—Todos duermen, podemos hablar —comenzaba siempre, y siempre se equivocaba puesto que Hugo nunca dormía. Todos los domingos y algunos miércoles, y de vez en cuando, si el domingo iba a ser difícil, algún sábado por la tarde. Y Hugo escuchaba hasta la última palabra susurrada, transfigurado, olvidado de su trabajo, impulsado por una especie de horror, una especie de fascinación y un innegable orgullo herido, herido por la idea de que su madre no necesitaba su ayuda y no confiaba en él. Fue eso, más que nada, lo que le hizo saltar aquel día.
Y entonces comprobó hasta dónde llegaba la serenidad de su madre.
La cosa empezó como de costumbre. Domingo por la tarde. La casa impregnada por la modorra de un almuerzo tardío. Su padre, arriba roncando. La hermana pequeña, arriba trabajando. La hermana mayor en la universidad, en Escocia.
—Podemos hablar —comenzó, y los oídos de Hugo entraron en acción. Su madre iba mejorando y no pudo entender claramente nada de lo que dijo, pero cuando colgó el auricular y se dirigió a la cocina, Hugo fue tras ella, con los ojos encendidos de acusación y la mente llena de una colérica decepción. No le dolía el engaño, ni la doble moral, ni las torturas que ella le había infligido en nombre de la verdad. Le dolía que lo hubiera echado en el mismo saco que al resto de la familia, juzgándole irrelevante, dormido, sordo, crédulo.
—¿Con quién hablabas? —inquirió Hugo. Su madre se volvió para mirarlo desde el taburete de la cocina, pero él no pudo interpretar su expresión porque no se atrevió a mirarla a la cara.
—Estaba hablando con Kate —contestó.
—No, no es verdad. Hablabas en susurros. Con Kate no hablas en susurros.
—¿Con quién crees que hablaba, entonces?
Era inteligente. El tono burlón, la incredulidad y la sorpresa en lugar del enojo. Hugo comenzaba a azorarse. Entró su padre en la cocina. Su madre dio el golpe maestro.
—Me parece que Hugo cree que tengo un amante. No deja de preguntarme con quién estaba hablando.
Hugo salió corriendo. Apartó bruscamente a su padre, mascullando algo acerca de un estúpido malentendido. Se sentó en su habitación, el corazón desbocado, y pensó en lo serena que había estado su madre. El nunca hubiera podido hacerlo…, salvo que lo hacía. Lo hacía constantemente. Respondiendo a las preguntas inquisitivas con mentiras descaradas. Con miradas vacías. Con palabras inexpresivas. Sabía perfectamente lo que hacía su madre. Quizá ella sólo estuviera copiándole. Una parte de él anhelaba decirle que la comprendía, que los dos tenían vidas secretas y que podían compartir sus secretos. Una parte de él sabía que esto era absurdo. Su relación se había vuelto demasiado remota para eso. Todavía quedaban destellos ocasionales de la antigua amistad. Aún era capaz de hacerla reír. Aún era capaz de persuadirla para que le permitiera hacer cosas, pero la confianza había desaparecido. Hubieron de pasar años antes de que ella recobrara la confianza necesaria para contárselo todo, y él a ella, en la recluida seguridad de una habitación polvorienta en Muswell Hill. Años después de que Hugo se fuera de casa. Años después del diario.
El diario. ¿Por qué se había empeñado en llevar un diario? ¿Por qué había tenido que guardarlo en casa?
