Read Trópico de Capricornio Online
Authors: Henry Miller
El incidente, por embarazoso que fuese, señaló un cambio clarísimo en nuestras relaciones. Pensaba que la próxima vez que viniera se mostraría severa conmigo, pero al contrario: parecía haberse acicalado, haberse rociado con más perfume, y estaba incluso un poco alegre, lo que era extraordinario en Lola porque era del tipo de personas adustas y reservadas. No me atreví a abrirme la bragueta otra vez, pero me vino una erección y la mantuve durante toda la clase, lo que le debió de gustar porque no dejó de lanzar miradas furtivas en esa dirección. En aquella época yo sólo tenía quince años y ella debía de tener por lo menos veinticinco o veintiocho. Yo no sabía qué hacer, a no ser derribarla deliberadamente un día que mi madre hubiera salido. Por un tiempo llegué a seguirla a escondidas por la noche, cuando salía sola. Tenía la costumbre de salir a dar largos paseos sola por la noche. Yo solía seguirle los pasos, con la esperanza de que llegara a algún lugar desierto cerca del cementerio donde podría probar una táctica violenta. A veces tenía la impresión de que sabía que la estaba siguiendo y que le gustaba. Creo que esperaba que la abordase... creo que eso era lo que quería. El caso es que una noche estaba tumbado en la hierba cerca de las vías del ferrocarril; era una noche de verano sofocante y la gente estaba tumbada por todas partes y en cualquier lado, como perros jadeantes. Yo no estaba pensando en Lola en absoluto... soñaba despierto simplemente, demasiado calor como para pensar en nada. De repente, veo a una mujer que viene por el estrecho sendero. Estoy tumbado en el terraplén y no veo a nadie por allí. La mujer viene despacio, con la cabeza gacha, como si estuviera soñando. Al acercarse un poco más, la reconozco. «¡Lola!», llamo. «¡Lola!» Parece realmente asombrada de verme allí. «Pero, bueno, ¿qué haces tú aquí?», dice, al tiempo que se sienta junto a mí en el terraplén. No me molesté en contestarle, no dije ni palabra: me limité a subirme encima de ella y la tumbé. «Aquí no, por favor», suplicó, pero no le hice caso. Le metí la mano entre las piernas y quedó enredada en aquel espeso zurrón: estaba empapado y chorreando como un caballo al babear. Era mi primer polvo, y, joder, precisamente en aquel momento tenía que pasar un tren
y
echarnos una lluvia de chispas ardientes. Lola quedó aterrorizada. Supongo que también era su primer polvo y probablemente lo necesitara más que yo, pero cuando sintió las chispas, quiso soltarse. Fue como intentar sujetar a una yegua salvaje. No pude mantenerla tumbada, a pesar de lo que forcejeé con ella. Se levantó, se bajó las faldas y se ajustó el moño en la nuca. «Debes irte a casa», dice. «No me voy a casa», dije, al tiempo que la cogía del brazo y empezaba a caminar. Caminamos un buen trecho en absoluto silencio. Ninguno de los dos parecía advertir hacia dónde íbamos. Por último, desembocamos en la carretera y por encima de nosotros quedaban los depósitos y cerca de éstos había un estanque. Instintivamente me dirigí hacia el estanque. Teníamos que pasar bajo unos árboles de ramas bajas, al acercarnos al estanque. Estaba ayudando a Lola a agacharse, cuando de repente resbaló y me arrastró en su caída. No hizo ningún esfuerzo para levantarse; al contrario, me agarró y me apretó contra ella, y ante mi gran asombro sentí también que deslizaba la mano en mi bragueta. Me acarició tan maravillosamente, que en un santiamén me corrí en su mano. Después me cogió la mano y se la colocó entre las piernas. Se tumbó completamente relajada y abrió las piernas al máximo. Me incliné y le besé cada uno de los pelos del coño; le puse la lengua en el ombligo y lo lamí hasta limpiarlo. Después me tumbé con la cabeza entre sus piernas y me bebí con la lengua la baba que le brotaba. Entonces ya estaba gimiendo y se agarraba frenéticamente; el pelo se le había soltado por completo y le cubría el abdomen desnudo. En pocas palabras, se la volví a meter, y me contuve largo rato, lo que debió de agradecerme más que la hostia, porque se corrió no sé cuántas veces: era como un paquete de cohetes explotando, y al mismo tiempo me hincó los dientes, me magulló los labios, me arañó, me desgarró la camisa y no sé qué demonios más. Cuando llegué a casa, y me miré en el espejo, estaba marcado como una res.
