No estaba claro si bebían tan desaforadamente que ya ni siquiera se daban cuenta de ello o si se trataba de una estratagema para embriagar al mujerío, pero cada sorbo era un mordisco en la lengua de Hugo. Los licores apenas diluidos retorcían sus entrañas como un purgante. Se sentía como un barco a la deriva. Había perdido la orientación. No podía dejarse llevar por el pánico y precipitarse hacia otra copa, porque le haría vomitar. Tenía que conservar el control de su estómago y el dominio de su cabeza. Tomó un sorbo más de ginebra escasamente rociada con tónica. Nadie le dirigía la palabra. Los anfitriones dedicaban toda su atención a las mujeres, y las mujeres estaban encantadas de recibir esa atención. Hugo decidió abandonar la fiesta.
Cuando se vio fuera, tuvo la sensación de haber escapado otra vez de su país. El comedor apestaba a Inglaterra, a criquet y a golf y a bailes de club de rugby, donde envejecidos símbolos del éxito masculino, con sus trajes de lino color crema y algún que otro Rolex, ensayaban antiguos rituales de apareamiento con las esposas de sus iguales y hacían caso omiso de Hugo, salvo para fulminarlo con ocasionales miradas de desprecio. «Te tienen miedo», se decía él mientras salía a contemplar el campo de criquet, de golf, de rugby.
Alcanzó el muelle con un paso en falso y se tambaleó sobre el tobillo ligeramente torcido. El hormigón bañado por la luz de las farolas era una imagen de aventura. Los buques alineados, con festones de bombillas suspendidos de la popa, parecían atracciones de feria. Pero allí Hugo no sabía ni cómo empezar. Su olfato no le decía nada. Impulsado por el alcohol y el aguijón del deseo, echó a andar por el muelle, pero no había hecho ningún reconocimiento previo, no había analizado las pistas y las señales, aprendido las rutas, buscado puntos de orientación. Habían llegado el día anterior por la tarde, y a las seis de aquella misma mañana se hallaba en un autocar con treinta pasajeros que se precipitaba criminalmente entre el tráfico en dirección a El Cairo para realizar un recorrido cronometrado por mezquitas y museos, rodeados de pilluelos que repetían: «Cincuenta peniques una paja, cincuenta peniques una paja.» Eso no era lo que él buscaba.
Actuaba a ciegas y sin mapa, y con sus mejores instintos embotados. Subió por la pendiente a grandes pasos, hacia la salida del puerto. Por el camino se cruzó con un taxi que bajaba por el lado opuesto de la carretera. El conductor lo contempló con detenimiento, y Hugo sintió el primer estremecimiento de excitación. Iban a ocurrir cosas.
No le sorprendió que el mismo taxi se detuviera a su lado en su viaje de regreso, cuesta arriba para salir del puerto.
—¿Quiere ver la ciudad?
—¿Cómo dice?
—Le enseñaré la ciudad. Se lo enseñaré todo. Suba.
—No tengo dinero.
Mentira. Hugo llevaba cincuenta libras en la cartera. Había dicho una estupidez.
—No importa. Suba.
Hay algo en el hecho de subir a un automóvil ajeno que parece sellar el propio destino. Cuando se cierra la portezuela y el motor arranca, de pronto uno se vuelve vulnerable, arrebatado de su territorio sin posibilidad de huida. Un coche es un lugar peligroso. Pero Hugo estaba tranquilo. Tranquilo y nada sorprendido cuando cruzaron ante los guardias de seguridad en la entrada del puerto.
¿Por qué lo miraban con tanto desprecio, mientras indicaban por gestos al chófer que siguiera adelante?
Seguía tranquilo cuando el hombre se desabrochó los pantalones y, exhibiendo una pequeña erección morena, empezó a manosear torpemente la bragueta de Hugo.
El sexo acecha en todas las esquinas, en todas las entrepiernas, en todas las ciudades.
