Un asunto de vida y sexo (21 page)

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Authors: Oscar Moore

Tags: #Drama, #Erótico, #Romántico, #LGTB

BOOK: Un asunto de vida y sexo
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Hugo se consideraba culpable de todo lo que le salía mal. Y Dios era su árbitro, el que anotaba los puntos negativos que eran castigados con la ausencia de Charlie. Resultaba muy fácil acumular puntos negativos. Por lo general, sólo se daba cuenta luego, cuando Charlie no aparecía y él se veía obligado a repasar toda la semana para averiguar por qué. El miércoles se había masturbado, o el martes había robado en una tienda. Comenzó a prohibirse más y más cosas, imponiéndose un régimen tan estricto que su confianza y su humor quedaban minados por la culpa. Y todo porque Charlie no había acudido a la cita. Hugo tenía que vérselas con un iracundo y vociferante dios de rencor. Las reuniones eran el lugar donde Hugo se lamía las heridas y se preparaba mental y físicamente para una nueva semana de esperar a que llegara el fin de semana.

De hecho, las reuniones se convirtieron en el soporte principal de sus relaciones con Charlie. No porque asistieran ninguna vez juntos (aquel inquieto palurdo escocés, que a los dieciséis años había viajado por Europa en la cabina de un transporte pesado, que detestaba la educación, que retrocedía con disgusto ante la clase media y sus corteses y refinados hijos, que no había obtenido su bronceado en ninguna playa sino transportando generadores de camión a camión, jamás habría podido comprender qué iba a hacer Hugo allí), sino porque, a medida que su vida se volvía dura y compleja, Hugo utilizaba las reuniones como un confesionario particular, como un claustro que lo protegía siquiera por una hora, un solo día por semana, que le permitía refugiarse de los azotes del viento exterior. En el exterior se sentía vulnerable. El viento le cortaba hasta los huesos. Era desdichado.

Desdichado porque estaba enamorado y su amante no. Habían comenzado muy bien. Todos los viernes. Todos los sábados. La camioneta. El viaje hasta la habitación. Sexo. Televisión. Tendidos pecho contra espalda, piel caliente contra piel caliente bajo el saco de dormir de nailon azul. No hablaban mucho. No tenían mucho que decirse. Apenas se conocían. Pero estaban enamorados, o Hugo creía que lo estaban. Luego, cuando comenzó a disiparse la novedad, Charlie se volvió esquivo, y cuando no se mostraba esquivo se mostraba irritable.

Hugo estaba demasiado enamorado. Mientras Charlie se desasía, él se aferraba. Le impuso reglas, y él las aceptó todas: debía dejar de utilizar palabras largas; debía dejar de llevar según qué prendas; si iban al bar, sólo le estaba permitido beber cerveza; no le estaba permitido hablar de la escuela, de sus deberes ni de la universidad; debía dejar de escribir las cartas que fluían de su pluma como otros tantos gemidos de pasión, incoherentes, digresivas, delatoras.

Ninguna de estas reglas incomodaba a Hugo. Lo que de verdad le asustaba era la frialdad que veía en sus ojos. Aún seguían teniendo momentos de pasión. Aún seguían teniendo tardes de alegría, en las que tonteaban en la lavandería automática con sus erecciones medio disimuladas (y también aquí Hugo se delató; el muchacho cuyas manos jamás habían conocido un día de trabajo perdió el dinero del jabón en la máquina que dispensaba el jabón. Hubiera debido ser un gesto mecánico, pero pulsó el botón equivocado, leyó la columna equivocada y perdió los veinte peniques. Se sintió ridículo, como la princesa que no podía dormir por culpa de un guisante), pero la luz se desvanecía cada vez más deprisa. Charlie no le miraba. La sonrisa había desaparecido de su rostro. A Hugo le asustaba pensar en lo que podía hacer si terminaban. Le asustaba su propia depresión. No quería suicidarse, pero no veía la manera de evitarlo si rompían. Bien; Charlie se ocupó de eso. No rompieron. Fueron separándose paulatinamente.

