Read Trópico de Capricornio Online
Authors: Henry Miller
Entre el momento en que despegaba y el momento en que regresaba yo hacía la vida de un esquizerino de pura raza. No era una eternidad la que transcurría, porque de algún modo la eternidad tiene que ver con la paz y la victoria, es algo hecho por el hombre, algo ganado: no, pasaba por un entreacto en que cada cabello se vuelve blanco hasta las raíces, en que cada milímetro de piel pica y abrasa hasta que el cuerpo entero se convierte en una herida supurante. Me veo sentado ante una mesa en la oscuridad, con las manos y los pies volviéndose enormes, como si estuviera apoderándose de mí una elefantiasis galopante. Oigo la sangre precipitarse al cerebro y golpear los tímpanos como diablos himalayos con almádenas; le oigo batir sus enormes alas, incluso en Irkutsk, y sé que sigue avanzando y avanzando, cada vez más lejos, hasta quedar fuera de alcance. La habitación está tan silenciosa y yo estoy tan espantosamente vacío, que doy gritos y alaridos para hacer un poco de ruido, un poco de sonido humano. Intento levantarme de la mesa, pero tengo los pies demasiado pesados y las manos se han vuelto como los pies informes del rinoceronte. Cuanto más pesado se vuelve mi cuerpo, más ligera la atmósfera de la habitación; voy a estirarme y estirarme hasta llenar la habitación con una masa sólida de jalea compacta. Voy a llenar hasta las grietas de la pared; voy a crecer y a atravesar la pared como una planta parásita, estirándome y estirándome hasta que la casa entera sea una masa indescriptible de carne y cabello y uñas. Sé que eso es la muerte, pero me veo impotente para acabar con ese conocimiento... o con el conocedor. Alguna partícula diminuta de mí está viva, alguna pizca de conciencia persiste, y, a medida que se dilata el armazón interior, ese parpadeo de vida se vuelve cada vez más intenso y fulgura dentro de mí como el frío fuego de una gema. Ilumina toda la viscosa masa de pulpa, de modo que soy como un buzo con una linterna en el cuerpo de un monstruo marino muerto. Gracias a un ligero filamento oculto sigo conectado con la vida que hay por encima de la superficie de la sima, pero está tan lejos el mundo de arriba, y el peso del cadáver es tan grande, que, aunque fuera posible, se tardarían años en llegar a la superficie. Me muevo alrededor de mi propio cuerpo muerto, explorando todos los escondrijos y hendiduras de esa enorme masa informe. Es una exploración interminable, pues con el crecimiento incesante toda la topografía cambia, deslizándose y yendo a la deriva como el caliente magma de la tierra. Ni por un minuto hay tierra firme, ni por un minuto permanece nada quieto y reconocible: es un crecimiento sin hitos, un viaje en que el destino cambia con el menor movimiento o temblor. Ese interminable llenado del espacio es lo que elimina cualquier sensación de espacio o de tiempo; cuanto más se dilata el cuerpo, más diminuto se vuelve el mundo, hasta que al final siento que todo está concentrado en la
cabeza,
de un alfiler. A pesar del forcejeo de la enorme masa muerta en que me he convertido, siento que lo que la sostiene, el mundo del que crece, no es mayor que una cabeza de alfiler. En medio de la corrupción, en el corazón y en las entrañas de la muerte, por decirlo así, siento la semilla, la palanca milagrosa, infinitesimal, que equilibra el mundo. He esparcido el mundo como un jarabe y su vacuidad es aterradora, pero no se puede desalojar la semilla; la semilla se ha convertido en un pequeño nudo de fuego frío que ruge como un sol en el enorme hueco del armazón inerte.
Cuando la gran ave de rapiña regrese exhausta de su vuelo, me encontrará aquí en medio de mi nada, a mí, el esquizerino imperecedero, una semilla llameante oculta en el corazón de la muerte. Cada día cree encontrar otro medio de subsistencia, pero no existe, sólo esta eterna semilla de luz que al morir cada día vuelvo a descubrir para ella. ¡Vuela, oh, ave devoradora! ¡Vuela hasta los límites del universo! ¡Aquí está tu alimento resplandeciendo en el repugnante vacío que has creado! Regresarás para perecer una vez más en el negro agujero; regresarás una y otra vez, pues no tienes alas que puedan llevarte fuera del mundo.
