Trópico de Capricornio (27 page)

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Authors: Henry Miller

BOOK: Trópico de Capricornio
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Todo esto es para decir que al pasar una noche por la puerta giratoria del baile Amarillo hace unos doce o catorce años, se produjo el gran acontecimiento. El interludio que imagino como el País de la Jodienda, un dominio en el tiempo más que en el espacio, es para mí el equivalente de ese Purgatorio que Dante ha descrito con todo detalle. Al poner la mano en la barandilla metálica de la puerta giratoria del baile Amarillo, todo lo que yo había sido antes, era, y había de ser, se desplomó. No había nada de irreal en ello; el propio momento en que nací se esfumó, arrastrado por una corriente más potente. Así como antes me habían expulsado de la matriz como un bulto, así también me desviaban ahora de nuevo hacia un vector intemporal donde el proceso de crecimiento se mantiene en suspenso. Pasé al mundo de los efectos. No había miedo, sólo una sensación de fatalidad. Mi espina dorsal estaba enchufada al tumor; me hallaba contra el cóccix de un nuevo mundo implacable. En la zambullida el esqueleto voló en pedazos, dejando al yo inmutable tan desamparado como un piojo aplastado.

Si desde este punto no empiezo, es porque no hay comienzo. Si no vuelo al instante a la tierra radiante, es porque las alas no sirven para nada. Es la hora cero y la luna está en el nadir.

No sé por qué pienso en Maxie Schnadig, a no ser que sea a causa de Dostoyevski. La noche que me senté a leer a Dostoyevski por primera vez fue un acontecimiento de la mayor importancia en mi vida, más importante incluso que mi primer amor. Fue el primer acto deliberado, consciente, que tuvo sentido para mí; cambió la faz del mundo por completo. Ya no sé si es verdad que el reloj se paró en aquel momento, cuando alcé la vista después del primer trago intenso. Fue mi primer vislumbre del alma del hombre. ¿O debería decir que Dostoyevski fue el primer hombre que me reveló su alma? Quizás hubiera sido yo ya un poco raro antes, sin darme cuenta, pero desde el momento en que me sumergí en Dostoyevski fui clara e irrevocablemente raro y me sentí satisfecho de serlo. El mundo ordinario, despierto, cotidiano había acabado para mí. También murió cualquier ambición o deseo de escribir que tuviera, y por mucho tiempo.

Era como los hombres que han estado mucho tiempo en las trincheras, demasiado tiempo bajo el fuego. El sufrimiento humano ordinario, la envidia humana ordinaria, las ambiciones humanas ordinarias... eran mierda para mí.

Concibo mejor mi estado, cuando pienso en mis relaciones con Maxie y su hermana Rita. En aquella época a Maxie y a mí nos interesaba el deporte. Solíamos ir a nadar juntos con mucha frecuencia, eso lo recuerdo muy bien. Muchas veces pasábamos todo el día y toda la noche en la playa. Sólo había visto a la hermana de Maxie una o dos veces; siempre que mencionaba su nombre, Maxie se ponía a hablar precipitadamente de otra cosa. Aquello me fastidiaba porque la compañía de Maxie me aburría mortalmente, y sólo lo soportaba porque me prestaba dinero de buen grado y me compraba cosas que necesitaba. Siempre que salíamos para la playa, yo abrigaba la esperanza de que apareciera su hermana inesperadamente. Pero no, siempre se las arreglaba para mantenerla fuera de mi alcance. Pues, bien, un día, mientras nos desnudábamos en la caseta y me enseñaba el escroto duro y apretado que tenía, le dije de improviso: «Oye, Maxie, están muy bien tus pelotas, son cosa fina, y no tienes por qué preocuparte de ellas, pero, ¿dónde cojones está Rita todo el tiempo? ¿Por qué no te la traes alguna vez y me dejas echarle un vistazo al beo...? sí, al
beo,
ya sabes a qué me refiero.» Como Maxie era judío de Odesa, no había oído nunca antes la palabra beo. Mis palabras lo escandalizaron profundamente, y, aun así, se sintió intrigado también por aquella palabra nueva. Me respondió, como aturdido: «Henry, por Dios, ¡no deberías decirme una cosa así!» «¿Por qué no?», contesté. «Tiene coño, tu hermana, ¿o no?» Estaba a punto de añadir algo más, cuando le dio un tremendo ataque de risa. Eso salvó la situación, por el momento. Pero, en el fondo, a Maxie no le hizo gracia la idea. Durante todo el día estuvo preocupado, aunque en ningún momento volvió a referirse a nuestra conversación. No, estuvo muy calladito aquel día. La única forma de venganza que se le ocurrió fue incitarme a que fuera nadando más allá de la zona de seguridad con la esperanza de que quedara agotado y me ahogase. Veía con tanta claridad lo que le pasaba por la cabeza, que me sentía poseído por la fuerza de diez hombres. En seguidita me iba a ahogar simplemente porque diera la casualidad de que su hermana, como todas las mujeres, tenía un coño.