—Está subiendo tu madre —anunció una cabeza con cofia asomada a la puerta, y Hugo apartó la vista de las parpadeantes luces nocturnas de Fulham—. Deja que te enderece —añadió la enérgica escocesa, cruzando la puerta con las manos preparadas para arreglar, alisar y tirar de él en su pijama desaliñado, con su barba desaliñada y su cutis gris. La enfermera lo arregló y se ocupó de él hasta que Hugo sintió ganas de pedirle que se quedara a responder las preguntas de su madre, a darle la mano a su madre y besarla en la mejilla, y abrazarla cuando casi se echara a llorar, como hacía con frecuencia. Casi. Pero entonces entró ella y lo miró, y él la miró. Escudriñó los ojos de su madre para ver cuánto había empeorado y ella desvió la mirada, y él comprendió. Parecía avejentada, y Hugo deseó que fuera posible morir calladamente en un rincón donde nadie se viera afectado en sus emociones y luego enviar corteses tarjetas de cambio de dirección a los miembros de la familia y evitar…
—¿Cómo te encuentras? —preguntó su madre. Habló con voz queda, intimidada por su ira.
—¿Cómo me ves? —Siempre la zahería, como si ambos debieran ser castigados.
Su madre se mordió el labio inferior y miró hacia la ventana. Iba vestida con un conjunto gris. Prendas para la antecámara de un funeral. Respetuosas y sombrías. Desde el principio, incluso en los primeros momentos, cuando sólo se trataba de una posibilidad, cuando hubiera podido desaparecer sin hacer presa en él, la gente reaccionaba ante la enfermedad con caras sombrías. Con expresión sombría le recomendaban optimismo y él les sonreía con su fatalismo ensayado y contaba con desenvoltura anécdotas de otras muertes, en un tono gallardo y a veces valeroso. Pero ellos asentían sombríamente, como si su parloteo fuese otro síntoma.
Era como si estuvieran esperando el pesar y tuvieran que reprimir la tentación de llorar porque aún no había llegado el momento. Sus caras se cerraban como pantallas contra cualquier emoción. Y Hugo las miraba todas. Las escrutaba. La mitad del tiempo carecía de energía para hablar, y le encantaba que sus visitantes se limitaran a divagar. Pero muy pocos lo hacían. Los demás se mostraban tan obsequiosos que parecían venerar la enfermedad. «Es mi espíritu al que habéis de entretener, no a mi enfermedad», gritaba Hugo en su interior, mientras recibía sus regalos de frutas y chocolate con una sonrisa distraída.
—De acuerdo, tengo un aspecto fatal. ¿Has hablado con la enfermera? ¿Te han dicho algo? A mí nunca me dicen nada.
—Dicen que te has portado mejor. Que duermes mejor.
—Tengo unos sueños terribles.
—¿Pesadillas?
—Peor. Son muy aburridos. Se atascan en un fotograma y ya no se mueven.
¿Cómo podía explicarle lo mucho que ahora detestaba soñar? Siempre lo había encontrado divertido. Una imaginación que se comportaba al margen de toda lógica, narrando historias como fantasías infantiles, llenas de trucos mágicos, transformaciones y episodios intraducibies. Ahora sus sueños versaban sobre una sola imagen y se aferraban a ella desde todos los ángulos, haciéndole sudar durante toda la noche hasta que el colchón quedaba empapado y él, acostado de espaldas con un brazo sobre los ojos, intentaba hundirse en el olvido.
—Quieren que sigas aquí un poco más.
—¿Adonde he de ir, si no? No puedo cuidar de mí mismo.
—Podrías volver a Hadley.
Oh, no. Eso sería regresar a vivir en su propio sarcófago. Las chismosas comadres de Hadley pasarían ante los visillos y se harían gestos de inteligencia acerca del precio del pecado, mientras él permanecía incorporado en la cama con un libro en el que no podría concentrarse, esperando un té que no podría terminar. Aquí, al menos, podía imaginarse que estaba en la cárcel. Allí, lo mismo daría estar ya muerto. No sucedería nada más.
—Nos gustaría que estuvieras en casa.
—Os estorbaría. No es agradable vivir conmigo. Y, de todos modos, me gusta estar aquí. Además, si volviera a casa, todo el mundo se enteraría.
—¡Oh, Hugo! ¿Qué importa eso? Quiero tenerte en casa. Quiero tenerte conmigo.