La erección de Hugo era impresionante. Agigantada por la bebida y por los días de frustración en alta mar, dejó pasmado al conductor, que lanzó un juramento indescifrable y estuvo a punto de chocar con otro taxi. Hugo se arrellanó en el asiento y se dejó toquetear. El taxista farfulló alguna cosa y, con unas bruscas sacudidas de cabeza, le dio a entender que debía hacerle una mamada. Hugo sonrió y desvió la mirada. El hombre se puso cada vez más insistente, hasta que Hugo (aunque muchos años más tarde se saltara esta parte cuando relataba la anécdota) inclinó la cabeza hacia el regazo del egipcio y tomó en su boca la pequeña erección morena. Le pareció asunto de buenos modales, puesto que el hombre se había ofrecido a enseñarle Alejandría gratuitamente. Pero de momento sólo habían visto calles anónimas y polvorientas, con bloques de apartamentos más bien mugrientos y palmeras descuidadas.
Hugo movió las mandíbulas y se cubrió los dientes con los labios, atento a los jadeos delatores que anunciaban la inminencia del orgasmo. Los buenos modales sólo llegaban hasta cierto punto, y la perspectiva de tragarse el semen de un taxista egipcio no resultaba muy tentadora.
Apartó la cabeza cuando la respiración del taxista comenzó a acelerarse y observó sin el menor interés cómo se estremecía ante el volante. Fue una eyaculación más, como tantas otras, pero esta vez a cincuenta kilómetros por hora entre calles desconocidas, muy lejos del hogar. No tenía a quién recurrir. Hugo seguía tranquilo, y muy remoto. Era como si David hubiera regresado para observar qué tal se desenvolvía. Estaba poniendo a prueba el coraje de Hugo. Y su buen juicio.
El taxista redujo la velocidad y entró en un garaje cerrado, donde algunos egipcios se movían de un lado a otro a la luz de los faros. Estaban esperándole. Nadie parpadeó. Nadie sonrió. El coche se detuvo y alguien abrió la portezuela. Hugo bajó. Estaba tan distante que ni siquiera oía nada. Sólo miraba. Pero sabía qué iba a ocurrir a continuación.
El chico estaba sentado en el asiento trasero de otro coche. Condujeron a Hugo hasta allí y se lo mostraron por la ventanilla. Tenía ojos castaño oscuro y un hermoso cutis. Era delgado, cosa que no cuadraba con las preferencias de Hugo, y era muy joven, algo que en realidad no había probado nunca. Pero en aquel lugar cerrado, Hugo era el turista blanco, era el inglés, y a los ingleses siempre se les servían chicos. Los mayores sólo querían una mamada rápida sin soltar el volante.
Eran hombres de negocios. Cuando Hugo había comenzado a masturbarse en el taxi, el conductor le había sujetado la mano. Su orgasmo no debía desperdiciarse. Era valioso.
Hugo tenía presentes las cincuenta libras que llevaba en la cartera desde el momento en que había dicho al taxista que no llevaba dinero. En Inglaterra, esa advertencia quería decir: «Soy joven y peligroso, y me gustan los regalos.» En Egipto no quería decir nada. Los blancos, los ingleses, siempre llevaban dinero. Cualquier dinero era mejor que el egipcio. Lo único que había conseguido era dejar sentado que sabía que era un asunto de dinero.
Y en aquel momento, mientras contemplaba al chico del coche, tenía las cincuenta libras muy presentes. Abrieron la portezuela. El chico se hizo a un lado para dejarle sitio en el asiento. Hugo sólo era consciente de que no debía entregarles la chaqueta. Se la pedían por gestos y extendían los brazos para que se la diera, pero él sabía que, si les hacía caso, ya podía despedirse de sus cincuenta libras. Se quitó la chaqueta y la dejó sobre el capó del automóvil. Por alguna razón, le pareció que si la dejaba en un lugar tan visible no se atreverían a hacer nada. Y si lo hacían, se daría cuenta y montaría un verdadero escándalo.
