Un asunto de vida y sexo (23 page)

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Authors: Oscar Moore

Tags: #Drama, #Erótico, #Romántico, #LGTB

BOOK: Un asunto de vida y sexo
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Bajó la vista hacia el muchacho y vio la vida que le era extraída a sorbetones. Se recostó contra la cisterna y sonrió. El muchacho tenía la piel oscura, pero salpicada de manchas pálidas como otras tantas magulladuras rubias. Sus ojos eran ranuras. La obsesión los mantenía fijos. Clavados en la polla de Hugo, ya no veían nada más. El muchacho llevaba el cabello enmarañado y la camisa rasgada. Hugo empujó la camisa del muchacho hacia atrás, dejándole los hombros y el pecho al descubierto, y le aferró las tetillas. Las apretó y se hincharon excesivamente. Aferró el pecho del muchacho y lo apretó, temiendo ver surgir gotitas de fluido de las tetillas, pero la mano del muchacho apartó las suyas y regresó de inmediato a la polla. Mientras chupaba y daba lametones al pene de Hugo, no dejaba de masturbar el propio, que se hinchó y comenzó a rezumar un líquido incoloro. Hugo movía las caderas arriba y abajo, follándose la boca del muchacho. Notó que se le secaba la mierda en el culo y se dio cuenta de que el olor que ascendía desde la taza era la muerte. Los agujeros de las paredes se abrieron de nuevo para revelar una hilera de penes que apuntaban hacia él, todos erguidos, algunos amoratados de tanto sacudirlos, otros encerrados bajo el prepucio. Se sacudían y se sacudían como pistones enfurecidos. Hugo se dio la vuelta y vio la cabeza de un viejo con gafas y la boca contraída en una mueca; el viejo se relamió los labios y le sonrió, así que Hugo le devolvió la sonrisa y profirió un gemido.

El muchacho se incorporó y, cogiendo a Hugo por la barbilla, tiró de él hacia adelante y le ofreció su polla. Hugo no la quería. Estaba rezumando, y aquellos fluidos eran veneno. Pero el muchacho de ojos como ranuras no aceptaba negativas. Hugo se zambulló y sintió arcadas. Retiró la cabeza para tomar aliento. Se llevó la mano a la picha, pero el caramelo se había vuelto fláccido. La polla del muchacho estaba moteada de saliva. Hugo apartó la cara y, a través del agujero, vio que el viejo de la sonrisa contraída se quitaba la ropa y se llevaba una mano a la entrepierna. Pero en el lugar donde hubiera debido estar la polla sólo tenía un agujero. Hugo desvió la mirada. La hilera de penes se había acercado a su oreja; ahora rezumaban todos, y cuando el líquido tocaba el suelo siseaba como si fuera un ácido. Hugo tensó el ano y un espasmo de dolor le atravesó los intestinos como una bala aserrada. Sintió la comezón del sudor en la cabeza, su goteo por los cabellos y, en seguida, una sensación cálida y húmeda que se desplazaba por su frente como una blanda babosa; pero era una calidez agradable y protectora como el hogar, como los baños de sol y la hora de acostarse. El sueño se tiñó de luz anaranjada y roja, y las imágenes, las calaveras y las sonrisas, los penes goteantes y el muchacho cubierto de manchas, se desvanecieron en el resplandor. El resplandor se hizo tan cálido que Hugo despertó y, al abrir los ojos, vio a Cynthia sentada en la cama, sosteniendo un paño cálido y húmedo.

Cynthia lo contemplaba con detenimiento, como si no le hubiera visto abrir los ojos. La suave sensación de la franela en la frente seguía abrigándole como una puesta de sol en un horizonte lejano. Apaciguaba el dolor de las entrañas y enfriaba el pánico en la sangre. Sabía que el sueño iba a acabar mal. Se había salvado del horror por muy pocos segundos.

