Trópico de Capricornio (29 page)

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Authors: Henry Miller

BOOK: Trópico de Capricornio
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Es una noche de verano y todo está abierto de par en par. Al volver en el metro a buscarla, todo el pasado desfila caleidoscópicamente. Esta vez he dejado el libro en casa. Ahora vuelvo a buscar a una gachí y no pienso en el libro. Vuelvo a estar a este lado del límite, y a cada estación que pasa volando mi mundo se va volviendo cada vez más diminuto. Para cuando llego a mi destino, soy casi un niño. Soy un niño horrorizado por la metamorfosis que se ha producido. ¿Qué me ha pasado, a mí, un hombre del distrito 14, para bajar en esta estación en busca de una gachí judía? Supongamos que le eche un polvo efectivamente; bueno, ¿y qué? ¿Qué tengo que decir a una chica así? ¿Qué es un polvo, cuando lo que busco es amor? Sí, de repente cae sobre mí como un tornado... Una, la muchacha que amé, la muchacha que vivía aquí, en este barrio, Una de ojos azules y pelo rubio, Una que me hacía temblar sólo de mirarla, Una a quien temía besar o tocarle la mano siquiera.
¿Dónde está Una?
Sí, de pronto ésa es la pregunta candente:
¿Dónde está Una?
Al cabo de dos segundos me siento completamente desalentado, completamente perdido, desolado, presa de la angustia y la desesperación más horribles. ¿Cómo pude dejarla marchar? ¿Por qué? ¿Qué ocurrió?
¿Cuándo
ocurrió? Pensé en ella como un maníaco noche y día, año tras año, y después, sin advertirlo siquiera, va y desaparece de mi mente, así como así, como una moneda que se te cae por un agujero del bolsillo. Increíble, monstruoso, demencial. Pero, bueno, si lo único que tenía que hacer era pedirle que se casara conmigo, pedir su mano... y nada más. Si lo hubiera hecho, ella habría dicho que sí inmediatamente. Me amaba, me amaba desesperadamente. Pues, claro, ahora lo recuerdo, recuerdo cómo me miraba la última vez que nos encontramos. Me estaba despidiendo porque salía aquella noche para California, dejando a todos para iniciar una nueva vida. Y en ningún momento tuve intención de hacer una nueva vida. Tenía intención de pedirle que se casara conmigo, pero la historia que había concebido como un bobo salió de mis labios con tanta naturalidad, que hasta yo me la creí, así que dije adiós y me marché, y ella se quedó allí mirándome y sentí que su mirada me atravesaba de parte a parte. La oí lamentarse por dentro, pero seguí caminando como un autómata y al final doblé la esquina y se acabó todo. ¡Adiós! Así como así. Como en estado de coma.

Y lo que quería decir era:
¡Ven a mí! ¡Ven a mí porque no puedo seguir viviendo sin

ti!

Me siento tan débil, tan inseguro, que apenas puedo subir las escaleras del metro. Ahora sé lo que ha ocurrido: ¡he cruzado la línea divisoria! Esta Biblia que he llevado conmigo es para instruirme, para iniciarme a una nueva forma de vida. El mundo que conocí ya no existe, está muerto y acabado, eliminado.