Este es el único mundo en que puedes vivir, esta tumba de la culebra en que reina la oscuridad.
Y de repente, sin razón alguna, cuando pienso en ella regresando al nido, recuerdo los domingos por la mañana en la antigua casita cercana al cementerio. Recuerdo estar sentado al piano en camisa de dormir, pisando los pedales con los pies descalzos, y mis padres acostados y al calorcito en la habitación de al lado. Las habitaciones daban la una a la otra, en forma de telescopio, como en los antiguos pisos americanos en forma de ferrocarril. Los domingos por la mañana se quedaba uno en la cama hasta sentir ganas de gritar de gusto. Hacia las once más o menos, mis padres solían dar golpes en la pared de mi alcoba para que fuera y les tocase algo. Entraba bailando en la habitación como los Hermanos Fratellini, tan apasionado y ligero, que habría podido alzarme como una grúa hasta la rama más alta del árbol del cielo. Podía hacer todo y cualquier cosa sin ayuda, pues al mismo tiempo tenía articulaciones dobles. El viejo me llamaba «el alegre Jim», porque estaba lleno de «Fuerza», lleno de energía y vigor. Primero daba unas volteretas sobre las manos para ellos en la alfombra de delante de la cama; después cantaba en falsete, intentando imitar al muñeco de un ventrílocuo; luego daba unos pasos de baile fantásticos y ligeros para mostrar de qué lado soplaba el viento y, ¡zas!, en un periquete me sentaba al piano y hacía un ejercicio de velocidad. Siempre empezaba con Czerny como ejercicio preliminar para la actuación. El viejo detestaba a Czerny, y yo también, pero Czerny era el
plat du ¡our
en el menú de entonces, y, por eso, dale que te pego con Czerny hasta que parecía que tenía los dedos de goma. En cierto modo vago, Czerny me recuerda el gran vacío que cayó sobre mí más adelante. ¡A qué velocidad tocaba, clavado al piano! Era como beber una botella de tónico de un trago y después que alguien te atara a la cama. Después de haber tocado unos noventa y ocho ejercicios, estaba listo para improvisar un poco. Solía coger un puñado de acordes y estrellarlos contra el piano de un extremo a otro, y después pasaba a modular «El incendio de Roma» o «La carrera de carros de Ben Hur», que gustaban a todo el mundo porque era ruido inteligible. Mucho antes de que leyera el
Tractatus Logico-Phdoiophicus
de Wittgenstein, ya estaba componiendo música para él, en tono de sasafrás. En aquella época estaba versado en ciencia y filosofía, en la historia de las religiones, en lógica inductiva y deductiva, en hepatomancia, en la forma y el peso de los cráneos, en farmacopea y metalurgia, en todas las ramas inútiles del saber, que te dan indigestión y melancolía antes de tiempo. Ese vómito de saber de pacotilla iba cociéndose lentamente en mis tripas durante toda la semana, esperando al domingo para ponerlo en música. Entre «La alarma de fuego de medianoche» y «Marche Militaire», me venía la inspiración, que era la de destruir todas las formas existentes de armonía y crear mi propia cacofonía. Imaginad a Urano bien aspectado con Marte, con Mercurio, con la Luna, con Júpiter, con Venus. Es difícil de imaginar porque Urano funciona de la mejor forma cuando está «afligido», por decirlo así. Y, sin embargo, aquella música que emitía yo los domingos por la mañana, una música de bienestar y de desesperación bien alimentada, nacía de un Urano ilógicamente bien aspectado, firmemente anclado en la Séptima Casa. Entonces no lo sabía, no sabía que Urano existía, y tenía suerte de ignorarlo. Pero hoy lo comprendo, porque era una alegría por chiripa, un bienestar falso, una creación fogosa de tipo destructivo. Cuanto mayor era mi euforia, más se tranquilizaban mis padres. Hasta mi hermana, que estaba chalada, se tranquilizaba y serenaba. Los vecinos solían asomarse a las ventanas y escuchar, y de vez en cuando oía un estallido de aplausos, y después, ¡zas!, volvía a empezar como un cohete: ejercicio de velocidad núm. 497,1/2. Si por casualidad divisaba una cucaracha que subía por la pared, me sentía dichoso: eso me conducía sin la menor modulación a Opus Izzi de mi tristemente arrugado clavicordio. Un domingo, así como así, compuse uno de los scherzos más encantadores que imaginarse pueda... a un piojo. Era primavera y todos estábamos siguiendo un tratamiento de azufre; había estado toda la semana empollando el