Mientras duró, fue maravilloso, pero no duró mucho. Un mes después, los Niessen se fueron a vivir a otra ciudad, y no volví a ver a Lola nunca más. Pero colgué su zurrón sobre la cama y le rezaba todas las noches. Y siempre que iniciaba los ejercicios de Czerny, me venía una erección, al pensar en Lola tumbada en la hierba, al pensar en su larga cabellera negra, en el moño en la nuca, en los gemidos que soltaba y en el jugo que le brotaba. Para mí tocar el piano era simplemente como un sustitutivo de un largo polvo. Tuve que esperar otros dos años antes de mojar el churro otra vez, como se suele decir, y entonces no salió tan bien porque pesqué unas hermosas purgaciones y, además, no fue en la hierba ni en verano y no hubo ardor, sino que fue un polvo mecánico por un dólar en un sucio cuartito de hotel, con aquella cabrona fingiendo que se corría y se corría menos que una piedras Y quizá no fuera ella la que me pegase las purgaciones, sino su amiga de la habitación de al lado que estaba acostándose con mi amigo Simmons. Esto fue lo que pasó: había acabado tan deprisa con mi polvo mecánico, que pensé en ir a ver cómo le iba a mi amigo Simmons. Mira por dónde, todavía estaban en pleno tracatrá, y menudo cómo le daban al asunto. Era checa, aquella chica, y un poco boba; al parecer, no llevaba mucho en el oficio, y solía abandonarse y disfrutar con el acto. Al ver lo bien que se portaba, decidí esperar y probarla yo también. Y así lo hice. Y antes de que pasara una semana me empezó a supurar y me figuré que serían purgaciones o algo que no iba bien en los cojones.
Al cabo de un año más o menos, yo estaba ya dando clases, y quiso la suerte que la madre de la muchacha a la que daba las clases fuese una golfa, una furcia y una fulana como hay pocas. Vivía con un negro, como más adelante descubrí. Al parecer, no podía conseguir una picha lo bastante grande para satisfacerla. El caso es que siempre que estaba a punto de marcharme a casa, me retenía en la puerta y se restregaba contra mí. Me daba miedo liarme con ella porque corría el rumor de que tenía sífilis, pero, ¿qué demonios vas a hacer cuando una mala puta cachonda como ésa se restriega el coño contra ti y te mete la lengua casi hasta la garganta? Solía follarla de pie en el vestíbulo, lo que no era tan difícil porque pesaba poco y podía sostenerla con las manos como una muñeca. Y estoy una noche sosteniéndola así, cuando oigo de repente que meten una llave en la cerradura, y ella lo oye también y se queda muerta de miedo. No había dónde ir. Afortunadamente, había una cortina que colgaba de la puerta y me escondí detrás de ella. Después oí que su andoba negro la besaba y decía:
«¿Cómo estás, cariño?,
y ella le está diciendo que ha estado esperándole y que mejor será que suba, porque no puede esperar más, y cosas así. Y cuando las escaleras dejan de crujir abro la puerta despacito y salgo pitando, y entonces me entra miedo de verdad porque si ese andoba negro llega a descubrirlo alguna vez, me corta el cuello, de eso puedo estar seguro. Y, por eso, dejo de dar clases en esa casa, pero pronto la hija —que acaba de cumplir dieciséis años— se pone a perseguirme y a pedirme que vaya a darle clases a casa de una amiga. Volvemos a empezar de nuevo los ejercicios de Czerny, con chispas y todo. Es la primera vez que huelo un coño fresco, y es maravilloso, como heno recién segado. Jodimos clase tras clase y entre las clases echábamos un polvo extra. Y después, un día, la triste historia de siempre: está preñada, ¿y qué se puede hacer? Tengo que ir a buscar a un judío para que me ayude, y quiere veinticinco dólares por el trabajo y en mi vida he visto veinticinco dólares. Además, ella es menor de edad. Además, podría darle una infección a la sangre. Le doy cinco dólares a cuenta y me largo a los Adirondacks por dos semanas. En los Adirondacks conozco a una maestra de escuela que se muere por recibir clases. Más ejercicios de velocidad, más condones y complicaciones. Siempre que tocaba el piano parecía que soltaba un coño.