Y todo lo que yo era ha quedado eliminado con él. Soy un cadáver que recibe una inyección de nueva vida. Estoy radiante y resplandeciente, entusiasmado con nuevos descubrimientos, pero el centro todavía es de plomo, es escoria. Me echo a llorar... ahí mismo en las escaleras del metro. Sollozo en alto, como un niño. Ahora caigo en la cuenta con toda claridad:
¡estás solo en el mundo!
Estás solo... solo... solo. Es penoso estar solo... penoso, penoso, penoso, penoso. No tiene fin, es insondable, y es el destino de todos los hombres en la tierra, pero sobre todo el mío. Otra vez la metamorfosis. Todo vuelve a tambalearse y a amenazar ruina. Vuelvo a estar en el sueño, el doloroso, delirante, placentero, enloquecedor sueño de más allá del límite. Me encuentro en el centro del solar vacío, pero no veo mi casa. No tengo casa. El sueño era un espejismo. Nunca hubo una casa en medio del solar vacío. Por eso es por lo que nunca pude entrar en ella. Mi casa no está en este mundo, ni en el siguiente. Soy un hombre sin casa, sin amigo, sin esposa. Soy un monstruo que pertenece a una realidad que todavía no existe. Ah, pero sí existe, existirá, estoy seguro de ello. Ahora camino rápidamente, con la cabeza gacha, musitando para mis adentros. Me he olvidado de la cita tan completamente, que ni siquiera advertí si pasé delante de ella o no. Probablemente así fuera. Probablemente la miré a la cara y no la reconocí. Probablemente tampoco ella me reconociese. Estoy loco, loco de dolor, loco de angustia. Estoy desesperado. Pero no estoy perdido. No,
hay
una realidad a la que pertenezco. Está lejos, muy lejos. Puedo caminar desde ahora hasta el día del juicio con la cabeza gacha sin encontrarla nunca. Pero está allí, estoy seguro de ello. Miro a la gente con expresión asesina. Si pudiera tirar una bomba y hacer saltar todo el barrio en pedazos, lo haría. Me sentiría feliz viéndolos volar por el aire, mutilados, dando alaridos, despedazados, aniquilados. Quiero aniquilar la tierra entera. No formo parte de ella. Es una locura del principio al fin. Todo el tinglado. Es un enorme trozo de queso rancio con gusanos que lo pudren por dentro. ¡A tomar por culo! ¡Vuélalo en pedazos! Mata, mata, mata: mátalos a todos, judíos y gentiles, jóvenes y viejos, buenos y malos...

Me vuelvo ligero, ligero como una pluma, y mi paso se vuelve más firme, más tranquilo, más regular. ¡Qué noche más bella! Las estrellas brillan tan clara, serena, remotamente. No se burlan de mí precisamente, sino que me recuerdan la fatalidad de todo. ¿ Quién eres tú, muchacho, para hablar de la tierra, de hacer volar las cosas en pedazos? Muchacho, nosotras hemos estado suspendidas aquí millones y billones de años. Lo hemos visto todo, todo, y, aun así, brillamos apacibles cada noche, iluminamos el camino, apaciguamos el corazón. Mira a tu alrededor, muchacho, mira lo apacible y hermoso que es todo. Mira, hasta la basura que yace en el arroyo parece bella a esta luz. Coge la hojita de col, sostenla suavemente en la mano. Me inclino y recojo la hoja de col que yace en el arroyo. Me parece absolutamente nueva, todo un universo en sí misma. Rompo un trocho y lo examino. Sigue siendo un universo. Sigue siendo inefablemente bella y misteriosa. Casi siento vergüenza de volver a arrojarla al arroyo. Me inclino y la deposito suavemente junto a los demás desperdicios. Me quedo muy pensativo, muy, pero que muy tranquilo. Amo a todo el mundo. Sé que en algún lugar en este preciso momento hay una mujer esperándome y, con sólo que avance muy tranquila, muy suave, muy lentamente, llegaré hasta ella. Estará parada en una esquina quizás y, cuando aparezca, me reconocerá... inmediatamente. Así lo creo, ¡palabra! Creo que todo es justo y está prescrito. ¿Mi casa? Pues, el mundo... ¡el mundo entero! En todas partes estoy en casa, sólo que antes no lo sabía. Pero ahora lo sé. Ya no hay línea divisoria. Nunca hubo una línea divisoria: fui yo quien la creó. Camino lenta y dichosamente por las calles. Las amadas calles. Por las que todo el mundo camina y sufre sin mostrarlo. Cuando me paro y me inclino hacia un farol para encender un cigarrillo, hasta el farol me parece un amigo. No es una cosa de hierro: es una creación de la mente humana, moldeada de determinada forma, torcida y formada por manos humanas, soplada por aliento humano, colocada por manos y pies humanos. Me vuelvo y paso la mano por la superficie de hierro. Casi parece hablarme. Es un farol humano.
Está donde corresponde,
como la hoja de col, como los calcetines rotos, como el colchón, como la pila de la cocina. Todo ocupa determinado lugar de determinado modo, como nuestra mente está en relación con Dios. El mundo, en su sustancia visible, es un mapa de nuestro amor. No Dios, sino la
vida,
es amor. Amor, amor, amor. En su pleno centro camina este muchacho, yo mismo, que no es otro que Gottlieb Leberecht Müller.