Fue el invierno del aparcamiento.

Para Hugo, fue la prueba de la desesperación. Siempre había sido un chico feliz. Animoso. Muy distinto de su hermana mayor, que debía esforzarse para afrontar cada nuevo día y sollozaba hasta caer dormida cada noche. Pero el invierno del aparcamiento estuvo a punto de terminar con su sonrisa para siempre.

Al principio era muy fácil. Charlie y él concertaron un punto de encuentro en un aparcamiento en la calle mayor, frente al bar La Mano y La Flor.

Los únicos días en que podían encontrarse eran los viernes y los sábados. Todos los viernes y sábados al anochecer, tras unas cuantas llamadas telefónicas secretas durante la semana, al amparo de la aspiradora en el piso de arriba, Hugo esperaba en el aparcamiento. Esperaba media hora hasta divisar por fin aquellos ojos azules, aquella sonrisa refulgente, aquella mirada de sube-aquí-y-ámame, y entonces Hugo, conteniendo el aliento, corría hacia su amante. Hasta que Charlie dejó de acudir durante ocho semanas seguidas. Su camioneta azul no apareció por la esquina, y Hugo, temblando junto a la cabina telefónica entre una humillante llamada al casero y la siguiente, contemplaba el ir y venir del tráfico.

Todos los viernes por la noche veía al vendedor de flores envolver las que le habían quedado por vender y desmontar el puesto antes de retirarse en su furgoneta. Veía los coches que aparcaban ante el bar y la gente que salía para dirigirse a fiestas, envuelta en un cálido manto de ruido y amistad. Y Hugo seguía esperando, pateando el suelo para calentrarse los pies helados. La cabeza erguida, ocultando su abatimiento.

Pasaron ocho semanas sin que Charlie apareciera. Pero todas las semanas le prometía acudir. Todas las semanas se disculpaba, y siempre parecía sincero. Hugo era joven. Para él, era la primera vez. Quería creer y por lo tanto creía, y durante las primeras semanas combatió las lágrimas y la frustración. Pero las combatió a solas. No podía contárselo a nadie.

Medía la espera por lapsos de cinco minutos, cada uno de los cuales le acercaba un paso más al tañido atroz de la hora. Y cuando daba la hora se alejaba bajo la helada llovizna de febrero, rumbo al Marquee, a algún bar o a una fiesta a la que había dicho que tal vez asistiría. Y cada vez tenía que tragarse las lágrimas.

En la escuela no podía contárselo a nadie. Ensayó una historia acerca de una mujer negra, en un intento de inventar algo que se comprendiera debía mantener en secreto (cosa que constituía un verdadero insulto para sus padres, que nunca hubieran dado importancia al color de la piel), pero nadie le concedió crédito. Abandonó esta excusa. Abandonó el tema por completo. Silencio en casa, silencio en la escuela, silencio en el aparcamiento. Y luego, el silencio de la casa de reuniones. Si alguien le hubiera dicho «te compadezco», se habría deshecho en llanto, derribadas las compuertas, arrasados los muros de contención. Se lo tragaba todo, pero sentía espesarse las nubes en lo más profundo de su corazón.

Sólo una vez comenzó a desmoronarse la muralla, en una fiesta durante la sexta o séptima semana del invierno del aparcamiento.

Conocía a todos los presentes. Todos eran amigos o amigos de amigos. Les caía bien. Les hacía reír. Y ellos le caían bien. Se reían con él. Apenas se conocían unos a otros.

Se paseó por la sala de estar, por el jardín, por la cocina. Todos los rincones estaban abarrotados de amigos que bebían alegremente, que flirteaban, se abrazaban, reían, le saludaban con sonrisas, y Hugo sintió que en su pecho se abría un espacio negro en el que se esfumaban todas las sonrisas que jamás iba a sonreír, todos los pensamientos felices que jamás iba a pensar. El espacio negro siguió creciendo. Tenía unos bordes desiguales y se extendía por su pecho como una mancha de aceite. Las sonrisas que lo rodeaban le inspiraban aborrecimiento. Incluso aborrecía la luz.

