Trópico de Capricornio (14 page)

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Authors: Henry Miller

BOOK: Trópico de Capricornio
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Y esto en la negra nada frenética del vacío de la ausencia deja una deprimente sensación de desaliento saturado, que no es sino el alegre gusano juvenil de la exquisita ruptura de la muerte con la vida. Desde ese cono invertido del éxtasis la vida volverá a alzarse hasta la prosaica eminencia del rascacielos, a arrastrarme por los pelos y los dientes, henchido de una tremenda alegría vacía, el feto animado del nonato gusano de la muerte al acecho de la descomposición y la putrefacción.

El domingo por la mañana, el teléfono me despierta. Es mi amigo Maxie Schnadig que me anuncia la muerte de nuestro amigo Luke Ralston. Maxie ha adoptado un tono de voz verdaderamente acongojado que me molesta. Dice que Luke era un tipo excelente. Eso también me suena a falso, porque, si bien Luke era un buen tío, sólo era pasable, no precisamente lo que se dice un tipo excelente. Luke era un marica innato y en definitiva, cuando llegué a conocerlo íntimamente, resultó ser un pelma. Así se lo dije a Maxie por teléfono: por la forma como me respondió comprendí que no le gustó demasiado. Dijo que Luke siempre había sido un amigo para mí. Era bastante cierto, pero no del todo. La verdad era que me alegraba de veras de que la hubiera palmado en el momento oportuno: eso quería decir que podía olvidar los ciento cincuenta dólares que le debía. De hecho, al colgar el aparato sentí auténtico júbilo. Era un alivio tremendo no tener que pagar aquella deuda. En cuanto al fallecimiento de Luke, no me perturbaba lo más mínimo. Al contrario, me iba a permitir hacer una visita a su hermana, Lottie, a quien siempre había querido tirarme, sin conseguirlo nunca por una razón o por otra. Ya me veía presentándome allí por el día para darle el pésame. Su marido estaría en la oficina y no habría ningún obstáculo. Me veía rodeándola con los brazos y consolándola; no hay nada como abordar a una mujer cuando está apenada. La veía saltársele los ojos —tenía unos ojos grises, grandes y bellos—, mientras la trasladaba hacia el sofá. Era de esas mujeres que te dejan echarles un polvo mientras fingen estar escuchando música o algo así. No le gustaba la realidad tal como es, los hechos desnudos, por decirlo así. Al mismo tiempo, tenía la suficiente presencia de ánimo para colocarse una toalla debajo con el fin de no manchar el sofá. Yo la conocía a fondo. Sabía que el mejor momento para conseguirla era ahora, ahora que era presa de la emoción por la muerte del pobre Luke... a quien, por cierto, no tenía ella en gran concepto. Desgraciadamente, era domingo y seguro que el marido estaría en casa. Volví a la cama y me quedé tumbado pensando primero en Luke y en todo lo que había hecho por mí y después en ella, Lottie. Se llamaba Lottie Sommers: siempre me pareció un nombre bonito. Le cuadraba perfectamente. Luke era tieso como un palo, con cara de calavera, e impecable y justo hasta lo indecible. Ella era el extremo opuesto: suave, llenita, hablaba despacio, acariciaba las palabras, se movía lánguidamente, usaba los ojos eficazmente. Nadie habría dicho que eran hermanos. Me excité tanto pensando en ella, que intenté abordar a mi mujer. Pero la pobre gilipollas, con su complejo de puritanismo, fingió horrorizarse. Apreciaba a Luke. No se le habría ocurrido decir que era un tipo excelente, porque no era su forma de expresarse, pero insistió en que era un amigo auténtico, leal, fiel, etc. Yo tenía tantos amigos leales, auténticos, fieles, que todo aquello era palabrería para mí. Al final, tuvimos una discusión tan violenta a causa de Luke, que le dio un ataque de histeria y se puso a lamentarse y a sollozar... en la cama, fijaos. Eso me dio hambre. La idea de llorar antes de desayunar me pareció monstruosa. Bajé a la cocina y me preparé un desayuno maravilloso, y mientras me lo comía, me reía para mis adentros de Luke, de los ciento cincuenta dólares que su muerte repentina había borrado de la lista, de Lottie y de la forma como me miraría cuando llegara el momento... y, por último, lo más absurdo de todo, pensé en Maxie, Maxie Schnadig, el fiel amigo de Luke, de pie ante la tumba con una gran corona y quizás arrojando un puñado de tierra al ataúd en el preciso momento en que lo bajaban. No sé por qué, aquello me pareció demasiado estúpido como para expresarlo con palabras. No sé por qué había de parecerme tan ridículo, pero así era. Maxie era un bobalicón. Yo lo soportaba sólo porque podía darle un sablazo de vez en cuando. Y, además, no hay que olvidar a su hermana Rita. Solía dejarle invitarme a su casa ocasionalmente fingiendo que me interesaba su hermano, que estaba trastornado. Siempre era una buena comida y el hermano retrasado mental era realmente divertido. Parecía un chimpancé y hablaba también como un chimpancé.