Ya no tenía nunca sueños sexuales. Sólo repulsivos apareamientos en rincones apartados. Hugo había tenido la primera polución nocturna de su vida soñando que desfloraba a un enano arrugado, un hombrecillo rengo que le dejó pegajoso y deprimido en la cama, junto al joven musculoso que le había negado sus favores la noche anterior. Eso fue en los viejos tiempos. En un maltrecho piso ocupado de Talgarth Road, con un chico malo de ojos azules que había robado del dormitorio de su amigo. El chico jugaba con él. Era lo único que sabía hacer bien. El juego consistía en negar sus favores a los hombres que invitaba. Concedió un beso a Hugo, un beso largo y apasionado, y acto seguido le volvió la espalda y se dispuso a dormir, dejando a Hugo estremecido de un deseo que se infiltró en su sueño como un íncubo y adoptó, como castigo, la forma del enano arrugado.

—Estabas soñando —afirmó Cynthia, y Hugo se atragantó con toda la vergüenza de lo inconfesable.

La joven estaba sentada en el borde de la cama con su larga cabellera negra colgando hacia las sábanas, resplandeciente como seda peinada. Sus ojos estaban llenos de afecto. Ahora Hugo era de ella.

Hacía algún tiempo que no la veía. Las cosas habían pintado mal durante una temporada y le habían prohibido recibir visitas. Ni siquiera las habituales. Su madre había permanecido en vela tres noches seguidas, paralizada junto al teléfono. Pero la marea de la fiebre menguó y dejó a Hugo varado en su estela, entre los sueños y la realidad.

Cuando vio a Cynthia en su cama, supo que aún persistía parte del encanto de una antigua vida, su antigua vida, que durante mucho tiempo le había sido negado. Eran muchos los que no acudían a visitarle. Sabían que no quería que lo vieran, todo grisáceo, con la piel tensa sobre los huesos como un viejo pañuelo de papel. Pero Cynthia sí venía, y con ella el aroma de una vida que había abandonado.

Le asustaban los visitantes que hubiera podido tener, los cuidadores profesionales. Ya le preocupaban desde antes de caer enfermo. Cabeceando perezosamente en un baño turco de Bethnal Green, sentado descuidadamente entre hombres cuyos cuerpos esbeltos estaban bañados en sudor, Hugo había escuchado una conversación entre un joven negro de formas y tez inmaculadas y un individuo huesudo de dientes torcidos y cuya voz resonaba en el aire como la vibración de una tela metálica. Hugo contemplaba a un negro de cabeza afeitada que estrujaba a los hombres tendidos sobre las losas, aplicaba los aceites con ruidosas palmadas, deslizaba sus hábiles y vigorosas manos por las piernas y las espaldas hasta hundirlas en el surco de las nalgas y en los pliegues de la ingle donde se ocultan las glándulas. Contemplaba las piernas dobladas hacia atrás hasta tocar los hombros con los dedos de los pies, y las caras de los hombres que yacían boca abajo sobre las toallas, agitándose y sonriendo de sorpresa al descubrir que sus cuerpos, que las manos del masajista volvían ágiles y elásticos, eran capaces de tales proezas acrobáticas.

Hugo contemplaba al negro, pero sus oídos estaban pendientes de la conversación entre el joven de color y su amigo. El amigo hablaba en un zumbido monótono, lisonjeando al joven negro para persuadirlo a aceptar unas tazas de té o una cena con vino y el misterioso luego-que-pase-lo-que-pase. Era un buitre encorvado sobre los cadáveres aún carnosos de aquel osario de baldosas blancas que hedía a una nauseabunda mezcla de jabón al limón y emanaciones de sudor. Y era también un visitante. Hablaba de sus visitas de caridad a los enfermos y a los incapacitados para moverse de casa. Todos los días iba a visitarlos durante una o dos horas. No podían impedírselo. Los había hecho suyos. Era un inadaptado, un desecho. Era desagradable, con una voz desagradable y modales desagradables. No poderoso, sino insípido. No intimidante, sino irritante. Y era un visitante. Un hombre que visitaba a los inválidos, a los postrados, a los débiles. Era su enfermera. No tenían elección. A eso habían llegado.