Hugo tensó los labios y exhibió los dientes en una sonrisa falsa, tan seca como el serrín. Deslizándose entre el gentío, se dirigió al piso de arriba. Empujó una puerta silenciosa y penetró en un dormitorio a oscuras. Las cortinas estaban abiertas y la luz tenue y grisácea de la luna proyectaba un fulgor pálido sobre los adornos y chucherías del cuarto de una adolescente. Se sentó sobre la cama, perfectamente inmóvil en la penumbra plateada, y escuchó los latidos de su corazón. Escuchó las voces del jardín. Se sentía muy lejos de todo. No podía moverse. No podía llorar. No podía hablar. Hubiera querido fundirse con la luz tenue y grisácea y no volver a sentir nada jamás. No quería morir; quería convertirse en cenizas.

Seguía sentado cuando oyó voces de muchachas que subían por la escalera y se acercaban a la puerta y cruzaban la puerta, y la luz se encendió como un ataque relámpago. En el umbral había dos chicas, a las que conocía bien, que lo miraban de un modo extraño porque tenía un aspecto extraño. Sus mejillas estaban húmedas de lágrimas que ignoraba haber derramado. Tenía las manos juntas sobre el regazo. Estaba sentado muy erguido y con la mirada fija al frente, como un místico. Cuando las chicas le hablaron bajo aquel crudo resplandor que le hacía contraer las facciones, les pidió que apagaran la luz. Le sorprendió que lo hicieran. Entonces volvieron a preguntarle qué le ocurría, y él se echó a llorar. No a sollozar. A llorar. Y a través del agua que le resbalaba por la cara como si estuviera bajo la ducha, intentó explicarles el espacio negro sin hablar de Charlie, sin hablar del aparcamiento, ni del casero que se burlaba de él, ni del viento que lo desnudaba hasta los huesos, ni de las parejas felices que pasaban por delante de él, ni siquiera del vendedor de flores que nunca le había dirigido la palabra y que siempre parecía tan aterido y azulado por el viento que sólo verlo le hacía sentir más frío.

Las muchachas fueron muy dulces con él. Tomaron asiento y le escucharon. Hugo pudo persuadirlas de que valía más que lo dejaran solo en la habitación en penumbra hasta que se sintiera con ánimos para bajar, y las persuadió también para que no se lo contaran a nadie. Cerraron la puerta sin hacer ruido y regresaron al piso de abajo. Poco después, Hugo abandonó el dormitorio.

Hugo nunca culpaba a Charlie por sus ausencias. Se culpaba a sí mismo. En su estricto juego de obediencia, recompensa, transgresión y castigo, los actos de Charlie no estaban incluidos. Todo quedaba entre Hugo y Dios. A lo largo de aquel invierno del aparcamiento, esta superstición religiosa contagió todas las miradas que dirigía a los hombres por la calle, todas sus visitas a unos retretes públicos, todos los toqueteos de su polla por debajo de la bata mientras contendía con sus deberes de matemáticas. Hugo luchaba denodadamente por Charlie bajo el maligno ojo de Dios, que escudriñaba los rincones más infectos de su imaginación. Y aun así, Charlie no acudía. Y aun así, cada vez que Hugo telefoneaba, le prometía que la próxima vez acudiría. Y aun así, no lo hacía.