Inferno
de Dante en inglés. El domingo llegó como un deshielo; los pájaros estaban tan enloquecidos por el repentino calor, que entraban y salían por la ventana, inmunes a la música. Uno de los parientes alemanes acababa de llegar de Hamburgo, o Bremen, una tía soltera que parecía un marimacho. Estar cerca de ella simplemente era suficiente para darme un ataque de rabia. Solía darme palmaditas en la cabeza y decirme que iba a ser otro Mozart. Yo detestaba a Mozart, y sigo detestándolo, así que para vengarme de ella tocaba mal, tocaba todas las notas equivocadas que conocía. Y luego vino el piojito, como estaba diciendo, un piojo auténtico que se había enterrado en mi ropa interior de invierno. Lo saqué y lo posé con delicadeza en la punta de una tecla negra. Después empecé a hacer una pequeña giga a su alrededor con mi mano derecha; probablemente lo había ensordecido. Luego, al parecer, quedó hipnotizado por mi ingeniosa pirotecnia. Aquella inmovilidad como de trance acabó por crisparme los nervios. Decidí introducir una escala cromática cayendo sobre él con toda la fuerza del dedo medio. Le acerté de lleno pero con tal fuerza, que se me quedó pegado en la punta del dedo. Eso me dio el baile de San Vito. A partir de entonces comenzó el scherzo. Era un popurrí de melodías olvidadas, sazonadas con áloes
y
el jugo de puercoespines, interpretadas a veces en tres tonalidades a la vez y girando siempre como un ratón valseando en torno a la inmaculada concepción. Más adelante, cuando fui a oír a Prokofiev, entendí lo que estaba ocurriendo, entendí a Whitehead y a Russell y a Jeans y a Eddington y a Rudolf Eucken y a Frobenius y a Link Gillespie; entendí por qué, si no hubiera existido nunca un teorema binomio, lo habría inventado el hombre; entendí el porqué de la electricidad y del aire comprimido, por no hablar de los baños termales ni de las mascarillas de barro. Entendí con mucha claridad, debo decirlo, que el hombre tiene un piojo muerto en la sangre y que, cuando te entregan una sinfonía o un fresco o un explosivo instantáneo, recibes en realidad una reacción de ipecacuana que no iba incluida en el menú predestinado. Entendí también por qué no había llegado a ser el músico que era. Todas las composiciones que había creado en mi cabeza, todas aquellas audiciones privadas y artísticas que se me permitieron, gracias a Santa Hildegarde o Santa Brígida o Juan de la Cruz, o Dios sabe qué, estaban escritas para una edad venidera, una edad con menos instrumentos y con antenas más potentes, tímpanos más potentes también. Antes de poder apreciar esa música, hay que experimentar un tipo de sufrimiendo diferente. Beethoven delimitó el nuevo territorio: se nota su presencia cuando hace erupción, cuando se derrumba en plena quietud. Es un dominio de nuevas vibraciones: para nosotros, sólo una nebulosa confusa, pues todavía tenemos que superar nuestra propia concepción del sufrimiento. Todavía tenemos que absorber ese mundo nebuloso, su tormento, su orientación. A mí me fue dado oír una música increíble estando postrado e indiferente a la pena que me rodeaba. Oí la gestación de un nuevo mundo, el sonido de ríos torrenciales al tomar su curso, el sonido de estrellas rozándose y rechinando, de fuentes coaguladas de gemas resplandecientes. Toda la música está regida todavía por la antigua astronomía, es un producto de invernadero, una panacea para el Weltschmerz. La música es todavía el antídoto para lo anónimo, pero eso todavía no es
música.