Aquello sucedió en Far Rockaway. Después de habernos vestido y haber comido, decidí de repente que quería quedarme solo, de modo que, muy bruscamente, en una esquina le di la mano y le dije adiós. ¡Y ahí me quedé! Casi instantáneamente me sentí solo en el mundo, solo como sólo se siente uno en momentos de extrema angustia. Creo que estaba mondándome los dientes distraídamente, cuando esa ola de soledad me acertó de lleno, como un tornado. Me quedé allí, en la esquina de la calle, y me palpé todo el cuerpo para ver si había recibido algún golpe. Era inexplicable, y al mismo tiempo maravilloso, muy estimulante, como un tónico doble, podríamos decir. Cuando digo que estaba en Far Rockaway, quiero decir que estaba parado en el fin de la tierra, en un lugar llamado Xanthos, si es que existe un lugar así, y desde luego tendría que existir una palabra así para referirse a ningún lugar. Si hubiera aparecido Rita en aquel momento, no creo que la hubiese reconocido. Me había convertido en un absoluto extranjero en medio de mis compatriotas. Me parecían locos, mis compatriotas, con sus caras recién bronceadas y sus pantalones de franela y las medias perfectas. Habían estado bañándose como yo porque era un esparcimiento agradable y saludable y ahora, como yo, estaban llenos de sol y de comida y un poco agobiados por el cansancio. Hasta que se apoderó de mí aquella soledad, yo también estaba un poco cansado, pero de repente, parado allí y completamente aislado del mundo, me desperté sobresaltado. Quedé tan electrizado, que no me atrevía a moverme por miedo a que fuera a cargar como un toro o a que me pusiese a subir por la pared de un edificio o a bailar y a gritar. De pronto comprendí que todo aquello se debía a que yo era realmente un hermano de Dostoyevski, a que quizá fuera yo el único hombre en América que sabía lo que quiso decir al escribir esos libros. No sólo eso, sino que, además, sentí germinar en mi interior todos los libros que un día escribiría, a mi vez: me reventaban dentro como capullos de gusanos de seda maduros. Y como hasta entonces no había escrito otra cosa que cartas endiabladamente largas sobre todo y sobre nada, me resultaba difícil darme cuenta de que llegaría un momento en que empezaría, cuando escribiera la primera palabra,
la primera palabra real.
¡Y ese momento había llegado! Eso fue lo que empecé a comprender.

Hace un momento he usado la palabra Xanthos. No sé si existe un Xanthos o no, y la verdad es que lo mismo me da una cosa que la otra, pero tiene que haber un lugar en el mundo, quizás en las islas griegas, donde llegues al fin del mundo conocido y estés completamente solo y, sin embargo, no te sientas asustado, sino que te alegres, porque en ese lugar de trasbordo puedes sentir el antiguo mundo ancestral que es eternamente joven y nuevo y fecundante. Estás ahí, cualquiera que sea el lugar, como un pollito junto al cascarón del que acaba de salir. Ese lugar es Xanthos, o, como ocurrió en mi caso, Far Rockaway.