—No quiero ir. Necesito la calma del hospital.
—En casa también hay calma. No habrá nada que te moleste.
—Mamá, me moriría de comodidad. Necesito quejarme de algo.
Vio que ella entendía el mensaje y que le dolía profundamente. Hadley era demasiado aburrido para sobrevivir allí; su hogar, con todas sus butacas y su refinada cerámica, era una celda peor que aquella cama hospitalaria.
—¿Cómo te encuentras? Pareces cansado.
Hugo la miró mientras las manos de su madre jugueteaban con su anillo de oro y coral. Se vistiera como se vistiera y se pintara las uñas como se las pintara, sus manos nunca encajaban en el cuadro. Aquella mujer elegante y erguida, que dejaba a su hijo sonriendo de afecto y admiración en las fiestas infantiles y las visitas a la escuela, tenía unas manos enrojecidas por la lejía y el estropajo, por la agotadora sucesión de tareas de limpieza desde los dormitorios a la cocina. Las uñas eran duras y amarillentas, gruesas y anchas, y tenía los dedos torcidos. Pero aquellas manos ásperas y maltratadas, capaces de una fuerza terrorífica que hacía llover golpes sobre la cara y los brazos de Hugo, antes de tirarle del pelo, esas mismas manos le hacían llorar de compasión por aquella mujer desolada que habría podido ser mucho y lo había querido todo para él, y ahora le había seguido mansamente hasta la cabecera de su lecho en el hospital sin la menor acusación en la voz. Ni siquiera en los ojos.
Las cosas habían cambiado mucho desde aquella confrontación en la cocina. Más confrontaciones. Pero más sinceridad. Más confianza. Aquel día, Hugo la asustó. Y él lo sabía. Se lo dijo ella misma más tarde, en la habitación de Muswell Hill. Lo que más la asustaba, sin embargo, era que pudiera decírselo a sus hermanas, no a su padre. A él nunca le había temido. Sabía que podía estar segura de su amor. Pero estaba preocupada por los niños. ¿Qué harían si se iba de casa? ¿La abandonarían? Para Hugo, que había decidido desentenderse de ella, pues de otro modo se hubiera consumido intentando vencer el resentimiento nacido en su madre tras el incidente del diario, fue una dulce y llorosa revelación el saber que se le hubiera ocurrido pensar siquiera en lo que ellos pensaban de ella. Pero eso tardó en saberlo. No lo averiguó hasta que los dos se sentaron en su apartamento de Muswell Hill y ella le abrió el corazón. No lo averiguó hasta el ballet, cuando su madre, tras la última llamada, le anunció: «Estoy pensando en dejar a tu padre.» Eso ocurrió dos años después de la escena en la cocina. Seis años después del diario. Dos años después de que Hugo se fuera de casa en una nube de lágrimas.
—¿Qué es de vuestra vida? ¿Cómo está papá?
—De viaje. Está todo muy callado. El gato y yo solos. La semana pasada vino Kay para invitarme al ballet. Soy incapaz de comprender a esa mujer. Ya sabes que su hermano estaba en la RSC
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y luego hizo una gira por el noreste con una compañía de ideas izquierdistas. Bueno, el caso es que consiguió las entradas porque la compañía de su marido…
Ya estaba lanzada. Como en sus largas conversaciones telefónicas, sólo había que puntuar esporádicamente el monólogo con un «ajá». Cuando terminaba o se atascaba en el relato, pasaba repentinamente a preguntar: «Y tú, ¿qué me cuentas?» Hugo respondía: «No gran cosa», omitiendo mencionar los últimos cambios de empleo o, ahora, de opinión médica. Cuando su madre estaba de ánimo parlanchín, él prefería no hablar. No le molestaba que ella hablase. Tal como estaban las cosas, Hugo no tenía otra cosa que hacer. En otros tiempos se habría revolcado por el suelo y golpeado la cabeza contra la alfombra mientras el monólogo se prolongaba, pero aquí, donde sólo se oía el rumor y algún chillido ocasional del tránsito lejano y el depauperado piar matutino de unos pájaros vapuleados por la contaminación, el pausado y arrullador torrente de su interminable narración ejercía sobre él un efecto sedante, tranquilizante. Le recordaba que estaba vivo. Le recordaba el mundo exterior con su obsesión frenética por nada en particular, con su desgarradora preocupación por cosas que parecían enormes hasta que uno se apartaba de ellas, se alejaba lo suficiente, hasta yacer en una cama de hospital luchando con batallones de oscuros virus desconocidos, tendido de espaldas meditando sobre el infinito. Casi echaba de menos la tensión nerviosa. Al menos, la tensión era instantánea y luego se disipaba. Ahí no había tensión. Sólo miedo. El miedo no se disipaba. Apenas se tomaba algún descanso ocasional y luego se echaba otra vez encima de ti y sonreía sin dientes justo ante tus ojos.