La música es el fuego planetario, un irreductible que es totalmente suficiente, es la escritura de los dioses en la pizarra, el abracadabra que tanto a los cultos como a los ignorantes se les escapa porque el eje se ha desenganchado. ¡Mirad las entrañas, lo inconsolable e ineluctable! Nada está determinado, nada está arreglado ni resuelto. Todo esto que está ocurriendo, toda la música, toda la arquitectura, todo el derecho, todas las invenciones, todos los descubrimientos... todo eso son ejercicios de velocidad en la oscuridad, Czerny con zeta mayúscula montando un caballo loco en una botella de mucílago. Una de las razones por las que nunca llegué a ninguna parte con la maldita música fue la de que siempre se mezclaba con el sexo. En cuanto sabía tocar una canción, las gachís me rodeaban como moscas. Para empezar, la culpa fue en gran parte de Lola. Lola fue mi primera profesora de piano. Lola Niessen. Era un nombre ridículo y típico del barrio en que vivíamos entonces. Sonaba a arenque ahumado hediondo, o a coño agusanado. A decir verdad, Lola no era una belleza exactamente. Tenía un aire de calmuca o de chinook, con tez cetrina y ojos biliosos. Tenía algunas verrugas y lobanillos, por no hablar del bigote. Sin embargo, lo que me excitaba era su pilosidad; tenía una hermosa cabellera negra, fina y larga que se arreglaba en moños ascendentes y descendentes sobre su cráneo mongol. En la nuca se lo enroscaba en un nudo en forma de serpentina. Siempre llegaba tarde, como concienzuda idiota que era, y para cuando llegaba, yo siempre estaba un poco debilitado de masturbarme. Sin embargo, en cuanto se sentaba en el taburete a mi lado, volvía a excitarme, entre otras cosas por el pestilente perfume con que se empapaba los sobacos. En verano llevaba mangas muy abiertas y podía verle los mechones de pelo bajo los brazos. Me volvía loco de verlos. La imaginaba cubierta de pelo por todo el cuerpo, incluso en el ombligo. Y lo que deseaba era envolverme en él, hincarle el diente. Podría haberme comido el pelo de Lola como una golosina, si hubiera llevado un pedacito de carne pegado a él. El caso es que era peluda, eso es lo que quiero decir y, por ser peluda como un gorila, no podía concentrarme en la música sino sólo en su coño. Estaba tan deseoso de verle el coño, que por fin un día soborné a su hermanito para que me dejara mirarla a escondidas mientras estaba en el baño. Era todavía más maravilloso de lo que había imaginado: tenía una mata que iba desde el ombligo hasta la entrepierna, una enorme mata espesa, un morral escocés, rico como una alfombra tejida a mano. Cuando le pasó la borla de los polvos, creí que me iba a desmayar. La próxima vez que vino a darme clase, dejé dos botones de la bragueta abiertos. No pareció notar nada anormal. La vez siguiente me dejé toda la bragueta abierta. Aquella vez se dio cuenta. Dijo: «Creo que has olvidado una cosa, Henry.» La miré, rojo como un tomate, y le pregunté suavemente:
«¿El qué?»
Hizo como que miraba a otro lado, mientras la señalaba con la mano izquierda. Acercó tanto la mano, que no pude resistir la tentación de agarrarla y metérmela en la bragueta. Se levantó rápidamente, pálida y asustada. Para entonces la picha se me había salido de la bragueta y se estremecía de placer. Me acerqué a ella y le metí la mano bajo el vestido para llegar a la alfombra tejida a mano que había visto por el ojo de la cerradura. De repente, recibí un sonoro bofetón en el oído y después otro y me cogió de la oreja y llevándome hasta un rincón de la habitación me volvió de cara a la pared y dijo: «¡Ahora abróchate la bragueta, idiota!» Al cabo de unos minutos volvimos al piano: a Czerny y a los ejercicios de velocidad. Ya no podía distinguir un sostenido de un bemol pero seguía tocando porque temía que contara el incidente a mi madre. Afortunadamente, no era una cosa fácil de contar a la madre de uno.