¡Allí estaba yo! Oscureció, se levantó viento, las calles quedaron desiertas, y, por último empezó a llover a cántaros. ¡La hostia! ¡Aquello sí que me mató! Cuando cayó la lluvia, y la recibí de lleno en la cara mirando al cielo, de repente empecé a gritar de júbilo. Reí y reí y reí, exactamente como un demente. Y no sabía de qué me reía. No pensaba en nada. Sencillamente, sentía una alegría irresistible, me volvía loco de placer al descubrir que estaba absolutamente solo. Si en aquel momento y lugar precisos me hubieran ofrecido un agradable y sabroso beo en una bandeja, si me hubiesen ofrecido todos los beos del mundo para que escogiera, no habría pestañeado. Tenía lo que ningún beo podía darme. Y justo en ese momento, completamente empapado pero todavía exultante, pensé en la cosa que menos venía a cuento...
¡el billete de vuelta!
¡Hostias! El cabrón de Maxie se había marchado sin dejarme un céntimo. Allí me teníais con un bonito y floreciente mundo antiguo y sin un céntimo en el bolsillo. Herr Dostoyevski el Joven tuvo que ponerse a andar por aquí y por allá escrutando los rostros amigables y los hostiles para ver si conseguía sacar a alguien unas monedas. Recorrió Far Rockaway de cabo a rabo pero a todo el mundo parecía importarle tres cojones que estuviera en plena lluvia y sin billete de vuelta. Andando por ahí con ese estupor y abatimiento animal que produce mendigar, me puse a pensar en Maxie, el escaparatista, y en que la primera vez que lo vi estaba en el escaparate vistiendo un maniquí. Y de eso, en unos minutos, a Dostoyevski, y después el mundo se detuvo en seco, y luego, como un gran rosal que se abre de noche, la cálida, aterciopelada carne de su hermana Rita.

Y ahora viene algo bastante extraño... Unos minutos después de pensar en Rita, en su íntimo y extraordinario beo, estaba en el tren con destino a Nueva York y dormitando con una maravillosa y lánguida erección. Y, lo que es más extraño, cuando bajé del tren, cuando me había alejado una o dos manzanas de la estación, mira por dónde, voy y me tropiezo precisamente con Rita. Y, como si hubiese recibido información telepática de lo que me pasaba por la cabeza, también Rita estaba caliente de cintura para abajo. Poco después estábamos en un restaurante chino, sentados uno junto al otro en un pequeño reservado, comportándonos exactamente como un par de conejos en celo. En la pista de baile apenas nos movíamos. Estábamos apretados y así nos quedamos, dejando que nos empujaran y nos diesen codazos, como quisieran. Podría haberla llevado a mi casa, pues en aquella época estaba solo, pero no, tenía ganas de llevarla a su casa, y allí de pie, en el vestíbulo, echarle un polvo en las narices de Maxie... cosa que hice. En pleno tracatrá, volví a pensar en el maniquí del escaparate y en el modo como se había reído aquella tarde, cuando dejé caer la palabra beo. Estaba a punto de soltar una carcajada, cuando de repente sentí que se corría, uno de esos orgasmos largos, prolongados, como los que de vez en cuando le sacas a una gachí judía. Tenía las manos bajo su culo, con las puntas de los dedos dentro del coño, en el forro, por decirlo así; cuando empezó a estremecerse, la levanté del suelo y la subí y bajé suavemente en la punta de la picha. Creí que iba a perder el juicio completamente, por la forma como aceleró. Debió de tener cuatro o cinco orgasmos así en el aire, antes de que la pusiera de pie en el suelo. Me la saqué sin derramar una gota y la hice tumbarse en el vestíbulo. Su sombrero había rodado a un rincón y el bolso se había abierto y habían salido algunas monedas. Cito este detalle porque, antes de cepillármela como Dios manda, tomé nota mentalmente para no olvidar embolsarme unas monedas para el billete de vuelta a casa. El caso es que hacía sólo unas horas que había dicho a Maxie en la caseta que me gustaría echar un vistazo al beo de su hermana, y ahí lo tenía ahora a huevo delante de mí, empapado y echando un chorrito tras otro. Si se la habían follado antes, no lo habían hecho como Dios manda, eso desde luego. Y, por mi parte, nunca me había sentido en un estado de ánimo tan excelente, tranquilo, sereno, científico, como entonces tumbado en el suelo del vestíbulo delante de las narices de Maxie, mojando el churro en el íntimo, sagrado y extraordinario beo de su hermana Rita. Habría podido contenerme indefinidamente: era increíble lo indiferente que me sentía y, aun así, completamente consciente de cada sacudida y vibración de ella. Pero alguien tenía que pagar por haberme hecho andar bajo la lluvia en busca de una moneda. Alguien tenía que pagar el éxtasis producido por la germinación de todos esos libros no escritos que había dentro de mí. Alguien tenía que comprobar la autenticidad de aquel coño íntimo, escondido, que había estado atormentándome durante semanas y meses. ¿Quién más apto que yo? Pensé tan intensa y rápidamente entre los orgasmos, que la picha debió de crecerme unos centímetros más. Por fin, decidí acabar volviéndola y dándole por culo. Se resistió un poco al principio, pero cuando sintió que la sacaba, casi se volvió loca. «¡Oh, sí! ¡Sí, sí! ¡Hazlo, hazlo!», balbució, y eso me excitó realmente; apenas se la había metido, cuando sentí que venía, uno de esos largos y angustiosos chorros procedentes de la punta de la columna vertebral. Se la metí tan adentro, que sentí como si algo hubiese cedido. Caímos uno sobre el otro, exhaustos, jadeando como perros. Sin embargo, al mismo tiempo tuve presencia de ánimo para buscar a tientas unas monedas. No es que fuera necesario, pues ya me había prestado unos dólares: era para compensar la falta del billete de vuelta en Far Rockaway. Joder, ni siquiera entonces acabó ahí la cosa. No tardé en sentirla tantear primero con las manos y luego con la boca. Todavía tenía yo una especie de semierección. Se la metió en la boca y empezó a acariciarla con la lengua. Vi el cielo. Cuando me quise dar cuenta, tenía el cuello entre sus piernas y la lengua recorriéndole el chocho. Y después tuve que subirme encima de ella otra vez y metérsela hasta las cachas. Se retorcía como una anguila, ¡palabra! Y después empezó a correrse otra vez, orgasmos prolongados, angustiosos, con unos gimoteos y balbuceos alucinantes. Al final, tuve que sacarla y decirle que parara. ¡Vaya un beo! ¡Y yo que sólo había pedido echarle un vistazo !