Si había una fiesta tenía que llevar el rollo de la música de los cojones; para mí era exactamente como envolverme el pene en un pañuelo y ponérmelo bajo el brazo. En vacaciones, en una granja o en una posada, donde siempre sobraban las gachís, la música surtía un efecto extraordinario. Las vacaciones eran un período que esperaba con ansiedad durante todo el año, no tanto por las tías como porque no había que trabajar. Una vez fuera de la rutina del trabajo, me volvía un payaso. Estaba tan rebosante de alegría, que quería salir de mi pellejo. Recuerdo que un verano conocí en Catskills a una chica llamada Francie. Era bonita y lasciva, con fuertes tetas escocesas y una fila de dientes blancos y regulares, deslumbrantes. La cosa empezó en el río, donde estábamos nadando. Estábamos agarrados al bote y una de las tetas se le había salido de su sitio. Le saqué la otra para que no tuviera que molestarse y después le desaté las trabillas. Se sumergió bajo el bote tímidamente y yo la seguí y, cuando subió a coger aire, le quité el maldito traje de baño y allí quedó flotando como una sirena con sus grandes y fuertes tetas subiendo y bajando como corchos hinchados. Me quité el calzón de baño y empezamos a jugar como delfines bajo el costado del bote. Al poco rato, vino su amiga en una canoa. Era una chica bastante corpulenta, una pelirroja con ojos color ágata y llena de pecas. Quedó bastante escandalizada de encontrarnos en pelotas, pero no tardamos en hacerle caer de la canoa y la desnudamos. Y después los tres empezamos a jugar bajo el agua, pero era difícil llegar a nada con ellas porque estaban escurridizas como anguilas. Cuando nos cansamos, corrimos a una caseta que estaba en el campo como una garita de centinela abandonada. Habíamos traído nuestras ropas e íbamos a vestirnos, los tres, en aquella caseta. Hacía un calor y un bochorno espantosos y estaban juntándose nubes que amenazaban tormenta. Agnes —la amiga de Francie— tenía prisa por vestirse. Estaba empezando a avergonzarse de estar allí desnuda delante de nosotros. En cambio, Francie parecía sentirse a sus anchas. Estaba sentada en el banco con las piernas cruzadas y fumando un cigarrillo. El caso es que, justo cuando Agnes estaba poniéndose el vestido, se produjo un relámpago y al instante se oyó el estampido aterrador de un trueno. Agnes dio un grito y dejó caer el vestido. A los pocos segundos se produjo otro relámpago y otra vez el estruendo de un trueno, peligrosamente cercano. El aire se volvió azul a nuestro alrededor y las moscas empezaron a picar y nos pusimos nerviosos e impacientes y también un poco asustados. Sobre todo Agnes, que tenía miedo de los rayos y más todavía de que la encontraran muerta estando los tres desnudos. Quería ponerse la ropa y correr a su casa, dijo. Y justo cuando pronunció esas palabras, que le salieron del alma, empezó a llover a cántaros. Pensamos que escamparía al cabo de pocos minutos, así que nos quedamos allí, desnudos, mirando el vapor que subía del río a través de la puerta entreabierta. Parecía que caían piedras y los rayos seguían cayendo a nuestro alrededor incesantemente. Ahora todos estábamos completamente asustados y sin saber qué hacer. Agnes se retorcía las manos y rezaba en voz alta; parecía una idiota de Georges Grosz, una de esas perras torcidas con un rosario en torno al cuello y encima con ictericia. Pensaba que iba a desmayarse en nuestros brazos o algo así. De repente, se me ocurrió la brillante idea de hacer una danza de guerra en la lluvia... para distraerlas. Justo cuando salgo de un salto para empezar mi baile, brilla un rayo y parte por la mitad un árbol no lejos de allí. Estoy tan asustado, que pierdo el juicio. Siempre que estoy asustado, me echo a reír. Así que solté una carcajada salvaje, espeluznante, que hizo gritar a las chicas. Cuando les oí gritar, no sé por qué, pero pensé en los ejercicios de velocidad y entonces sentí que me encontraba en el vacío y todo estaba azul a mi alrededor y la lluvia tamborileaba caliente y fría en mi tierna piel. Todas mis sensaciones se habían reunido en la superficie de la piel y debajo de la capa de piel exterior estaba vacío, ligero como una pluma, más ligero que el aire o el humo o el talco o el magnesio o cualquier cosa que se os ocurra. De repente, era un indio chippewa y otra vez en tono de sasafrás y me importaba tres cojones que las chicas gritaran o se desmayasen o se cagaran en los pantalones, que en cualquier caso no llevaban puestos. Al mirar a la loca de Agnes con el rosario en torno al cuello y su enorme