Maxie era demasiado inocente como para sospechar que me estaba divirtiendo simplemente; creía que me interesaba de verdad por su hermano.

Era un domingo hermoso y, como de costumbre, tenía veinticinco centavos en el bolsillo. Caminé por ahí preguntándome dónde ir a dar un sablazo. No es que fuera difícil juntar un poco de pasta, no, pero la cuestión era conseguir la pasta y largarse sin que le aburrieran a uno mortalmente. Recordé a una docena de tipos de allí mismo, del barrio, tipos que apoquinarían sin refunfuñar, pero sabía que después vendría una larga conversación: sobre arte, religión, política. Otra cosa que podía hacer, que había hecho una y mil veces en casos de apuro, era presentarme en las oficinas de telégrafos, simulando una visita amistosa de inspección y después, en el último minuto, sugerirles que sacaran de la caja un dólar o algo así hasta el día siguiente. Eso exigiría tiempo y, peor todavía, conversación. Después de pensarlo fría y calculadoramente, decidí que lo mejor era recurrir a mi amiguito Curley, que vivía en Harlem. Si Curley no tenía dinero, lo hurtaría para mí del monedero de su madre. Sabía que podía confiar en él. Desde luego, iba a querer acompañarme, pero yo encontraría un modo de librarme de él antes de que pasara la tarde. No era más que un chaval y no necesitaba ser delicado con él.

Lo que me gustaba de Curley era que, aunque sólo era un chaval de diecisiete años, no tenía el menor sentido moral, ni escrúpulos, ni vergüenza. Había acudido a mí en busca de trabajo de repartidor, siendo un muchacho de catorce años. Sus padres, que por aquel entonces estaban en Sudamérica, lo habían enviado por barco a Nueva York para dejarlo a cargo de una tía suya, que lo sedujo casi inmediatamente. Nunca había ido al colegio porque los padres siempre estaban trabajando; eran saltimbanquis que trabajaban «a salto de mata», como él decía. El padre había estado en la cárcel varias veces. Por cierto, que no era su padre auténtico. El caso es que Curley fue a verme siendo un mozalbete que necesitaba ayuda, que necesitaba un amigo más que nada. Al principio pensé que podría hacer algo por él. Caía simpático al instante a todo el mundo, sobre todo a las mujeres. Se convirtió en el niño mimado de la oficina. Sin embargo, no tardé en comprender que era incorregible, que en el mejor de los casos tenía madera de delincuente astuto. No obstante, me gustaba y seguí ayudándole, pero nunca me fié de él como para quitarle la vista de encima. Creo que me gustaba sobre todo porque no tenía el menor sentido del humor. Era capaz de hacer cualquier cosa por mí y, al mismo tiempo, de traicionarme. No podía reprochárselo... Me divertía. Tanto más cuanto que era franco al respecto. Simplemente no podía evitarlo. Su tía Sophie, por ejemplo. Decía que lo había seducido. Era cierto, pero lo curioso era que se había dejado seducir mientras leían la Biblia juntos. A pesar de lo joven que era, parecía comprender que su tía Sophie lo necesitaba en ese sentido. Así que se dejó seducir, según dijo, y después, cuando hacía un tiempo que nos conocíamos, se ofreció a presentarme a su tía para que la beneficiara. Llegó hasta el extremo de hacerle chantaje. Cuando tenía gran necesidad de dinero, iba a verla y se lo sacaba... con veladas amenazas de contar la verdad. Con cara inocente, desde luego. Era asombroso lo que se parecía a un ángel, con grandes ojos claros que parecían tan francos y sinceros. Tan dispuesto a hacerte favores... casi como un perro fiel. Y después, cuando se había ganado tu aprecio, lo bastante astuto como para hacer que le complacieras en sus caprichos. Y, además, extraordinariamente inteligente. La sagaz inteligencia de un zorro y... la total crueldad de un chacal.