Se recostó sobre las almohadas y escuchó la voz en sonsonete de su madre mientras los dos contemplaban el exterior por la ventana.
—…y lo que no comprendo, porque no es la primera vez, bueno, ya sabes, si vas al teatro quieres un buen asiento, ¿verdad? Si no, ¿por qué vas a gastarte el dinero de las entradas?
Empezó a sentir náuseas de nuevo, pero no podía refugiarse como de costumbre en sus morosas ensoñaciones sobre el pasado mientras su madre siguiera charlando sentada al borde de la cama. Por primera vez en aquella semana, por primera vez desde su última visita, su madre estaba dando salida a sus pensamientos. Hadley, con sus grandes casas y sus jardines aún más grandes, con sus muros de ladrillo y sus «Cuidado con el perro», no era un lugar propicio para la vida callejera. Sólo veía a otras personas cuando iba al supermercado, y ahora todas la evitaban. Durante más de veinte años la habían oído jactarse de sus hijos y estaban hartas de aguantar las comparaciones con sus hijas sosas y aburridas y sus esposos tristes y aburridos. Nunca les había preocupado que sus propios hijos triunfaran o no como médicos, maestros o escritores. Tal vez ahora las comparaciones les resultarían más agradables. Pero ¿qué le diría su madre a la cajera? «Oh, June. Tengo grandes noticias de Hugo. Está en St. Stephens y les parece que aún podrá vivir otros seis meses.»
Ella nunca haría nada semejante, o así lo esperaba Hugo, pero seguramente las demás seguían hablando, cobrándose su compensación en las mañanas compartidas de café y bizcochos. «¿Qué, ésa? ¿No has oído lo de su hijo? Ya sabes, aquel chico alto que fue a Cambridge, el que siempre decía mentiras y nunca jugaba al fútbol como los demás y lloraba demasiado cuando se caía y en las fiestas estaba callado como un muerto. ¿Te acuerdas que ella estaba convencida de que iba a ser el próximo Bernard Levin? Ya ves si puede una equivocarse. Margie, que estuvo hablando con Dick Richards, me ha dicho que está internado en una de esas clínicas, sólo amigos y familiares… Sí, con ESO. Tiene LA ENFERMEDAD.»
—… conque al final acabé yendo, pero no valió en absoluto la pena. No sé por qué compró esas entradas, y comprendo muy bien que su marido no quisiera ir para tener que estar estirando el cuello todo el rato.
Se interrumpió de repente. Volvió la vista hacia Hugo, que, bamboleándose ligeramente, se esforzaba por mantener los ojos abiertos.
—¿Estoy aburriéndote, cariño?
—Me alegro mucho de verte. ¿Has hablado con los médicos?
—Hablaré al salir. ¿Quieres alguna cosa?
—Energía. Quiero permanecer despierto. Siempre había creído que lo mejor era morir durante el sueño, pero he cambiado de opinión. Es un acontecimiento muy importante. Quiero estar presente.