No tenía ni idea de dónde se encontraba. Estaba sentado dentro de un coche aparcado, rodeado de hombres que no cesaban de entrar y salir de la zona iluminada por los faros. Pero estaba seguro de que prevalecería el honor.
Más adelante, Hugo fue incapaz de recordar qué había ocurrido con el muchacho en la angosta y semidesnuda incomodidad de aquel asiento tapizado de plástico. Debía de haber tenido un orgasmo, suponía. Pero no recordaba ninguna sensación pegajosa en la mano, ni que el chico hubiera demostrado ningún placer. Se había limitado a permanecer inmóvil, contemplándolo fijamente con sus ojos castaño oscuro. Estaba aburrido. Asustado. Tal vez drogado. Hugo se sentía torpe y reblandecido. Como la resaca precoz que se deja sentir antes de haber terminado un vino barato, Hugo sintió la depresión poscoital, el decaimiento del ánimo, el anhelo del hogar y la cama. Quizá sí que había tenido un orgasmo, pues. O quizá le había vencido el cansancio. De un modo u otro, cuando salió del coche la chaqueta seguía sobre el capó, y la cartera en el bolsillo de la chaqueta.
Por qué Hugo se sacó la cartera del bolsillo en ese momento es algo que no está claro. No es probable que pensara pagar a nadie. Hugo nunca ofrecía dinero; daba por sentado que podía obtenerlo todo gratis, si lo intentaba. Pero lo cierto es que sacó la cartera, la abrió, y las cincuenta libras habían desaparecido.
Le pareció inevitable.
Miró a su alrededor. El taxista estaba frente a él, pero había en él algo distinto. No llevaba la misma ropa que antes. Hugo gesticuló y le dijo algo en inglés. El hombre lo miró y se encogió de hombros. No entendía. Hugo se enfureció. Agitó la cartera en el aire y la señaló con el dedo. Levantó la voz. Ya no estaba borracho. Estaba furioso. Perdió los estribos y empezó a gritar. Los hombres siguieron moviéndose, yendo y viniendo. Unos se acariciaron la barba, otros menearon la cabeza y otros más intercambiaron algunas palabras en egipcio, pero nadie parecía entender a qué venían los gritos de Hugo.
Entró otro hombre en el garaje. Éste sí era el taxista. El otro no podía serlo. Pero éste también llevaba una ropa distinta. El recién llegado llamó a Hugo por señas y le dirigió una sonrisa comprensiva. Hugo sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. Éste era el hombre que iba a terminar con la horrible broma que estaban gastándole. A un inglés blanco, además.
El taxista condujo a Hugo hasta su coche. Era un coche distinto. Era un taxista distinto. Hugo siguió creyendo en él. Subieron los dos al automóvil y el desconocido sacó su cartera y le entregó un billete de gran tamaño.
Hugo hubiera podido echarle los brazos al cuello y cubrirlo de besos. Había recuperado sus cincuenta libras. Agitó el billete y preguntó al hombre cuánto quería. El conductor lo miró sin inmutarse. A su sonrisa le faltaban unos cuantos dientes. Hugo examinó el billete que sostenía en la mano. Era una libra egipcia. Se volvió hacia el conductor, que lo miraba desde la penumbra del automóvil. Ni siquiera se le distinguía bien la cara. Todo el enfado de Hugo había desaparecido, y ahora se encontraba sencillamente cansado. Pensó en exigir que lo llevara a la Embajada, pero se dio cuenta de lo ridículo que parecería. Además, había otra cosa que comenzaba a preocuparle. No tenía ni idea de dónde se encontraba. Forzosamente tenía que llegar el momento en que se deshicieran de él, y cuanto más insistiera en su papel de británico enfurecido, más probable resultaría que perdieran la paciencia. En un primer momento, la cólera le había hecho gritar y proferir amenazas; ahora se sentía desvalido y vulnerable. La arrogancia de su pasaporte empezaba a fallarle. La cabeza empezó a llenársele de ideas inquietantes. ¿Y si se ponían violentos con él? ¿Y si llevaban cuchillos? Los egipcios seguían moviéndose de un lado a otro. Seguían sin sonreír.