En consecuencia, no me sorprendió en absoluto enterarme aquella tarde de que había estado haciendo de las suyas con Valeska. Después de Valeska, abordó a la prima que ya había quedado desflorada y que necesitaba a algún hombre en quien pudiera confiar. Y de ésta pasó, por último, a la enana, que se había hecho un nidito en casa de Valeska. La enana le interesaba porque tenía un coño perfectamente normal. No había tenido intención de hacer nada con ella, porque, según dijo, era una lesbiana repulsiva, pero un día se tropezó con ella mientras se bañaba y así empezó la cosa. Reconoció que estaba empezando a resultarle insoportable, porque las tres lo perseguían sin cesar.

La que más le gustaba era la prima porque tenía algo de pasta y estaba dispuesta a soltarla. Valeska era demasiado astuta, y, además, olía un poco fuerte. De hecho, estaba empezando a hartarse de las mujeres. Decía que era culpa de su tía Sophie. Lo había iniciado mal. Mientras me cuenta eso, va registrando afanosamente los cajones de la cómoda. El padre es un hijoputa despreciable que se merece la horca, dice, mientras busca infructuosamente. Me enseñó un revólver con cachas de nácar... ¿cuánto darían por él? Un revólver era algo demasiado bueno para usarlo contra el viejo... le gustaría dinamitarlo. Al intentar averiguar
por qué
odiaba al viejo, resultó que el chaval estaba enamorado de su madre. No podía soportar la idea de que el viejo se acostara con ella. ¿No pretenderás decir que estás celoso de tu viejo?, le pregunté. Sí, está celoso. Si quería saber yo la verdad, no le importaría acostarse con su madre.
¿Por qué no?
Por eso era por lo que había permitido a su tía Sophie que lo sedujera... pensaba constantemente en su madre. Pero, ¿no te sientes mal, cuando le registras el monedero?, le pregunté. Se echó a reír. No es dinero
de ella,
sino
de él.
¿Y qué han hecho por mí? Se han pasado la vida dejándome a cargo de otra gente. Lo primero que me enseñaron fue a engañar a la gente. ¡Bonita forma de educar a un niño...!