Maxie, con sus historias de Odesa, revivía algo que yo había perdido de niño. Aunque nunca tuve una imagen muy clara de Odesa, su aura era como el pequeño barrio de Brooklin que significó tanto para mí y del que me habían arrancado demasiado pronto. Es una sensación que tengo claramente siempre que veo una pintura italiana sin perspectiva: si es una representación de una procesión funeraria, por ejemplo, es exactamente la clase de experiencia que conocí de niño, una experiencia de intensa inmediatez. Si se trata de la representación de una calle, las mujeres sentadas en las ventanas están sentadas
en
la calle y no encima ni fuera de ella. Todo lo que sucede es conocido inmediatamente por todo el mundo, exactamente como entre los pueblos primitivos. El asesinato está en el aire, el azar es el que rige todo.

Así como en los primitivos italianos falta esa perspectiva, así también en el pequeño y antiguo barrio del que me desarraigaron de niño había esos planos verticales paralelos en los que todo sucedía y a través de los cuales, de una capa a otra, se comunicaba todo, como por ósmosis. Las fronteras eran nítidas, estaban claramente marcadas, pero no eran infranqueables. Entonces, de niño, vivía cerca del límite entre la zona norte y la zona sur. Nuestro barrio estaba un poco más al norte, a pocos pasos de una ancha avenida llamada North Second Street, que era para mí la auténtica línea divisoria entre el norte y el sur. El límite real era Grand Street, que conducía a Broadway Ferry, pero esta calle no significaba nada para mí, excepto que estaba empezando ya a llenarse de judíos. No, North Second Street era la calle del misterio, la frontera entre dos mundos. Así, pues, vivía entre dos límites, uno real, el otro imaginario: como he vivido toda mi vida. Había una callecita que sólo tenía una manzana de larga y que quedaba entre Grand Street y North Second Street, llamada Fillmore Place. Esa callecita salía en diagonal frente a la casa en que vivía mi abuelo y que era de su propiedad. Era la calle más fascinante que he visto en mi vida. Era la calle ideal: para un niño, un amante, un maníaco, un borracho, un estafador, un libertino, un ladrón, un astrónomo, un músico, un poeta, un sastre, un zapatero, un político. De hecho, ésa era la calle que era, habitada por semejantes representantes de la raza humana, cada uno de ellos un mundo en sí mismo y todos viviendo juntos armoniosa e inarmoniosamente, pero
¡untos,
una corporación sólida, una espora humana compactamente trabada que no podía desintegrarse sin que se desintegrara la propia calle.

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