Hugo asintió con un gesto y el taxista puso el coche en marcha. Se detuvo justo ante la entrada del puerto. No quería correr el riesgo de ser denunciado a los guardias.
Hugo cruzó el portón, dio media vuelta y entró en el pequeño cuarto de la guardia.
—Me han robado —anunció.
Nuevo error. En asunto de minutos, se vio rodeado por grandes caras de torta con ridiculas gorritas grises adornadas con insignias y galones. Todos los guardias se arracimaron y se empujaron para verlo bien, como si fuera un fenómeno de feria. Repitió su relato a alguien que, una vez terminado, reveló no entender inglés (todo el tiempo había asentido con expresión atenta) y volvió a repetirlo ante un tercer individuo (más galones y una insignia más grande) que sí hablaba inglés, pero que se lo preguntó todo dos veces.
—Ah, sí. Bien, señor, ya sabíamos que iba a ocurrirle algo así.
—¿Qué? ¿Y por qué no me advirtieron?
—¿Señor?
—Cuando cruzamos el portón. ¿Por qué no me dijeron nada entonces?
—¿Por qué subió usted al coche de aquel individuo, señor?
Sacaron los papeles. En la oscuridad de aquel cuarto gris, mal iluminado por una sola bombilla desnuda, las caras de los guardias adquirían el aspecto de calabazas de Halloween. Los sucesos de la noche comenzaban a parecerle tan remotos e irreales como una pesadilla. Era inglés y había subido al coche de un taxista desconocido que se había ofrecido a mostrarle la ciudad sin cobrar nada. Era inglés y estaba borracho. ¿Qué otra cosa esperaba?
Aparecieron formularios y plumas, sellos de goma y preguntas. Hugo repitió de nuevo su relato, pero omitiendo siempre el garaje y pasando por alto la pequeña erección morena del taxista. Se limitó a decir que el tipo le había quitado la cartera cuando iba a pagar. La historia resultaba patética, y para entonces ya eran las cuatro de la madrugada. En mitad del interrogatorio, mientras los guardias preguntaban, anotaban y sellaban, Hugo se levantó y, abriéndose paso con suavidad entre las caras de torta y los hombros galoneados, salió del cuarto de la guardia y echó a andar cuesta abajo hacia su barco. Nadie corrió tras él. Las calabazas con insignias y galones se hundieron de nuevo en la apatía.
El barco, blanco y refulgente, se destacaba en el muelle como una bruñida reliquia del esplendor colonial. Era su hogar. Era Inglaterra. Era tierra firme, tras las arenas movedizas de Alejandría. Trepó por la pasarela y saludó al oficial de guardia, apoyado contra la pared en su uniforme blanco. Hugo sospechó que el oficial se figuraba dónde había estado. Podía confiar en la grandiosa discreción británica, pero sabía que iba a quedar marcado. En el barco, los rumores parecían propagarse por osmosis. Hugo siempre había tenido la sensación de que las puertas del club estaban cerradas para él, que los camareros sabían que no debería estar allí y que el barman lo contemplaba con desprecio al verlo entrar. Ahora tenía la sensación de haberles devuelto la llave.
Estaba muy deprimido. La pérdida de cincuenta libras era un inconveniente considerable. Aún seguía obsesionado por el dinero, y por la necesidad de acumularlo en su bolsillo como último refugio contra la calamidad. Ahora carecía de defensas. Tendría que rehacerse como fuera, sisando y rateando de los miserables ingresos que obtenía a diario alquilando herrones para jugar a los tejos en cubierta.