¡Gottlieb Leberecht Müller! Así se llamaba un hombre que perdió su identidad. Nadie sabía decirle quién era, de dónde procedía o qué le había ocurrido. En el cine, donde conocí a ese individuo, suponían que había tenido un accidente en la guerra. Pero, cuando me reconocí en la pantalla, sabiendo como sabía que nunca había estado en la guerra, comprendí que el autor se había inventado esa ficción para no exponerme. A menudo olvido cuál es mi yo real. Con frecuencia en mis sueños tomo el filtro del olvido, como se lo suele llamar, y yerro abandonado y desesperado, buscando el cuerpo
y
el nombre que me pertenecen. Y, a veces, la línea divisoria entre el sueño y la realidad es de lo más tenue. A veces, cuando alguien
está
hablándome, me salgo de los zapatos y, como una planta arrastrada por la corriente, inicio el viaje de mi
yo
desarraigado. En ese estado soy perfectamente capaz de cumplir con las exigencias ordinarias de la vida: encontrar a una esposa, llegar a ser padre, mantener a la familia, recibir a amigos, leer libros, pagar impuestos, hacer el servicio militar, etc. En ese estado soy
capaz,
si fuera necesario, de matar a sangre fría, por mi familia o para proteger a mi patria, o por lo que sea. Soy el ciudadano corriente, rutinario, que responde a un nombre y recibe un número en el parapeto. No soy responsable en absoluto de mi destino.

Y después, un día, sin el menor aviso, me despierto, miro a mi alrededor y no entiendo absolutamente nada de lo que está pasando, ni mi conducta ni la de mis vecinos, como tampoco entiendo por qué están los gobiernos en guerra o en paz, según los casos. En esos momentos, vuelvo a nacer y me bautizan con mi nombre auténtico: ¡Gottlieb Leberecht Müller! Todo lo que hago con mi nombre auténtico se considera demencial. La gente hace señas disimuladamente a mi espalda, a veces en mis narices. Me veo obligado a romper con amigos y parientes y seres queridos. Me veo obligado a levantar el campo. Y así, con la misma naturalidad que en un sueño, me vuelvo a ver arrastrado por la corriente, generalmente caminando por una carretera, de cara al ocaso. Entonces todas mis facultades están alerta. Soy el animal más suave, sedoso y astuto... y a la vez soy lo que se podría llamar un santo. Sé mirar por mí mismo. Sé eludir el trabajo, las relaciones que crean problemas, la compasión, la comprensión, la valentía y todos los demás peligros ocultos. Me quedo en un lugar o con una persona durante el tiempo suficiente para obtener lo que necesito, y después me voy. No tengo meta: el vagabundo sin rumbo es suficiente por sí mismo. Soy libre como un pájaro, seguro como un equilibrista. El maná cae del cielo; basta con que extienda las manos y lo reciba. Y en todas partes dejo tras de mí la sensación más agradable, como si, al aceptar los regalos que llueven sobre mí, estuviera haciendo un auténtico favor a los demás. Hasta para cuidar de mi ropa sucia hay manos amorosas. ¡Porque todo el mundo ama a un hombre recto! ¡Gottlieb! ¡Qué nombre más bonito! ¡Gottlieb! Lo repito para mis adentros una y otra vez. Gottlieb Leberecht Müller.