panza azul de miedo, se me ocurrió la idea de hacer una danza sacrílega, con una mano cogiéndome las pelotas y con el pulgar de la otra en la nariz haciendo burla a los rayos y truenos. La lluvia era caliente y fría y la hierba parecía llena de libélulas. Fui saltando como un canguro y gritando a pleno pulmón: «¡Oh, Padre, cochino hijo de puta, deja de enviar esos relámpagos de los cojones, o, si no, Agnes va a dejar de creer en ti! ¿Me oyes, viejo capullo de ahí arriba? Deja de hacer chorradas... estás volviendo loca a Agnes. Oye, ¿es que estás sordo, viejo verde?» Y, sin dejar de soltar esos disparates desafiantes, bailé en torno a la caseta saltando y brincando como una gacela y usando las blasfemias más espantosas que se me ocurrían. Cuando brillaba un relámpago, yo saltaba más alto, y cuando el trueno retumbaba, yo rugía como un león y después di una voltereta sobre las manos y luego rodé por la hierba como un cachorro y masqué la hierba y la escupí hacia ellas y me golpeé el pecho como un gorila y durante todo el rato veía los ejercicios de Czerny sobre el piano, la página blanca llena de sostenidos y bemoles, y el imbécil de los cojones, pienso para mis adentros, que se imaginaba que ése era el modo de aprender a tocar el clavicordio bien templado. Y de pronto pensé que Czerny podía estar en el cielo a estas alturas y contemplándome, así que escupí hacia él lo más alto que pude y cuando volvió a retumbar el trueno, grité con todas mis fuerzas: «Oye, Czerny, cabrón, que estás ahí arriba, ojalá te arranquen los cojones los relámpagos... ojalá te tragues la torcida cola y te estrangules... ¿Me oyes, capullo chalado?»
Pero, a pesar de mis buenos esfuerzos, el delirio de Agnes iba en aumento. Era una estúpida irlandesa católica y nunca había oído a nadie dirigirse así a Dios. De repente, mientras estaba bailando por detrás de la caseta, salió disparada hacia el río. Oí gritar a Francie: «¡Corre a por ella, se va a ahogar! ¡Ve a buscarla!» Salí tras ella, con la lluvia cayendo todavía como chuzos, y gritándole que volviera, pero siguió corriendo a ciegas, como poseída por el diablo, y cuando llegó a la orilla, se zambulló y se dirigió hacia el bote. Nadé tras ella y cuando llegamos junto al bote, que temía fuera a volcar ella, la cogí por la cintura con una mano y empecé a hablarle serena y suavemente, como si hablara a un niño. «¡Apártate de mi lado!», dijo, «¡eres un ateo!» ¡Hostia! Me quedé tan asombrado al oír aquello, que podrían haberme derribado con una pluma. Así, que, ¿era por eso? Toda esa histeria porque estaba insultando a Dios Todopoderoso. Me dieron ganas de darle un golpe en un ojo para hacerle recuperar el juicio. Pero no hacíamos pie allí y tenía miedo de que hiciera alguna locura como volcar el bote por encima de nuestras cabezas, si no la trataba adecuadamente. Así que fingí que lo sentía terriblemente y dije que no hablaba en serio, que había sentido un miedo de muerte, y que si patatín y que si patatán, y mientras le hablaba dulce y tranquilizadoramente, le deslicé la mano por la cintura y le acaricié el culo con suavidad. Eso era lo que quería. Me estaba hablando entre sollozos de lo buena católica que era y cómo había intentado no pecar, y quizás estuviera tan absorta en lo que estaba diciendo, que no se daba cuenta de lo que estaba haciendo yo, pero aun así cuando le metí la mano por la entrepierna y dije todas las cosas tontas que se me ocurrieron, sobre Dios, sobre el amor, sobre ir a la iglesia y confesarse y todas esas gilipolleces, debió de sentir algo porque le tenía metidos tres buenos dedos y los movía alrededor como bobinas locas. «Ponme los brazos alrededor, Agnes», le dije suavemente, sacando la mano y atrayéndola hacia mí para poder meter mis piernas entre las suyas... «Así, qué buena chica... no te preocupes... va a acabar pronto.» Y sin dejar de hablar de la iglesia, del confesionario, del amor de Dios y de toda la maldita pesca, conseguí metérsela. «Eres muy bueno conmigo», dijo, como si no supiera que tenía la picha dentro, «y siento haberme portado como una tonta». «Ya sé, Agnes», dije, «no te preocupes... oye, apriétame más fuerte... eso, así». «Me temo que el bote se va a volcar», dice haciendo lo posible para mantener el culo en su sitio mientras rema con la mano derecha. «Sí, volvamos a la orilla», dije, y empecé a retirarme de ella. «Oh, no me dejes», dice, agarrándome con más fuerza. «No me dejes, que me voy a ahogar.» Justo entonces llega Francie corriendo a la orilla. «Date prisa», dice Agnes, «date prisa... que me voy a ahogar».