Contempló un rato los ojos de Cynthia, con sus motas pardas en el blanco de la córnea como otras tantas salpicaduras del iris. A diferencia de su madre, cuyos ojos azules oscilaban constantemente entre la ira, el amor y la impotencia,

Cynthia no buscaba ninguna reacción en su mirada. Lo contemplaba sin más. Esperaba a que él dijera lo que pudiera, a que hiciera lo que pudiera.

Con Cynthia, Hugo podía permanecer en silencio. Había habido mucho entre ellos. Mucho amor y mucha incomprensión. Mucha ayuda y muchas críticas.

Cynthia le había querido, y, a diferencia de las demás, había atacado su sexualidad. A diferencia de las demás, había hecho el amor con él. Pero la sexualidad de Hugo era para ella como una ofensa a su feminidad.

«Pues vete a que te den por el culo», le soltó un día en un portal de Manhattan. Al instante, pareció horrorizada por sus propias palabras y le dijo que lo sentía. Y luego él se fue a que le diera por el culo un neoyorquino velludo en un apartamento elegante. El neoyorquino, que se llamaba Edward, le regaló una camiseta que llevaba estampado el nombre de un club de moda. A la mañana siguiente, Hugo le regaló la camiseta a Cynthia, y, mientras recorrían la sección de perfumería de Bloomingdale's, todos los maricas y bujarrones les susurraron preguntas. «¿Ya han vuelto a abrir? No soporto que cierren todo el verano. ¿Sabías que han estado montándoselo en Fire Island?»

Cynthia disfrutó con la atención que suscitaban y Hugo se sintió orgulloso. Era su primera visita a Nueva York, y ninguna otra ciudad le había permitido nunca ser tan ambiguo.

Fue a Nueva York por invitación de Cynthia. El padre de ésta, Ross, era dueño de una galería de arte en un llamativo edificio inclinado de Madison Avenue. Ellos dos se alojaron en una habitación sencilla al fondo de la galería, mientras Ross permanecía en el campo con una de sus ágiles amantes negras, comiendo rodajas de manzana con manteca de cacahuete y haciendo el amor con increíbles contorsiones en distintas habitaciones.

Era un mundo nuevo, y Hugo quedó fascinado.

Fue un rito de iniciación, entre los brazos y entre el amor de dos personas entrelazadas: un padre y una hija. Fue un momento cristalizado de elegancia, euforia y exploración. Un año más tarde, ese momento se volvió irrecuperable para siempre cuando Ross se desplomó de pronto en plena clase de kárate y murió al instante.

Cuando Hugo recibió la noticia por teléfono, en los aposentos de su tutor en Cambridge, no pudo asimilar la experiencia en su integridad. No le era posible borrar a Ross tan fácil y repentinamente como lo había hecho la muerte. Se sintió como si le hubieran robado un maestro justo después de la primera lección, como si hubieran matado a un amante minutos después de la primera declaración de amor correspondido. Hugo había pasado muy poco tiempo con aquel hombre que tanto le había dicho. No lo que debía hacer o lo que quizá haría, sino lo que podía, lo que iba a hacer. Aquel hombre que había mondado el mundo y se lo había ofrecido como una fruta madura. El hombre que había descubierto el árbol del que la fruta madura caía en tu regazo. Y que no había necesitado vender fragmentos de su alma para poder comer de ella. El hombre del que Hugo se había enamorado, igual que Cynthia, estaba muerto.

Ross era la musa de Cynthia, su fe, su sonrisa, su mundo de fantasía. Los padres de Cynthia se habían divorciado cuando ella aún era un bebé gorjeante de piernas gordezuelas, y su padre desapareció al otro lado del Atlántico dejando a su bebé y a su ex esposa en un minúsculo apartamento abarrotado de muebles en la zona oeste de Londres.