No hay ni un centavo en la casa. La solución que se le ocurre a Curley es ir conmigo a la oficina en que trabaja y, mientras yo doy conversación al director, registrar el vestuario y limpiar toda la calderilla. O, si no temo arriesgarme, registrará la caja. Nunca sospecharían de
nosotros,
dice. Le pregunto si ha hecho eso alguna otra vez. Naturalmente... una docena de veces o más, en las narices mismas del director. ¿Y no hubo un escándalo? Claro que sí... despidieron a algunos empleados. ¿Por qué no pides algo prestado a tu tía Sophie?, le sugiero. Eso es muy fácil, sólo que tendría que echarle un quiqui rápido y ya no quiere echarle ningún quiqui más. Huele que apesta, la tía Sophie. ¿Qué quieres decir con eso de que
apesta?
Simplemente... que no se lava con regularidad. ¿Por qué? ¿Qué le pasa? Nada, que es religiosa. Y al mismo tiempo se está poniendo gorda y sebosa. Pero le sigue gustando que le eches un quiqui,
¿verdad? ¿Que si le gusta?
Se pirra más que nunca por el asunto. Es repugnante. Es como acostarse con una marrana. ¿Qué piensa tu madre de ella?
¿De ella?
Está más cabreada que la hostia con ella. Piensa que Sophie está intentando seducir al viejo. Bueno, ¡puede que sea verdad! No, el viejo tiene otras cosas. Una noche lo cogí con las manos en la masa, en el cine, muy acaramelado con una chavala. Es una manicura del Hotel Astor. Probablemente esté intentando sacarle algo de pasta. Esa es la única razón por la que seduce a una mujer. Es un hijoputa asqueroso y despreciable, ¡y me gustaría verlo algún día en la silla eléctrica! Tú eres el que vas a acabar en la silla eléctrica algún día, si no te andas con ojo.
¿Quién, yo? ¡De eso, nada!
Soy demasiado listo. Eres bastante listo, pero te vas de la lengua. Yo que tú, procuraría mantener el pico cerrado. ¿Sabes una cosa?, añadí, para sobresaltarlo todavía más, O'Rourke sospecha de ti; si alguna vez riñes con O'Rourke, estás perdido... ¿Y por qué no dice nada, si sabe algo? No te creo. Le explico con bastante detalle que O'Rourke es una de esas poquísimas personas del mundo que prefieren
no
causar dificultades a otra persona, si pueden evitarlo. O'Rourke —le digo— tiene instinto de detective sólo en el sentido de que le gusta
saber
lo que sucede a su alrededor. Lleva el carácter de las personas grabado y archivado permanentemente en la cabeza, de igual modo que los comandantes de un ejército no dejan en ningún momento de tener presente el terreno del enemigo. La gente cree que O'Rourke anda por ahí husmeando y espiando, que siente un placer especial al realizar ese trabajo sucio para la empresa. No es así. O'Rourke es un estudioso nato de la naturaleza humana. Se entera de las cosas sin esfuerzo, gracias, indudablemente, a su forma peculiar de observar el mundo. Ahora bien, por lo que a ti respecta... no me cabe duda de que sabe todo sobre ti. Nunca le he preguntado, lo reconozco, pero lo imagino por las preguntas que hace de vez en cuando. Quizá lo único que quiera es que te confíes. Alguna noche se encontrará contigo accidentalmente y quizá te pida que vayas con él a algún sitio a tomar un bocado. E, inesperadamente, te dirá: ¿recuerdas, Curley, cuando trabajabas en una oficina SA, en la época en que despidieron a aquel empleadillo judío por robar la caja? Creo que hacías horas extraordinarias aquella noche, ¿verdad? Un caso interesante, ése. ¿Sabes? Nunca descubrieron si el empleado robó la caja o
no.
Naturalmente, tuvieron que despedirlo por negligencia, pero no podemos asegurar que robara realmente el dinero. Hace un tiempo que pienso en ese asunto. Tengo una corazonada sobre quién cogió el dinero, pero no estoy absolutamente seguro...

Y entonces probablemente te mire fijamente y cambie abruptamente de conversación. Probablemente te cuente una historia sobre un ladrón que conoció, el cual se creía muy listo y pensaba que iba a quedar impune. Prolongará la historia para ti hasta que te sientas como si estuvieras sentado sobre brasas. Para entonces estarás deseando largarte, pero, justo cuando estés listo para marcharte, recordará de repente otro caso muy interesante y te pedirá que esperes un poquito más, mientras pide otro postre.

Y seguirá así durante tres o cuatro horas de un tirón, sin hacer en ningún momento la menor insinuación abierta, pero sin dejar tampoco de estudiarte detenidamente, y, por último, cuando te creas libre, justo cuando estés dándole la mano y suspirando de alivio, te cortará el paso y, colocándote sus enormes pies entre las piernas, te cogerá de la solapa y mirándote fijamente a los ojos, dirá con voz dulce y agradable:
«Mira una cosa, chaval, ¿no crees que sería mejor que confesaras?»
Y si crees que sólo está intentando amedrentarte y que puedes fingirte inocente y salir bien librado, te equivocas. Porque, al llegar a ese extremo, cuando te pide que confieses, habla en serio y nada del mundo va a detenerlo. Cuando llega a ese extremo, te recomiendo que desembuches hasta el último centavo. No me pedirá que te despida ni te amenazará con la cárcel: se limitará a sugerirte tranquilamente que ahorres un poquito cada semana y se lo entregues a él. Nadie se enterará. Probablemente ni siquiera me lo diga a mí. No, es muy delicado con esas cosas, ¿comprendes?

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