El teléfono sonó al otro extremo de la línea. El ábrete sésamo. Sus padres estaban en la cocina, esperaba que discutiendo. Así el volumen de la conversación se mantendría alto. Era una noche de sábado. El octavo sábado del invierno del aparcamiento. La noche anterior, Hugo no había hablado con Charlie. Esperó una hora entera en el frío aparcamiento hasta que le dolieron los pies y la nariz empezó a gotearle. Luego fue al salón de tango y se la dejó mamar por un borracho que le lastimó la polla con los dientes. Él se limitó a permanecer de pie y contemplar cómo se la chupaba aquel tipo de mandíbulas poco cuidadosas, respirando el enfermizo olor dulzón a fruta fermentada que ascendía hacia su rostro. No obtuvo consuelo ni placer. No obtuvo sonrisas ni sentimiento. Sólo una cara grisácea y alargada.

El propio Charlie descolgó el aparato. Hugo tomó aliento con dificultad.

—Soy Hugo.

—Ya lo sé.

—Anoche estuve allí.

—¿Dónde?

Hubiera podido llorar. No lo hizo. La adrenalina comenzaba a consumirse.

—¿Podemos vernos esta noche?

—No.

—¿Por qué no?

¿De qué servía el orgullo a estas alturas?

—Creo que deberíamos dejarlo por un tiempo.

—Dejar, ¿qué?

—Ya sabes. Dejar de vernos durante una temporada.

La conversación era tan quebradiza como un adorno de cristal.

—¿Hay alguien… contigo?

—Sí.

—Será mejor que cuelgue.

—Vuelve a llamarme, ¿eh? Quiero explicártelo.

—Sí.

Este «sí» se lo tragó todo. Punto y aparte. Hugo dejó el auricular.

Se disponía a pensar en lo ocurrido. A hundirse en el vértigo después de la brusca e inesperada conmoción. No tuvo tiempo.

—¿Con quién estabas hablando?

Su madre estaba en el vestíbulo, medio preparada para salir a cenar fuera. La expresión de su rostro se debatía entre el respeto a las apariencias y la crudeza.

—Con Paul.

—¿Qué Paul?

—Paul, de la escuela.

—No es verdad.

—Sí que lo es.

—¿Qué número tiene?

—¿Por qué quieres saberlo?

—Para telefonearle. Él me dirá si acaba de hablar contigo.

De vez en cuando, Hugo tenía destellos de genio estratégico. Ahora le hacía falta uno. Lo tuvo.

—Muy bien, llámale. Es el 836 9241. —Su madre pareció un poco sorprendida, por el lado de las conveniencias. Era el único lado que Hugo podía mirar—. Pero si le llamas, se enterará todo el mundo. Seré el hazmerreír de la escuela.

No llamó.

Hugo no estaba muy seguro de por qué el truco había funcionado tan bien. Tal vez despertara los ecos de alguna batalla que ella había sostenido con su propio padre. No cabía duda de que ella amaba a sus hijos. No quería ponerlos en ridículo. Y, no obstante, había hecho quedar a la hermana mayor como una idiota, cuando ésta, al llegar de la escuela, cometió la torpeza de contarle que algunos alumnos fumaban hierba en los vestuarios. La señora Harvey, atiborrada de propaganda contra las drogas sacada de los folletos que se repartían de puerta en puerta, arrastró a su incauta hija de vuelta a la escuela para hablar con la directora y la obligó a dar los nombres. Mientras, bajo su propio techo, el hijo de la señora Harvey mezclaba barbiturato de amilo con ginebra en la quietud de su dormitorio y se estremecía como un suicida al ingerirlo.

Hugo vació dos cápsulas de color turquesa en un bote de acuarela lleno de ginebra y lo sacudió. Siempre tenía que reunir fuerzas para que la reacción no lo abrumara. Un tren hizo su entrada en la estación de Hadley. Hugo revolvió el líquido y lo engulló, tragándose los residuos de polvo. Se abrieron las puertas del tren. Arrojó el bote de acuarela entre el tren y el andén y subió al vagón. Encendió un cigarrillo para quitarse el mal sabor de boca y se recostó en el asiento. Se sentía muerto. El único refugio que se le ocurría donde podría estar a salvo de las miradas y las risas de la gente era el Marquee.

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