Algunas niñas jamás se lo hubieran perdonado. Algunas niñas jamás habrían superado la ausencia de un padre. Las mujeres de la familia, ricas y solteronas, tejieron en torno a Cynthia un capullo protector. Le dieron estudios. Le dieron caballos para que montara y vestidos de fiesta para que jugara con ellos. Le dijeron que fuera a merendar a la plaza Berkeley, donde vivían algunas de aquellas formidables solteronas, y así lo hizo. Las visitó en sus quintas repletas de flores en el Algarve y en España, y le intimidaron sus miradas severas y la seriedad con que hablaban.

Fue una niña criada entre adultos. Su madre prescindió de niñeras en cuanto Cynthia pudo sostenerse en pie y controlar sus necesidades, y a menudo la llevó con ella en sus expediciones por los clubes nocturnos con principiantes y jugadores, con los seductores y los derrochadores que la cortejaban. Porque la madre de Cynthia era una mujer hermosa.

Pero el sueño que anidaba tras los ojos de Cynthia durante esta lenta y prolongada sucesión de mesas de restaurante y corteses vasos de agua fría, de té caliente o de limonada tibia, era el de su padre. Todos los años, su padre descendía de las nubes y se llevaba a su hija de ojos pardos y cabellos negros a desayunar en La Posada del Parque, donde la encendía por dentro con la alegría de su risa y su sonrisa, los movimientos de su extravagante mostacho, la perfección de sus modales. Estaban enamorados. Lo habían estado durante toda su vida separada, y ahora Hugo se encontraba con ellos en su morada de gozo y los contemplaba con la curiosidad de quien jamás había visto a unas personas que expresaran tan públicamente su felicidad particular. Casi le hacían llorar de vergüenza por sus apocadas inhibiciones. Le hacían guardar silencio. Lo sosegaban y le hacían sonreír.

La noche del cumpleaños de Ross salieron a cenar fríjoles negros en El Chino Cubano. Los dos jóvenes y el maestro. Los niños y el hombre de mundo. Hugo lo contemplaba con la intensidad de un adolescente que quiere reinventar a su propio padre. Quería que Ross fuera suyo, que fuera de su sangre. Pero más que eso, quería pertenecer a Ross, ser hijo suyo. Como hombre, era superior. Como padre, era inaudito. Su bigote de mosquetero y su masa de rizos negros le daban el aspecto de un violinista gitano. Su cuerpo era una ondulación de músculos esculpidos por el boxeo y el kárate. Era esbelto, y de porte sereno. Les hablaba como si todo dependiera de ellos, como si estuviera en sus manos el aceptar o rechazar cualquier elección, como si el futuro se extendiera ante los dos como una hoja de papel con lentejuelas sobre la que podían danzar cualesquiera pasos eligieran. Le dijo a Hugo que el mundo era su ostra, y, durante la cena de cumpleaños en El Chino Cubano, le preguntó por qué no se acostaba con su hija. ¿Cómo podía rechazarla?

Necesitaba ir al retrete y necesitaba ayuda. Cualquier movimiento que lo apartara de la posición horizontal le hacía sentir náuseas. Notaba que los fluidos de su interior se volvían cada vez más claros y enfermizos, notaba discurrir el veneno por las venas. Cuando se miraba los pies, fríos, marchitos y amarillentos sobre el linóleo, le parecía que sus piernas iban a quebrarse como si fueran ramitas y que iba a yacer moribundo al pie de una taza de retrete. Sería una urna funeraria adecuada. Un último destello de humor en una vida que se escurría gota a gota por el tubo de los desechos.

Necesitaba ir al retrete y necesitaba la ayuda de Cynthia. La tenía allí. Ella sabía qué había que hacer. En realidad, ni siquiera la había saludado todavía. Así que le dijo: «Hola. ¿Puedes acompañarme al retrete?» Al despertar, su propia voz le sonaba muy lejana. Un eco en una habitación remota. Se encontraba tan consumido, tan hundido, que nada le parecía cercano salvo el dolor. El chorreo ácido de la mierda entre sus piernas. El dolor sordo que carcomía su pecho y le dejaba sin aliento. El dolor que se alzaba y caía entre sus dientes y su cabeza como una marea rápidamente cambiante.

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