En ese estado siempre me he tropezado con ladrones y bribones y asesinos, ¡y qué afectuosos han sido conmigo! Como si fueran mis hermanos. ¿Y acaso no lo son, en verdad? ¿Es que no he sido culpable de toda clase de delitos? ¿Es que no he sufrido por ello? ¿Y acaso no es por mis delitos por lo que me siento tan unido a mi prójimo? Siempre, cuando veo un brillo de aceptación en los ojos de la otra persona, advierto ese vínculo secreto. A los únicos que no les brillan nunca los ojos es a los justos. Son los justos los que nunca han conocido el secreto de la confraternidad humana, los que están cometiendo los crímenes contra el hombre, los justos son los auténticos monstruos. Los justos son los que exigen nuestras huellas dactilares, los que nos demuestran que hemos muerto hasta cuando estamos delante de ellos en carne y hueso, los que nos imponen nombres arbitrarios, falsos, los que inscriben fechas falsas en el registro y nos entierran vivos. Prefiero a los ladrones, a los bribones, a los asesinos, a no ser que encuentre a un hombre de mi estatura, de mi calidad.

¡Nunca he conocido a un hombre así! Nunca he conocido a un hombre tan generoso, indulgente, tolerante, despreocupado, temerario, limpio de corazón como yo. Me perdono todos los delitos que he cometido. Lo hago en nombre de la humanidad. Sé lo que significa ser humano, su debilidad y su fuerza. Sufro de saberlo y al mismo tiempo me deleito. Si tuviera la oportunidad de ser Dios, la rechazaría. Si tuviese la oportunidad de ser una estrella, la rechazaría. La oportunidad más maravillosa que ofrece la vida es la de ser humano. Abarca todo el universo. Incluye el conocimiento de la muerte, del que ni Dios goza.

En el momento a partir del cual escribo este libro, soy el hombre que volvió a bautizarse a sí mismo. Hace muchos años que eso ocurrió y tantas cosas han sucedido desde entonces que es difícil volver a aquel momento y desandar el viaje de Gottlieb Leberecht Müller. Sin embargo, quizá pueda dar una pista, si digo que el hombre que ahora soy nació de una herida. Esa herida afectó al corazón. De acuerdo con cualquier lógica humana, debería haber muerto. De hecho, todos los que me conocían en otro tiempo me dieron por muerto; caminaba como un fantasma entre ellos. Usaban el pretérito para referirse a mí, me compadecían. Y, sin embargo, recuerdo que solía reír, igual que siempre, que hacía el amor con otras mujeres, que disfrutaba de mi comida y bebida, de la blanda cama a la que me apegaba como un loco. Algo me había matado, y, sin embargo, estaba vivo. Pero estaba vivo sin memoria, sin nombre; estaba separado de la esperanza así como del remordimiento o del pesar. No tenía pasado y probablemente no fuere a tener futuro; estaba enterrado vivo en un vacío que era la herida que me habían asestado.
Yo era la herida misma.
Tengo un amigo que a veces me habla del Milagro del Gólgota, del que no entiendo nada. Pero sí que sé algo de la milagrosa herida que recibí y que se curó con mi muerte. Hablo de ella como de algo pasado, pero la llevo siempre conmigo. Hace mucho que pasó todo y es invisible aparentemente, pero como una constelación que se ha hundido bajo el horizonte.

Lo que me fascina es que algo tan muerto y enterrado como yo lo estaba pudiera resucitar, y no sólo una, sino innumerables veces. Y no sólo eso, sino que, además, cada vez que me desvanecía, me sumergía más profundamente en el vacío, de modo que a cada renacimiento el milagro se vuelve mayor. ¡Y nunca estigma alguno! El hombre que renace es siempre el mismo hombre, cada vez es más él mismo con cada renacimiento. Lo único que hace es cambiar de piel cada vez, y con la piel cambia de pecados. El hombre al que Dios ama es en verdad un hombre que vive con rectitud. El nombre al que Dios ama es la cebolla con un millón de capas de piel. Cambiar la primera capa es doloroso hasta grado indecible; la siguiente capa es menos dolorosa, la siguiente menos todavía, hasta que al final la pena se vuelve agradable, cada vez más agradable, una delicia, un éxtasis. Y después no hay ni placer ni dolor, sino simplemente la oscuridad que cede ante la luz. Y al desaparecer la oscuridad, la herida sale de su escondite: la herida que es el hombre, que es el amor del hombre, queda bañada en la luz. Se recupera la identidad perdida. El hombre da un paso y sale de su herida abierta, de la tumba que había llevado consigo tanto tiempo.

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