo en el asiento trasero de un taxi con aquel hombre de gafitas redondas.